Dossier
NUSO Nº 109 / Septiembre - Octubre 1990

Literatura erótica, hielo delgado. De cómo robarse el viento

  

Literatura erótica, hielo delgado. De cómo robarse el viento

Nada se da el cuerpo a disfrutar, sino simulacros tenues mísera esperanza que suele robarse al viento.
Lucrecio


Plegarias escuchadas

Según San Juan de la Cruz, las únicas plegarias preocupantes son las que obtienen respuesta. Un ejemplo noticioso: el caso de Salman Rushdie revela que para un escritor la fama puede ser tan castigadora como el olvido. Sus Versos satánicos le otorgaron la paradójica notoriedad de un desaparecido. Justo el día de San Valentín, la furia de Jomeini puso a Rushdie en todas las portadas y lo borró del mapa.

Ovidio fue quizá el primer campeón del establishment literario que padeció el bumerán de los muchos seguidores. Ya antes que él Lucrecio había despachado inflamadas visiones eróticas en De la natura de las cosas («Irritados de semen se hinchan los lugares, y ocurre la voluntad de echarlo adonde tiende la fiera libídine»), pero este inmenso y desaforado poema se presenta -con la venia de Epicuro- como una experiencia irrepetible, singularísima. Lucrecio no vacila en beber pócimas amatorias para acceder a momentos de inspiración impar. El cosmos todo se redefine ante las pupilas dilatadas del poeta. A diferencia de Lucrecio, Ovidio es un proselitista. Después de sus primeros poemas elegíacos escribe espléndida literatura utilitaria: Arte de amar y Remedios de amor contienen copiosos tips para la conquista o la separación de los amantes. El éxito de estos prontuarios poéticos es tan grande que Ovidio puede darse el lujo de que los lean sus personajes: en las Heroidas Paris recurre a varias estratagemas propuestas en Arte de amar (tomar la copa de la amada y beber en el mismo sitio donde ella ha bebido, escribir su nombre con vino en el mármol de la mesa). Ovidio pudo ufanarse de cambiar los usos y las costumbres de su tiempo hasta que el novedoso ars amandi llegó a palacio: gracias a los rítmicos consejos ovidianos dos parientas de Augusto incurrieron en amores de baja estofa. Al menos esto juzgó el emperador al desterrar al poeta.

Como Lucrecio, Ovidio es un iconoclasta estético; sin embargo, su castigo se debe a una violación civil (más que la Obra, se cuestionan sus efectos en la sociedad, vale decir en casa del emperador). Augusto, villano de esta historia, tiene un carácter contradictorio. Su intolerancia nunca fue tan extrema como la del Califa que mandó quemar la Biblioteca de Alejandría (obedeciendo al peregrino teorema de que sus libros, o bien repetían lo dicho en el Corán, y por lo tanto eran superfluos, o bien lo negaban, y por lo tanto eran blasfemos) y sin embargo condenó al poeta. Aunque algunos biógrafos afirman que la cólera imperial se debió a que Ovidio pertenecía a una secta neopitagórica, para fines ejemplares conviene apegarse a la otra versión: el poeta fue castigado por su propia moda, por los demasiados oídos que lo escucharon. 

La sonrisa vertical

Desde hace al menos 2.000 años los transgresores literarios caminan sobre hielo muy delgado. Colmarle el plato al César, al Buró Político, a la Junta Militar o al Ayatola no es asunto novedoso. La suerte de Ovidio es un claro ejemplo de la frágil alianza individuo-sociedad y su obra arroja una luz primera sobre los misterios de la literatura amorosa («primera» para efectos de esa exposición: ignoremos los banderitas de los exploradores anteriores y la mala noticia de que ya los sumerios habían pasado por ahí). 

Las Heroidas son cartas en las que una veintena de heroínas (y tres héroes de excepción) levantan un inventario pasional: las flamas nobles arden en la hoguera de los celos, el engaño, el duelo, el despecho; el amor solo existe orbitado de iniquidades. Una frase de las Heroidas cifra la literatura amorosa entera. Paris suplica a Helena: «Haz, te lo ruego, que yo sea tu única culpa». Amar es transgredir, encontrar una culpa compartible. 

El enredo que Ovidio ata y desata es la base del teatro isabelino, la comedia del arte italiana, los romances cátaros, los repetidos engaños de Arthur Schnitzler, el doble cortejo de Humbert Humbert (a la madre y a su adorable ninfeta) y los amantes imaginarios de Harold Pinter. Las afinidades electivas (Goethe) desembocan en relaciones peligrosas (Laclos).

El amor cumplido es literariamente inerte. Al inicio de Vanity Fair, la protagonista Becky Sharp está a punto de lograr un enlace afortunado, pero fracasa y Thackeray comenta con alivio: «Gracias a esto existe la novela». La felicidad no tiene historia. Un romance sin altibajos puede entibiar un hogar de la colonia del Valle pero no una novela. En la literatura el amor es interesante como complicación o como forma del fracaso. Lo primero contribuye a vivificar la trama (los muchos cabos sueltos, los susurros, el ojo de la cerradura, la carta interceptada, las equivocaciones). Sade somete a Justine a toda suerte de violencia pero la mantiene virgen hasta la página 70; de ahí en adelante el libro se puede seguir leyendo con una sola mano, pero no despierta curiosidad: el autor ya no tiene ases en la manga. Lo segundo, la pasión no correspondida, tiene que ver con el temperamento de una obra, la melancolía, el amor platónico, la tristeza buena de Pessoa, los sentimientos inconclusos: «¡Y pensar que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!», escribe famosamente Proust.

De pecetis tuis

La literatura amorosa se funda en una ruptura: el primer mordisco, el espejo roto, los límites astillados. En los cerca de 2.000 años transcurridos desde la petición de culpabilidad de Paris, el género mantiene un mismo temple. En 1988, entre nosotros, Rafael Pérez Gay renueva la consigna: Me perderé contigo. La pasión sigue causando el mismo vértigo: no hay entrega sin pérdida. La pareja Ocampo-Bioy Casares remata el tema: Los que aman odian.

Un pornógrafo, un adusto candidato al Premio Nobel o un industrioso autor de fotonovelas rosas se enfrentan por igual al reto de cometer un acto de diferencia, una obra que los distinga. La literatura erótica se mueve a contrapelo de las sociometrías: lo interesante es lo que escapa a la tendencia, lo que está fuera de las coordenadas éticas y estéticas, los puntos excéntricos en los que se pulveriza algún tabú o se reinventa el oficio. Sin embargo, la fuerza con que un autor tritura las convenciones no siempre determina el precio de su cabeza. La reacción de la sociedad depende de sus resortes más profundos, de sus diversas tradiciones. En un mundo habitado por menonitas, mahometanos, caballeros de Colón, neonazis, drusos, harikrishnas, travestis y poblanos no es de extrañar que haya distintas nociones del pecado. Y también del placer, a juzgar por lo que cristaliza en las estudiantinas, el masaje tailandés, los himnos órficos, los condones con espuelas y los bombones de San Valentín. A pesar de las películas de Lando Buzzanca y los infinitos artículos de Cosmopolitan sobre el furor vaginal, el planeta todavía no se unifica. En la televisión norteamericana la Dra. Ruth Wetheimer pregunta a los invitados a su programa si consideran que los tamaños de sus penes son adecuados; en México, el grupo Pro Vida ha decidido defender una concepción de la moral que parece previa al menos al Concilio de Trento. Y aun en nuestra serenísima república hay variantes: la capacidad de provocación puede depender de la influencia que el Club de Leones o las seguidoras de la Divina Infantita tengan en una localidad. 

«Ella se tordulaba los hurgalios»

Más allá de los escándalos que fulminan o establecen reputaciones, la literatura erótica deriva su calidad de su compromiso con la inteligencia. De Ovidio a Luis Zapata, las grandes obras del género no se basan en una virtuosa exposición de genitales sino en los trabajos de la mente, en los resquemores, azotes, truenes, dudas, pérdidas, anhelos, en la «mísera esperanza que suele robarse al viento». Caso límite de esta tendencia es el capítulo 68 de Rayuela, que logra una alta temperatura sexual con palabras que no vienen en los diccionarios. En un libro la principal zona erógena es la mente y el placer se basa en su estimulación. La llana pornografía, que depende tanto del recambio de secreciones y las posibilidades biológicas de ensamblaje, caduca tan rápido como una ejaculatio praecox.

En la literatura, el triunfo es un ingrediente tan difícil de manejar que suele ocurrir fuera de la obra: el final feliz solo tiene sentido si se proyecta al futuro. La última línea de El amor en los tiempos del cólera es, justamente, la anticipación de una dicha que no podría pasar en el libro sin volcarlo a la sensiblería. Las hazañas, al contrario de los jarabes, se tragan si dejan un regusto amargo: el mismo Casanova se cuida en sus Memorias de acentuar los descalabros y resaltar el carácter avieso de ciertas conquistas. 

De los dísticos a los videoclips hay un sinfín de insuficientes remedios del amor. El mayor legado de tan espléndidos infortunios parece ser la opción de tratar de nuevo. Y otra vez la literatura amorosa, la maravilla leve de robarse el viento.


Debate feminista, N° 1, marzo de 1990, México.



Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 109, Septiembre - Octubre 1990, ISSN: 0251-3552


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