Tema central
NUSO Nº 111 / Enero - Febrero 1991

Las «malas» castas de ayer y hoy

En el presente trabajo se analiza el concepto social de «minoría» vinculándolo a condiciones formales y sustanciales; el mismo se asocia al número de componentes, a la reacción que su presencia provoca en el resto de la sociedad y a su propia «diversidad». Respecto a las comunidades étnicas existentes en América Latina, deben separarse los conceptos de «mayorías explotadas o sometidas» del de «minoría». El problema de las minorías étnicas, en particular de las aborígenes, debe analizarse en función del pasado del continente y de la división de la sociedad colonial en castas, basado en las mezclas entre los tres grupos presentes en la sociedad colonial: blancos, indios y negros. Los indígenas, resabios contemporáneos de la organización colonial, continúan siendo objeto de un tratamiento destructivo y marginal.

Las «malas» castas de ayer y hoy

De acuerdo con el sentido común, y también con la experiencia histórica, es posible sostener que el concepto social de minoría no puede ser reducido solo a un problema de número. La inferioridad numérica de un grupo en el seno de una sociedad es condición necesaria, pero no suficiente, para que ese grupo pueda ser considerado como «minoría», por lo menos en el sentido social de la palabra. Y con esta consideración no se alude, ciertamente, a la condición de «diversidad» implícita en el concepto que puede tener relación con cualquier aspecto de la cultura o de las características somáticas de los individuos. La experiencia ha demostrado que las minorías se transforman realmente en tales en la medida en que son consideradas diversas por el resto de la sociedad. Si esa diversidad se conserva por generaciones, la minoría en cuestión corre el riesgo de sufrir, por lo menos en ciertos periodos y circunstancias, el triste destino de discriminación y persecución que tantas otras han tenido que soportar.

Minoría y diversidad

Este elemento, la percepción de la diversidad de un grupo, que puede ser tanto una autopercepción como una reacción del resto de la sociedad, o una interacción entre estas dos dimensiones del problema, es fundamental para definir el concepto de minoría. Sobre todo, por las consecuencias sociales que la condición de diversidad puede tener para un grupo humano, y que en general no suelen ser positivas.

El problema de una minoría se reduce, en última instancia, a la reacción que su diversidad provoca en los demás componentes de la sociedad. Si la peculiaridad de un grupo es aceptada, o por lo menos tolerada por los demás, el grupo en cuestión no correrá graves riesgos de ser discriminado. En cambio, si esa diversidad crea situaciones de conflicto social, circunstancia por lo demás muy frecuente, el corolario inevitable es la discriminación e incluso la persecución. En consecuencia, para que una minoría pueda ser considerada como tal, tiene que reunir dos requisitos formales esenciales, además de las diferencias substanciales intrínsecas en su concepto.

En primer lugar, debe tratarse efectivamente de una minoría, su existencia numérica tiene que ser reducida respecto al resto de la población. En segundo lugar, la condición social de esa minoría no puede ser igual a la de los demás miembros de la sociedad, sino que tiene que encontrarse en una situación de relativa inferioridad, por lo menos desde un punto de vista psicosocial.

Si no se cumplen estos dos requisitos, no estamos en presencia de una minoría, sino simplemente de un grupo de individuos con características particulares, que en todo caso la sociedad no considera «extraño» o fuera de las normas generalmente aceptadas. Es también frecuente que un grupo minoritario posea características que la sociedad valora como positivas, o mejor aún, que esas particularidades confieran al grupo una serie de privilegios. En ese caso, la minoría se ha transformado en una aristocracia, plutocracia u oligarquía, o en una combinación de estas condiciones.

Minorías nacionales

En América Latina se han dado, y profusamente, todos los tipos de minorías que hemos indicado. Las hay étnicas, por ejemplo, que gozan de un cierto respeto dentro de la comunidad en la cual se han establecido, sin llegar a constituir una verdadera oligarquía. Como ejemplo de lo anterior podríamos citar el caso de las comunidades de origen alemán existentes en países como Chile, Brasil, Paraguay o Bolivia. En todo caso, las comunidades alemanas no siempre han estado exentas de problemas, pues tuvieron algunas dificultades, ciertamente no graves, durante el periodo de la Segunda Guerra o en los años inmediatamente posteriores. Aquellas tenían relación con las sospechas que caían sobre algunos de sus miembros de estar implicados en actividades de quinta columna a favor de la Alemania nazi, o de protección de los criminales que habían buscado refugio en América Latina después de la guerra.

No ha sucedido lo mismo con otros grupos de extranjeros avecindados en el continente, como por ejemplo los italianos, por la simple razón que con el pasar de los años, y de las generaciones, ese grupo ha tendido a fundirse con el resto de la población. O por lo menos no se ha esforzado por mantener claras y evidentes formas de diferenciación con el resto de la sociedad. Una consideración distinta se puede hacer en relación con los ingleses, o mejor dicho con los súbditos británicos, los cuales constituyeron en el siglo pasado, y también a principios de este, una especie de oligarquía en diversos países latinoamericanos. Actualmente las cosas han cambiado profundamente, y los descendientes actuales de ese grupo no demuestran haber conservado esa tendencia de clara separación del resto de la sociedad. Las razones más probables de ese cambio de actitud están, seguramente, en el papel diferente que la Gran Bretaña juega hoy en el mundo, y en la circunstancia de que, en todo caso, una parte de las familias de origen británico se ha incorporado, o vinculado estrechamente, a las oligarquías latinoamericanas.

Se puede constatar igualmente que en ciertos casos son las mayorías las que sufren fuertes discriminaciones de parte de una o más minorías. Según el criterio que hemos indicado al inicio de este trabajo, una minoría, para ser considerada como tal, tiene que estar constituida por un número de miembros numéricamente inferior al conjunto de la población. Confundir una mayoría explotada, discriminada o despreciada por una clase dominante, con el concepto social de minoría, sería simplemente como olvidarse de la historia de la humanidad. No es necesario recurrir al Manifiesto comunista de Marx y Engels para aceptar el hecho de que a lo largo de la historia las mayorías han sido generalmente sometidas a los caprichos y a la voluntad de minorías privilegiadas. Esas minorías, que en realidad hay que llamarlas con su verdadero nombre, es decir, clases privilegiadas, a menudo han reforzado su poder dividiendo la sociedad en grupos diversos, en lo posible antagónicos. Es decir, han creado auténticas minorías. Y a algunas de esas minorías las han discriminado y perseguido con más saña que al resto de la población, para dar a los demás miembros de la sociedad la falsa sensación de poseer ciertos privilegios.

El temor europeo y las castas

En no pocos casos, esas minorías fuertemente discriminadas han servido de válvula de seguridad de las tensiones sociales, en beneficio de la clase privilegiada de turno, pues sobre aquellas se han descargado las frustraciones, los odios y los sentimientos de venganza de las mayorías.

No es necesario recurrir al ejemplo de las persecuciones sufridas por los judíos en Europa, de sobra y tristemente conocidas, para entender en todas sus consecuencias el problema que nos interesa. En la historia de América Latina los ejemplos abundan. España, y también Portugal, cuando crearon sus respectivos imperios coloniales en el continente americano, que con el correr de los años darían vida a América Latina, se vieron en la necesidad de importar ingentes cantidades de mano de obra esclava africana. La trata de esclavos africanos fue la consecuencia de la destrucción de la población indígena, prematuramente desaparecida en ciertas regiones del continente como el Caribe. La presencia masiva de los esclavos y sus descendientes, además de la permanencia de comunidades de indios en algunas regiones, determinó en la población blanca de origen europeo una grave sensación de inseguridad. Una de las formas con las cuales se intentó combatir esa debilidad relativa de la población criolla y europea fue la creación de un complejo e intrincado sistema de castas.

La división de la población en castas se fundaba en el principio de que las mezclas entre los tres troncos principales de la población americana, blancos, indios y negros, y entre las varias mezclas sucesivas, constituían grupos étnicos bien definidos e identificables. El objetivo, como en otras situaciones parecidas, era claro: dividir a la población sometida a los blancos en tantos grupos diversos, de modo que la mayoría de la población se transformara, en lo posible, en una suma de minorías, entre las cuales debía ser cultivado un «saludable» antagonismo.

El sistema funcionó, ayudado naturalmente por todo un conjunto de reglamentos, prohibiciones, castigos y toda suerte de medidas punitivas y coercitivas, que tendían a profundizar y a hacer en lo posible insalvables las diferencias entre los diversos grupos. Una política que ha tenido y tiene muchos y aventajados precursores y seguidores en la historia de la humanidad. Uno de los ejemplos más recientes de esa política, y por suerte con resultados bastante inciertos, ha sido aquella seguida por el gobierno sudafricano, con la creación de los Bantustan, que perseguía precisamente dividir la población mayoritaria negra sobre la base de los grupos étnicos existentes en la mayoría africana.

En la sociedad colonial americana, los europeos y sus descendientes criollos aplicaron con gran entusiasmo la política de la división de la sociedad en castas. De las tres «mezclas» fundamentales, es decir mestizos, mulatos y zambos, y de los tres troncos originarios, blancos, indios y negros, derivó una compleja nomenclatura de castas que, se suponía, poseían requisitos de homogeneidad étnica indiscutibles. En realidad, esa era una simple y antojadiza presunción, alejada de cualquier serio razonamiento de equidad y de respeto del individuo, visto que en esa época no se podía pretender un criterio «científico» de parte de los administradores coloniales.

El sistema de las castas, del cual quedan todavía en América Latina algunas consecuencias negativas, fue aplicado en todos los países del continente. El rigor de su aplicación se acentuó en aquellas regiones donde la seguridad de los blancos se encontraba en mayor peligro, por el exiguo número de la minoría blanca, frente a una presencia de masas de esclavos y descendientes de esclavos, como era el caso de las islas del Caribe y zonas limítrofes.

Buenas y malas

Este sistema que en realidad transformaba la sociedad colonial en un abigarrado conjunto de grupos diferentes y a menudo antagónicos, era constituido, según algunos autores, por casi un centenar de castas. En la práctica su número era menor, probablemente no superior a algunas docenas. Actualmente no es fácil determinar con exactitud la cantidad reconocida formalmente en el periodo colonial. El problema consiste en que a muchas castas se les daban nombres diversos a pesar que las situaciones de mezclas que querían representar eran iguales, debido a las variaciones regionales de las denominaciones y a los errores de clasificación que las situaciones anteriores provocaban en los documentos oficiales de la época. Se hacía, además, una división entre «buenas» y «malas» castas. Las buenas eran naturalmente aquellas en las cuales el peso del ancestro blanco era predominante, y por la tanto se presumía que constituían castas en las cuales se podía depositar una mayor confianza; sobre todo, porque a los incluidos en ellas se les podía conceder, en situaciones particulares, el derecho a «ser tenidos por blancos». Ese privilegio se otorgaba a los miembros de castas que habían logrado ascender en la escala social, y por lo tanto era conveniente incorporarlos a la sociedad de los blancos y separarlos del resto. A veces ese mecanismo funcionaba en forma casi automática, según con quién se celebraba el matrimonio. Si el contrayente pertenecía a una casta «superior», los descendientes podían esperar progresar en la escala, e incluso llegar a las castas de los que eran considerados como blancos.

Ciertas castas otorgaban ese privilegio en forma casi automática, lo que se deduce de su denominación: era el caso, por ejemplo, de la mezcla de «español» con «mestiza», que producía «castizo»; a su vez, si este último se mezclaba con «español», sus descendientes tornaban a «español».

Las «malas castas» eran en general aquellas en las cuales la presencia de antepasados blancos era inexistente o muy débil. Normalmente eran las derivadas de negros, mulatos e indios. El concepto de malas castas tenía, por lo tanto, un claro significado de lejanía de los intereses de los blancos, y en consecuencia, eran castas respecto de las cuales no se podía tener mucha confianza. Este hecho se confirma por el razonamiento contrario, en cuanto se podía verificar qué malas castas, con adecuadas mezclas, se adjudicaran el privilegio de los blancos. Era el caso, por ejemplo, de la casta llamada «gente blanca», que era el resultado de la mezcla de blanco con «requinterón de mulato», casta esta última ya muy cercana al blanco.

Algunas castas tenían nombres sorprendentes, que en general indicaban o la proporción de determinados antepasados, o la incierta precisión genética. En el primer caso podemos indicar los varios tercerones, cuarterones, quinterones, requinterones, tresalbos, cuatralbos, etc. En el segundo caso, se pueden indicar nombres tan curiosos como «torna atrás», «salto atrás», «cuasi limpios de origen», «tente en el aire», «ahí te estás» y, para cerrar con un broche de oro, incluso una casta llamada «no te entiendo», cruce de «mulato» con «tente en el aire».

Lo que quedó

Los años, la Independencia, la evolución de la sociedad, la movilidad social y tantos otros factores determinaron la desaparición del sistema de castas creado por los colonizadores. Pero algunas reminiscencias han subsistido hasta nuestros días, con las consecuencias negativas que son fáciles de imaginar. Los países latinoamericanos siempre se han considerado extraños a fenómenos de racismo exasperado. Al contrario, suelen tener de sí mismos una buena opinión en ese sentido. La realidad no parece confirmar esa tesis, pues la América Latina se formó, originariamente, con criterios profundamente racistas y de desprecio de los aborígenes, de los esclavos y de sus descendientes. Al mismo tiempo, en América Latina siempre se ha exaltado, en algunos países más que en otros, la superioridad de los europeos y de sus descendientes. Todas las políticas de inmigración, desde el siglo pasado hasta hace pocos años, tendían a favorecer su llegada, en particular alemanes, italianos, yugoslavos, españoles, portugueses y de otros países. Es cierto que llegaron también muchos árabes y judíos, y también japoneses. Pero la preferencia era por los europeos, y no solo por razones racistas, sino también por motivos culturales, religiosos y de comunidad histórica con determinadas naciones.

Lo cierto es que en América Latina, continente producto de la colonización europea y al mismo tiempo del mestizaje, han permanecido incluso hoy en día criterios y mentalidades que corresponden a los de la colonia. En las colonias se forma una clase privilegiada de colonizadores frente a una masa de colonizados, cuyos miembros tienen en general pocos derechos. En América Latina ese esquema ha sufrido importantes modificaciones con el correr de los años. La masa con derechos ciudadanos, cuando las dictaduras permiten su ejercicio, está en gran medida compuesta por individuos que en otra época habrían formado parte de alguna casta. En general, son descendientes de las varias categorías de mestizos, mulatos y zambos, además, naturalmente, de criollos no aristocráticos o de inmigrantes pobres. Fuera de este esquema han quedado los indios y, en algunos países, algunas categorías de descendientes de esclavos. Es en estos grupos donde actualmente podemos encontrar las verdaderas «minorías» en América Latina. En algunos casos, como Guatemala, Ecuador, Perú y Bolivia, no son en realidad minorías, sino en verdad «mayorías», razón por la cual no trataremos de analizar en forma particular esos casos. Diferente es la situación de casi todos los demás países latinoamericanos, en los cuales existen «minorías» indígenas a las que se ha tratado con criterios, en el mejor de los casos, ambiguos.

Indios. Las malas castas de hoy

La ambigüedad de las políticas indigenistas latinoamericanas deriva de dos circunstancias. En primer lugar, muchos países de América Latina han reconocido, a regañadientes, su existencia. Esa dificultad de reconocer la realidad derivaba de dos circunstancias contradictorias: una, que los gobiernos se «avergonzaban» de tener indios, y no estaban dispuestos a reconocerlos ni siquiera en los Congresos Indigenistas Interamericanos (quizás podríamos decir: sobre todo en esos Congresos); la otra, que muchos gobiernos se negaban a aceptar la existencia de minorías aborígenes, considerando a sus miembros como campesinos iguales a los del resto del país.

En algunos casos esta última tesis podía funcionar, pero con el grave defecto de desconocer la realidad cultural de esas minorías. En otros casos, cuando esos aborígenes no eran campesinos, sino cazadores o pescadores, como los aborígenes de las selvas amazónicas o los pobladores de los canales fueguinos, entonces se prefería ignorar su existencia. En esos casos, la suerte de esas minorías estaba echada. Así ocurrió con la mayor parte de los cazadores y pescadores de la Patagonia, de los canales magallánicos y de la Tierra del Fuego, hoy en día virtualmente desaparecidos. Así ha ocurrido con muchas de las poblaciones de las selvas amazónicas. Desgraciadamente, todo hace pensar que continuará ocurriendo a pesar de la creciente movilización nacional e internacional en defensa de esas minorías.

El otro aspecto negativo de las políticas seguidas por los gobiernos latinoamericanos en relación con las minorías indígenas ha sido el paternalismo. Este tuvo un desarrollo particular en los últimos decenios, y ha partido del concepto, seguramente equivocado, de que la aspiración de los indios no era otra que la de transformarse en buenos ciudadanos, aprender a leer y a escribir en la lengua oficial y olvidar, en lo posible, sus viejas y anticuadas costumbres tradicionales. Los daños que causaron esas medidas han sido incalculables. Por un lado, no han logrado incorporar verdaderamente a las minorías indígenas a la sociedad moderna, en buena medida porque la mayor parte de la población latinoamericana no ha superado todavía los niveles de pobreza o extrema pobreza, por lo tanto, no existe verdaderamente una sociedad «moderna» a la cual integrar, con algunos beneficios por lo menos materiales, a los ex-aborígenes. Por otro lado, la aplicación de esas políticas de integración, aunque no ha conseguido su objetivo central, ha logrado en buena medida destruir los fundamentos culturales de muchas comunidades aborígenes, transformando a sus miembros simplemente en parias de una sociedad en la cual los parias abundan.

En algunos países, en los cuales las minorías indígenas tenían una cierta consistencia social, como es el caso de los mapuches de Chile y de Argentina, las políticas anteriormente descritas no han logrado destruir esas comunidades. En realidad, se han empleado todos los medios posibles por reducir e integrar a esas comunidades a la «cultura nacional», con resultados por suerte parciales. La comunidad mapuche, que supo resistir por siglos a la dominación española, y después a los gobiernos republicanos, se ha demostrado capaz de sobrevivir, hasta ahora, a los modernos métodos de dominación.

Una de las medidas más peligrosas para la supervivencia de esta comunidad fue la promulgación de una ley durante la dictadura de Augusto Pinochet que consentía la formación de la propiedad privada en las zonas mapuches. Esa disposición, bien acogida por algunos, permitía a los jefes de familia mapuches que lo desearan retirarse de la comunidad y obtener como propiedad personal un lote de terreno. Probablemente una de las razones que permitió al pueblo mapuche resistir a todas las guerras y a los tentativos de exterminio, fue precisamente la existencia de la comunidad. Y su fundamento era la tierra, la que no pertenecía a las familias individualmente, sino a la comunidad en su conjunto.

La propiedad de la tierra y la subsistencia de formas comunitarias de organización de la sociedad son los factores que más han contribuido a la supervivencia de los pueblos aborígenes del continente. La pérdida de uno, o de los dos elementos antes indicados, podría tener efectos desastrosos para los pueblos nativos que todavía sobreviven y comprometer gravemente su futuro.

En América Latina ha sido muy difícil desarrollar una adecuada política en favor de las minorías indígenas. Los defectos de esas políticas han sido en parte analizados en este trabajo. Pero probablemente esas graves deficiencias, que podemos denominar ignorancia, desprecio, paternalismo o exaltación nacionalista, se pueden resumir en una sola: no se ha dado a las comunidades indígenas la posibilidad de decidir por sí mismas.

Se ha dicho en diversas oportunidades que la América Latina es un continente sin identidad o con identidad precaria. Sobre esa identidad se ha discutido como del sexo de los ángeles. Se la ha buscado como el vellocino de oro o como el Santo Grial. En cambio ha estado siempre cerca, al alcance de la mano. Nuestra identidad es lo que somos, nuestra historia, con todas sus victorias y derrotas, como sucede y ha sucedido siempre con todos los pueblos. Si no se aprende a reconocer y aceptar los fragmentos que componen ese complejo mosaico que es la realidad de América Latina, se perseguirá siempre una especie de «fantasma vano», siempre más lejano y siempre más indefinido.

Las minorías indígenas de América Latina, en grave peligro de extinción, no son solamente fragmentos de un mosaico desaparecido. Son también parte integrante de la imagen actual de la América Latina, espejo de un pasado que pertenece a la historia del continente, y por lo tanto dignas de respeto y reconocimiento. Y de tener la posibilidad de transmitir su mensaje a las generaciones futuras.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 111, Enero - Febrero 1991, ISSN: 0251-3552


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