Tema central
NUSO Nº 266 / Noviembre - Diciembre 2016

Límites y desafíos del peronismo en la oposición Un Terminator de metal líquido

En sus siete décadas de historia, el peronismo demostró una capacidad mimética que le permitió acomodarse a los tiempos. Y, en este sentido, la posibilidad de desdoblarse y volver a articularse es una de sus grandes ventajas. El peronismo mostró que puede asumir diferentes formas, dividirse en manchas viscosas y volver a unirse para seguir caminando. Hoy, tras la derrota de 2015 y no sin desconcierto, oscila entre la oposición dura (el kirchnerismo) y la cooperación crítica (gobernadores e intendentes), mientras busca un nuevo liderazgo que reoriente al movimiento y le permita adecuarse al nuevo tiempo histórico.

Límites y desafíos del peronismo en la oposición  Un Terminator de metal líquido

La victoria del candidato centroderechista Mauricio Macri en las elecciones presidenciales de octubre de 2015 obligó al peronismo a encarar un proceso de introspección inédito desde la recuperación de la democracia. Tras 12 años de gobierno kirchnerista, la derrota –la tercera desde la normalización institucional de 1983– fue tan contundente que se produjo tanto a escala nacional como en los dos distritos más importantes del país: la capital argentina y, sobre todo, la provincia de Buenos Aires. Esto llevó a un estado de desconcierto solo comparable al que había generado la inesperada caída en el inicio del ciclo democrático (la otra derrota peronista en comicios presidenciales, la de 1999, produjo un shock menor porque el peronismo conservó el gobierno de la mayoría de las provincias y porque sus dos liderazgos, el de Carlos Menem y el de Eduardo Duhalde, se mantuvieron en pie, pese a todo).

Construido alrededor de la figura de Juan Domingo Perón a mediados de la década de 1940, el peronismo nació como un «partido de poder» que logró sobrevivir a siete décadas de historia y sigue siendo la identidad política más potente de Argentina. Ahora, ubicado por decisión popular en la oposición, un lugar que le resulta siempre incómodo, se divide entre un sector que ensaya una oposición tibia (o, según cómo se mire, una cooperación crítica) con el nuevo gobierno; otra fracción, liderada por el kirchnerismo, que apuesta a la crítica frontal; y un tercer grupo que oscila, titubea y duda. En las líneas siguientes ensayaremos un análisis de la situación actual del peronismo y sus desafíos hacia el futuro. Pero antes es necesario entender cómo llegó hasta ahí.

Derrota

¿Por qué perdió el peronismo? El primer motivo es económico. El deslumbrante crecimiento registrado desde la llegada de Néstor Kirchner al poder en mayo de 2003 y la mejora sostenida de los indicadores sociales comenzaron a acompasarse a partir de 2008, cuando la economía argentina sufrió el impacto del primer shock de la crisis financiera global y el gobierno experimentó su primera gran derrota política, en el conflicto que lo enfrentó con los productores agropecuarios en torno de la apropiación de la renta de los cultivos de soja. Los factores que explicaban el despegue en la primera etapa –la capacidad de combinar mejoras de bienestar de los sectores más vulnerables y las clases medias con una alta rentabilidad de las empresas y del sector financiero, gracias a los altos precios de los commodities y el aprovechamiento de la capacidad ociosa– ya no empujaban como en el pasado, a medida que el viento de cola comenzaba a girar a proa y los stocks (de energía, reservas internacionales, bienes de capital) se iban agotando. La inflación, que a partir de 2008 se mantuvo por arriba de 25% anual, fue el emergente de estas tensiones.

Como tantas veces en la historia argentina, luego de un cierto periodo de crecimiento, el superávit comercial se convierte en déficit: la creciente demanda de importaciones por parte de la industria, el desequilibrio de la balanza energética e incluso el rojo de la balanza turística (nunca antes los argentinos habían viajado tanto al exterior) reintrodujeron la temida «restricción externa», lo que el economista Aldo Ferrer definió como el «pecado original» de la economía nacional1: el hecho de que, llegado a cierto punto, los superávits del sector agroexportador no alcanzan para cubrir las necesidades del resto de las ramas de la economía.

La respuesta del gobierno kirchnerista a este escenario de tensiones fue una política de «administración de la escasez» mediante una serie de iniciativas de regulación económica (control de importaciones, virtual desdoblamiento del tipo de cambio) e intervencionismo estatal (estatización de Yacimientos Petrolíferos Fiscales, la empresa hidrocarburífera nacional), con el objetivo de sostener los indicadores sociales alcanzados hasta el momento y evitar un estallido antes de las elecciones de octubre de 2015. En palabras del ex-secretario de Política Económica Matías Kulfas, se pasó de «profundizar el modelo» a «aguantar el modelo»2. Aunque modesta, la estrategia dio resultado: a diferencia de lo que había ocurrido muchas veces en la historia argentina, cuando los ciclos económicos largos concluían con estallidos sociales, crisis financieras y conflicto político, el kirchnerismo logró evitar la crisis total de la economía, pero al costo de dejar como herencia un panorama poco prometedor, una especie de normalidad decepcionante.

Los datos son elocuentes: la tasa de crecimiento anual del pib, que había alcanzado a 8,8% durante el mandato de Néstor Kirchner (2003-2007) y a 6,2% en el primero de Cristina Fernández (2007-2011), fue de apenas 1,1% en el segundo mandato de la ex-presidenta (2011-2015). El resto de las variables se alinearon en el mismo sentido: el crecimiento de la producción industrial pasó, en los mismos periodos, de 10,4% a 8,6%, y de ahí a 0,8%; el de la construcción, de 15,6% a 5,7%, y de ahí a 2,1%; el empleo privado formal, dato clave del mercado laboral, había crecido un impresionante 10,6% durante el primer periodo de gobierno del kirchnerismo, 1,9% en el segundo y solo 0,4% en el tercero; las exportaciones, que habían aumentado 21,2% en el primer mandato, crecieron 5,2% en el segundo y cayeron un 4,2% en el tercero. La inflación pasó de 11,4% a 22%, y de ahí a 28,2%. En términos generales, si desde 2003 la economía argentina había crecido más que el promedio regional, a partir de 2012 su crecimiento se situó por debajo3.Junto con este declive de los indicadores económicos, la segunda razón que ayuda a entender la derrota electoral del peronismo es la crisis, lenta pero decidida, de la coalición social que hasta el momento había sostenido al gobierno. Policlasista como todo populismo, el kirchnerismo supo desplegar una estrategia específica para los diferentes grupos que conformaban su base electoral. Así, estableció con los sectores más pobres una clásica relación peronista, que incluyó casi pleno empleo y aumentos de salarios por encima de la inflación, inclusión vía la Asignación Universal por Hijo (auh) y jubilaciones, acceso a bienes de consumo durables y la probada eficacia del aparato clientelar, junto con la más fantasmagórica «inclusión simbólica» expresada en el manejo dosificado de la iconografía peronista.

La relación del kirchnerismo con los diferentes segmentos de las clases medias fue menos lineal. Mantuvo una relación tormentosa con la clase media alta o tradicional4, que durante una década valoró la estabilidad macroeconómica y el acceso al consumo y el turismo, al tiempo que cuestionó los «desvíos republicanos», la corrupción y medidas como las restricciones a la compra de dólares (para la clase media argentina, entrenada en 1.000 crisis, el dólar barato es el gran refugio de valor, casi un producto de primera necesidad). Los dos polos que durante una década expresaron los sentimientos más fuertes respecto del gobierno, la minoría intensa prokirchnerista y la minoría intensa ultracrítica, se ubican en este sector social: sus arquetipos son, de un lado, el peronista que odia a la clase media (aunque, o porque, pertenece a ella), una especie de «gorila al revés»5; y, del otro lado, el «cacerolero»6 indignado.

El otro segmento de la clase media políticamente significativo es la nueva clase media o la clase media emergente7. Con sus medidas en materia de empleo, reindustrialización y aumento de la sindicalización, los gobiernos kirchneristas contribuyeron a expandir este grupo social integrado por trabajadores formales de las ramas de la «industria moderna» (automotriz, siderurgia, metalurgia), pequeños empresarios y comerciantes, trabajadores autónomos, etc. La paradoja es que este sector social, cuyo crecimiento se verifica en otros países de América Latina y en particular en Brasil, se convirtió, a partir del segundo mandato de Cristina Fernández, en uno de los focos del malestar político con el gobierno, sobre todo en relación con dos cuestiones: el denominado «impuesto a las ganancias», que impacta sobre el 10% de los salarios más altos; y la inseguridad urbana, que afecta particularmente a este grupo social por su ubicación geográfica (en el Conurbano bonaerense), la dificultad para acceder a servicios de seguridad privada y el tipo de ocupación que realiza, que a menudo implica pasar muchas horas en la calle. Se trata del «moyanismo social», en referencia al líder sindical Hugo Moyano, representante gremial –aunque no político– de estos sectores que el kirchnerismo había reconstruido desde las cenizas de la crisis de 2001, y que a su vez remitía a los arquetipos del trabajador formal y el pequeño burgués del peronismo original. Pero que, sin embargo, se fue convirtiendo en uno de los ejes del malestar opositor con un gobierno que, de manera inexplicable, hizo poco por contenerlo. Como analizamos más adelante, una parte importante de la nueva clase media apoyó al peronismo disidente y, al hacerlo, selló la suerte del kirchnerismo en las elecciones de 2015.

El último motivo es estrictamente político. El dispositivo partidario que había funcionado como sostén institucional del kirchnerismo se había ido desagregando de manera progresiva al menos desde 2011, dejando en el camino, por así decirlo, jirones de hegemonía. El retroceso fue en esencia resultado de una lectura errada de la contundente victoria de Cristina Fernández en las elecciones presidenciales de ese año, basada en la idea de la autosuficiencia del kirchnerismo como sujeto político. Como si el 54% obtenido significara un dato permanente y no un hecho circunstancial, olvidando que en democracia las mayorías son siempre contingentes, menos un cheque en blanco que un objeto de construcción permanente, el gobierno dejó de lado la estrategia de articulación con nuevos sectores que tanto resultado le había dado luego de la derrota en el conflicto del campo y se encerró en una especie de «populismo de minorías» que condujo al alejamiento, más por vía del hartazgo o la apatía que del rechazo enfurecido, de importantes sectores sociales, sobre todo de la nueva clase media, que antes lo habían acompañado: en una reescritura invertida de Jorge Luis Borges sobre el peronismo, el kirchnerismo decidió que la clase media no era «ni buena ni mala sino incorregible» y optó por abandonarla a su suerte. Se intentó compensar la creciente debilidad del gobierno, que se hizo evidente en la derrota en las elecciones parlamentarias de 2013, con una sobrecarga ideológica que terminó resultando contraproducente. Desde sus lejanos comienzos en mayo de 2003, el kirchnerismo había cultivado una ambivalencia muy productiva entre su voluntad de transformar la economía y la política y su intención de garantizar el orden social. Como los otros dos grandes líderes partidarios peronistas, Perón y Menem, Kirchner fue, además de un transformador, el constructor de un orden. Kirchner fue un reformista, pero un reformista tenso; menos exuberante que Hugo Chávez, pero igualmente intranquilo. Esta oscilación permanente entre la administración y el cambio, entre la gestión y la gesta, se fue desequilibrando con el paso de los años y la muerte del ex-presidente en 2010. El poder, que siempre había estado compartido en el matrimonio, en el liderazgo de Cristina se volvió más ideológico, concentrado y menos pragmático que el de Néstor Kirchner. El resultado fue un discurso que terminó agotando a la sociedad.

Este desacople realidad-discurso, presente también en otros gobiernos de América Latina8, derivó en el malestar de al menos una parte de la base social que supo acompañar al gobierno y se exacerbó con la amplia difusión de denuncias de corrupción contra funcionarios del kirchnerismo. Aunque la corrupción en sí misma no define elecciones9, funciona como un factor de irritación, como un plus de dramatismo que exacerba un momento histórico determinado. Siempre está, pues ningún gobierno está a salvo de ella, pero tiene que darse un cierto clima emocional para que la sociedad se disponga a escuchar las denuncias. Hacia fines de 2015 el clima estaba creado.

Por último, la derrota del peronismo se explica por el diseño electoral, encabezado por el gobernador Daniel Scioli quien, a pesar de haber demostrado su lealtad en varias oportunidades, no era considerado, por su pasado menemista, su estilo personal y su deslucida gestión provincial, como una expresión «pura» del kirchnerismo. En los últimos años, el gobierno kirchnerista venía sufriendo la ausencia de dirigentes con potencialidad electoral y a la vez expresivos de su vibración ideológica, resultado de un modo de construcción política concentrado en sus dos grandes figuras, Néstor y Cristina Kirchner. Cuando llegó el momento de las elecciones, la presidenta optó por Scioli, que representaba al kirchnerismo solo en parte, pero lo rodeó de candidatos poco conocidos e incluso de alta imagen negativa, entre ellos nada menos que Aníbal Fernández, jefe del Gabinete de Ministros, como candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires. La oferta electoral incluía entonces la apertura a un candidato presidencial ajeno al «núcleo duro» kirchnerista, pero conocido y popular, acompañado de kirchneristas leales en la vicepresidencia y buena parte de las listas legislativas, lo que fue leído más como una contradicción derivada de la debilidad y la urgencia que como un signo de astucia táctica.

En la oposición

El peronismo quedó profundamente debilitado tras los resultados de las elecciones de 2015. Aunque la conducción del gobierno y el diseño de la estrategia electoral habían estado en manos del kirchnerismo como facción interna del peronismo, la crisis se extendió por todo el partido. Como señalamos, por primera vez en 30 años el peronismo había perdido simultáneamente el control del gobierno nacional, el de la provincia de Buenos Aires y el de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, es decir los tres estados más importantes del país, con todo lo que ello implica en términos de presupuesto, recursos organizacionales, aparato, etc. Pero además fue derrotado en provincias que venía gobernando desde hacía dos décadas –como Jujuy–, perdió media docena de municipios del Conurbano bonaerense, que equivalen en población a verdaderas provincias, y cayó en todos, absolutamente todos los centros urbanos importantes. Las divisiones posteriores a la derrota le arrebataron la mayoría en la Cámara de Diputados, aunque logró mantener su bloque unido y ejercer su peso en el Senado.

No es de extrañar que, en este contexto, el peronismo se divida. En Argentina, como en buena parte de las democracias presidencialistas, el gran organizador del campo político es el gobierno, en torno del cual se estructura y posiciona el resto de los actores. Por eso, el primer motivo de división del peronismo es la relación con el gobierno de Macri. Casi desde el momento en que se conoció la derrota se hicieron visibles dos posiciones. De un lado, el peronismo disidente del Frente Renovador, que había derrotado al kirchnerismo en las elecciones parlamentarias de 2013 y había obtenido un más que decente tercer lugar en las presidenciales de 2015. Liderado por Sergio Massa, un joven ex-intendente (alcalde) y ex-alto funcionario kirchnerista, este sector partidario cuenta con el apoyo de un grupo de intendentes de la provincia de Buenos Aires, del gobernador de Córdoba –la segunda provincia en importancia– y de varias figuras de alta visibilidad mediática, muchas de las cuales ocuparon cargos importantes en algún momento del largo ciclo kirchnerista. Su proclamada intención, en línea con su propuesta de campaña, es construir una tercera vía (una «ancha avenida del medio») entre kirchnerismo y macrismo. Esto ha hecho que los bloques legislativos del Frente Renovador apoyaran la mayoría de los proyectos de ley enviados por el gobierno, incluyendo los más controvertidos, como el blanqueo de capitales, y al mismo tiempo impulsaran, junto con el bloque peronista, iniciativas propias, como la ley que elevaba el monto de las indemnizaciones por despido, luego vetada por el presidente Macri.

¿Qué es el Frente Renovador? Resulta difícil encontrar una definición político-ideológica para esta línea disidente del peronismo porque sus planteos están motivados básicamente por las necesidades tácticas y las intuiciones de su líder. En los discursos, el Frente Renovador se presenta como una opción frente al «populismo» del gobierno anterior y al «neoliberalismo» del actual. Sin embargo, se trata más bien de una articulación precaria y fluctuante –las deserciones e incorporaciones son frecuentes– en torno del liderazgo de Massa. El hecho de que las encuestas coincidan en que Massa tiene buenas chances de imponerse en las elecciones legislativas del año que viene en la provincia de Buenos Aires contribuye a mantener unido lo que de otro modo seguramente se hubiera dispersado hace rato.

Frente a la línea de cooperación negociada del peronismo disidente liderado por Massa, el kirchnerismo se presenta como una oposición dura. No rompió formalmente con el peronismo y se mantiene dentro de los bloques legislativos. Sus representantes en el Congreso –unos 30 diputados y 15 senadores– votaron en contra de casi todas las iniciativas del oficialismo, incluso de aquellas que fueron acompañadas por el resto de los representantes del peronismo. El discurso que sostiene esta posición es, por supuesto, la crítica al neoliberalismo macrista en contraste con la política económica anterior. Y su condición de posibilidad, lo que explica que el sector kirchnerista del peronismo pueda ejercer cómodamente este rol, es la distribución institucional del poder: tras su salida del gobierno, el kirchnerismo cuenta con pocos espacios en los ejecutivos locales. Salvo su bastión en la provincia de Santa Cruz y un puñado de intendencias, no controla gobernaciones o municipios y, por lo tanto, no está obligado a negociar con el gobierno nacional recursos, obras y presupuestos. Goza, en este sentido, de una autonomía importante que le permite actuar con las «manos libres» en relación con el gobierno.

Pero esta aparente ventaja puede resultar peligrosa: desprovisto de responsabilidades de gestión, el kirchnerismo corre el riesgo de caer en la tentación de negarse a sí mismo la posibilidad de explorar escenarios de coalición con el resto de los sectores del peronismo, a los que, por primera vez en una década, ya no conduce. El problema se agrava por el hecho de que –salvo Cristina Kirchner– sus dirigentes tienen un escaso potencial electoral. En este marco, el kirchnerismo puede equivocar su lectura de los humores sociales y encerrarse en un discurso autocelebratorio y orientado exclusivamente a defender las conquistas del pasado, sin ofrecer nada nuevo a la sociedad de cara al futuro: una especie de corriente político-cultural de clase media, con mucho predicamento mediático, mucha militancia –sobre todo juvenil en los centros urbanos–, pero escasa inserción territorial y limitadas chances electorales. La misma Cristina Kirchner parece haber reparado en ello al plantear, un poco nebulosamente, la conformación de un «frente ciudadano», propuesta que parecía aludir a una cierta apertura pero que hasta el momento no fue transformada en algo concreto por los diversos grupos que integran el kirchnerismo, quizás porque no saben cómo hacerlo. Entre un polo y otro, entre la estrategia de cooperación negociada del massismo y la posición opositora del kirchnerismo, se ubica la mayoría del peronismo. Se trata de un conjunto heterogéneo, ideológicamente englobable bajo la categoría de «conservadurismo popular», de gobernadores (16 sobre 24), intendentes, legisladores nacionales y provinciales, etc. Es, por lejos, la principal fuerza política del país, la de mayor despliegue territorial y legislativo, que hoy carece de un liderazgo aceptado por todos y en la que gravitan especialmente los jefes provinciales.

Es importante recordar, en este sentido, que Argentina es un país federal en el que los gobernadores conservan todos los resortes de poder, salvo aquellos que delegan expresamente en el gobierno federal. Es decir que gestionan la salud, la educación y la seguridad dentro de sus territorios, manejan a dos tercios de los empleados públicos y cuentan con atribuciones para tomar deuda y fijar impuestos. Sin embargo, son frágiles desde el punto de vista de sus recursos: el proceso de centralización fiscal de las últimas décadas ha hecho que dependan cada vez más del Estado nacional para su supervivencia. En efecto, las provincias ejecutan 60% del gasto pero recaudan apenas 30%, lo que genera una brecha por donde se cuela la hegemonía federal sobre los gobernadores. Y ese instrumento de control hoy está en manos del macrismo.Este cuadro se agrava por dos motivos. Por un lado, una parte de los recursos que se ejecutan en las provincias, sobre todo en materia de obras públicas, es distribuida de manera más o menos discrecional por el gobierno nacional. Pero incluso aquellos fondos de asignación automática a través de la coparticipación (los fondos establecidos por ley que el gobierno nacional debe transferir mensualmente a las provincias) resultan escasos: la situación crónicamente deficitaria de la mayoría de las provincias hace que requieran «adelantos de coparticipación» para pagar los salarios, lo que las pone nuevamente bajo el ala discrecional del gobierno nacional.

En términos generales, las provincias funcionan como subsistemas políticos en los que el gobernador actúa como una especie de «minipresidente», con escasos contrapesos internos y dependiendo solo del voto de los ciudadanos de su distrito y sus negociaciones con el gobierno nacional. Pese a sus esfuerzos, en sus diez años de gobierno el kirchnerismo no logró penetrar las fortalezas amuralladas de los gobernadores, con los que, a lo sumo, articuló acuerdos tácticos. Los pocos con los que había logrado establecer una sintonía ideológica más fina terminaron su mandato. El reflejo político de esta combinación de gobernadores poderosos pero fiscalmente dependientes es el voto de los diputados y senadores nacionales, que en general responden a favor de las iniciativas del gobierno de Macri, que logró así, por este mecanismo de triangulación, un éxito legislativo tras otro.

Por supuesto, nada garantiza que esta situación vaya a durar para siempre. Aunque ahora la principal preocupación de los gobernadores no es tanto resistir las políticas del gobierno federal como garantizar la gobernabilidad en sus territorios –que es donde reside su verdadero poder y el lugar al que pueden replegarse en momentos de debilidad–, tampoco pueden acompañar a un gobierno impopular ni, llegado el momento, autoexcluirse de la construcción de una alternativa nacional, en la que por otra parte muchos de ellos tienen ambiciones.

Los tres sectores que conforman la oposición peronista –el kirchnerismo, el Frente Renovador y el resto del peronismo liderado por los gobernadores– no deberían ser vistos como líneas internas ideológicamente diferenciables ni como espacios claramente separados. Su frontera experimenta un intenso tránsito en un sentido y en el otro: dirigentes, legisladores y grupos internos que van y vienen, se reúnen y calculan. A ellos se suman otros dos sectores de poder de importante gravitación dentro del peronismo: los movimientos sociales, en particular aquellos que nuclean a los desocupados, los trabajadores de la economía popular y los cooperativistas, de fuerte presencia en las periferias de las grandes ciudades. Y sobre todo el sindicalismo, que acaba de concluir un trabajoso proceso de reunificación y que, dado el giro neoliberal y desindustrializante de la política económica del macrismo, viene ganando protagonismo.

Elecciones

Desde su llegada al poder, Macri, primer presidente de derecha democráticamente elegido de la historia argentina, viene aplicando una serie de políticas macroeconómicas de ajuste (altas tasas de interés, apertura comercial, recorte acotado del gasto público, endeudamiento externo) que transformaron en recesión el cuadro de estancamiento heredado del kirchnerismo, lo que derivó en un veloz retroceso social con aumento del desempleo, que se sitúa en 9,3%, y de la pobreza, que llega a 32,2%10. Pero, al mismo tiempo, el macrismo prolongó casi sin tocar las amplias políticas de protección social creadas por el kirchnerismo, se muestra muy flexible para conversar y negociar con los representantes del peronismo –tanto con los gobernadores y legisladores como con los sindicalistas y los movimientos sociales– y conserva milagrosos –dada la situación socioeconómica– índices de aprobación en las encuestas. Frente a un gobierno que constituye toda una novedad en la política argentina, el peronismo se ha dividido. Creado hace medio siglo a partir de las políticas de inclusión social, industrialización y reivindicación soberana de Perón, el peronismo asumió siempre un carácter inorgánico y movimientista. Para algunos más una identidad política que un partido en el sentido clásico, supo sobrevivir al primer golpe de Estado que desplazó a Perón del poder en 1955, seguido por 18 años de proscripción y persecuciones, el retorno de su líder en 1973 y una guerra civil intrapartidaria que desembocó en la dictadura de 1976; a la derrota en las primeras elecciones de la recuperación de la democracia en 1983; a su reconversión al neoliberalismo con los dos gobiernos de Carlos Menem en los 90, a la crisis de 2001 y luego al kirchnerismo.

En esta historia de seis décadas, el peronismo demostró una capacidad mimética que le permitió acomodarse a los tiempos. Y, en este sentido, la posibilidad de desdoblarse y volver a articularse es una de sus grandes ventajas. El peronismo es como el t-1000, el Terminator de metal líquido de la segunda película de la saga, capaz de asumir diferentes formas, dividirse en manchas viscosas y volver a unirse para seguir caminando. Cuenta para ello con el auxilio imprescindible de la democracia. Desde 1983, el peronismo –muchas veces calificado de autoritario– resolvió sus conflictos internos mediante elecciones: la renovación liderada por Antonio Cafiero se impuso, presentándose por fuera del partido, a la ortodoxia de Herminio Iglesias; luego Menem le ganó a Cafiero la interna de 1988, Kirchner se impuso a Menem (por abandono) en las presidenciales de 2003, y finalmente Cristina Fernández derrotó al duhaldismo en las legislativas de 2005.

Por eso serán las elecciones de 2017 las que terminen de definir el futuro del peronismo, en particular el resultado de la provincia de Buenos Aires, donde la lista liderada por Massa competirá con el kirchnerismo, que sueña con la candidatura de Cristina. El resultado comenzará a inclinar la balanza de poder del partido de cara a las presidenciales de 2019, cuando el peronismo enfrente al macrismo. Hoy el sector mayoritario, integrado por gobernadores, intendentes y legisladores, se encuentra a la espera de la definición del liderazgo: cuando lo encuentre, sabremos hacia dónde se dirige el peronismo y si logra acomodarse a un nuevo tiempo histórico.

  • 1.

    A. Ferrer: «El pecado original de la economía argentina» en Le Monde diplomatique Edición Cono Sur No 177, 3/2014.

  • 2.

    M. Kulfas: Los tres kirchnerismos, Siglo xxi, Buenos Aires, 2016.

  • 3.

    Datos tomados de ibíd., pp. 48-49.

  • 4.

    Según datos de Héctor Palomino y Pablo Dalle, la clase alta (empresarios grandes y medianos, directivos de nivel alto) representa 0,8% de la población, en tanto que la clase media superior (profesionales autónomos, empresarios pequeños, directivos de nivel medio y profesionales asalariados) equivale a 10,3%. H. Palomino y P. Dalle: «El impacto de los cambios ocupacionales en la estructura social argentina: 2003-2011» en Revista del Trabajo año 8 No 10, 7-10/2012.

  • 5.

    «Gorila» es el término despectivo con que históricamente se ha designado a los antiperonistas.

  • 6.

    En referencia a los «cacerolazos» contra los gobiernos kirchneristas.

  • 7.

    Siguiendo a Palomino y Dalle, la «clase media inferior» está compuesta por microempresarios (hasta cinco empleados), cuentapropistas con equipo propio, técnicos, docentes, trabajadores de la salud y empleados administrativos. A ellos se suman los segmentos más altos de los trabajadores calificados. Equivale a 36,1% de la población. H. Palomino y P. Dalle: ob. cit.

  • 8.

    Pablo Stefanoni: «¿Alba o crepúsculo? Geografías y tensiones del socialismo del siglo xxi» en Andrés Malamud, Marcelo Leiras y P. Stefanoni: ¿Por qué retrocede la izquierda?, Capital Intelectual / Le Monde diplomatique, Buenos Aires, 2016.

  • 9.

    Sebastián Pereyra: Política y transparencia. La corrupción como problema público, Siglo xxi, Buenos Aires, 2013.

  • 10.

    Datos oficiales del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec).

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 266, Noviembre - Diciembre 2016, ISSN: 0251-3552


Newsletter

Suscribase al newsletter