Tema central
NUSO Nº 252 / Julio - Agosto 2014

Megaminería transnacional e invención del mundo cantera

La corporación transnacional de la megaminería instituyó su discurso global con vistas a la Cumbre de Johannesburgo, en 2002, casi una década después de la expansión de las inversiones extranjeras directas, los procesos de liberalización interna y las renuncias jurídicas de países de la región en beneficio del sector. Por el poder de sus actores y el carácter multiescalar de su dominio, ha conformado desde entonces un orden del discurso, el del «desarrollo sustentable» y la «minería responsable». Este artículo analiza la «fundación» de este dispositivo de invención extractiva y retóricas estratégicas que tanto entidades de financiamiento como actores regionales y de gobierno esgrimen para justificar la sobreexplotación de la naturaleza, al tiempo que se refuerza la subordinación de los gobiernos al poder del capital.

Megaminería transnacional e invención del mundo cantera

El tipo de naturaleza que estemos en condiciones de producir en los próximos años tendrá potentes efectos sobre formas sociales emergentes e incluso nuevas. Cómo produzcamos la naturaleza aquí y ahora constituye un fundamento crucial de cualquier utopismo dialéctico. Y cómo elaboremos el problema discursivamente también resulta crucial, ya que es un elemento constituyente del momento imaginativo mediante el cual se pueden elaborar visiones alternativas. David Harvey, Espacios de esperanza1Tanto la explotación como la acumulación del capital son simplemente imposibles sin la transformación de la multiplicidad lingüística en modelo mayoritario (monolingüismo), sin la imposición de un régimen monolingüe, sin la constitución de un poder semiótico del capital.Maurizio Lazzarato, Políticas del acontecimiento2

Sobre el discurso global

La indagación sobre la construcción hegemónica de consenso extractivista –del que participan corporaciones y Estados– y las disputas valorativas que animan los asimétricos conflictos que crispan la región latinoamericana ante el avance de la megaminería nos condujeron a las actas fundacionales de un discurso global3. Relatorías, informes, diversos códigos, manuales de «buenas prácticas», revistas internacionales sobre la minería a gran escala, entre otros, componen la poderosa discursividad del sector, para imponer la agenda transnacional del «desarrollo gracias a la minería responsable». Entre fines de los años 90 y comienzos del milenio, con ellos se inauguraba una colonización discursiva, con eficacia pragmática y simbólica, es decir, jurídico-normativa, epistémica y cultural.

Esta discursividad ha sido producida, gestionada e instituida por agencias que denominamos sedes –lugar autorizado, en latín, las cuales remiten a instituciones globales que representan a la corporación minero-metalífera y definen las políticas de acción para expandir sus intereses a escala planetaria. Las redes con las que constituyen un entramado para la dominación y el control de imaginarios, narrativas, retóricas y semánticas del «desarrollo», así como regímenes de visibilidad y percepciones relativas al actor, la industria y la actividad extractivos corresponden, más estrictamente, a los procesos multiactoriales y multiescalares que caracterizan, en el escenario contemporáneo, la producción, circulación y campo de efectos a los que están llamadas las representaciones hegemónicas4. Se destaca en estos procesos el rol de los think tanks neoliberales y sus redes global-locales («glocales»).

Estas producciones corporativas circulan desde 2002, hace poco más de una década, desde talleres propiciados por las empresas auríferas más grandes del mundo, luego nucleadas con otras extractivas, para abarcar bajo su poder también matrices energéticas y el mercado de piedras preciosas, en el Consejo Internacional de Minería y Metales (IMMC, por sus siglas en inglés).

Aquí abordamos, como fragmento de la genealogía discursiva dominante, la «fundación» de esa invención semiótica con vistas a la Cumbre de Johannesburgo en 2002, pues desde entonces la IMMC se legitimó como interlocutor válido a escala global y procuró revertir su ominosa reputación con eficacia, para ingresar y direccionar la «cuestión minera» en las agendas de distintas entidades de financiamiento y atravesar con su fuerza las de los gobiernos. Este es el acto instituyente del «mito del origen» que no cesa.

Conviene, de modo somero, caracterizar este discurso por sus rasgos y funcionamiento, pues es la matriz común del discurso institucional de todas las empresas y porque provee las retóricas que «hablan» desde los gobiernos hasta las instituciones de mediación simbólica –prensa, fundaciones del sector, publicaciones de y para el sector–; restringe así el campo de lo enunciable y lo «argumentable» para la toma de decisiones sobre la megaminería.

Maquinaria instituyente, dislocación de las democracias

El discurso corporativo se legitima con el significante «minería responsable» de eficacia glocal, que participa del carácter del discurso-fórmula del «desarrollo sustentable». Corresponde por ello a las «nuevas palabras del poder» –aquellas mediante las cuales el poder financiero, político y mediático interviene en el espacio público a distintas escalas, se legitima e impone su ideología–. Como afirma Pierre Durand, se hacen olvidar como formas ideológicamente marcadas5. Por la asimetría fundacional de su lugar de enunciación global, la dispersión de su circulación, los contextos pragmáticos y los niveles de usos –políticos, económicos, gubernamentales, publicitarios, etc.–, el discurso corporativo ha constituido un verdadero «orden del discurso». Y presenta una dominante estructura concesiva: frases como «disponer de los recursos, sin olvidar el compromiso con las generaciones futuras»; «explotar el subsuelo, sin afectar la sustentabilidad del medio ambiente», etc., integran el repertorio de las expresiones más trilladas que atraviesan todos los discursos del poder. Esta estructura es un operador de neutralización de la conflictividad, de enmascaramiento de las luchas de intereses y de elipsis estratégicas respecto de las asimétricas disputas valorativas y conflictos, que se busca imponer como «consenso». Asimismo, en el discurso proextractivo domina el lenguaje técnico, que propicia el desplazamiento del discurso político al experto y se ejerce bajo la modalidad de un discurso de autoridad que, procurando el efecto evidencia, ejerce una violencia apaciguada, y es por ello un formante de los dispositivos de gobernanza (governance) y control social.

Esta somera caracterización del discurso hegemónico remite entre sus condiciones de posibilidad a la desoberanización y la gubernamentalización de los dispositivos institucionales y normativos, y es elocuente respecto a un significativo corrimiento de las instancias de legitimación de la toma de decisiones, que en conjunto contribuyen a reducir las respuestas y las resistencias en virtud de un supuesto «desplazamiento del control» que los destinatarios de las políticas públicas serían capaces de ejercer6. Por otro lado, este discurso forma parte de una maqueta de democracia de eficacia –capaz de empalmar los «intereses» y de «resolver los problemas»– y de una democracia de la eficiencia. En síntesis, procura la inmunización del conflicto mediante la apertura de canales de «negociación», supuestos esquemas de cooperación y de negociación compartida, en esquemas híbridos de «decisión colaborativa». El discurso técnico atraviesa estratégicamente las relaciones entre capitalismo y democracia, por un lado, y entre ecología y extractivismo, por otra.

El mito de origen del discurso global y la episteme fundadora

Con vistas a legitimar al IMMC como interlocutor en la Cumbre de Johannesburgo de 2002, se presentó el discurso, hoy cristalizado, producido en el Programa Minería, Minerales y Desarrollo Sustentable (MMSD, por sus siglas en inglés).

Bajo la Iniciativa Global para la Minería y a través del Consejo Mundial Empresarial para el Desarrollo, las empresas encargaron al Instituto Internacional para el Medio Ambiente y el Desarrollo la elaboración del Programa MMSD, llamado a producir un «cambio cultural» respecto a la «nueva minería» a gran escala, para ser concebida como factor del «desarrollo sustentable». Para ponderar el peso y el poder de los actores convocantes, diremos que el Grupo de Patrocinadores estuvo conformado por compañías mineras, entre ellas, las mayores auríferas del mundo, organizaciones internacionales de financiamiento, los gobiernos de Canadá, Reino Unido y Australia, países de origen de los capitales de varias de las más poderosas mineras globales, la Fundación Rockefeller y el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), entre varios otros7. Esta red de actores produjo un dispositivo de invención de una era-mundo de sobreexplotación; con poder destituyente respecto al Estado y de producción subjetivante en lo relativo a las poblaciones y los grupos sociales –a los que procura vampirizar, capturando sus energías, modelando sus deseos, cuerpos y percepciones–, al mismo tiempo desapropia de los territorios los patrimonios naturales no renovables, prospectados por aquellos años como «recursos naturales» y «ventajas naturales». Estas «ventajas», que referían en los años 90 a las notables y constatadas reservas de minerales, se denominarían rápidamente commodities y, aun cuando se presenten en la actualidad como «descubrimientos y hallazgos recientes», han sido inventariados en una proporción más que significativa desde hace más de tres décadas –casi diez años antes de esta invención semiótica–, y de manera concomitante a las ficciones jurídicas que promovería la corporación para enmarcar las privatizaciones de la economía de los minerales, mediante lobby privado/público, en la década de 1990.

Así, estamos ante una invención colonial, cuya genealogía, más allá de las retóricas en curso, atraviesa las políticas de los gobiernos regionales en la actualidad y consolida una lengua que no solo funda el mundo al que remite, sino que ha buscado imponerlo como el único mundo y la única lengua para hablarlo8. Su eficacia puede ponderarse en la implacable fuerza para, en pocos años, inscribir en el dominio institucional y cultural planetario la legitimidad oficial de una de las industrias más poderosas de la economía mundial, cuya oscura reputación se enuncia explícitamente como una de las razones para financiar el MMSD. Desde sus primeras formulaciones, el discurso corporativo ha exhibido sus rasgos distintivos: el de ser un discurso refractario –que se funda en el encubrimiento de las violencias que le son constitutivas– y, en consecuencia, el de evidenciar un carácter perverso, rasgo que lo inscribe en el linaje de los discursos de instrumentalización ominosa del capitalismo, con ocupación territorial.

Una década después de la IED: la «enmienda correctiva»

Desde 2002, las denominaciones «minería responsable» y «desarrollo sustentable» funcionan como reaseguros a priori para enmarcar la economía extractiva transnacional mediante la evocación del principio jurídico de responsabilidad ante terceros –compromiso de no daño– y, a la vez, de la postulada naturaleza –entre filantrópica y responsable– de la imagen del empresariado. Este último resultaría así sensible a las necesidades y los deseos de la sociedad y de las comunidades bajo explotación, al tiempo que las figuras de responsabilidad social empresaria (RSE) y el más recientemente enunciado «compromiso con el entorno socioproductivo» encubren la voracidad del mercado, la lógica del capital y la violencia de su intrusión territorial, económica y cultural.

La dupla minería/desarrollo se inscribe de lleno en un discurso políticamente correcto de «derechos humanos» que se gestiona y promociona en alianza entre empresas del sector, organismos financieros, comisiones internacionales de diseños de políticas económicas y culturales –Comisión Económica para América Latina (Cepal), Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y distintas organizaciones, incluidas ONG dedicadas a la «participación democrática» de la «sociedad civil»–, así como también comunicadores y agencias de investigación, innovación y transferencia tecnológica, en urdimbres cada vez más integradas e interconectadas. Pero para la corporación minera, los derechos humanos son «un principio voluntario», y para las entidades financieras globales y regionales, el respeto de estos derechos integra «sus recomendaciones», es decir, corresponde a lo facultativo. Vale precisar que, en cambio, cuando estas entidades fijan lineamientos o bajan determinaciones a los Estados, estas son formuladas como «recomendaciones», pero tienen valor conminatorio, es decir, son obligatorias.

En el discurso del MMSD, la «minería responsable» es un lugar vacío que debe llenarse en el futuro, gracias al promisorio avance de investigaciones para reducir daños –y costos– y la adopción de instrumentos y medidas de gestión pública que promuevan la licencia social para operar de las empresas, estableciendo una causalidad por la cual las acciones contra la minería producen la parálisis del desarrollo buscado, aunque no se lo defina sino falazmente. Basta pensar en las irreconciliables concepciones de desarrollo que sostienen distintas teorías económicas para advertir que el significado y el valor del término han sido determinados, en el marco del MMSD, por los actores dominantes. Esto es así en simulacros de conversaciones horizontales y diálogos entre «iguales», en la irreductible asimetría y diversidad de intereses que se enuncian en las maquetas de «interacción comunicativa», en las que la «interlocución» se propone entre empresarios de la megaminería transnacional, pequeños mineros artesanales y «native communities», con coordinadores lobbistas que fueron, en los años 90, funcionarios de nuestros países, encargados de la liberalización de los marcos normativos y jurídicos para las inversiones de las transnacionales.

Desafíos y mercadotecnia

Tanto en el informe final del MMSD, presentado en 2002, como en los parciales, los impactos de la megaminería por lixiviación con sustancias tóxicas son redenominados «desafíos de la industria minera»; de esa manera se admiten, por un lado, los daños que conlleva la actividad y, por otro, de manera implícita, las estrategias requeridas para el control del horizonte de conflictividad, uno más de los calculados y esperables «desafíos/obstáculos» a enfrentar. Mientras se llevaron adelante los talleres, el trabajo del MMSD señalaba la «feliz» coincidencia con otras iniciativas simultáneas que cooperarían en cargar de contenido la «responsabilidad» e inventar parámetros para medirla. Ejemplo de ello era entonces el establecimiento de un Código Internacional para el Manejo de Cianuro, investigación también encargada y pagada por las empresas, los fabricantes y los transportadores de cianuro, que ratificaba los gravosos impactos inherentes al tipo y escala de las actividades extractivas y la litigiosidad socioambiental que pesaba sobre el negocio minero. Tres años después, ese código, de uso «voluntario», serviría de reaseguro y sería motivo de premiación por la «responsabilidad ambiental» de las empresas que lo adoptaron. Entre los auditores «independientes» llamados a monitorear las buenas prácticas derivadas del código, se encuentran consultores que, a la vez, venden a las mineras servicios de consultoría para manejos de suelo, usos de agua, etc.; es decir, los auditores son empresarios del «sector».

La apelación al futuro, desde el presente transicional, resulta parte integral de las estrategias corporativas, y adoptar ante ellas la mirada del historiador del presente posibilita la distancia crítica para advertir en qué ha devenido ese, ahora, futuro pasado.

Mientras, logrado o no el «cambio cultural», se explotaban y se explotan los recursos en nuestros países, que ya habían modificado sus legislaciones en beneficio de las empresas9. A 12 años del informe del MMSD y de su promisoria visión de «control de riesgo», los impactos irreversibles sobre los territorios explotados y las poblaciones que se han visto afectadas integran una profusa casuística. Pero la Organización de las Naciones Unidas (ONU) no ha logrado regular o controlar estas actividades, ni tampoco lo ha logrado el propio Parlamento canadiense, blanco de denuncias contra las empresas extractivas que subsidia, pese a los casi diez años de palmarios informes y relatorías sobre industrias extractivas y violaciones a derechos humanos10. La «transición» hacia el futuro es un significante flotante, vacío y errático, de una narrativa refractaria en la que el imaginario del futuro promesante está cancelado; mientras, la explotación se mide en los tiempos que se tarda en agotar las reservas y los yacimientos.

En el «Reporte ejecutivo» del informe Abriendo brechas, sugestivo título para su texto final que contiene «recomendaciones», el MMSD asegura –y promete– que la megaminería no presenta obstáculos, sino que plantea «oportunidades» y «desafíos» a todos los actores, incluyendo las universidades. «Desafíos» es la denominación que, en simultaneidad, afirma los daños constatados y reportados, y que seguirán produciéndose hasta que llegue el futuro prometido, y resignifica la contaminación, la pérdida de biodiversidad, el agotamiento de recursos y de agua, entre otros impactos, como «legados del pasado de la minería» (sic) que deberán ser superados con la cooperación entre los distintos actores «responsables», mientras se amplían las fronteras extractivas.

Junto y casi con la misma contundencia, en los trabajos del MMSD se señala la corrupción política como una de las causas por las que la megaminería soporta una imagen socialmente negativa que contribuye a suscitar conflictos. De manera cínica, este «diagnóstico» de «débil institucionalidad» estatal latinoamericana y «subdesarrollada» justifica que el Final Report y el informe para América del Sur introduzcan la gobernanza –y no la gobernabilidad– como significante clave para el ejercicio eficaz de la autoridad institucional de los gobernantes de estos países, en orden a lograr la licencia social para operar. Esto implica, en las elipsis del MMSD, que la mera legalidad del cuerpo normativo que las clases políticas puedan sancionar o hayan sancionado a la medida de los intereses de las empresas no bastará para ejecutar, sin conflictos, las políticas extractivas en el territorio.

El significante clave que permite inferir qué rol se espera de los Estados es «gobernanza», que en rigor es una pragmática, un funcionamiento estratégico de reglas políticas de ejercicio concreto y usos locales que enlazan las estrategias empresariales con decisiones y prácticas estatales ejercidas por funcionarios de gobierno en distintos niveles, y cuya eficacia radica y se mensura en la consolidación de la megaminería como actualización y realización de un único mundo posible en el universo cultural y en el campo social11. Así definida, esa pragmática produce políticamente el horizonte fáctico y simbólico de lo real, afirmando la existencia inevitable de esta actividad y de esta modalidad extractiva, en relación con las cuales el Estado es el operador de reglas de una aparente mediación (asimétrica y falaz) con las comunidades ante la dimensión polémica y el conflicto social. Son cada vez más numerosos los casos en que la gobernanza adopta el crudo rostro de la criminalización, la judicialización y la represión de las resistencias.

Todo el proceso que referimos y el informe resultante de los dos años de coordinación pueden considerarse una fundación del futuro, un manifiesto: el futuro volverá responsable a la minería, y la minería llegará a ser lo que aún no es, «factor de desarrollo». Pero esta posibilidad de «desarrollo», por supuesto, queda abierta a las políticas económicas que las empresas exigirán de las administraciones estatales. En efecto, el ingreso de los países al mundo cantera implica mucho más que la inicial regulación de las inversiones. Así, en las subsiguientes fases de implantación se constata un proceso inacabado de enunciación de mayor y más específica institucionalidad extractivista. Esta enunciación tiene lugar en consonancia con los procesos de ejecución de los yacimientos adjudicados –territorios sacrificados–, los ritmos, incluso ilegales, de ocupación territorial por parte de las empresas, y la ampliación de las fronteras extractivas en cada geografía. Son procesos ejecutados siempre en nombre de «la lucha contra la pobreza» y por el «derecho al desarrollo» de nuestros países proveedores de materias primas. Y, además, dada la estratégica precedencia de las inversiones extranjeras directas (IED) y los procesos de liberalización regionales, este escenario se despliega bajo la renuncia a la soberanía jurídica de los países canteras, vía los Tratados de Inversión Bilaterales (TIB) y su sofocamiento por parte del Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI) y otros organismos ante los cuales solo las transnacionales pueden demandar a los Estados.

Ampliando las fronteras

Las metas a alcanzar por una minería que aguarda «hallazgos de próximas investigaciones» con los que superar los «desafíos», entre otras implicaciones mayores, han encubierto, hasta el presente, al igual que el control y la represión de las comunidades que resisten, la intencional estrategia para expandir los procesos extractivos en zonas aún no permitidas en los diferentes países: reservas naturales, áreas protegidas, biosferas, patrimonios de la humanidad, territorios de comunidades originarias, etc. Un año después, esta pretensión se discutió a escala mundial, pero reforzando la arremetida, el MMSD insistió en la necesidad de desinhibir las categorías de las entonces zonas protegidas en nombre de «un lenguaje común». Desde 2009, la empresa de dominación extractivista trabaja para redefinir, ya no solo la ampliación de las fronteras mineras, sino el estatuto de «comunidades originarias» y «pueblos indígenas», persiguiendo como meta vulnerar el artículo 169 de la OIT, para inhibir que estas comunidades ejerzan el derecho a rechazar los emprendimientos que afecten sus territorios e identidades12. Avanzó también la fabricación de los recursos jurídicos –a los que denominamos «golpes de ley corporativos»– para la disponibilidad de territorios, como la «zonificación», entre otras estrategias privado-públicas, que hacen de las geografías prospectadas un «regionalismo abierto» para la explotación.

Hiatos entre la invención semiótica, la tecnociencia y la fuerza de los hechos

En los países de origen de sus capitales, las páginas institucionales donde las mineras transnacionales se autopresentan como social, económica y ambientalmente responsables son más elocuentes que en nuestra región en advertir de qué manera la responsabilidad de la megaminería y la sustentabilidad del desarrollo están abiertas al porvenir: subsidios para investigación y transferencia tecnológica sobre manejo de cianuro, manejo y enterramiento de restos sólidos y pasivos ambientales, tanto como casuística de pérdidas de biodiversidad y relevo de especies luego del cierre de las minas, métodos para reducir los consumos de energía y de agua y reducción de factores para el calentamiento global se destacan entre los proyectos financiados por las empresas y que ellas detallan en sus informes de operaciones ante los inversores, bajo el menos idealista argumento de la reducción de costos por onza de metal. Luego de estas fuertes inscripciones para una lengua común, se ha continuado produciendo una profusa documentación sobre el impacto de esta minería. No obstante, en 2007, todavía la corporación, a través de sus mediadores simbólicos –como ciertas fundaciones, ONG, etc.– presentaba, como prueba de «confiabilidad», el «manual de las buenas prácticas mineras», conductismo pseudotecnocientífico con el cual el discurso hegemónico muestra su carácter refractario y el ocultamiento sistemático de la lesividad del proceso y método extractivos a gran escala, a la vez que exhibe la cooptación de los «innovadores en ciencia y técnica».

En el informe para América del Sur, el Grupo de Asesores reconoce que el taller de dos años que los patrocinadores financiaron con un monto total de ocho millones de dólares no tuvo como objetivo discutir si la minería es o no sustentable, ni tampoco discutir la sustentabilidad de la actividad minera; por la situación social y económica de nuestros países, la pregunta orientadora había sido «¿Cómo puede la minería volver sustentable a la sociedad?». Entre los expertos que integraron el MMSD para América del Sur se encuentran Daniel Meilán, ex-subsecretario de Minería de Argentina durante la presidencia de Carlos Menem (1989-1999), y de cuya trayectoria el informe destaca que logró durante su gestión el «cambio» hacia la legislación argentina hoy vigente, y Eduardo Chaparro, actualmente miembro del Área de Recursos Naturales e Infraestructura de la Cepal, explícito defensor, lobbista y agente de las empresas mineras, en nombre del «desarrollo» de la región13. Precisamente desde la Cepal se están respaldando proyectos de innovación tecnológica direccionados a las empresas mineras para garantizar su expansión, a la vez que el organismo promueve y participa de las acciones regionales para controlar los conflictos mineros.

Un análisis específico amerita la cooptación de profesionales, técnicos y académicos, tanto para la construcción de legitimidad del «control de riesgo» y los «beneficios económicos para el crecimiento», cuanto y sobre todo para el control social, la desactivación de las resistencias y el silenciamiento de las violaciones a derechos humanos, además del «sustento de autoridad» al avance legislativo prominería.

Por un lado, los pasivos ambientales resultan de daños irreversibles, más allá de la coartada del discurso corporativo respecto a posibles instancias de «remediación» y «mitigación» de los daños a bienes como el agua, la tierra, el aire, la biodiversidad, etc. Por otro, produce significativos costos económicos para afrontar la mera manipulación y resolución del destino final de cientos de miles de toneladas entremezcladas con sustancias tóxicas de piedras, lodo, emanaciones tóxicas de las montañas abiertas por las explosiones que liberan minerales al ambiente, etc., a los que se suman los impactos sociosanitarios de las poblaciones, que se contabilizan también como «costos» y son asumidos, en casos emblemáticos, por el Estado. En ese sentido, es una actividad irrevocable, característica que explica las resistencias sociales y las disputas valorativas que están en juego; a la vez que se despliega como una vasta empresa de dominio territorial que ha demandado, junto con otras actividades extractivas –como las de gas y petróleo– y de cultivos intensivos –soja, palmas, forestales, etc.–, un (neo)mapa de la región, que atraviesa las fronteras geográficas y políticas de los Estados nacionales, en clave de economía primaria y de sobreexplotación de la naturaleza. La Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA) es la cartografía que cristaliza el futuro prospectado para 12 países sudamericanos y activa, para su legitimación, las memorias del imaginario de la «integración latinoamericana» y la Patria Grande, y las proyecciones imaginarias del progreso, el desarrollo y la inclusión social con que se procura controlar las representaciones del tiempo colectivo, como parte de las estrategias de gubernamentalización.

La IIRSA se consolidó en el año 2000, en la Primera Reunión de Presidentes de América del Sur, realizada en Brasilia14. A partir de lo planteado en esa reunión, se creó un Plan de Trabajo que funciona como marco de referencia para las actividades de este organismo («Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana. Conceptos básicos y lineamientos estratégicos»)15. Para comprender cuál es en la actualidad el referente real del significante «América Latina», en tanto espacialidad commoditizada, es imprescindible georreferencializar el espacio sudamericano que la cartografía de la iniciativa IIRSA ha prospectado según franjas multinacionales llamadas «ejes de integración y desarrollo» (EID). Se trata de un poderoso y tajante proceso de reconfiguración de la espacialidad y de reordenamiento de los espacios existenciales y físicos, cuyo discurso técnico se ampara en (dudosas) retóricas de integración que tributan a la factibilidad de los modelos corporativos.

El trazado de la IIRSA para integrar físicamente Sudamérica, pensado para optimizar, elevar y garantizar la mayor competitividad y productividad de la región en relación con el mercado internacional de commodities y el sistema financiero global, es una vasta empresa colonizadora ante la que emergen las resistencias de numerosos pueblos y comunidades.

La defensa del desarrollo, siempre negado y ahora conquistado a través del extractivismo, y la siempre diferida «integración» campean en los discursos de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur)16 y de la Cepal, especialmente en los actores del Área de Recursos Naturales e Infraestructura, cuyo protagonismo muestra una férrea continuidad, desde el discurso promotor de las IED en los años 90 hasta la actual fase de implantación. En ese sentido, desde 2013 la Unasur ha asumido como agenda propia el informe técnico preparado por esa área cepalina, cuya programática clave para la política regional sutura la «responsabilidad» de los sistemas científicos y universitarios, que gracias a nuevas tecnologías extractivas, como el fracking, «permitirán» inventariar la riqueza infinita de esta América Latina cuya naturaleza en el subsuelo aún aguarda (sic) ser explotada con, por otro lado, la «gobernanza hídrica» y el control de los conflictos socioambientales emergentes ante la megaminería y la ejecución de infraestructura para disponer de los recursos hídricos. Así, el discurso de la Unasur ha sido ventriloquiado por el Área de Recursos Naturales e Infraestructura, la que, a su vez, viene hablando a partir de y por la corporación transnacional desde una década anterior a los gobiernos actuales.

Es en este (neo)mapa y en sus discursos donde el extractivismo megaminero transnacional muestra casi al desnudo la violencia inherente a la actual fase del capitalismo, que encuentra en la racionalidad de la tecnociencia el factor de dominio material y económico; esto es, la tecnologización del dominio real y fáctico de territorios para la lógica del mercado. Es esa misma racionalidad la que provee a la sobreexplotación un linaje de larga vida, y donde radica en buena medida la autorización y la legitimación del drástico proceso de instrumentalización de la naturaleza y el despliegue del dispositivo biopolítico. Y, finalmente, es sobre dicha racionalidad devastadora donde reposan los referentes sociales dominantes construidos en torno de la «minería responsable y el desarrollo sustentable», invocados en agendas gubernamentales y que campean en los planes comunicacionales de la corporación y sus agencias –incluidos los gobiernos–, inscritos en la herencia de la modernización occidental y los neomitos del progreso que, como espectros, habitan el discurso del capital.

Esta megaminería, con su orden del discurso, no solo presenta una tendencia monocultural sino que, en su expresión más extrema, es totalitaria.

  • 1. Mirta Alejandra Antonelli: licenciada en Letras Modernas, magíster en Sociosemiótica y doctora en Letras. Es docente en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba (unc) y directora de un proyecto sobre los dispositivos hegemónicos de la megaminería (Secyt, unc).Palabras claves: corporaciones transnacionales, discurso técnico, megaminería, narrativas gubernamentales de legitimación, operadores regionales.. Akal, Madrid, 2007.
  • 2. Colección Nociones Comunes, Tinta Limón, Buenos Aires, 2006.
  • 3. M. Antonelli: «(Geo)Graphien transnationalen Bergbaus. Alte Strategien der Dominanz» en Lateinamerikas koloniales Gedächtnis. Vom Ende der Ressourcen, so wie wir sie kennen, Rainer Hampp, Múnich, en prensa; M. Antonelli: «Minería transnacional y dispositivos de intervención en la cultura. La gestión del paradigma hegemónico de la ‘minería responsable y sustentable’» en Maristella Svampa y M. Antonelli (eds.): Minería transnacional, narrativas del desarrollo y resistencias sociales, Biblos, Buenos Aires, 2009, pp. 51-102.
  • 4. De manera sistemática desde 2008, se llevan adelante en redes regionales prominería programas con participación de sociólogos y antropólogos, además de comunicadores, inversores y representantes de entidades del sector, para la obtención de datos del informante nativo a partir de la pregunta «¿Cómo ven los actores la minería?». Las respuestas se buscan tanto en grupos rurales y pueblos indígenas como en vecinos de ciudades y localidades próximas a las explotaciones.
  • 5. P. Durand (dir.): Les nouveaux mots du pouvoir. Abécédaire critique, Aden, Bruselas, 2007; Alice Krieg-Planque: «La formule ‘développement durable’: un opérateur de neutralisation de la conflictualité» en Langage et Société No 134, 2010/4, pp. 5-29.
  • 6. Sandro Chignola: «A la sombra del Estado. Governance. Gubernamentalidad. Gobierno» en César Altamira (comp.): Política y subjetividad en tiempos de governance, Waldhuter, Buenos Aires, 2013, pp. 401-431.
  • 7. Entre los patrocinadores comerciales se encuentran Alcoa, Anglo-American, Barrick, bhp Billiton, Codelco, Freeport-McMoRan, Gold Fields, Lonmin, Mitsubishi Materials-Mitsubishi Corporation, Newmont, Nippon Mining & Metals, Placer Dome, Rio Tinto, etc. Entre sus patrocinadores no comerciales participaron la Comisión Chilena del Cobre, Colorado School of Mines, Conservation International, dfid, Gobierno del Reino Unido, Global Reporting Initiative, Gobierno de Australia, Gobierno de Canadá, icem, iucn-The World Conservation Union, Mackay School of Mines, PricewaterhouseCoopers, la Fundación Rockefeller, el pnuma y el Grupo del Banco Mundial.
  • 8. Horacio Machado: Potosí, el origen. Genealogía de la minería contemporánea, Mardulce, Buenos Aires, 2014.
  • 9. Para un análisis de las legislaciones de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, Guatemala, Honduras, México, Perú, Uruguay y Venezuela, véase Eduardo Chaparro Ávila: «Actualización de la compilación de leyes mineras de catorce países de América Latina y el Caribe», Recursos Naturales e Infraestructura No 43, Cepal, Santiago de Chile, junio de 2002, www.eclac.org/publicaciones/xml/6/10756/lcl1739-P-E.pdf.
  • 10. La onu, en 2010 y 2012, admite que no se ha modificado el escenario violatorio que se intentaba revertir respecto a las acciones de las empresas extractivas. También en 2010, luego de años de varias denuncias, comisiones especiales y un fortísimo activismo en red entre organizaciones sociales canadienses y de países bajo explotación, se presentó el Proyecto C 300 en el Parlamento de Canadá, destinado a enmarcar a las transnacionales canadienses en el horizonte de derechos humanos y a poder penalizarlas incluso con quita de subsidios del Estado y de apoyo diplomático a las empresas. El resultado de la votación, el 27 de octubre de 2010, fue de 140 votos en contra y 134 a favor.
  • 11. M. Antonelli: «Minería transnacional y dispositivos de intervención en la cultura», cit.
  • 12. Este es el cometido desplazado, elidido, del proyecto Gestión y Control de Conflictos Mineros (gecomin), que llevan adelante de manera consorciada el Organismo Latinoamericano de Minería (olami) y el Programa Iberoamericano de Ciencia y Tecnología para el Desarrollo (CyTed), en los talleres que tienen base en La Paz, Bolivia, y que ha dado lugar a un agenda específica sobre esta cuestión.
  • 13. Equipo mmsd América del Sur: Minería, minerales y desarrollo sustentable en América del Sur, Centro de Investigación y Planificación del Medio Ambiente (cipma) / Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (idrc) / Iniciativa de Investigación sobre Políticas Mineras (iipm), Londres-Ginebra-Santiago de Chile-Montevideo, 2002, disponible en http://oldwww.wbcsd.org/web/publications/mmsd_south_america.pdf. Este trabajo fue realizado con la contribución del World Business Council for Sustainable Development (wbcsd, Ginebra), el International Institute for Environment and Development (iied, Londres) y el Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (idrc, Ottawa). Como institución cofinanciadora en la región está la Secretaría de Minas y Metalurgia del Ministerio de Minas y Energía de Brasil.
  • 14. Integran la iniciativa Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Guyana, Paraguay, Perú, Surinam, Uruguay y Venezuela.
  • 15. Informe del bid (2003), citado en María E. Arias Toledo: «iirsa: lógicas de interconexión, lógicas interconectadas» en M. Svampa y M. Antonelli: ob. cit., pp. 103-119.
  • 16. La Unasur se define en su página institucional por «buscar un desarrollo de un espacio integrado en lo político, social, cultural, económico, financiero, ambiental y en la infraestructura. Este nuevo modelo de integración incluirá todos los logros y lo avanzado por los procesos del Mercosur y la Comunidad Andina, así como la experiencia de Chile, Guyana y Surinam. El objetivo último es y será favorecer un desarrollo más equitativo, armónico e integral de América del Sur». Fuente: www.unasursg.org/inicio/organizacion/historia.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 252, Julio - Agosto 2014, ISSN: 0251-3552


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