Tema central
NUSO Nº 220 / Marzo - Abril 2009

México de cara a las elecciones

El proceso democratizador que experimentó México en los últimos años, que por primera vez permitió la presencia de la pluralidad política en sus instituciones, se encuentra desgastado. Las dificultades para solucionar los persistentes problemas de desigualdad, pobreza e inseguridad, sumadas a una perspectiva económica pesimista, les ponen un marco complejo a las elecciones de este año, en las que se renovará la Cámara de Diputados y se elegirán seis gobernadores, además de ayuntamientos y congresos locales. El artículo repasa los antecedentes de los comicios, plantea escenarios a partir de los posibles resultados y analiza críticamente el rol de la izquierda mexicana ante este nuevo desafío electoral.

México de cara a las elecciones

Las elecciones que se realizarán en México este año incluyen la renovación de la Cámara de Diputados, seis gobernadores, 606 ayuntamientos, 11 congresos locales, 16 jefaturas delegacionales y la Asamblea Legislativa en el DF. El siguiente artículo intenta un panorama general de los comicios y se divide en cinco apartados: un esbozo general de las vicisitudes que hoy tiene que sortear la germinal democracia mexicana; las cifras electorales que ilustran los antecedentes en los seis estados en los que se elegirán gobernadores, congresos y ayuntamientos; los eventuales escenarios que surgirán de la renovación de la Cámara de Diputados en las elecciones de julio próximo; los retos que enfrentan las autoridades electorales en la aplicación de la nueva legislación en la materia (aprobada apenas en 2007); y la difícil situación por la que atraviesa la izquierda mexicana.

Un esbozo general

México logró, contra muchos pronósticos, que la diversidad política coexistiera en las instituciones estatales. Después de largos años de monopartidismo fáctico, y gracias a movilizaciones y conflictos recurrentes, se llevaron a cabo las reformas normativas e institucionales que permiten la presencia del pluralismo político, tanto en las esferas de gobierno como en los espacios legislativos. Se trató de un proceso tenso, complicado, pero venturoso porque sintonizó de mejor manera a los circuitos estatales con una sociedad abigarrada y diversa.

Cualquier comparación entre el mundo de la política de hoy con el de hace 20 años permite apreciar las diferencias: asentamiento de la diversidad, mayores grados de libertad, contrapesos en las instituciones estatales, pluralidad, Ejecutivo acotado, federalismo primitivo, mayor rendición de cuentas.

No obstante, ese proceso democratizador se encuentra erosionado y desgastado, porque en otros terrenos de la vida social las realidades son más negras. El tránsito democratizador ha sido acompañado por un crecimiento deficiente de la economía, por una persistente desigualdad social y los fenómenos de exclusión aunados a ella, por el incremento notorio de la delincuencia, por la reproducción de mundos paralelos que escinden a los ciudadanos, por un frágil y contrahecho Estado de derecho, por una vida pública estridente e ininteligible. En suma, como insiste la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), por una escasa cohesión social.

Nada de esto es una novedad. Pero si deseamos que la incipiente democracia no siga deteriorándose, es necesario enfrentar esas realidades que la carcomen y le restan el aprecio de franjas importantes de ciudadanos. Organismos internacionales, gobiernos, partidos, académicos, advierten sobre la posibilidad de que lo que fue motivo de esperanza se convierta en fórmula de desencanto. Luego de trágicas dictaduras militares y de la persistencia de gobiernos autoritarios (como el nuestro), el horizonte democrático en América Latina pareció concitar las más amplias adhesiones. Izquierdas y derechas convergieron en esa apuesta y millones de ciudadanos se sumaron a esos esfuerzos. No obstante, concluido aquel primer ciclo, el entusiasmo por la democracia parece enfriarse.

Es cierto que no existe un modelo alternativo que cuente con suficiente apoyo social, pero el desencanto con la democracia (tal vez sería mejor decir con sus instrumentos: los partidos, los políticos, los parlamentos) aparece en todos los ámbitos: en las escuelas y en los centros de trabajo, en los medios y en las mesas de los amigos; y por supuesto, es recogido por las encuestas. Una y otra vez, la gran ilusión aparece defraudada.

Ello tiene que ver con la sobreventa de expectativas durante los periodos transicionales, pero ese es un débil consuelo analítico. Lo cierto es que no solo se prometió que la democracia permitiría la convivencia de la diversidad política, que construye candados para acotar a los poderes constitucionales y que potencia los márgenes de libertad; también se la pensó como una terminal de ferrocarril en la que, al arribar, se encontraría una sociedad reconciliada consigo misma.

El problema de fondo es que el desaliento no solo es fruto de las perspectivas desbordadas sino de las realidades existentes. Es esta la fuente fundamental de los abatidos humores públicos, del coraje contra la política, del desprecio masivo a todo aquello que huela a partidos y órganos de representación. No son buenas noticias, por supuesto. Pero preocupan más por la inercia autorreferencial en la que se reproduce la política nacional, como si los puentes entre representados y representantes pudieran ser dinamitados nuevamente sin consecuencias graves para unos y otros.

El nuevo horizonte de la política no puede desentenderse de los fenómenos que carcomen la convivencia. Frente a una crisis ya presente y en la perspectiva de crecimiento cero o incluso decrecimiento –que supondrá más trabajo informal y menos oportunidades laborales en el universo de la formalidad, además de más pobreza en un país marcado por una ancestral desigualdad–, los comicios de 2009 se realizarán en un ambiente cargado de preocupaciones. Ese rasgo estructural de la sociedad mexicana es el que se tiene que empezar a enfrentar si es que se aspira a vivir en un hábitat incluyente, equilibrado y justo.

Es un tema de ayer (de siempre) pero que hoy, quizá por primera vez en nuestra historia, debe ser asumido en un contexto de pluralidad en el entramado estatal. Porque el reto mayor de la naciente democracia mexicana consiste en reproducirse en un ambiente adverso, cargado de malos presagios y pésimos humores. Y para hacerla sustentable se requiere de un piso común, de un horizonte compartido, que no puede (no debe) ser otro que el de la forja de una ciudadanía digna de tal nombre (capaz de apropiarse y ejercer sus derechos), para lo cual un piso básico de condiciones materiales de vida y de satisfactores culturales (uno de los más importantes es la educación) parece imprescindible.

Si la democratización del país fue posible –queriendo o a regañadientes– gracias al esfuerzo conjunto de gobiernos y oposiciones, al cual coadyuvaron organizaciones no gubernamentales, medios de comunicación, académicos e intelectuales, hoy se requiere un esfuerzo similar para edificar una casa común que logre trascender el archipiélago de clases, grupos, tribus y pandillas en el que se está convirtiendo México.

Antecedentes

Este año México renovará su Cámara de Diputados, seis gobernadores, 606 ayuntamientos, 11 congresos locales, 16 jefaturas delegacionales y la Asamblea Legislativa en el DF. Lo hará en dos fechas: el 5 de julio serán los comicios federales y en 11 entidades de la República, y el 18 de octubre en dos estados más. Serán las quintas elecciones federales bajo condiciones de competencia equitativas. En las cuatro previas, ningún partido logró la mayoría absoluta de los asientos en la Cámara de Diputados. Por ello, desde 1997 son necesarios acuerdos entre dos o más grupos parlamentarios para hacer prosperar cualquier modificación legal. Veremos ahora si ese fenómeno se repite o no.

El 5 de julio, además, se elegirán en diez estados (Campeche, Colima, Nuevo León, Querétaro, San Luis Potosí, Sonora, Guanajuato, Jalisco, México y Morelos) ayuntamientos y congresos locales, y en los primeros seis, gobernadores. En el DF, como ya se apuntó, se votarán jefes delegacionales y la Asamblea Legislativa. El 18 de octubre, Tabasco elegirá ayuntamientos y congreso local y Coahuila, solo ayuntamientos.Pero son los seis estados en los que se elegirá gobernador los que atraerán, junto con la elección de la Cámara de Diputados, la atención del público y de los analistas. A continuación repaso los antecedentes –los datos duros– de la política en estos seis estados, lo que permite un acercamiento más allá de la especulación.

El gobernador de Campeche siempre ha salido de las filas del Partido Revolucionario Institucional (PRI). En 1997 obtuvo 47,9% contra 41,4% del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Seis años después, el PRI logró 41,9% contra el 40% del Partido Acción Nacional (PAN). En 2006, en la elección para diputados, el PRI alcanzó 37,99%, el PAN 32,88% y la coalición formada por el PRD, Convergencia y el PT 18,42%. Tres años antes, los resultados habían sido los siguientes: PRI, 42,2%; PAN, 37,12%; PRD, 3,50%). Hoy, la composición de su Congreso es así: PRI, 16 legisladores; PAN, 13 legisladores; PRD, tres legisladores; Convergencia, dos legisladores; Nueva Alianza, un legislador. El PRI gobierna seis municipios del estado de Campeche, que concentran 57,8% de la población; el PAN controla dos municipios (30,4% de la población); la coalición PRD-Convergencia-PT gobierna tres municipios (11,9% de los habitantes).

El gobernador de Colima también ha pertenecido siempre al PRI. En 1997, el PRI obtuvo 42,56% de los votos, el PAN 38,22% y el PRD 16,30%. Seis años después, los resultados fueron: PRI, 42,46%; PAN, 34,97%; PRD, 16,20%. En las elecciones extraordinarias realizadas en 2005 tras la muerte del gobernador, las cifras fueron: primero el PRI, que se presentó como cabeza de una coalición, con 51,5%; luego la coalición formada en torno del PAN, con 47,62%. En 2006, en los comicios para el Congreso local, el PRI (en alianza con el Partido Verde Ecologista de México, PVEM) obtuvo 42,24%; el PAN consiguió 41,08% y el PRD 11,54%. Tres años antes, los resultados fueron los siguientes: PRI, 43,18%; PAN, 34,58%; y PRD, 10,18%. En el Congreso, el PRI cuenta con 12 diputados, el PAN con diez, el PRD con dos y el PVEM con uno. El PRI gobierna ocho municipios (62,05% de la población), mientras que el PAN gobierna dos (37,95% de los habitantes).

A diferencia de los estados anteriores, en Nuevo León ya se ha vivido el fenómeno de la alternancia. En 2003, el PRI construyó una coalición que le permitió tener 58,38% de los votos, contra 34,83% del PAN y apenas 1,06% del PRD; en esa ocasión, el PT obtuvo 5,14%. Seis años antes, el PAN había ganado con 48,60%, frente a 41,98% del PRI, 3,16% de la alianza PRD-PVEM y 5,86% del PT. En 2006, en la elección para diputados, el PAN ganó con 43,82%, frente a la alianza PRI-PVEM, que obtuvo 38,30%. La coalición PRD-PT logró en esa ocasión 8,60%. En 2003, los resultados fueron los siguientes: la coalición liderada por el PRI, 52,16%; PAN, 37,18%; PT, 5,63%; PRD, 2,57%. Actualmente el PAN ostenta mayoría en el Congreso, con 22 legisladores, contra 15 del PRI, dos del PT, dos de Nueva Alianza y uno del PRD. El PRI-PVEM gobierna 34 municipios (pero con solo 42,44% de la población), mientras que el PAN, que controla 15, gobierna sobre 57,45% de los habitantes. La alianza PRD-PT gobierna dos pequeños municipios, con 0,32% de la población.

En Querétaro, en dos ocasiones consecutivas el PAN ha ganado la gobernación. En 2003 obtuvo 47,92% de los sufragios, contra 44,01% de la alianza PRI-PVEM; en aquella oportunidad, el PRD obtuvo 6,90%. En 1997, el PAN alcanzó 46,90%, contra 41,51% del PRI y 7,61% del PRD. En 2006, en las elecciones para el Congreso, el PAN se impuso con 48,62%, el PRI-PVEM logró 27,16% y el PRD 13,43%. Tres años antes, el PAN también ganó, con 44,59%, contra 41,69% del PRI-PVEM y 7,73% del PRD. El PAN tiene mayoría en el Congreso, con 16 bancas, contra cinco del PRI, dos del PRD, una de Convergencia y una de Nueva Alianza. El PAN gobierna diez municipios, que concentran a 82,8% de los habitantes, el PRI controla cinco (11,3% de la población), el PRD dos y Convergencia uno.

El estado de San Luis es gobernado por el PAN, pero seis años antes lo hacía el PRI. En 2003, el PAN logró 44,09% de los votos, el PRI 35,52% y el PRD 10,53%. Pero en 1997 el PRI había obtenido 46,91%, el PAN 39,38% y el PRD 8,60%. En la elección para diputados locales de 2006, el PAN alcanzó 43,85% de los sufragios, el PRI 24,23% y el PRD 11,94%. Pero tres años antes esas mismas elecciones habían sido más cerradas: el PAN había obtenido 43,76%, la coalición liderada por el PRI 39,25% y el PRD 7,36%. El PAN tiene mayoría en el Congreso, con 15 bancas, contra cinco del PRI, tres del PRD, dos del PT, una del PVEM y una de una agrupación local. El PAN gobierna 28 ayuntamientos (73,64% de los habitantes), el PRI 23 (22,36% de la población), mientras que otros partidos gobiernan siete ayuntamientos (4% de los habitantes).

Finalmente, Sonora siempre ha sido gobernada por el PRI, aunque la última elección para gobernador, realizada en 2003, resultó muy cerrada: 45,56% del PRI contra 45,45% del PAN. En aquella ocasión, el PRD obtuvo 6,41%. En 1997, los resultados fueron los siguientes: PRI 41,44%; PAN 32,36%; PRD 23,24%. En 2006, en los comicios para el Congreso local, el PAN logró 41,13% y el PRI, en coaliciones parciales con Nueva Alianza, 40,91%. Tres años antes, el PRI había ganado con 40,16% contra 39,93% del PAN y 11,90% del PRD. Hoy el PRI tiene 14 diputados en el Congreso local, el PAN 13, el PRD tres, el PT uno y Nueva Alianza dos. El PRI gobierna 31 municipios (68,88% de la población) y el PAN 35 (28,59%). La alianza PRD-PT-Convergencia controla cuatro, el PVEM uno y Convergencia uno.

Lo que se juega en la Cámara de Diputados

La Cámara de Diputados fue la primera institución del Estado mexicano que se abrió a la pluralidad. Como ya apuntamos, desde 1997 ninguna fuerza política ha logrado una mayoría absoluta, lo que vuelve imprescindibles el diálogo, la negociación y el acuerdo. Al concluir la presente legislatura, serán 12 años consecutivos de un equilibrio de fuerzas que modificó de manera profunda las viejas rutinas del quehacer político. Si hasta ese año un solo partido –el PRI– podía modificar cualquier ordenamiento legal sin el concurso de ningún otro grupo parlamentario, a partir de entonces la Cámara de Diputados adquirió una mecánica de trabajo compleja marcada por la pluralidad.

El 5 de julio se renovará la Cámara de Diputados. En las próximas semanas, todos los partidos y coaliciones deberán pulir sus plataformas políticas y decidir quiénes serán sus candidatos. Los eslabones del proceso serán afinados por el Instituto Federal Electoral (IFE) y por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que atenderá las quejas consustanciales a todo proceso comicial. Pero vale la pena (creo) especular sobre los eventuales escenarios que pueden brotar de las elecciones. De manera esquemática, tres parecen posibles:

Escenario 1. Ningún partido o coalición cuenta con mayoría absoluta en la Cámara. Lo más probable (creo) es que eso suceda, si se tiene en cuenta que competirán ocho partidos y que se requiere que alguno de ellos obtenga más de 42,2% de los votos para que pueda alcanzar 50,2% de los escaños (251 diputados). Si ninguno accede a ese número, las rutinas conocidas tendrán que seguirse afinando. Esto implica que, por necesidad, el gobierno y su partido, y las distintas oposiciones, tendrán la obligación de hablar, acordar, pactar. En este marco, la Cámara de Diputados seguirá siendo el hábitat donde se reproduce la pluralidad política, donde todos están obligados a escuchar a sus adversarios, a los otros. Por supuesto, no será lo mismo si un partido está muy cerca de 50% más uno de los escaños. En ese caso, puede pactar con alguna de las grandes fuerzas políticas, pero también puede optar por una alianza con uno o dos de los partidos con menos respaldo.

Escenario 2. El PAN alcanza la mayoría absoluta de los diputados. No parece muy probable, no solo porque el partido oficialista no ha logrado esa mayoría en sus momentos estelares –las elecciones presidenciales de 2000 y 2006–, sino porque la situación de crisis, de decrecimiento de la economía, el ambiente de inseguridad, etcétera, modelan humores públicos más bien adversos al gobierno. Pero de darse esa opción, no cabría la menor duda de que se trataría de una victoria política más que relevante. Esto crearía una situación que le permitiría al gobierno aprobar el Presupuesto de Egresos con los votos de sus propios diputados (recordemos que en ese documento se concentran las prioridades y los programas públicos fundamentales y los incrementos o los decrementos en los apoyos financieros). Ahora bien, independientemente de ese resultado, para las reformas constitucionales y legales el gobierno seguiría dependiendo de la voluntad de algún otro grupo parlamentario, dado que en el Senado (que no se modifica) la falta de mayoría absoluta seguirá acompañando la gestión presidencial.

Escenario 3. Alguno de los partidos opositores logra mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. Aunque tampoco parece demasiado probable, eso podría suceder si alguno de los «tres grandes» se desplomara electoralmente. Si ello pasara, en virtud de la lógica y aritmética democráticas, el gobierno estaría (casi) obligado a reconocer ese inmenso hecho político y plantear una especie de cogobierno con esa fuerza. Se trataría de un escenario inédito en los últimos 80 años, que reclamaría respuestas originales. En efecto, entre 1929 y 1988 el presidente y su partido contaron no solo con mayoría absoluta en ambas cámaras, sino con mayoría calificada (más de las dos terceras partes de los votos necesarios para realizar cambios constitucionales). De 1988 a 1997, el presidente tuvo mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y mayoría calificada en el Senado. Si algún partido opositor reúne una mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, el gobierno se verá obligado a echar mano a fórmulas extraordinarias. Según las encuestas, las mayores posibilidades de que se produzca ese escenario las tiene hoy el PRI1, dada la aparente pérdida de apoyo electoral del PRD. Pero, como se sabe, en materia electoral lo que parece sólido en enero bien puede evaporarse en julio.

En todo caso, lo cierto es que de ninguna manera las próximas elecciones son anodinas. Acostumbrados como estamos a prestar atención extrema a la elección presidencial (o de gobernadores o de presidentes municipales), solemos minimizar la importancia de los comicios legislativos. Ello es fruto de una añeja inercia, en la que el presidente era el Poder de Poderes, el Jefe Indiscutido del Estado, la Encarnación de la Nación, y de la incapacidad para asimilar las nuevas realidades políticas forjadas en los últimos lustros.

Las del próximo 5 de julio volverán a ser unas elecciones cruciales. De sus resultados dependerán los grados de libertad del gobierno y la posibilidad de incidencia de la oposición en el Parlamento. En otras palabras: la aritmética democrática es sencilla, transparente y justa. Sencilla, porque si un solo partido tiene suficientes votos en el Congreso para hacer prosperar sus iniciativas, puede hacerlo solo (y si no, pues no, tendrá que pactar con otros). Transparente, porque si existe disciplina partidaria se sabe de antemano con cuántos votos cuenta cada fracción parlamentaria, y por ello no es difícil hacer los cálculos y estimar qué negociaciones pueden forjar, eventualmente, la mayoría necesaria. Y justa, porque se presume que en el Congreso se cristaliza, a través del voto, la representación nacional, y ningún cuerpo colegiado estatal reúne esa cualidad de mejor manera.

Los nuevos retos

Luego de las conflictivas y polarizadas elecciones de 2006, los partidos se dieron a la tarea de reformar la legislación electoral. Y por la vía del consenso generaron un nuevo marco normativo. Las elecciones pondrán a prueba la reciente reforma electoral. Serán los primeros comicios en los que se puedan apreciar las virtudes o los defectos de los nuevos y ambiciosos ordenamientos.

En primer lugar, para disminuir el gasto en las campañas y reforzar la equidad en las mismas se optó por:

- Prohibir la compra de publicidad en radio y televisión. Se documentó que lo fundamental del gasto iba precisamente a las campañas de anuncios, lo cual no solo encarecía las contiendas sino que tendía a adelgazar y vulgarizar sus contenidos, por lo que se decidió poner un límite.- Incrementar de manera sustantiva el acceso de los partidos a la radio y la televisión a través del tiempo concedido por el Estado, única manera de que la prohibición de compra de publicidad no se convierta en una menor visibilidad de los partidos, sus plataformas y candidatos.- Limitar la duración de las campañas y fijar la extensión de las precampañas.- Reducir considerablemente el financiamiento a los partidos en ese rubro (lo que no sucede de manera significativa en el financiamiento para gastos ordinarios).- Suspender toda propaganda gubernamental durante las campañas. - Establecer una nueva fórmula para calcular el financiamiento público a los partidos, ligándola a los ciudadanos inscritos en el padrón electoral (lo que deja de hacer depender el monto del número de partidos con registro).- Establecer nuevos límites a las aportaciones privadas para reducir su monto.- Mantener como fórmula del reparto del financiamiento público un 70% proporcional a los votos obtenidos en la última elección y un 30% de manera igualitaria.- Establecer un financiamiento fijo para «actividades específicas» (aquellas que tienen que ver con las tareas de educación, capacitación, investigación, editoriales, etc.). La normatividad anterior (un fondo revolvente) siempre generaba conflicto entre partidos y autoridad.- Establecer una fórmula para la liquidación de los bienes de los partidos que pierdan su registro, de modo que se entreguen al erario con el objetivo de que los recursos públicos no terminen en manos privadas.- Elevar a rango constitucional la prohibición de que terceros puedan comprar publicidad durante las campañas electorales para no erosionar la equidad en las condiciones de la competencia.- Establecer que la propaganda de las entidades públicas deba ser institucional y que en ningún caso contenga «nombres, imágenes, voces o símbolos que impliquen promoción personalizada de cualquier servidor público».En general, parece un paquete bien construido y, aunque ha sido duramente criticado por las empresas de radio y televisión (que, en efecto, son las perdedoras, ya que no podrán vender publicidad política durante las campañas), debería servir para hacer más barato el costo publicitario y, al mismo tiempo, mantener un piso de equidad en la competencia.

Por otro lado, será interesante observar de qué manera se traducen los lineamientos relativos a las «campañas negras». Por decisión de los legisladores, se llevó a la Constitución la prohibición de las campañas negativas. Se intenta con ello elevar el nivel del debate… pero será más que difícil para la autoridad establecer con claridad la línea que distingue la crítica válida de la «expresión denigrante». Es probable que esto genere litigios recurrentes y que, de manera paulatina, el Tribunal, a través de sus resoluciones, vaya aclarando los campos de lo válido y lo inválido.

Finalmente, cabe señalar que el IFE enfrenta nuevos desafíos. Por un lado, deberá monitorear que las pautas de acceso de los partidos a la radio y la televisión se cumplan y, por otro, que los medios no violen las disposiciones legales en la materia. Es un nuevo reto y de su cumplimiento dependerá, en buena medida, la evaluación de la reforma de 2007. Se trata, hay que repetirlo, de mantener lo construido –las condiciones de equidad en la contienda–, abaratando el costo de esta y evitando la irrupción de terceros. Para ello es necesario que partidos, candidatos y concesionarios de los medios no erosionen por otras vías el sentido profundo de la nueva ley.

La izquierda y las elecciones

En las elecciones generales de 2006, la izquierda mexicana logró un crecimiento espectacular. Perdió la Presidencia apenas por 0,56% de los votos y se convirtió en la segunda fuerza legislativa. Pero un polarizado y tenso proceso postelectoral la ha colocado hoy en una situación difícil.

En 2006, el PRD (sin duda el partido más fuerte de la izquierda mexicana) construyó una coalición («Por el bien de todos») junto con el PT y Convergencia. Hoy, sin embargo, todo indica que el PRD se presentará solo y que el PT y Convergencia forjarán una nueva coalición. Si a ello le sumamos que el candidato presidencial de 2006, Andrés Manuel López Obrador, quien había incrementado de manera sobresaliente el caudal de votos de la izquierda, mantiene en la actualidad una distancia crítica respecto de la dirección del PRD, y que además ha tendido puentes de comunicación fluidos con la coalición PT-Convergencia, se puede prever no solo una división de los votos, sino quizá un decremento, fruto de los innumerables litigios internos que definen una imagen menos atractiva que la del pasado.

En el fondo de los conflictos que sacuden a la izquierda se encuentran dos racionalidades, dos almas, que no resultan fácilmente compatibles. Sus diferencias afloran a cada momento. En la arena legislativa, son recurrentes y significativas. Los ejemplos sobran: la mayoría de los legisladores del PRD votó a favor del presupuesto, la reforma fiscal, la reforma electoral y los consejeros del IFE, pero una minoría significativa lo hizo en contra.

Muchos comentaristas, e incluso militantes, se preguntan si el PRD seguirá unido, o si vivirá en el futuro inmediato escisiones significativas. Por supuesto, es difícil ofrecer una respuesta. Pero (creo) vale la pena repasar aquello que une a las diferentes corrientes del PRD y aquello que las escinde, como una forma de intentar una perspectiva.

Lo que une al PRD no es poco. Tres razones pueden esbozarse. Como cualquier otro partido, el PRD quiere gobernar el país. Afirmación tan rudimentaria y elemental resulta pertinente para ubicar el cemento que unifica a la diversidad política que contiene, que al parecer coincide en que su vida en común es una condición indispensable para alcanzar este objetivo. La segunda razón es la desembocadura más exitosa de esa constelación diversa y contradictoria que llamamos izquierda. Pese a todos los problemas, ha probado ser una plataforma eficiente para alcanzar los más diversos cargos electivos y un referente obligado del debate político. El tercer elemento unificador es que la pertenencia a un partido genera prerrogativas y derechos, es decir, dinero y acceso a la radio y la televisión, franquicias postales, exenciones fiscales y la capacidad de postular candidatos a todos los cargos de elección en el país. De tal suerte que los eventuales escindidos estarían obligados a cursar una sinuosa ruta para reconquistar lo que ahora tienen en y desde el PRD. Esa racionalidad compartida (creo) los mantiene juntos. Sin embargo, en la actualidad las pulsiones rupturistas podrían incrementarse en la medida en que los eventuales escindidos podrían encontrar en el PT o en Convergencia una plataforma similar a la que hoy ofrece el PRD.

En cuanto a las divisiones, provienen, como ya apuntamos, de la existencia de por lo menos dos almas distintas, incluso enfrentadas, que conviven en las filas del PRD desde hace un buen rato. Ricardo Monreal, el senador del PRD que ahora es el coordinador de la bancada del PT, lo describió de manera sencilla y elocuente: «Dos visiones y proyectos de partido se enfrentan (…) Dialogar o desconocer. Negociar o impugnar. Acordar o denunciar. Participar o resistir. Pactar o romper. Integrarse o aislarse. Las instituciones o la plaza».

Las dos almas son muy distintas. Una es la racionalidad generada por una pasión: la de la venganza contra el gobierno al que se juzga como ilegítimo. Una vez que se acuñó la falaz versión de que la elección federal para presidente (no las otras) había sido fraudulenta, las derivaciones «lógicas» no podían ser sino el desconocimiento de ese gobierno y el deseo de erosionarlo por (casi) todos los medios. El odio por los agravios –supuestos o reales– es tal, que el objetivo principal es deteriorar las capacidades y la fama pública del gobierno y de sus aliados. Esa pulsión incluso hace que en ocasiones se autoinflija derrotas con tal de manchar la gestión del enemigo (el intento por impedir la ceremonia de toma de posesión del presidente en la Cámara de Diputados o el bloqueo de una de las principales avenidas del DF, Reforma, son ejemplos de esto).

La otra racionalidad entiende que no es posible exorcizar a los adversarios y que es necesario convivir y pactar con ellos si quiere avanzar. Sabe o intuye que el PRD, al negarse a reconocer el resultado de la elección, se construyó una camisa de fuerza. Sin embargo, intenta trascenderla como vía para ampliar su base de apoyo y, con ello, su presencia en el mundo de la representación política. Es gradualista en los hechos (al igual que –casi– todos en el PRD) e intenta despojarse del ropaje y el lenguaje apocalíptico-revolucionario, pero coexiste con una corriente que invariablemente la observa con recelo.

Así, dos pulsiones conviven y se retroalimentan todos los días y se encaminan (mezcladas) a unas nuevas elecciones. El futuro no está escrito y nadie puede conocer de antemano los resultados. No obstante, si estos son adversos al PRD, si disminuye el porcentaje de sus votos, me temo que cada uno de sus rostros filtrará sus conclusiones con el lente prefabricado: unos dirán que es resultado de la actitud conciliadora y los otros afirmarán que es consecuencia de haber aparecido como ultras. Porque ya lo sabemos: eso que llamamos realidad invariablemente es observada a través de cristales preconstruidos.

  • 1. Ver los resultados de cuatro encuestas –Mitofsky, gea-isa, Reforma y El Universal– que se reproducen en la edición de Nexos de enero de 2009. Si bien el porcentaje de indecisos es enorme, la relación pri-prd es por lo menos de dos a uno.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 220, Marzo - Abril 2009, ISSN: 0251-3552


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