Tema central
NUSO Nº 242 / Noviembre - Diciembre 2012

Las encrucijadas de la política migratoria cubana

La migración constituye hoy una pieza clave de la realidad cubana. Buena parte del consumo familiar depende de las remesas, mientras que el Estado compensa sus crónicos déficits financieros exigiendo una serie de pagos leoninos por servicios diversos. Al mismo tiempo, los migrantes han sido despojados de todos sus derechos ciudadanos, incluyendo el de volver a vivir en el país en que nacieron. Hace más de un año, Raúl Castro anunció una «actualización» migratoria que levantó numerosas expectativas. Cuando finalmente se dio a conocer el contenido de la reforma, todo indica que se trata de pasos muy parciales, ciertamente positivos, pero que no dan solución a un problema que la sociedad cubana, eminentemente transnacional, debe resolver.

Las encrucijadas de la política migratoria cubana

Si consideramos que el general Raúl Castro lleva seis años al frente del gobierno cubano y evaluamos lo que ha logrado hacer, no hay más remedio que pensar que su llamada «actualización del modelo» solo ha estado arañando la superficie de lo que supuestamente quiere cambiar. Ni siquiera nos queda claro qué significa «actualización», mucho menos las implicaciones de la palabra «modelo» en un país donde la asistematicidad ha sido la cualidad principal de la gestión pública. Y luego, todo se hace, dice el general/presidente, «sin prisa pero sin pausa», lo que en realidad significa un ritmo lento y cansón, fatal para una sociedad que se empobrece, se aburre y decrece demográficamente. Le sucede con todo lo que toca y le ha sucedido de manera muy particular con lo que ha denominado la «actualización migratoria».

Durante 14 meses –desde agosto de 2011 hasta octubre de 2012– los cubanos vivieron pendientes de la anunciada reforma, un tema vital para una sociedad que es eminentemente transnacional1. Catorce meses en que la población sospechaba que algo se movía, pero no conocía qué temas, ni los timings acordados, ni si finalmente iban a ser consultados sobre un asunto tan delicado que a todos concernía.

Por fin, el 16 de octubre de 2012 fueron publicados en la Gaceta Oficial tres decretos leyes y una decena de resoluciones que modifican la ley 1.312 de 1976, una ley que nadie tomaba en cuenta pues el tema migratorio estaba regido por reglamentos y prácticas solapados y dictados de acuerdo con las coyunturas, y que tenían como denominador común un concepto restrictivo de la migración y una ambición expoliadora de su uso.

Cuando se contrastan los contenidos de las modificaciones con el tiempo empleado en la elaboración de la propuesta legal, y a ello se adiciona el impenetrable secretismo que moldeó todo el proceso, no queda más remedio que reconocer que ha sido un asunto arduo y complejo para la elite política posrevolucionaria. Los resultados obtenidos –aunque positivos– dejan los problemas fundamentales en el mismo lugar en que estaban y la mayoría de los vítores granjeados tiene tres fuentes: la lealtad política, la diplomacia o la ignorancia. En ningún caso, un ejercicio crítico bien informado.

En mi opinión, la dilación y lo magro de las decisiones han estado ligados a tres tipos de problemas. El primero de ellos se refiere a la dificultad para satisfacer los requerimientos del deber ser de cara a las exigencias de la gobernabilidad. Inobjetablemente, Cuba –a pesar de que es signataria de todos los acuerdos internacionales al respecto– muestra uno de los regímenes migratorios más excluyentes y arcaicos a escala planetaria, y su mantenimiento sin variaciones tiene costos morales y políticos inevitables. Pero, al mismo tiempo, no puede perderse de vista que todos los candados migratorios existentes –muchos y muy onerosos– son parte de un sistema de control político autoritario que no puede ser afectado más allá de muy escuetos límites.

La segunda cuestión se refiere a los usos de la emigración. Durante muchos años, los migrantes han sido tratados como bestias pardas y presentados a la población como la negación misma de la dignidad patria, antítesis de la realización nacional. Este uso político ha sido matizado desde fines de la década de 1970, cuando se inició un uso económico de los migrantes como remesadores, y sobre todo desde los años 90, cuando las remesas pasaron a ser un componente vital de la economía insular, del consumo popular y de la propia gobernabilidad de un sistema marcado por recurrentes crisis económicas. El dilema que viene enfrentando la clase política cubana reside en decidir qué usos son más provechosos y pertinentes a la luz del esfuerzo del gobierno por remontar la presente situación de debacle económica sin alterar el régimen político. Esto coloca el asunto justo en el centro de una relación muy tensa entre la política y la economía.

Y, finalmente, los temas cruzan a la propia elite política posrevolucionaria y separan a sus dos fracciones: la burocracia rentista afincada en el Partido Comunista (PCC) y la tecnocracia empresarial incubada en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Ambas coinciden, por mero instinto de conservación, en que el asunto de la migración no debe ligarse al otro tema, siempre espinoso, de los derechos civiles y políticos de los cubanos, y por tanto concuerdan en reservarse a sí mismas la potestad para otorgar permisos y retirar anuencias. Pero las diferencias afloran en el tema económico. Mientras la primera apuesta por el mantenimiento, en lo fundamental, del actual régimen migratorio y la exacción económica de la diáspora por las vías fiscal y de precios, la segunda estaría dispuesta a un uso más intensivo de los ahorros de los migrantes (por el momento, la inversión a mayor escala es dificultada por la Ley Helms-Burton) y de su fuerza política en un lobby antiembargo/bloqueo más efectivo. Y estas discrepancias, aun cuando existan poderosos consensos políticos, son siempre incómodas en un sistema que, como el hielo, no solo es duro y frío, sino también sorprendentemente frágil.Por supuesto que el resultado alcanzado con la «actualización migratoria», a la que me referiré más adelante, tiene una historia y un contexto que vale la pena recordar.

Un poco de historia

La emigración cubana es fundamentalmente un hecho posrevolucionario. El triunfo insurreccional de 1959, con sus políticas redistributivas y nacionalistas, provocó varios flujos clasistas que Silvia Pedraza, en un libro apasionante, define en cinco olas2. Inicialmente se trató de los funcionarios y las familias burguesas más comprometidas con la dictadura batistiana; luego, del resto de la burguesía, y más adelante, de la clase media asustada por la radicalidad revolucionaria que –adornada con los inevitables alardes de «austeridad plebeya»– fue identificada como comunismo. En toda esta primera etapa, la emigración fue un instrumento de presión que EEUU y la contrarrevolución local usaron contra la entonces joven revolución popular.

Estos flujos se han continuado a lo largo de medio siglo, salpicados por explosiones masivas como las que tuvieron lugar a través del puerto de Mariel en 1980 y a lo largo de toda la costa Norte en 1994. Pero inevitablemente cambiaron su composición social y fueron engrosados por familias trabajadoras y por jóvenes que nunca conocieron otra realidad que la sociedad posrevolucionaria. Eran, desde cierto ángulo, los «hombres nuevos» frustrados de una revolución hipotecada. Pero desde otro, eran simplemente migrantes que buscaban mejores horizontes económicos en un país desarrollado donde ya existía una atractiva cabeza de playa.

Se calcula que esta migración involucra a unos dos millones de personas en todo el planeta, de las que 1,8 millones –según el censo estadounidense de 2010– residen en EEUU (1,2 millones viven en la porción sur de la Florida, en torno de la controvertida ciudad de Miami). En este sentido, Cuba está en una situación similar a la de otros países caribeños, pero guarda algunas diferencias cruciales para el tema que nos ocupa –sobre todo en relación con su comunidad asentada en EEUU–, a las que me refiero brevemente a continuación:

- La naturaleza social de la emigración cubana es única en el hemisferio. Se compuso inicialmente de clases medias y alta, y luego de grupos de jóvenes con niveles apreciables de educación que habían aprovechado la movilidad social ascendente del hecho revolucionario. Por ser parte inevitable de un conflicto político binacional, fueron beneficiados con un régimen de incorporación3 muy auspicioso adornado con normativas como la problemática Ley de Ajuste Cubano4, becas y otros apoyos que no tuvieron otras minorías. En consecuencia, es una comunidad muy boyante económicamente y que ha logrado posiciones importantes en el sistema político estadounidense. Según algunos cálculos, la suma del valor de los 150.000 negocios cubanoamericanos en el sur de la Florida es muy cercana a la mitad del PIB insular del año 2010 y varias veces las exportaciones de productos y servicios de la isla. En la actualidad, varios congresistas son de origen cubano, y la fuerte concentración en un estado tan decisivo electoralmente como Florida los convierte en actores cuya importancia política rebasa con mucho el peso demográfico de los migrantes cubanos.

- En un principio, era una migración marcadamente política, y estos primeros inmigrantes politizaron toda la matriz de inserción posterior, haciendo del anticastrismo oficio y religión. Aunque los migrantes posteriores se acercaron más a lo que hoy se llama «emigración económica», fueron sometidos a vejaciones, expropiaciones y a la estigmatización por parte del Estado cubano, que los consideró despreciables desgajamientos del cuerpo nacional. En consecuencia, ha sido una comunidad permeada por un fuerte sentimiento anticomunista, lo que la ubica en la derecha del espectro político –regularmente alineada con el Partido Republicano– pero muy liberal en temas sociales como pueden ser el aborto o las uniones de homosexuales. Los cubanos emigrados tienden a denominarse «exiliados» a pesar de que muy pocos lo son realmente. Todos son, sin embargo, desterrados. Vale la pena aclarar que las políticas del gobierno cubano hacia la emigración han experimentado flexibilizaciones, en la misma medida en que cambiaba la composición social y la relación económica. Hace cuatro décadas, los cubanos estaban impedidos absolutamente de viajar al extranjero, a menos que lo hicieran por alguna razón oficial o para abandonar definitivamente el país. Los emigrados, por su parte, no podían regresar al país ni siquiera a visitar a sus familiares en casos de emergencia. Hoy pueden hacer ambas cosas y hay diversas modalidades para ello.

Pero las flexibilizaciones experimentadas a lo largo de seis décadas no han afectado la potestad absoluta del Estado cubano para permitir y prohibir en una materia en la que deberían primar los derechos ciudadanos al libre tránsito, tal y como ocurre a escala planetaria y como se contempla en los varios acuerdos internacionales que el gobierno cubano ha suscripto. Esos derechos ciudadanos han sido secuestrados o vendidos, y no parece que la «actualización» del pasado 16 de octubre haga una diferencia cualitativa en este sentido.

La conjunción de Marte y Mercurio

La situación migratoria cubana es tan abigarrada que con frecuencia escapa al entendimiento de los observadores distantes. Para que el lector tenga una idea más completa de lo que ha sucedido con la última reforma migratoria, es conveniente explicar cuál era la situación precedente y cuáles han sido los cambios que se han producido.

Ciertamente, un ejercicio complejo por dos razones. La primera, porque se trata de una situación que no existe en casi ningún otro lugar y por consiguiente sus conceptos y categorías son incomprensibles para muchas personas. La segunda, porque la normatividad es tan fragmentada, solapada y discrecional, que todavía no es posible entender –hasta que la práctica lo defina– si algunos procedimientos siguen en pie o si son parte de la historia.

Para los ciudadanos cubanos que residen en la isla hay cuatro maneras legales de viajar al extranjero:

- Con un estatus excepcional llamado «permiso de residencia en el exterior», mediante el cual la persona puede entrar y salir casi libremente cuando lo considere necesario, aunque solo puede permanecer en el país por un tiempo limitado. Se otorga a personas que se han casado con extranjeros, a funcionarios autorizados y a miembros prominentes de la elite política, intelectual o sus familiares. Es un privilegio otorgado –y revocable si la persona mostrara algún tipo de comportamiento no aceptable para el régimen– y sus usufructuarios son una ínfima minoría. Respecto a ellos, la reforma acordada les extiende el plazo de permanencia anual en el país a seis meses.

- La salida «definitiva»: en este caso, la persona que emigra no puede regresar a vivir a Cuba y pierde todos sus derechos ciudadanos. Es la condición de la mayoría de los emigrados, a los que se suman los miles de cubanos que emigran ilegalmente, en balsas o tanteando las fronteras con México y Canadá. La reforma les concede dos ventajas. La primera es que reafirma la potestad de vender o traspasar sus propiedades antes de irse (antes eran expropiados), lo cual ya había sido acordado en la nueva ley de la vivienda de 2011; es decir, les permite un beneficio económico de venta, pero no poseer una propiedad en el país en que nacieron. La segunda es que pueden permanecer en el país hasta por tres meses cada año, contra solo un mes anteriormente. Estas personas pueden solicitar al gobierno cubano que les permita regresar a vivir de manera definitiva en la isla, lo cual implica un complejo proceso de aprobación.

- La salida temporal que ensayan personas que solo aspiran a estar fuera de la isla por un tiempo. Antes podían estar por 11 meses, al cabo de los cuales, si no regresaban, se convertían en migrantes «definitivos». Estas personas requerían para poder viajar de dos documentos legales: una carta de invitación y un permiso de salida. Ambos han sido derogados en la nueva legislación, lo que abarata y flexibiliza los trámites pero no otorga derecho a viajar, pues el Estado se reserva la potestad de negar el pasaporte a aquellas personas que por su calificación técnica (médicos, científicos, atletas, etc.) o actitudes políticas oposicionistas o críticas sean consideradas no aptas para viajar al extranjero5. La nueva normatividad no aclara cuáles serán los criterios que excluirían a determinadas personas, ni quiénes los definen, ni si existe alguna instancia de apelación. Otra ventaja es que quienes utilizan este sistema ahora pueden permanecer fuera hasta por 24 meses, tras lo cual deben regresar o pierden sus condiciones ciudadanas. Finalmente, la nueva legislación no prohíbe, como la anterior, la emigración temporal de menores de edad, pero siempre que lo hagan con sus padres.

- Por la vía oficial, que atañe a personas que salen en misiones gubernamentales o de organizaciones afines: funcionarios, académicos, artistas y técnicos. Estos necesitan una institución oficial que patrocine el viaje. Si alguna persona que sale en uno de estos viajes decide no regresar a Cuba –oficialmente, «deserta»–, pierde todos sus derechos de ciudadanía, no puede regresar al país en varios años (formalmente, hasta cinco) y no se permite a su familia salir de la isla. Es decir, es condenado a una separación familiar por varios años.

Como antes apuntaba, todo el entramado de permisos, procesos burocráticos, filtros, prohibiciones, etc., constituyen piezas claves para la consecución de la obediencia política, tanto de los cubanos que han emigrado como de los que permanecen en la isla.

Muchos cubanos emigrados con posiciones políticas oposicionistas no son autorizados, ni siquiera en casos de emergencias familiares, a visitar la isla. Otros son autorizados, pero rechazados cuando llegan a tierra cubana, lo que incrementa el peso psicológico de la humillación. Es también usual que, como castigo a las posturas oposicionistas de algunos emigrados, sus familiares sean retenidos en Cuba, lo que impide la reunificación familiar. La historia reciente del país está plagada de hechos dramáticos de familias separadas, personas retenidas como rehenes y migrantes que han tenido que velar los últimos momentos de sus seres queridos en la lejanía, ante la negativa del gobierno a permitirles pisar la tierra en que nacieron.

Hacia el interior, el efecto es también paralizador. Todos los cubanos saben que el derecho a viajar depende de un buen comportamiento político. Y viajar no es para ellos únicamente una forma de resarcir el espíritu o de encontrarse con el mundo, sino también –y sobre todo– una manera de supervivencia en calidad de trabajadores temporales informales. Esto es particularmente cierto para los intelectuales, cuyas asistencias a congresos académicos, estancias investigativas o docencia en universidades extranjeras dependen de un alineamiento fundamental con las políticas gubernamentales6.

Cada uno de los documentos requeridos para la migración tiene un precio en dólares regularmente inaccesible para una población que, como promedio, no gana más de 20 dólares mensuales, a menos que tenga familiares emigrados que asuman los costos. Los pagos que de aquí se derivan suman millones de dólares anuales que sostienen el costoso aparato de servicio exterior cubano. No obstante, la reforma migratoria produce en general un abaratamiento de todo el proceso –lo cual es positivo–, aunque no en la dimensión absoluta descripta por los entusiastas partisanos de la «actualización».

Es el caso, ya mencionado, de la supuesta derogación del permiso de salida y de la llamada «carta de invitación» (que en realidad generaba el propio Estado cubano), todo lo cual costaba unos 350 dólares. Ahora solo hay que pagar por el pasaporte, cuyo costo se ha incrementado de 55 a 100 dólares –alto en comparación con otros países–, pero el total sigue siendo muy inferior a lo que se pagaba antes.

No queda claro qué sucederá con otra gabela particularmente arbitraria por la cual el migrante temporal tenía que pagar al consulado cubano una suma de entre 40 y 150 dólares por cada mes que permaneciera en el país receptor. De manera que, si un cubano decidía permanecer de visita en EEUU por los 11 meses autorizados por el gobierno cubano, debía pagar al final por los diez meses últimos de la estancia hasta un total de 1.500 dólares; y si lo hacía en República Dominicana, la suma ascendía a 600. Aunque es presumible, y saludable, que este atropello al bolsillo de los migrantes haya sido eliminado, la legislación conocida hasta el momento no menciona el asunto, como si la vergüenza propia hubiera bloqueado la locuacidad de los funcionarios cubanos.

El pasaporte es otro perfil crematístico de la relación del Estado con la emigración. Solo tiene 32 páginas y, aunque tiene validez por seis años, ha de ser habilitado cada dos años con pagos consulares cercanos a los 100 dólares cada vez. Su emisión en el extranjero cuesta 200 dólares y en Cuba, 100. El uso de pasaporte cubano es obligatorio para visitar Cuba aun cuando la persona haya renunciado a la ciudadanía, de manera que si un migrante es ciudadano de cualquier otro país y decide visitar la isla tiene que hacerlo con pasaporte cubano, a pesar de que la Constitución cubana no reconoce la doble nacionalidad. Todo un nudo contradictorio en el que confluyen, tomados de la mano, Marte y Mercurio.

Los dilemas

Creo que todo lo que beneficie a la población cubana, lo que alivie el peso de esas inmensas coyundas enervantes que le impone su régimen político, simplifique la vida de la gente y le ahorre sufrimientos, es conveniente. Lo que se ha hecho apunta en esa dirección: se han flexibilizado gestiones, se han reducido gabelas irritantes y se van a facilitar los contactos de los cubanos insulares y emigrados. Muchos familiares y amigos tendrán ahora menos dificultades para encontrarse, y muchos compatriotas tendrán que perder menos dinero pagando los servicios consulares onerosos. Es posible que se incremente la salida temporal de cubanos, que estarán en otros lugares por más tiempo, con los beneficios que esto puede reportar. Por esto y por muchas otras razones, la reforma migratoria es positiva.

Por otra parte, la «actualización» genera un terreno menos enconado para una relación más intensa con un sector emigrado técnico y empresarial que puede realizar aportes significativos a la postrada economía insular, tanto en términos de capitales como de know how y capital social. De hecho, este tipo de relación ya ha estado funcionando y buena parte de los negocios privados pequeños que se han establecido en la capital –y que constituyen la única fuente creciente de empleos– se han fomentado con un dinero semilla proveniente de los emigrados.

Nada de esto justifica, sin embargo, el desafortunado entusiasmo de una serie de actores dentro y fuera de la isla –gobiernos, grupos académicos, intelectuales, asociaciones de emigrados subordinadas al gobierno cubano– que han proclamado esta reforma como un «salto cualitativo» trascendental en la evolución nacional. Como antes apuntaba, estos desafueros elogiosos han estado motivados por el tacto diplomático, por la complicidad/lealtad o por la ignorancia. Pero tienen en común una fuerte dosis de irresponsabilidad política y ética.

Ante todo, porque la reforma deja en pie –ni siquiera conmueve– el principio autoritario de que la sociedad cubana no tiene un derecho inalienable al libre tránsito, lo que sigue dejando a Cuba en un lugar muy poco estimulante en el plano mundial. Y lo que es más importante, la reforma deja a miles de cubanos sin la potestad para viajar fuera de la isla, sean opositores, críticos, científicos, profesionales o atletas. Miles de familias seguirán separadas por la persistencia del castigo a quienes emigran irregularmente y de la práctica de mantener a las familias como rehenes. Y lo que es más importante, la reforma deja a toda la sociedad cubana expuesta a un mismo tratamiento represivo, en la misma medida en que lo que no es un derecho para todos, no lo es para nadie. No pasará mucho tiempo antes de que la excitación de los titulares que anuncian el fin de una época ceda el paso al descubrimiento de que asistimos al remozamiento de la que hemos vivido.

La otra cuestión que merece ser resaltada es que la reforma es extremadamente parca respecto a los dos millones de cubanos que viven fuera de la isla. Este 20% de la población es la franja más dinámica de la sociedad transnacional cubana. De hecho, buena parte de la población insular se alimenta, se viste y se cura con los ahorros de los emigrados, quienes de paso ceban espectacularmente el fisco local mediante impuestos, servicios consulares y altos precios de los productos en las tiendas estatales cubanas. Los emigrados son un porcentaje muy alto de los turistas que se registran cada año y que gastan en la isla. Constituyen un área muy dinámica económica, social y culturalmente; y, de hecho, la única franja de población cubana que crece, pues la población insular se encuentra en franco decrecimiento.

A pesar de todo esto, los cambios para ellos son ridículos: alargamiento de estancias durante sus visitas a la isla. No se ha hecho alusión, por ejemplo, a la prohibición de la doble ciudadanía, cuya derogación mediante reforma constitucional hubiera significado una señal muy positiva realmente cualitativa. Tampoco hay una voluntad de motivar legalmente las inversiones pequeñas y medianas de estos desterrados, o la autorización a tener propiedades en la isla en que nacieron. El regreso a su país de origen sigue estando pendiente del mismo tipo de permiso gubernamental que autoriza a salir a los que están adentro7.

De cualquier manera, más allá de los devaneos de la elite política, la sociedad transnacional cubana continúa su evolución. Los contactos se incrementan y se generan nuevos campos sociales8 transnacionales que tratan de recuperar el tiempo perdido tras muchos años de hostilidades y desconfianzas. Sucede en todas las esferas –la economía, la cultura, las religiones– y, curiosamente, también en el campo de la política.

No es que esto último –los campos sociales politizados– sea algo nuevo. Siempre el gobierno cubano contó a su favor con una franja de partisanos, de igual manera que los opositores internos contaron con apoyos. En esto ha habido de todo, desde creyentes sinceros hasta negociantes de ambas filosofías, castristas y anticastristas. Pero mientras se trató básicamente de dos posicionamientos polarizados, a favor y en contra, todo fue más sencillo para los dirigentes cubanos, expertos en el manejo de conflictos binarios.

Lo que es nuevo es que estos campos politizados transnacionales se multiplican en la misma medida en que se multiplican los posicionamientos políticos en torno de Cuba. El caso más evidente es la formación de un campo centrado en la Iglesia católica favorable a una transición ordenada y de entendimiento con la elite política, y en el que se aglutinan intelectuales, empresarios, activistas, profesionales en su mayoría católicos y conservadores. Y lo que podría ser aún más interesante serían las relaciones eventuales entre grupos y personalidades emigradas y contrapartes insulares en torno de acciones concretas, incluso en el campo de la izquierda política. Son signos de los tiempos y de una sociedad transnacional que de hecho se mueve y que lo seguirá haciendo bordeando los obstáculos. Eventualmente, pasando por encima de ellos.

  • 1.

    Alejandro Portes: «El estudio del transnacionalismo: peligros latentes y promesas de un campo de investigación emergente» en A. Portes et al.: La globalización desde abajo. Transnacionalismo inmigrante y desarrollo: la experiencia de Estados Unidos y América Latina, Flacso, México, df, 2003.

  • 2.

    Political Disaffection in Cuba’s Revolution, Cambridge University Press, Nueva York, 2007.

  • 3.

    Gary Freeman: «La incorporación de migrantes en las democracias occidentales» en A. Portes y Josh DeWind (coords.): Repensando las migraciones. Nuevas perspectivas teóricas y empíricas, Secretaría de Gobernación, Instituto Nacional de Migración / Miguel Ángel Porrúa, México, df, 2006.

  • 4.

    Esta norma permite a los cubanos que pisan suelo estadounidense radicarse en el país y optar por la residencia. Es una ley anticomunista que fue antes ensayada con algunos países de Europa del Este y asiáticos, pero que en el caso cubano ha perdurado y actualmente está incrustada en la Ley Helms-Burton. Aunque es un incentivo para los emigrantes, no creo que se pueda considerar decisiva para explicar los flujos migratorios cubanos, tal y como ha pretendido la propaganda del gobierno cubano desde 1990.

  • 5.

    El pasaporte se expide por seis años, pero debe ser rehabilitado cada dos. En estos casos, el portador es obligado a pasar nuevamente por el filtro político/policial que determina si puede o no viajar. Lo mismo ocurre con los cubanos emigrados, obligados a usar pasaporte cubano para viajar a la isla, y que solo pueden hacerlo cuando se les extiende un permiso que es revisado tras cada habilitación bianual. El procedimiento deja poco espacio al entusiasmo que despertó el anuncio de que se eliminó el permiso de salida.

  • 6.

    Valga aclarar que, en medio de este marasmo legal, el gobierno cubano ha establecido «pactos» no escritos con sectores específicos que pueden ser beneficiados con modalidades migratorias más flexibles, como es el caso de los intelectuales adscriptos a la Unión Nacional de Escritores y Artistas (Uneac). A cambio, los miembros de organizaciones como estas deben mantener posturas políticas y perfiles críticos aceptables, lo que en el caso de la Uneac conlleva la castración pública de un sector tan sensible como los intelectuales.

  • 7.

    Por razones de espacio, no me detengo en otra dimensión: la falta de derechos de libre tránsito dentro de la propia isla en virtud del decreto 217 que limita el acceso a la capital. Esto deja a miles de inmigrantes internos en condiciones de subciudadanía, como indocumentados en su propio país y viviendo en condiciones de pobreza.

  • 8.

    Pierre Bordieu y Loïc Wacquant: An Invitation to Reflexive Sociology, The University of Chicago Press, Chicago, 1992.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 242, Noviembre - Diciembre 2012, ISSN: 0251-3552


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