Tema central
NUSO Nº 221 / Mayo - Junio 2009

¿Modelo económico o modelo social?

¿Existe un «modelo europeo» de relaciones Estado-mercado? El artículo sostiene que existen variantes, desde el modelo anglosajón hasta el modelo renano, y que todos ellos han debido adaptarse a las reglas comunes de la Unión Europea. Si se habla entonces de un «modelo europeo» no es tanto en lo que se refiere a la organización de la economía como en el modelo de sociedad. Lo que tienen en común las sociedades europeas es la idea de que el Estado debe ser un «Estado de Bienestar», en el sentido de que existe una responsabilidad pública en la creación y el mantenimiento de la igualdad de oportunidades y la cohesión social. Esto exige, entre otras cosas, una alta carga fiscal, ausente en casi todos los países de América Latina.

¿Modelo económico o modelo social?

¿Existe un modelo europeo de relaciones Estado-mercado? Responder a esta pregunta presenta varias dificultades, y la primera es saber a qué llamamos «Europa». Pues, aun si nos limitamos a los países de Europa occidental, estos se diferencian significativamente en la forma en que el Estado se relaciona con la economía, y en particular, en la regulación del mercado laboral. Como es sabido, Gran Bretaña, sobre todo desde el gobierno de Margaret Thatcher, es muy distinta en este aspecto de la Europa continental y los países nórdicos. La segunda dificultad procede de las diferencias entre los distintos «modelos» nacionales y las reglas comunes que viene impulsando la Unión Europea (UE) al menos desde la constitución del mercado único en 1993. Estas reglas han buscado liberalizar las economías para crear un espacio común sin trabas al comercio y a la competencia, nivelando el terreno para evitar que nadie juegue con ventaja. Se podría decir sin exagerar que el «modelo UE» de mercado interno constituye un muy coherente ejemplo del liberalismo que ha gozado de consenso como pensamiento económico en los últimos 20 años.

Con la actual crisis económica surge la tercera dificultad: las reglas comunes de la UE se encuentran bajo tensión como consecuencia de la crisis financiera y de sus efectos sobre la economía real. La necesidad de salvar los bancos y el empleo en los sectores de la industria con mayor peso en cada país está llevando a los gobiernos nacionales a tomar medidas que encajan con dificultades en el esquema liberal y que bordean el proteccionismo o la ayuda directa a las empresas, en clara contradicción con el espíritu y las normas de la UE. Si a esto sumamos el inevitable crecimiento de los déficits –en parte a causa de los mecanismos anticíclicos y en parte por los paquetes de estímulo y rescate–, que superan lo previsto en el pacto de estabilidad y empleo de la UE, se puede pensar que el «modelo europeo» atraviesa un momento de transición del que podrían derivarse cambios a medio plazo.

El argumento central al que se pretende llegar es que si cabe hablar de «modelo europeo» no es tanto en lo que se refiere a la organización de la economía, sino en lo que podríamos llamar el modelo de sociedad. En Europa occidental se parte del reconocimiento de unos derechos sociales de ciudadanía que debe garantizar el Estado. La idea de que el Estado debe ser un «Estado de Bienestar», de que existe una responsabilidad pública en la creación y el mantenimiento de la igualdad de oportunidades y la cohesión social, es lo que tienen en común las sociedades europeas, independientemente de que se haya llegado a esta idea desde historias e ideologías distintas, de que esté plasmada con mayor o menor éxito en los distintos países, y de que se haya visto sometida a las presiones de la economía globalizada y competitiva.

Dos modelos de capitalismo

A comienzos de los años 90 se comenzaron a contraponer dos imágenes del capitalismo: el capitalismo renano, propio de Alemania y de la Europa continental, y el capitalismo anglosajón, ejemplificado en Estados Unidos y Gran Bretaña1. La idea era que el primero apostaba por el crecimiento a medio y largo plazo y por la estabilidad, mientras que el segundo lo hacía por la rentabilidad inmediata –crear valor para los accionistas– y por la destrucción creativa (en términos de Schumpeter), lo que resultaba en una mayor capacidad para crear empresas y empleos a cambio de una mayor facilidad para su desaparición. Desde entonces han pasado casi 20 años, durante los cuales el capitalismo anglosajón ha sido el paradigma de la modernidad. La «euroesclerosis» de los años 90 fue considerada una demostración de la rigidez del capitalismo renano y de su incapacidad para competir con el anglosajón en el nuevo escenario globalizado. Sin embargo, en el nuevo siglo la economía europea volvió a crear empleo de forma significativa, a la vez que las reformas para asegurar la competencia entre proveedores llevaban a una expansión de las nuevas tecnologías de la información: ya en 2004, por ejemplo, las conexiones de banda ancha por cada 100 habitantes eran más en la Europa de los 15 (antes de la ampliación) que en EEUU.

¿Hay propiamente un problema en la organización de la economía europea? Quienes así lo creen piensan que el modelo renano es demasiado lento para adaptarse a las circunstancias cambiantes de la economía global. Quienes no lo creen argumentan que esa adaptación más lenta permite reducir el coste social de la modernización económica, pero no impide que esta se produzca, mientras que el modelo anglosajón puede conseguir un crecimiento más rápido, pero al precio de una creciente desigualdad. La nueva cuestión que ha introducido la actual crisis económica es si el modelo anglosajón no ha derivado además en un modelo insostenible de crecimiento, más dominado por la lógica del sistema financiero que por la lógica de la producción, de la economía real.

La contraposición entre los dos modelos se ha replanteado como una alternativa entre economías de mercado coordinadas y no coordinadas2. Las economías coordinadas implican la existencia de organizaciones patronales y sindicales que negocian entre sí y con el gobierno metas salariales, de inflación y de productividad, para lograr que la economía sea competitiva y crezca. A esta coordinación en la cumbre se unen normalmente formas de coordinación sectorial, que en las economías llamadas de «coordinación flexible» pueden ser las de mayor importancia3. En las economías no coordinadas, por el contrario, no existen organizaciones patronales y sindicales capaces de negociar acuerdos, aunque puedan existir como grupos de presión, en especial de las grandes empresas y de los trabajadores del sector público. El ajuste a los cambios en el mercado global se produce normalmente mediante reestructuraciones que pueden implicar despidos masivos y presión a la baja sobre los salarios, incluso en momentos de crecimiento económico.

La superioridad de las economías no coordinadas («anglosajonas») provendría de la mayor flexibilidad del mercado de trabajo. Sin trabas ni altos costes para los despidos (vistos como «rigideces»), las empresas podrían maximizar su competitividad para adaptarse a las nuevas condiciones del mercado, lo que implicaría una mayor capacidad para crear empleos tanto por las empresas ya existentes como por empresas nuevas, gracias a la inexistencia de obstáculos para su creación. En promedio, la menor protección de los trabajadores se traduciría en un mayor dinamismo del mercado de trabajo, una mayor capacidad para crear empleo.

Ese dinamismo, sin embargo, no ha impedido que en la década actual se haya producido un incremento de la desigualdad y una fuerte concentración de la riqueza, que solo han podido conciliarse con un clima de bienestar económico gracias a sucesivas burbujas (en las bolsas de valores y en el mercado inmobiliario) que han permitido a las familias de rentas medias y medias-bajas financiar su consumo mediante el endeudamiento. El «efecto riqueza» creado por las valoraciones exuberantemente elevadas de las acciones y de las viviendas ha conducido a un alto endeudamiento, insostenible una vez que se produce el ajuste a la baja de los precios, ya que los ingresos reales no permiten responder de los préstamos contraídos.

Como se señalaba al principio, Europa no se ajusta a un modelo único, ni tampoco tan solo a los dos descritos. Entre el capitalismo no coordinado de Gran Bretaña y el capitalismo coordinado de la Europa nórdica se extienden diversos modelos híbridos, comenzando por el capitalismo de coordinación flexible de Alemania e incluyendo diversas combinaciones de liberalismo y coordinación en el resto del occidente europeo. En la década del 90, el conjunto de la economía europea ha debido adaptarse a las nuevas reglas del capitalismo globalizado, incluyendo el esfuerzo de la UE para liberalizar el mercado único y evitar las distintas rigideces y formas de proteccionismo sectorial o profesional heredadas de los diferentes capitalismos nacionales.

De la administración pública a la regulación

La liberalización del mercado único ha supuesto una fuerte presión sobre los gobiernos para privatizar las empresas públicas, parcial o totalmente, y la prohibición de que las empresas, públicas o privadas, reciban ayuda del gobierno, excepto para su reestructuración. El objetivo es evitar la competencia desleal que derivaría del hecho de que algunas empresas cuenten con ayudas frente a las restantes, así como evitar el peligro de que las empresas públicas tomen decisiones de inversión o de gestión por criterios políticos y no estrictamente empresariales.

En este punto, sin embargo, conviene evitar confusiones. Excepto en Gran Bretaña, donde fue el gobierno laborista de posguerra el que nacionalizó la minería, la siderurgia y la energía, con la idea de que su propiedad pública podría generar un impulso para el conjunto de la industria, la mayor parte de las nacionalizaciones en Europa son herencia del estatismo y del nacionalismo de derechas, no de la acción de gobiernos de izquierda.

Suecia, considerada el prototipo de la socialdemocracia de posguerra, mantuvo una clara apuesta por la empresa privada en combinación con los extensos servicios públicos que configuraban el Estado de Bienestar. En este sentido, la renuncia al «estatismo empresarial» puede entenderse como un giro hacia el liberalismo económico por parte de la UE, pero no necesariamente como un giro a la derecha, aunque el disparo de salida de las privatizaciones lo diera el gobierno de Margaret Thatcher en Gran Bretaña.

Más importante es el desarrollo por parte de la UE de una normativa (un conjunto de directivas) destinada a la liberalización de la economía. En un sentido general, el objetivo de esta legislación es acabar con prácticas corporativas y anticompetitivas, amparadas por las legislaciones nacionales, que protegían a determinadas profesiones o grupos de interés a expensas de la eficiencia económica y, puede argumentarse, del interés general.

No obstante, algunas directivas, como la directiva Bolkestein sobre servicios (y su propuesta de que a los trabajadores de un país se les aplique su propia legislación laboral cuando son contratados en otro con mayores derechos sociales), han dado origen a una comprensible polémica, ya que podían suponer un ataque a los derechos de los trabajadores del segundo país (dumping social). Sin embargo, la alternativa más obvia, la fijación de una legislación social de alcance europeo, encuentra una resistencia frontal por parte de muchos países, comenzando, como es lógico, por aquellos –como Gran Bretaña y ahora los países del Este– en los que los derechos de los trabajadores son menores.

En otro sentido, el desarrollo y la aplicación de las directivas de la UE plantean dos cuestiones. La primera es la preexistencia de una administración pública fuerte, profesionalizada y capaz de aplicar con eficacia la legislación nacional y la legislación europea. La segunda es la tendencia a sustituir el control administrativo de las actividades económicas por la regulación a través de entes independientes cuyos objetivos y competencias se fijan por ley. De hecho, la construcción del mercado único implica no solo la actividad normativa de la UE, sino un proceso paralelo de creación de agencias reguladoras en el ámbito europeo. La existencia de administraciones fuertes y profesionalizadas exige que el Estado cuente con una sólida base fiscal. Se suele pensar que la alta presión fiscal existente en Europa (en torno de 40% del PIB) es consecuencia directa del Estado de Bienestar, y a menudo no se repara suficientemente en la necesidad de financiar un aparato administrativo capaz de manejar los asuntos de sociedades desarrolladas y complejas. Si bien en el debate sobre el origen del desarrollo no existe acuerdo sobre si primero son las instituciones y luego el crecimiento económico, o a la inversa, no hay ninguna duda de que el desarrollo se correlaciona con la fortaleza institucional de la administración pública.

Pero la propia dinámica de privatización de las empresas públicas en sectores estratégicos, como la energía o las comunicaciones, ha aumentado el peso de la regulación por parte de agencias independientes. Esto, junto con la autorregulación sectorial impuesta por las grandes empresas –cuyos estándares obligan a sus subcontratistas, y en buena medida a sus propios competidores–, ha conducido a la emergencia de lo que podemos llamar «capitalismo regulado» o «capitalismo regulatorio»4. Una de las críticas más frecuentes contra la economía europea es que se ve asfixiada por un exceso de regulación. Esto es bastante discutible: la existencia de regulación que facilita la competencia y a la vez fija estándares comunes para la industria puede explicar no solo la mayor rapidez con la que se extiende el uso de la banda ancha en Europa en relación con EEUU, sino también el crecimiento inicial de la telefonía móvil. En conjunto, se puede afirmar además que la UE está exportando sus reglas a la economía global a causa de la importancia que para otros países tiene el acceso a su mercado5.

Lo que es preciso tener en cuenta es que, sin una tradición de administración pública eficaz y profesionalizada, es bastante difícil introducir una regulación por agencias independientes que no se vean capturadas por los propios sectores regulados y que cuenten con la competencia técnica necesaria para desarrollar una regulación y una vigilancia eficientes. Por decirlo así, una condición necesaria del capitalismo regulatorio es la existencia previa o paralela de una administración eficaz y competente.

En ese sentido, la experiencia previa de «capitalismo administrado» en muchos países europeos puede ser un punto de partida positivo para el paso a la fase reguladora del capitalismo, aunque en EEUU el desarrollo de la regulación haya sido paralelo al de la administración federal. En cambio, el auge de la regulación no puede tener éxito sin el simultáneo fortalecimiento y la profesionalización de la administración pública.

Los límites de la liberalización y la crisis actual

La liberalización del mercado único y el paso del capitalismo más o menos administrado por el Estado al capitalismo regulado constituyen cambios positivos para las economías europeas, en la medida en que las han hecho más eficientes y competitivas en el nuevo entorno globalizado. Pero es indudable que en ese proceso ha habido conflictos entre la «Europa económica» y la «Europa social», como se mencionaba en referencia a la directiva Bolkestein sobre la legislación social aplicable a los trabajadores extranjeros de servicios. Sin embargo, pese a las quejas recurrentes sobre la transformación del proyecto europeo en una mera «Europa de los mercaderes» y a la falta de una carta europea de derechos sociales de los trabajadores, se puede argumentar que el modelo social europeo se ha mantenido en pie frente a las exigencias de competitividad: sobre esto volveré más adelante. Lo que sí es cierto es que las reformas liberalizadoras, y los cambios de la economía global, han afectado en alguna medida la lógica del modelo económico renano.

Una de las características de este más criticadas desde la perspectiva anglosajona era la existencia de vínculos entre las grandes empresas y los bancos, especialmente los de propiedad pública, como los bancos regionales alemanes. Esta asociación permitía a las empresas contar con financiación estable a largo plazo, lo que les hacía posible no priorizar la rentabilidad inmediata y desarrollar proyectos estratégicos de larga duración. En la lógica del modelo anglosajón, esto se describía como crony capitalism, como una de las causas de la «euroesclerosis».

La liberalización impulsada por la UE, la libre circulación de capitales y la creciente globalización de los mercados de valores han afectado este rasgo del capitalismo europeo (continental). En la medida en que la banca pública se ha visto presionada para abandonar su posición como accionista de referencia de las grandes empresas nacionales, estas han debido dar prioridad a la creación de valor para sus inversores, que ahora ya no apuestan por proyectos a largo plazo sino por la rentabilidad inmediata, algo que puede poner en peligro el futuro de las empresas que no son capaces de ofrecerla.

Paralelamente, el desarrollo desde los años 90 de la titulización de deudas y otros derivados financieros ha provocado una vertiginosa expansión del crédito y de los mercados de deuda, por lo que muchas empresas han optado por endeudarse para financiarse, como alternativa a unas exigencias desmesuradas de rentabilidad. Lógicamente, también la banca europea se ha visto arrastrada al nuevo vértigo financiero y ha tratado de ampliar su cuota de mercado y su volumen de negocios. Las consecuencias de estos cambios son evidentes ahora, cuando la explosión de la burbuja inmobiliaria ha provocado una crisis del sistema financiero global, y también de la banca europea. Algunos de los bancos más sólidos han debido ser recapitalizados con dinero público, y se ha producido una sequía de crédito como resultado de la desconfianza sobre la diseminación en el sistema de «activos tóxicos», paquetes de deuda titulizada contaminados por deudas hipotecarias de dudoso cobro, comenzando por las famosas hipotecas subprime. El problema es que el fuerte endeudamiento de las grandes empresas las obliga a buscar nuevos créditos para refinanciar sus deudas, pero los bancos no quieren asumir nuevos riesgos ya que en muchos casos se encuentran también fuertemente «apalancados» (endeudados), y no logran encontrar financiación asequible en el mercado interbancario a causa de la general desconfianza. En este sentido, la modernización de las economías europeas les ha ocasionado una fragilidad que difícilmente habría podido producirse con el viejo modelo de asociación entre empresas y banca tradicional.

La cuestión es qué va a pasar ahora: no es fácil preverlo. El llamado «pacto de estabilidad y empleo» de la UE impone a los países de la eurozona –los que tienen el euro como moneda común– un límite de 3% al déficit de los gobiernos nacionales, aunque admite que este límite se sobrepase en situaciones excepcionales. Pero las principales economías de la UE han aprobado voluminosos paquetes de rescate a la banca y estímulo a la economía que en muchos casos –Alemania, España, Francia, Grecia, Irlanda, Malta y Holanda– las han llevado a desbordar ese límite (Gran Bretaña, como se sabe, no pertenece a la eurozona).

Por otra parte, la crisis hace que se disparen los «estabilizadores automáticos», las ayudas al desempleo que, aunque evitan el colapso de la demanda, implican un fuerte aumento del gasto público. Por lo tanto, es esperable que la UE deba aceptar durante los próximos años una prolongada situación excepcional, o bien revisar la letra del pacto de estabilidad. Y es que una regla pensada para asegurar la competitividad en momentos de crecimiento se adapta mal a una situación de crisis que exige una respuesta keynesiana coordinada.

Más importante es la cuestión de las medidas de apoyo a la banca y a las grandes empresas en crisis por parte de los gobiernos nacionales. Si estas ayudas no se coordinan pueden conducir a una competencia desleal contraria a la letra y el espíritu del mercado único. La respuesta no puede limitarse a prohibir las ayudas, sino que debe fijar reglas comunes para su diseño y aplicación. En este sentido, la recesión mundial podría ser un acicate para avanzar hacia un verdadero gobierno económico de la UE, algo que el actual Consejo de Asuntos Económicos y Financieros (Ecofin) no es.

El modelo europeo de sociedad

De lo planteado hasta aquí se deduce que no existe un modelo económico común de los países europeos y que, si se habla de un modelo económico de la UE, se trata de algo en construcción, caracterizado por el intento de liberalizar el mercado único, que además se encuentra en un momento de cambio a causa de las nuevas circunstancias surgidas de la crisis económica internacional. En particular, la idea misma de liberalización financiera, considerada indiscutible tanto en la UE como en toda la economía globalizada, va a ser revisada, y quizá modificada, como consecuencia de los efectos sistémicos del colapso del sistema financiero surgido en los 90.

¿No existe sin embargo un aire de familia que une a los diferentes modelos nacionales de la Europa occidental? Una posible respuesta es que este aire de familia se deriva del compromiso compartido con un modelo de sociedad caracterizado por la existencia del Estado de Bienestar. Más allá de las diferencias en su alcance y en la cuantía monetaria de sus prestaciones, las sociedades europeas se caracterizan por un conjunto de seguros y servicios destinados a garantizar la igualdad de oportunidades y la cohesión social. El primero es el seguro de desempleo, que en los países más avanzados –y de población más reducida, como los nórdicos– va acompañado de políticas activas de empleo orientadas a evitar que se consolide el desempleo de larga duración. El seguro de desempleo es un estabilizador automático en el plano económico, pero es sobre todo un mecanismo de protección de las personas y de las familias, que evita que la pérdida del puesto de trabajo ponga en peligro la vivienda y el mantenimiento fundamental de las personas.

Lo que inicialmente solo existía cuando lo asumían las asociaciones obreras de ayuda mutua fue convirtiéndose, con el tiempo, en una política pública, en un largo proceso en el que jugaron un papel el deseo de los gobiernos conservadores de arrebatar una bandera a los partidos obreros, las convicciones de estos cuando llegaron al gobierno, y luego una concepción económica keynesiana de los mecanismos anticíclicos necesarios para evitar que una eventual crisis se profundice.

El segundo es el sistema de sanidad pública universal. Los gastos sanitarios tienen cobertura pública –con algunas limitaciones que varían según los países– incluso cuando existen proveedores privados. La existencia de ese financiador único permite negociar con los proveedores –por ejemplo, con las empresas farmacéuticas– para intentar controlar el gasto, aunque el desarrollo tecnológico y el envejecimiento de la población empujen forzosamente al alza los costes.

En este aspecto, Europa y Canadá son la contracara de EEUU, país en el que, tras la Segunda Guerra Mundial, las grandes empresas asumieron los seguros sanitarios de sus trabajadores como alternativa americana a la medicina «socializada» de Europa. Hoy el coste de esos seguros sanitarios privados ha crecido hasta volverse inmanejable para las empresas y constituye un factor crucial para explicar la pérdida de competitividad, por ejemplo, del sector automotor. La universalización del sistema de salud en EEUU no es solo una apuesta por la cohesión social, sino también por el control de los costes sanitarios, que casi duplican, como porcentaje del PIB, el gasto sanitario en España.

El tercer pilar del Estado de Bienestar son los sistemas públicos de pensiones. La presión para pasar a sistemas privados ha sido muy fuerte durante los últimos años, por interés de las entidades financieras y por la supuesta inferioridad de los sistemas públicos de reparto –respecto a los sistemas de capitalización e inversión– frente al envejecimiento de la población. Evidentemente, el crash bursátil iniciado en 2008 ha modificado esta forma de ver las cosas, lo que no significa que no deban buscarse fórmulas mixtas o al menos reformas de los sistemas actuales.

Precisamente, el envejecimiento de la población ha creado la necesidad de avanzar en un cuarto aspecto de protección social: los servicios de atención a las personas mayores y los enfermos crónicos no hospitalizados, así como el apoyo financiero a las familias con hijos y las escuelas infantiles para los niños desde los primeros meses de vida, que son a menudo una condición para que las mujeres puedan tener hijos sin renunciar a su actividad laboral. Quizá no sea casual que en los países nórdicos, donde estos servicios están más desarrollados, ya esté repuntando la natalidad, mientras que en países en donde solo ahora comienzan a ponerse en marcha –como España– la natalidad ha vuelto a crecer únicamente gracias a los inmigrantes.

La educación universal y gratuita no se suele considerar parte del Estado de Bienestar en sentido estricto, pero es indudablemente un rasgo de las sociedades europeas, y un instrumento fundamental para la igualdad de oportunidades que se pretende garantizar. Además, es bastante evidente, en los actuales momentos de cambio económico, que la formación y la cualificación son la mejor inversión que un país puede hacer para su desarrollo económico.

Desde el comienzo del ciclo conservador, se ha venido hablando de la crisis del Estado de Bienestar, de la imposibilidad de financiar sus prestaciones y del riesgo de crear una sociedad sin iniciativa ni incentivos para el trabajo. Algunas críticas puntuales tienen sentido, y en casi todos los países se han producido reformas para racionalizar el gasto y evitar efectos no deseados de la protección social. Sin embargo, el Estado de Bienestar no solo no ha perdido terreno, sino que ha seguido creciendo6. Y, como vemos hoy, ha demostrado bastante más vitalidad y estabilidad que el modelo económico neoliberal que había dictaminado su obsolescencia.

La posible conclusión es que el Estado de Bienestar así descrito no solo crea un modelo de sociedad, sino que tiene una fuerte influencia sobre la economía a través del sistema fiscal. Una administración pública fuerte y un amplio Estado de Bienestar exigen importantes recursos fiscales, y estos solo pueden obtenerse con una economía dinámica y competitiva, con alta productividad y un fuerte componente de innovación tecnológica, lo que a su vez implica educación y políticas sociales universales. Este podría ser el núcleo del triángulo europeo de Estado, economía y sociedad.

La inversa de este triángulo es el aparente círculo vicioso en el que se encuentran los países de América Latina, cuya base fiscal es insuficiente, entre otras causas, porque el número de asalariados formales es solo una parte reducida del total de la población. Eso obliga al Estado a utilizar la imposición indirecta (sobre el consumo) como fuente de ingresos: dos terceras partes del total de los impuestos promedio de la región caen sobre el consumo, mientras que en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) representan solo un tercio.

Una reforma para incrementar los impuestos sobre la renta puede enfrentar el veto de una coalición fiscal formada por los sectores de renta más alta, las empresas y las clases medias asalariadas, y no hallar respaldo en los sectores de renta baja pese al carácter claramente regresivo de los impuestos indirectos. Sin embargo, sin romper ese nudo gordiano será imposible contar con una política social universal, incluso si existen rentas especiales, como las petroleras u otras.

Pero sin esa política social universal –el Estado de Bienestar– será difícil construir una economía dinámica y creadora de empleo, con un mercado interno amplio y no limitado por la desigualdad. Por ello, la Organización de Estados Americanos (OEA) desarrolla en la actualidad un proyecto para reactualizar en la agenda política latinoamericana el problema de la reforma fiscal, considerando dramática la ausencia de compromisos sobre esta cuestión, que resulta crucial para el desarrollo a mediano y largo plazo de las economías, más allá de los ciclos favorables y desfavorables en los precios de las materias primas y las exportaciones tradicionales.

  • 1. Michael Albert: Capitalismo contra capitalismo, Paidós Ibérica, Barcelona, 1992.
  • 2. Peter A. Hall y David Soskice (comps.): Varieties of Capitalism: The Institutional Foundations of Competitive Advantage, Oxford University Press, Nueva York, 2001.
  • 3. P.A. Hall: «La economía política de Europa en una era de interdependencia» en Desarrollo Económico vol. 37 No 145, abril-junio de 1997, pp. 57-89.
  • 4. John Braithwaite: Regulatory Capitalism: How it Works, Ideas for Making It Work Better, Edward Elgar, Cheltenham, 2008.
  • 5. Ver Tobias Buck: «How the European Union Exports Its Laws» en Financial Times, 9/9/2007 y Charlemagne: «Brussels Rules ok» en The Economist, 20/9/2007.
  • 6. Vicente Navarro, John Schmitt y Javier Astudillo: «Is Globalization Undermining the Welfare State?» en Cambridge Journal of Economics vol. 28 No 1, 1/2004, pp. 133-152.

En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 221, Mayo - Junio 2009, ISSN: 0251-3552


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