Opinión
octubre 2009

Moldeando la arcilla humana: reflexiones sobre la igualdad y la revolución

Creo que, en el destino de la Revolución Cubana, se pone de manifiesto de una manera especialmente flagrante que aquello que anhelábamos -una sociedad radicalmente igualitaria- sólo podía imponerse bajo la forma de un régimen totalitario, bajo un régimen de terror. Es porque Cuba anuda, en el destino de su revolución, lo mejor de nuestras esperanzas -el igualitarismo- bajo la peor forma política moderna -el totalitarismo- que creo que vale la pena desentrañar en ella el destino malogrado de nuestras utopías de justicia.

<p>Moldeando la arcilla humana: reflexiones sobre la igualdad y la revolución</p>

* Ponencia presentada al Encuentro Internacional Política y Violencia, realizado el 3 y 4 de noviembre de 2005, en Córdoba, Argentina.

La polémica desatada por la carta de Oscar del Barco(1) ha reafirmado algo que, en realidad, ya sabíamos: una nítida línea divisoria separa, entre quienes hemos sido de diversas maneras y en diversos grados partícipes de la violencia política en los sesenta y los setenta, a quienes consideramos que debemos asumir una responsabilidad por el destino terrible de esa experiencia, por las muertes a las que condujo, de aquellos que consideran que fueron, simplemente, las víctimas injustas de una guerra justa, y que sólo les cabe reflexionar acerca del porqué de lo que consideran una derrota, derrota de ellos mismos y del campo popular, por supuesto.

Quienes consideramos que debemos asumir una responsabilidad por el destino terrible de esa experiencia no solemos creer que lo que debe pensarse de esa experiencia deba pensarse en términos de una derrota. Es más, solemos preguntarnos bastante acerca de cual hubiera sido nuestro destino si el campo al que pertenecíamos hubiera triunfado –como triunfó la Revolución cubana, que tanto iluminó nuestras ilusiones en esa época. Quienes consideramos que debemos asumir una responsabilidad por el destino terrible de esa experiencia no nos sentimos responsables de haber encaminado a otros hacia una muerte por calcular mal la disposición de fuerzas, no nos sentimos responsables de haber querido el Bien pero de haber fracasado en nuestro intento. Nos sentimos responsables de haber querido un Bien que, de la manera en que lo concebíamos, hoy creemos que sólo podía conducir al Mal. Ésa, creo yo, es una diferencia esencial que la reacción a la carta de del Barco ha vuelto a sacar a la luz con nitidez.

Es posible que la reflexión acerca de por qué el Bien que quisimos sólo podía conducirnos al Mal tome entre nosotros caminos diversos y divergentes; no estoy segura por mi parte de que seguiría el camino que toma Oscar del Barco, que es la afirmación del No Matarás como principio fundante de la comunidad. Pero no es de eso que quiero hablar acá (2). Lo que querría hacer aquí es participar de esa reflexión poniendo el punto en un tema que, desde hace un tiempo, me inquieta particularmente, que es el del anudamiento de nuestra idea de una sociedad mejor con la idea de la realización de una igualdad plena. El bien que quisimos, diría yo, fue la igualdad. ¿Qué relación había –esa es la pregunta que quiero hacerme- entre ese bien que quisimos, la manera en que lo imaginábamos, y aquello que hicimos e impulsamos para lograrlo? ¿Qué habría sido de nosotros, de nuestras vidas y de nuestros valores, en el caso de que no hubiéramos sido derrotados, en el caso de que las organizaciones de las que formábamos parte o a las que apoyábamos hubieran triunfado? Quiero dejar de lado la pregunta acerca de si pensando como pensábamos y actuando como actuábamos hubiéramos podido triunfar: la imagen de revolución victoriosa en la que nos reconocíamos era la revolución cubana, que había triunfado, y la revolución vietnamita, que lo estaba haciendo. Quiero decir: más allá de los “errores y equivocaciones” que algunos se contentan con reconocer y atribuir a esas organizaciones, más allá de los “errores y equivocaciones” hubo otras organizaciones que, con ideas similares a las que nosotros apoyábamos, triunfaron. En una palabra: no fueron las ideas que llevaron al fracaso de la revolución en tanto tal. Hubo, con esas mismas ideas, revoluciones realizadas.

En la carta con la que Héctor Schmucler interviene en el debate abierto por la carta de del Barco, Schmucler señala que no se trata sólo de poner en discusión los caminos para alcanzar la revolución –los métodos- sino de poner en duda la idea misma de revolución. De eso se trata, en efecto. De preguntarnos no sólo acerca de los medios sino acerca de los fines (y la Revolución como comienzo absoluto de una nueva humanidad era fin, y no medio) –y cuando hayamos interrogado los fines probablemente podamos volver sobre los medios, para descubrir que entre aquellos fines que ahora revisamos, y los medios –el asesinato de Rotblat y Groswald, para permanecer en la carta de del Barco- podemos volver a establecer una conexión inextricable.

La Revolución Cubana representó, entiendo, la realización más cabal de aquello que anhelábamos. Es por eso que no me parece ocioso retornar sobre ella. Hace pocos días, en un bar al lado de la sede Centenario de la Facultad de Ciencias Sociales en Buenos Aires, me puse a leer uno de los diarios viejos con que están adornadas las paredes. Dio la casualidad de que se trataba de la primera plana de La Razón del 3 de enero de 1959; relataba los sucesos revolucionarios en Cuba. Además del de Fidel Castro aparecían en esas noticias dos nombres: el de Alberto Mora, que según contaba el diario lideraba la huelga general estudiantil, y el de Eloy Gutiérrez Menoyo, comandante del Ejército Rebelde y, señalaba el artículo, antiguo combatiente de la guerra civil española, que lideraba si mal no recuerdo la entrada de una columna del Ejército Rebelde a La Habana. Quiero recordarles que Alberto Mora, quien fuera amigo de Heberto Padilla y del grupo que dirigió El Caimán Barbudo en su primera época, comandante revolucionario y ministro de Comercio Exterior de la Revolución, cayó en desgracia hacia fines de los ’60, en el juicio a la microfacción, y que profundamente deprimido terminó suicidándose pocos años más tarde. Y que Eloy Gutiérrez Menoyo se sumó pocos años después de la revolución a la revuelta del Escambray, y que pasó cerca de veinte años preso. ¿Qué habría sido de nosotros, vuelvo a preguntarme, si aquella revolución que anhelábamos se hubiera realizado?.

Es probable que cualquiera de nosotros, que fuimos exiliados internos y externos, opositores a la Dictadura aquí, en Cuba podríamos haber sido Mora o Gutiérrez Menoyo, o que de haber tenido el coraje y aún si no hubiéramos tenido el talento, podríamos haber sido Raúl Rivero ahora, Heberto Padilla antes, Virgilio Piñera, Jesús Díaz, Armando Valladares, Pedro Luis Boitel, Marta Frayde o tantos otros perseguidos, exiliados, torturados, asesinados por el régimen revolucionario. Tal vez también podríamos haber sido sobrevivientes, como lo fueron los artistas e intelectuales acallados a fines de los ’70, resurgidos a la palabra al calor de la crisis de los ’90. ¿Hubiéramos sido ellos, o hubiéramos sido los otros, los que por miedo optaron definitivamente por callar públicamente, cultivando con amargura esa marca registrada cubana que los propios isleños han optado por denominar la doble moral? No es imposible tampoco, por cierto, que algunos hubierámos acompañado lealmente a Fidel Castro durante cuatro décadas de régimen totalitario (aunque en Cuba hubo pocos revolucionarios relevantes de la primera hora que lo hicieron) –o tal vez, quién sabe, alguno de nosotros hubiera sido Fidel o Raúl Castro.

¿Qué representó Cuba para nuestros anhelos, porqué lo que anhelábamos resultó en lo que es? ¿Porqué, incluso, pasados cuarenta años, sigue siendo Cuba en la izquierda argentina un tema casi tabú, a punto tal que cuando escribo “cuatro décadas de régimen totalitario” tengo que refrenar yo misma el impulso de suavizar la denominación? Creo que, en el destino de la Revolución Cubana, se pone de manifiesto de una manera especialmente flagrante que aquello que anhelábamos –una sociedad radicalmente igualitaria- sólo podía imponerse bajo la forma de un régimen totalitario, bajo un régimen de terror. Es porque Cuba anuda, en el destino de su revolución, lo mejor de nuestras esperanzas –el igualitarismo- bajo la peor forma política moderna –el totalitarismo- que creo que vale la pena desentrañar en ella el destino malogrado de nuestras utopías de justicia.

La enseñanza de la Revolución cubana, quiero sostener entonces, es que una sociedad radicalmente igualitaria sólo podía imponerse bajo la forma de un régimen totalitario. Les propongo, para argumentar en esta línea, que aceptemos la mejor versión imaginable de Fidel Castro: la de un revolucionario decidido a realizar, en su país, la igualdad de la manera más radical. Así observado, el régimen fidelista se muestra como la expresión más cabal de la definición que da Arendt de la ideología: es la puesta en obra de la lógica de una idea, de la idea castrista de la sociedad deseable. La deseabilidad de esa sociedad está fuera de discusión: la Revolución triunfante es el origen de toda legitimidad, y el sentido de esa Revolución se ha concentrado en las manos exclusivas de un hombre. Ese hombre posee la imagen de la sociedad que pretende modelar, y posee el poder para intentarlo; quién se oponga a su decisión de modelar la sociedad según esa idea deberá ser apartado: es así que la disputa por el sentido de la Revolución entre los revolucionarios se salda, a través de cuarenta años, en asesinatos, persecuciones, ostracismo y prisión para las voces disonantes, desde la primera voz del comandante revolucionario Huber Matos hasta la actualidad. Y la renuencia de los hombres comunes a ocupar el lugar que la Revolución igualitaria les asigna se salda nuevamente, desde entonces y hasta ahora, en ostracismo social, pérdida del empleo, persecución, exilio o prisión.

La materia humana es una materia poco dispuesta a dejarse moldear por una voluntad particular que, pretendiendo encarnar el Todo pone en obra la lógica de una idea; llámese individuo moderno, llámese singularidad, llámese egoismo, llámese pluralismo, la experiencia de la revolución nos muestra que para ordenar duraderamente los sentimientos y pasiones singulares en función de una idea de una comunidad idealmente organizada no alcanza con apelar al hombre nuevo, a los estímulos morales, a la realización del socialismo; hace falta represión, cada vez más represión, y hace falta el ejercicio total del poder.

Por mi parte, no tengo dudas de que la revolución cubana ha impuesto, más allá de las distorsiones introducidas en los últimos años, niveles de igualdad inéditos en América. Es allí, en el punto nodal de nuestra idea de justicia como igualdad, que se explica, creo yo, la increible resistencia de la izquierda a poder pensar la naturaleza de ese régimen. El régimen cubano –como, de alguna manera, el despotismo descripto por Montesquieu- sólo ha podido sostener malamente la igualdad obtenida bajo la forma de un gobierno totalitario, al costo de la libertad, de la participación, de la expresión de la voluntad popular, de la búsqueda de la felicidad tal como la entiende gran parte de los cubanos. Malamente, digo, porque se trata además de una igualdad de bajísimo piso si la comparamos ya sea con nuestras expectativas revolucionarias o con las experiencias socialdemócratas exitosas (y tanto menos costosas en vidas y libertades), igualdad de bajísimo piso que ha sido sostenida al precio, también, de un fracaso económico recurrente en el que no puedo detenerme aquí, pero que es inseparable de la naturaleza de un régimen que no puede enarbolar otro estímulo, otro principio de acción, que el miedo. La realización revolucionaria de la igualdad, núcleo de nuestras utopías, se mostró inescindible del terror.

Tomando, insisto, la imagen más favorable del proyecto revolucionario cubano, Cuba nos alecciona acerca del resultado al que conduce el intento de realizar una utopía que pide lo imposible a los hombres y mujeres de nuestro mundo –que les pide que se conciban como piezas de un proyecto colectivo cuya cifra está en posesión del poder, que les pide que sean actores voluntarios, activos, de una idea que les es impuesta- y que, al pedirles lo imposible, sólo puede realizarse bajo la forma de un régimen de dominación total y de terror, que obliga a los hombres y mujeres modernos a ser lo que ellos no son, pero que deberían ser, y de lo que cualquier utopía modeladora de la humanidad, lejos de convertirlos en ello, sólo puede alejarlos: Cuba nos muestra un régimen que, con el propósito de convertir a los hombres en el motor de un régimen post-capitalista, solidario, ajeno al individualismo y al egotismo del sujeto moderno los transforma en materia inerme de la lógica de una idea.

Bajo esta lente, la observación de la experiencia cubana nos deja como lección principal no la lección banal de la deriva burocrática de cualquier sistema centralizado, sino ante todo la lección de la deriva totalitaria de un igualitarismo radical sostenido desde la cúpula del poder político. Ahora bien, si reconocemos que la deriva totalitaria es inseparable de la ambición de instalar, contra viento y marea, un igualitarismo radical, que en otras palabras la vocación de conformar una sociedad sin diferencias sólo es posible al precio de la supresión violenta de toda singularidad, supresión organizada desde un punto de mira que observa la sociedad desde su vértice, entonces debemos revisar de manera radical no sólo los medios, sino preguntarnos también acerca de los fines que perseguíamos. Si la revolución designaba la instalación de una comunidad radicalmente igualitaria sostenida sobre un hombre nuevo debemos, como decía antes, revisar radicalmente la idea de revolución. Si además hacemos el diagnóstico de que este proyecto suponía modelar a la masa humana en un sentido que exigía a la vez suprimir todo resurgimiento de las diferencias, y confiar a un equipo restringido la tarea de modelar esa masa, caemos además en la cuenta de que el proyecto, además de terrorífico, era autorrefutatorio (y acá sí volvemos a la deriva burocrática y diferenciadora de los regímenes totalitarios): el proyecto, decía, además de terrorífico era autorrefutatorio porque bien cabe preguntarse: ¿qué disponía al modelador a estar exento de los vicios de la masa a modelar? ¿Quién le había otorgado –quién nos había otorgado- el brevet de profeta ascético?

El ascetismo revolucionario, muchas veces férreamente cultivado entre los integrantes de las organizaciones armadas en los ’60 y ’70, ese ascetismo cuya imagen emblemática era el Che Guevara, era inseparable del ideal del hombre nuevo: de un hombre genérico que expresa la más alta de las capacidades humanas, que ha trascendido el egoismo y el individualismo y que encuentra en la dedicación al Bien común la más alta felicidad. Extraña figura, terrible figura, la del asceta revolucionario moderno, que lejos de apartarse del mundo, como el estoico, se propone actuar sobre él para transformarlo a su imagen y semejanza. Para ello, empero, tendrá que lograr que los hombres, por la convicción o por la fuerza, se conviertan en aquello que deben ser: en hombres nuevos. No todos los militantes revolucionarios fueron, de hecho, ascetas revolucionarios –aunque sin duda algunos estuvieran cerca de serlo. Pero el discurso redentista del ascetismo revolucionario y de la transformación del hombre en hombre nuevo brindó el horizonte que hacía pensable y justificable el proyecto de moldear la arcilla humana –de moldear la arcilla, y de descartar el material inservible.

La deriva de la Revolución cubana nos alecciona, y con esto concluyo, que la figura del asceta/ profeta revolucionario, que actúa violentamente sobre el mundo para moldearlo en conformidad con la idea, se prolonga necesariamente en la figura del líder totalitario: dadas las características de la materia, que tiende a retomar la creatividad de su forma singular, dadas las características de una materia que muere y se renueva, la tarea revolucionaria de moldear la arcilla humana no tiene fin. La revolución, para ser tal, es necesariamente revolución permanente.

Notas (1) La carta de Oscar del Barco, publicada en la revista La Intemperie como reacción a la entrevista realizada a fines de 2004 por la misma publicación a Héctor Jouvé, integrante de la guerrilla del Che Guevara en Salta, impugnaba con fuerza la legitimidad del asesinato político y ponía el acento en la responsabilidad de quienes, avalando aquella guerrilla, habían avalado con ello (entre otros hechos) el asesinato de dos militantes que habían pretendido abandonar la guerrilla al poco tiempo de haberse unido a ella. La carta dio lugar a numerosas y diversas reacciones, publicadas en su mayoría en números sucesivos de la revista, y a un dossier en Conjetural (Revista psicoanalítica) No. 42, que fue a su vez objeto de una nueva respuesta de O. del Barco. (2) No quiero hablar acá de eso por diversas razones: en primer lugar, porque creo que los caminos divergentes que tomemos contribuirán a que podamos ir circunscribiendo el asunto común. En segundo lugar, porque luego de leer la respuesta demoledora y regocijante de Oscar del Barco a la pedantería frívolamente erudita de los autores de Conjetural ni se me ocurriría tratar de poner esto, ni nada, supongo, en discusión con él.



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