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NUSO Nº 230 / Noviembre - Diciembre 2010

Libro 2.0

La revolución tecnológica que afecta al mundo editorial es la más radical que se recuerde desde que Gutenberg inventó la imprenta de tipo móvil. Como es natural, un cambio de tal magnitud ha incubado ideologías, tanto proféticas y amantes del cambio, como reaccionarias y opuestas al cambio, que pretenden predecir y orientar el sentido de lo que viene. Las implicaciones económicas son considerables para todos los involucrados: escritores, editores, agentes literarios, libreros y las grandes compañías de internet que ofrecen libros digitales. Este artículo es el intento de un lector veterano por ubicarse en el agitado maremágnum del Libro 2.0.

Libro 2.0

Es difícil que exista en el mundo una mercancía más extraña que los libros. Impresos por gente que no los entiende; vendidos por gente que no los entiende; encuadernados, criticados y leídos por gente que no los entiende y, lo que es peor, escritos por gente que no los entiende. Georg Christoph Lichtenberg

A riesgo de que me digan dinosaurio, me alegro de no haber comprado un aparato electrónico para leer libros, pese a que lleno mi computador de PDFs que indexo para poder consultar y a que adoro tener bases de datos de todo tipo, además de periódicos y revistas, a un click de distancia.La primera y más obvia duda que me asalta es: ¿cuál aparato comprar? La oferta, que incluye las famosas «tabletas» tipo iPad, cambia día tras día. El primer aparato en volverse popular fue el Kindle, la paradójica respuesta de Jeff Bezos, el fundador de Amazon, a su inmenso éxito a la hora de vender libros de papel por internet. La compañía dio el bandazo sin dolor y hoy, apenas uno abre su página, la oferta del Kindle lo recibe como una suave cachetada. Pronto se multiplicaron los aparatos disponibles: están los Sony Readers (contemporáneos del Kindle), el Nook de Barnes & Noble y el iPad de Apple, mientras que para este año se anuncia la Chrome Tablet de Google y se especula que en poco tiempo podrían lanzarse al mercado hasta cien adminículos con pantalla lectora, no ya para hacerle competencia al Kindle, sino para garantizarnos a los lectores un futuro caótico. El supuesto Libro 2.0 amenaza con convertirse en el Libro 0.25.

Los datos que incluyo en la nota1 son los que nos ofrece la foto vigente durante un par de meses a mediados de este año de 2010, si bien la tendencia no es difícil de detectar: los aparaticos disponibles empezaron caros pues explotaban la novelería de los consumidores, luego descendieron de precio y van a seguir descendiendo, de suerte que tarde o temprano la tentación electrónica estará al alcance de la mayoría de la gente. Al mismo tiempo, es imposible saber cuáles aparatos sobrevivirán y cuáles desaparecerán en unos años. Lo único seguro es que a Bartleby le va a llegar mucha compañía para el Betamax que conserva allá en su escondite de las cartas perdidas y de los objetos fracasados.

Una perogrullada necesaria nos dice que no existe la lectura, sino los lectores, lo que significa que los hay y los habrá para objetos diversos. Pero el que sí es tangible es el precio que se paga por el material que uno lee, el cual también está bajando a marchas forzadas, hecha la importante salvedad de lo que publican ciertas revistas especializadas. Sugiere la tónica despiadada en boga que el precio de los libros bajará al menos hasta que uno, en ese caso necesariamente electrónico, cueste más o menos lo mismo que una gaseosa. Me asalta la pregunta obvia: ¿acaso es tanta la gente que se ha quebrado comprando libros? No, desde luego que no. Los que sí se han estado quebrando con frecuencia son los vendedores de libros –y me abstengo de mencionar a quienes los editan o los escriben, para no deprimirme– porque aunque la competencia es de siempre en la industria, la vertiginosa espiral descendente de los últimos veinte años trajo un rompimiento con la tradición. Cuesta recordar a estas alturas que hubo un tiempo en que el precio no era el elemento central en la compra de libros, al menos no para un grupo importante e influyente de lectores al que podríamos llamar «de tapa dura», quienes aceptaban pagar un sobreprecio considerable por el privilegio de leer una novedad.

Reina, pues, una comprensible histeria en el ambiente. Jason Epstein2, un veterano que solía tener nervios de acero, ahora habla del «miedo a la obsolescencia» como el combustible que mueve esta gran máquina de especulación verbal y ventila su nerviosismo en modo profético, tratando de reducir la ansiedad por medio de arriesgadas especulaciones sobre el porvenir. El futurismo, me temo, es una actividad tanto más peligrosa cuanto que sus saltos sean audaces. No cabe duda de que otras industrias han sido diezmadas y hasta destruidas por cataclismos tecnológicos y que los antecedentes no son tranquilizadores. La gente va del llanto al entusiasmo utópico, dice por su parte Robert Darnton3, director del sistema de bibliotecas de la Universidad de Harvard.

¿Qué es un libro?

Sí, ¿qué es? Dado que estamos sopesando su destino, no sobra recordarlo: un libro es un objeto físico, hecho con hojas de papel impresas por ambas caras y encuadernadas entre dos tapas más resistentes que el resto. Viaja, se mueve con facilidad, no se transforma sino mínimamente con el paso del tiempo, es resistente si uno lo mantiene a salvo del agua y de los rayos directos del sol y requiere apenas de un mínimo cuidado. Tratado con cariño, un libro impreso en papel no ácido puede durar cientos de años. De otro lado, el libro es un objeto con una riquísima tradición, en la que pesan de forma desigual varios factores. Uno fundamental nos dice que antes de la llegada de la imprenta de tipo móvil, los libros eran objetos de costo prohibitivo, casi sagrados por ello mismo, pues se hacían a mano o con planchas fijas, labradas en madera. La invención de Gutenberg redujo los costos y facilitó la impresión de manera dramática, si bien los libros todavía siguieron siendo caros y exclusivos, a precios comparables, mucho más que hoy. Este costo constituyó una influencia crucial en la génesis de la ideología editorial, por así llamarla, que se hizo preciosista, arrogante en su forma y espacio interiores, amén de excluyente: había que rechazar los manuscritos deficientes, había que editar los textos, había que reducirlos a su esencia, había que concentrar sus efectos porque, dados los altos costos, no quedaba otro remedio. En paralelo, al nacer en una sociedad absolutista la industria tuvo que ser genuflexa ante el monarca y la Iglesia, poderes que pronto algunos intelectuales por el estilo de Diderot desafiaron con sus libros. El árbitro en tiempos burgueses pasó a ser el dinero, aunque sus mandatos se podían desoír pagando el precio de la marginalidad. La posterior vulgarización del libro debida a las ediciones en rústica, inventadas en el siglo XIX a la par con la democracia política, creó un segundo mundo, un segundo paradigma editorial, el cual no descartó los elementos centrales del original. Así, hacer un libro siempre fue una de las actividades intelectuales de mayor efecto concentrador que se conocen. No solo se requería de la lectura y comprensión de cientos de libros para producir uno nuevo de mérito, sino que el buen escritor iba por esencias, es decir que tendía a querer suprimir lo superfluo. En el sentido contrario, los libros contribuyeron a alfabetizar a la población y sembraron ideas, diseminando conocimiento y placer urbi et orbi.

¿Y qué es un libro electrónico? Un libro electrónico es una suma de bytes que aparece en ciertas pantallas físicas siempre y cuando los aparatos que las alimenten contengan el software adecuado. Dado su carácter cibernético, el libro electrónico es muy barato de reproducir y de transportar, y aunque sigue habiendo una labor importante involucrada en su escritura, casi cualquiera la puede emprender4. El libro electrónico pertenece así a la inmensa profusión de escritura, más que todo efímera, que genera la comunicación electrónica, y su facilidad de confección está poniendo a tambalear a la antigua ideología editorial. En últimas el contraste entre ambas formas de libro es tan contundente, que uno bien podría proponer que se trata de fenómenos diferentes.Quizá una mejor manera de examinar el dilema sea examinando la lectura. Los libros de papel –a diferencia de la música, que se reproduce con frecuencia– suelen leerse una vez, o dos, y luego pasan a estar disponibles para consulta. Hay quien los subraye y los preste. Pasados muchos años, a veces se releen y, cuando caen en manos de herederos indolentes o de viudas quebradas, incluso se venden en bloque o se regalan. La relectura es una posibilidad importante, así muchísimos lectores no la practiquen y muchísimos libros no la merezcan. En el libro físico, la relectura no es un problema: uno lo saca de la estantería, se sienta y lo lee.

Con el libro electrónico la lectura también es sencilla, pese a que involucra una pantalla y un aparato. La relectura tampoco implica problemas, siempre y cuando el tiempo que haya pasado desde la lectura sea poco. Esto nos lleva a una pregunta importante: ¿cuánto dura un libro electrónico? No se sabe, porque son muy recientes: ¿diez años, quince años, veinte años? ¿Más? Me parece admisible hacer la pregunta de otra manera: ¿quién me garantiza que en quince o veinte años las lecturas que yo haga hoy en un aparato electrónico seguirán ahí subrayadas y ajadas como están las que hice en los libros en el pasado? La respuesta es aleatoria, porque si por mala suerte me enfoco en una de las ofertas perdedoras, por el estilo del Betamax, nadie me garantiza nada. Ilustremos con un ejemplo. Yo ahora sostengo en mis manos una valiosa y muy apreciada edición de El Quijote, publicada por Joaquín Ibarra en 1780. Don Joaquín, editor y tipógrafo famoso, empezó a publicar libros con su sello en 1754 y murió en 1785. Su viuda y sus hijos siguieron operando el taller hasta 1836, cuando el sello desapareció, tras 82 años de brillo. Nada de eso me concierne hoy si quiero disfrutar de mi Quijote. ¿Qué habría pasado si las ediciones de Ibarra hubieran sido electrónicas y partieran de un software de propiedad de don Joaquín? Sencillo, pasaría que lo que yo ahora sostengo en mis manos sería un objeto inútil.

El problema se ve agravado por lo vertiginoso del progreso tecnológico, que hace obsoleto cualquier aparato a los dos o tres años de producido, a veces antes (el último lanzamiento del Kindle se dio apenas 18 meses después del anterior), lo que significa que el modelo que puedo comprar en 2010 será vetusto en 2014, con el agravante de que el software que ahora lo mueve habrá cambiado (¿progresado?) para esa fecha. Es cierto que los programadores tienen como parte de su tarea asegurar durante un tiempo la migración de los archivos electrónicos de una versión del software a la siguiente o de un programa al que lo canibaliza, pero también es archisabido que en ese proceso suelen surgir problemas y que, cuando surgen, son acumulativos.

Pongamos que Amazon quiebre en 2025 por la mala gestión de un hijo de Bezos o que sea comprada por otra compañía más exitosa. ¿Entonces qué? La analogía que sirve es pensar en los problemas que uno a veces enfrenta a la hora de conseguir un repuesto para una máquina que tiene diez años de fabricada. Hallarlos es una ordalía. Los libros, claro, no necesitan repuestos.

Juan Villoro, más ingenioso que yo, el año pasado nos invitaba a hacer un ejercicio histórico a la inversa: debíamos inventar el libro a partir de algo parecido al Kindle:

Imaginemos una sociedad con escritura y alta tecnología, pero sin imprenta. Un mundo donde se lee en pantallas y se dispone de muy diversos soportes electrónicos. (...) ¿Qué sucedería si ahí se inventara el libro? Sería visto como una superación de la computadora, no solo por el prestigio de lo nuevo, sino por los asombros que provocaría su llegada. (...) Después de años ante las pantallas, se dispondría de un objeto que se abre al modo de una ventana o una puerta. Un aparato para entrar en él.

Por primera vez el conocimiento se asociaría con el tacto y con la ley de gravedad. El invento aportaría las inauditas sensaciones de lo que solo funciona mientras se sopesa y acaricia. La lectura se transformaría en una experiencia física. Con el papel en las manos, el lector advertiría que las palabras pesan y que pueden hacerlo de distintos modos.

La condición portátil del libro cambiaría las costumbres. Habría lectores en los autobuses y en el metro, a los que se les pasaría la parada por ir absortos en las páginas (así descubrirían que no hay medio de transporte más poderoso que un libro) (...).5

Juan concluía con alivio: «Qué alegrías aportaría el inesperado invento del libro en una comunidad electrónica. Después de décadas de entender el conocimiento como un acervo interconectado, un sistema de redes, se descubriría la individualidad».

Pero al margen de esta utopía retro en la que el futuro descubre el pasado como un gran invento, los aparatos seguirán atropellándose, con un nuevo modelo por ahí cada dos o tres años, y la industria seguirá su loca evolución. El ingenio de los poetas, ya se sabe, no detiene a los trenes.

Aseguran los apocalípticos y posmodernos –partidarios del cambio a ultranza y a cualquier costo– que con el progreso tecnológico no solo cambiará la ideología editorial, sino que los contenidos también sufrirán un vuelco radical. Estos amigos del caos quieren convertir la experiencia individual y con frecuencia solitaria de la lectura en algo gregario. Y eso, ¿quién lo pidió? Ahora un «libro» puede consistir de un manojo de hipertextos cruzados con veinte finales posibles, una suerte de operación tumulto que en vez de concentrar los significados los dispersa. No quiero detenerme mucho en esta visión de la lectura como orgía, porque me parece sencillamente cursi y espantosa.

La fuerza de los libros y su atractivo toda la vida dependió de la existencia de un autor que toma decisiones y de un editor que lo acompaña en el proceso. Ambos son indispensables y no será una moda folclórica la que los eche a la basura. De cualquier modo, el libro electrónico puede vivir con o sin su costado mazacotudo. Lo que no está claro, en cambio, es qué lugares ocuparán escritores y editores en la nueva cadena editorial ni de qué modo serán remunerados. Sobra decir que si esto no se resuelve, viene el caos, que es lo que algunos quieren evitar y otros fomentar. Asimismo se duda de si habrá libreros independientes, aunque creo que este componente del negocio se podría reinventar con flexibilidad e imaginación.

El papel

Volvamos por un instante al papel, ese material noble tan calumniado que se halla en el meollo del asunto. A diferencia del plástico, el papel se puede reciclar con facilidad, es biodegradable y proviene en forma creciente de cultivos industriales renovables. Las noticias de su muerte, como decía Mark Twain de la suya, son muy exageradas, sobre todo si se piensa que los molinos nunca han sido más prósperos que hoy. La industria, además, se está renovando para enfrentar los problemas ecológicos que le achacan. En el caso de los libros, uno de los más grandes éxitos comerciales desde los tiempos de Gutenberg fue la serie de Harry Potter, leída sobre todo por niños que hoy apenas están superando la adolescencia. Estos niños ¿van a olvidar esta experiencia y en veinte años no querrán abrir un libro de papel? Lo dudo. Me dirá la contraparte que madame Rowling acaba de autorizar la venta de ediciones electrónicas de su serie, así que volvemos a la incertidumbre que tanto les gusta a los apocalípticos.

¿Se lee diferente en papel? Yo creo que sí, que el papel es el mejor medio para transmitir la emoción estética de la lectura, que las cosas en papel tienen un aire más definitivo. Jan Swafford, un compositor y profesor de escritura creativa, afirma que la lectura en papel es superior a la que se hace en una pantalla y cita la experiencia de sus estudiantes, presumiblemente más jóvenes que él, para demostrarlo. Según Swafford, cuando sus estudiantes leen algo en papel, suelen hallar errores y deficiencias que no habían visto en la pantalla6. ¿Se trata apenas de un problema psicológico temporal? Lo ignoro. Solo sé que a mí me pasa igual. Swafford escribe, sin embargo, en la revista electrónica Slate (nuestro tema, qué duda cabe, está plagado de contradicciones).

La edición de libros en papel está pasando por la reingeniería más dramática desde que Gutenberg inventó la imprenta de tipo móvil. Según Jason Epstein, el pionero citado atrás, en un lapso breve y en los sitios más insospechados podrían instalarse unas máquinas grandes, parecidas a las viejas expendedoras de gaseosas y papas fritas, en las que uno podría imprimir y encuadernar un buen ejemplar en rústica a partir de inmensos catálogos disponibles online7. Luego vendrían los de tapa dura. Y aunque la máquina expendedora no deja de tener sus bemoles, como la facilidad de la piratería o la invasión casi napolitana de basura, su aporte esencial consistiría en una drástica reducción de los costos de producción y de venta y en una ampliación inmensa de los títulos ofrecidos. Esta tecnología, sin embargo, no ha podido arrancar con fuerza, y la razón quizás resida en que nunca antes ha sido tan fácil como ahora comprar libros usados y antiguos por internet, lo que en cierto sentido suplanta la función de las máquinas expendedoras. Uno consigue de todo en portales como www.abebooks.com, desde ediciones príncipes carísimas, hasta libros que cuestan menos que el correo que se debe pagar para recibirlos.Por el lado de los libros de gran formato, sobresale el caso del tycoon alemán Benedikt Taschen, cuyo sello homónimo produce libros cada vez más refinados en inmensas tiradas, a precios asequibles y en muchos idiomas. Esto quizá significa que siempre quedará una inmensa cantidad de libros de alta gama, en gran papel o demasiado sofisticados para la automatización, los cuales uno deberá buscar en librerías o en catálogos en línea.

Grandes hermanos

Amazon aseguró por estos días que la venta de libros electrónicos había sobrepasado a la de los de tapa dura en su página web. Aparte de que no ofrecieron ninguna prueba de la afirmación, la declaración tenía un evidente sesgo publicitario, ya que excluía de la cuenta a los libros en rústica. Al parecer, el verdadero propósito era defender a Amazon de Apple y de Google, sus mayores competidores. En términos más globales, los libros electrónicos por ahora representan menos de 10% de las ventas de las editoriales en Estados Unidos, y una fracción de esto en español. No obstante, como la tasa de crecimiento es alta, surge la obvia pregunta, imposible de responder hoy, de cuál será la participación de mercado del libro electrónico en diez o más años, y en qué medida la venta de libros en papel disminuirá como consecuencia del avance del electrónico, porque tampoco es imposible que estos últimos conformen un mercado distinto, con efectos moderados de canibalismo comercial.

El anecdotario que pinta a Bezos y a su compañía como los malos del paseo es largo e incluye abusos de posición dominante contra varias editoriales. Sin embargo, la última movida de Amazon es la que más ampolla promete sacar. Se trata de una alianza con el «Chacal» Andrew Wylie, de la agencia homónima que representa a 700 autores de muchos países. El famoso agente fundó para el efecto una editorial electrónica llamada Odyssey Editions, en la cual se saltan a las editoriales tradicionales para vender con exclusividad para el Kindle numerosos títulos prestigiosos cuyos derechos, por cualquier razón, estaban disponibles en este momento. La lista incluye a Borges, a Nabokov, a Bellow y a Updike. La reacción de las editoriales ante la pérdida de estos derechos fue inmediata y drástica. Random House, parte del grupo Berthelsmann, la editorial más grande del mundo, dijo que rompía relaciones a escala mundial con Wylie para la edición de libros en inglés, honrando únicamente los contratos ya firmados. El mundo del libro amenaza, pues, con convertirse en una suerte de Circo romano.

Amazon es el primer candidato a Gran Hermano en una industria que no los ha tenido desde hace un par de siglos, cuando fue posible jubilar a los inquisidores de la Iglesia y a los censores de los reyes. Sin embargo, no es ni el único ni el más fuerte. Por estos días, la compañía de Bezos está trenzada en una batalla sin toma de prisioneros contra Apple, en la que cada jugador, según su tamaño, se esconde o saca la cabeza. El iPad está sobrepasando al Kindle en ventas con facilidad dados los usos múltiples que ofrece, lo que, entre otras cosas, podría anunciar que Amazon corre el riesgo de ser un Gran Hermano de corta vida.

Apple tampoco es el principal candidato al puesto orwelliano, así comparta con Amazon la actitud despiadada del arquetipo. No, el candidato que con mayor fuerza se perfila como Gran Hermano es Google. Esta compañía de Mountain View, California, escaneó sin hacer mucho ruido millones de libros en las bibliotecas del mundo, sobre todo en las riquísimas que hay en EEUU. Muchos de ellos no conservaban sus derechos de autor, otros sí. Vino una demanda colectiva (class action suit) de los dueños de aquellos libros con derechos, cuyo fin, como lo explica Robert Darnton en el artículo ya citado del New York Review of Books, Google ya pactó y pagó. Esto los deja en posesión de un monopolio virtual sobre aquellos libros que lograron digitalizar y que siguen sujetos al derecho de autor. Los autores con derechos vigentes tienen algunas defensas, si bien lo esencial del asunto es que ningún competidor podrá hacer algo análogo a lo que hizo Google, al menos no sin pasar por un proceso dilatadísimo y casi imposible. La inmensa compañía de búsquedas (tres veces más grande que Amazon por capitalización de mercado) no tiene afán; está planificando un futuro a mediano plazo. Confrontamos, pues, una clara privatización del conocimiento, situación terriblemente peligrosa. Google también tendrá su librería electrónica pronto y su «tableta» Chrome. Una de las ventajas de internet es que no es de nadie. Google es de sus dueños, pequeño detalle.

En la orwelliana guerra de los Grandes Hermanos se han sobrepasado muchos límites (agentes y librerías que publican libros saltándose a las editoriales, profusión de autoedición sin filtros, etcétera). La mayoría de los lectores no sabe que a su alrededor hay un intenso tiroteo corporativo en el que habrá heridos y muertos (por sectores). Al final, quizá la última víctima sea la libertad lectora. ¿Quiere por su parte un autor estar en medio de esos tiroteos solo porque durante un tiempo le van a dar un dinero extra? Algunos sí, otros no. Tan dramática es la situación, que por el camino han ido quedando tiradas no ya las pequeñas librerías, sino las grandes cadenas, tipo Barnes & Noble y Borders, ambas hoy al borde de la quiebra. No sería imposible que estuviéramos presenciando una suerte de dumping por competencia entre mamuts, en el que la edición electrónica aspira a quebrar o, por lo menos, a doblegar a los editores en papel, a las librerías físicas e incluso a los escritores. No se entiende, de otra manera, que las regalías ofrecidas a ciertos autores suban hasta el 70%. ¿Y si luego mueren las editoriales y las librerías, y el Gran Hermano decide bajar las regalías a un tercio, entonces qué?

Dice Nathan Schneider que la memoria entraña una responsabilidad moral8. Concuerdo. Por eso mismo, no podemos jugar con ella, ni podemos entregarla a una compañía para que la maneje por nosotros, ni podemos permitir que se aleje de nuestro entorno y obedezca a las órdenes de algún Gran Hermano caprichoso. ¿Que también ocurren incendios físicos que convierten los libros de papel en cenizas? Cierto. Pero esos son accidentes, como partirse una pierna.

Sintetizando el dilema del lector, hay que decir que en el pasado la información era difícil de obtener y que a menos que uno pudiera reunir una gran biblioteca, privilegio de poquísimos, muchas veces no contaba con ella. Eran, más que los tiempos del papel, los tiempos del monopolio del conocimiento. Hoy, por el contrario, el problema de cualquier lector es el exceso de información que, por su misma abundancia y bajo costo, tiene una calidad no garantizada. Las más de las veces el material disponible ha sido poco editado, poco filtrado, poco concentrado, de modo que el problema de quien lo recibe es exactamente el contrario del que tenía un lector hace doscientos años: ahora es muy importante excluir cosas, saber qué no leer, dónde no buscar. Así, uno imagina a la gente, tanto en el mundo académico como por fuera de él, procurando acceso a fuentes privilegiadas de información que estén bien organizadas y que sean expeditas a la hora de la búsqueda. El precio en este caso va en el sentido contrario al del resto de la industria: sube. Me comenta al respecto el profesor Jorge Orlando Melo, director durante años de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá:

El manejo de material de calidad en la red es complicado: si uno se suscribe al American Historical Review, por ejemplo, puede ver toda la colección, lo que es una ventaja: si por otra parte necesita un solo artículo y no quiere suscribirse, el costo de bajar uno es muy alto. Las subscripciones individuales han estado subiendo de precio rápidamente. El mercado parece estar en las universidades, que pagan millones de dólares por revistas que leen unos pocos profesores.

Agrego yo que un monopolio, así se ejerza desde el mundo académico, no deja de ser un monopolio.

Los ladrones de juguetes

Pasando a un plano personal, en esta materia yo me considero un niño (eso lo logran a veces los libros) al que Bezos, o Steve Jobs, o Larry Page, o Sergei Brin le quieren quitar su juguete, diciendo que tienen otro mucho mejor, que por favor abandone el vetusto, inventado hace más de 500 años. ¿Me dejaré? ¡Ni loco! ¿Tendrán éxito los ladrones de juguetes? Por Harry Potter, lo dudo, al menos no pasado mañana. Me pregunto: ¿por qué estos ladrones de juguetes no venden sus aparatos y sus archivos digitales a quienes quieran comprarlos y se quedan callados? Aventuro, en respuesta, que el viejo hubris no les permite ser humildes y que quizá también por allí vendrá su perdición.

Los libros entran a la vida de las personas de manera muy disímil, si es que entran. A la mía lo hicieron no con la pompa y el aparato de una poderosa tradición, sino como representantes de la otredad. Me explico: yo no tenía ni idea de qué había allá afuera, y los libros lentamente me lo fueron contando y explicando. Además, en la medida en que temía enterarme de qué era lo que había allá afuera, mi primera relación con ellos fue de recelo, y no la fulminante que describe Sartre en Les mots. No obstante, a la luz de los lugares exóticos que venían en las narraciones de Emilio Salgari, pude empezar a entender un poco el vacío que había a mi alrededor, y vaya en su homenaje que cuando me enteré de su suicidio años después, sentí un fuerte dolor de juventud. Así, los libros me enseñaron a ver lo lejano desde cerca: porque yo ciertamente no estaba con Sandokán en los mares de la Malasia, ni estaba en la costa occidental del África con Kala, la hembra mangani que arrulló a Lord Greystoke, ni estaba en aquel Macondo que me fue a visitar a la soledad de un colegio en la ciudad de Baltimore por allá en 1968. No, yo estaba allí donde estaba y empecé a desear con cada vez mayor ahínco emprender esos viajes espirituales, por no decir metafísicos, que la literatura me ofrecía.

Por caminos como esos, los libros conforman un abanico que empieza por aquellos que solo sirven al lector infantil o adolescente y se cierra con los de toda la vida. Así se han convertido para algunos de nosotros en verdaderos ancestros. A lo largo de las cinco décadas y pico que lleva mi vida he perdido varias ilusiones, he tenido muchos desencantos, he visto la masacre cadenciosa de muchas utopías. De ello me va quedado esa gran matriz donde sí soy fértil, mi biblioteca personal y la del mundo, demasiado copiosa y caótica, es cierto, hecha de soledades mancomunadas, pero al final expresión esenciada y duradera del invento crucial del hombre, el lenguaje, y de su hijo predilecto, el libro. Esta puede parecer una declaración sentimental, y lo es, de pronto hasta impúdica. La hago con el mayor de los gustos.

El cambio

En términos más generales, la crisis actual se centra en el prestigio del cambio, que se ha convertido en una ideología muy poderosa. Entiendo, como cualquiera, que el cambio es inevitable y que hay épocas en que se acelera debido a los descubrimientos tecnológicos o a los remezones políticos. ¿Es también sistemáticamente virtuoso? Obvio que no, entre otras razones porque parte del cambio consiste en envejecer, en enfermarse y en morir. Los jóvenes, por lo general, piensan poco en estos desenlaces lejanos. Hacen bien. Ellos no sufren de nostalgia, pues el pasado les resulta tan reciente que lo que quieren es escapar de él, por ejemplo, hacia la gran Novedad. Solo que la humanidad somos todos.

Aunque ya se sabe que el pasado es una guía muy imperfecta a la hora de actuar, supongo que esta vez habrá subdivisiones crecientes en el mundo de la preservación de la información y del arte de la escritura, como sucedió con las anteriores evoluciones tecnológicas de implicación en la lectura y en la estética de la lectura. Unas cosas se mantendrán en el formato papel hasta que san Juan agache el dedo, otras pasarán por la impredecible migración de un formato digital al siguiente, con los archivos de soporte magnético situados quién sabe en qué sótano, propiedad casi con seguridad de algún Gran Hermano.

No obstante, prefiero abstenerme de seguir por el camino de profecías y señalar que la palabra fundamental que aquí se debe tener en cuenta es «sustentable». ¿Estamos ante un producto y una tecnología sustentables? ¿Queremos más adminículos que envejecen en dos o tres años, cuando no en ocho meses? Yo no, otras personas sí. La segunda palabra fundamental es «mercado». La hora de la verdad vendrá no cuando lo quieran los profetas de lo nuevo, sino cuando se sepa si la gente, joven, vieja, de todas las edades, deja de demandar libros de papel y se abstiene de comprarlos. Entonces sí cesará su producción. Antes, no.

Marshall McLuhan aseguraba en 1962 que el libro impreso iba a desaparecer. Han pasado 50 años y el libro sigue vivo. El Saturday Review destacaba en 1973 las contradicciones de este brillante profeta canadiense: «Marshall McLuhan decía que la palabra escrita es obsoleta. Para demostrarlo, escribió quince libros». El mundo de la lectura, qué duda cabe, es un nudo de contradicciones. Los profetas, no sé por qué, aún tienen prestigio, a pesar de que han vivido (y muerto) equivocados. La gente se desvive por adivinar el futuro, algo imposible. ¿Que algunas estadísticas tienen hoy una tendencia preocupante? Sea, aceptémoslo, no sin antes señalar un bemol muy importante: que las estadísticas tienen la extraña tendencia a traicionarnos. La buena noticia es que hay vida por fuera de ellas.

El libro ciertamente es uno de los más poderosos símbolos del pasado y no puede ni debe renunciar a ello, lo que no quiere decir que sea un objeto reaccionario. La aversión a los libros tampoco es de hoy, es de siempre. Cate el lector, si no, un viejísimo y muy divertido cuarteto de origen incierto:

Dios de los libros te libre;dexa estudios, busca hacienda,no tengas cuentas de libros,sino ten libros de cuentas.

Ojalá tenga razón Umberto Eco cuando dice: «El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez se han inventado, no se puede hacer nada mejor»9. Mucho me alegraría10.

  • 1. Un repaso reciente me da por lo menos las siguientes opciones: el Kindle de Amazon por estos días bajó de us$ 489, a us$ 189/us$ 139, según el modelo. Hay tres millones en circulación. Están el Nook de Barnes & Noble (us$ 149 o us$ 199), el Sony Reader (Touch Edition us$ 199,99, Daily Edition us$ 349,99, Pocket Edition us$ 169,99), el iPad de Apple (un mínimo de us$ 499), el más exitoso de todos, con tres millones vendidos en menos de un año. Los libros digitales alternan entre us$ 12,99 y us$ 9,99, con algunos por encima y otros por debajo. No sé a los lectores, pero a mí esa abundancia de 99ves me da la impresión de una inseguridad profunda.
  • 2. «The Revolutionary Future» en The New York Review of Books, 11/3/2010.
  • 3. «Google and the Future of Books» en The New York Review of Books, 12/2/2009.
  • 4. Las editoriales en Estados Unidos publicaron en 2009 288.355 títulos con sus sellos, mientras que salieron 764.448 títulos no tradicionales. Fuente: www.bowker.com.
  • 5. «Inventar el libro» en Reforma, 4/9/2009.
  • 6. «Bold Prediction: Why E-books Will Never Replace Real Books» en Slate.com, 29/6/2010, www.slate.com/id/2258054/pagenum/all/#p2.
  • 7. «La segunda revolución desde Gutenberg» en El Malpensante, 6/2008.
  • 8. «In Defense of Memory Theater» en Open Letters Monthly: An Arts and Litterature Review, 7/2010, www.openlettersmonthly.com/in-defense-of-the-memory-theater.
  • 9. Umberto Eco y Jean-Claude Carrière: Nadie acabará con los libros, Lumen, Bogotá, 2009, p. 20.
  • 10. Otro texto significativo reciente es Ken Auletta: «Publish or Perish» en The New Yorker, 26/4/2010.

En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 230, Noviembre - Diciembre 2010, ISSN: 0251-3552


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