Tema central
NUSO Nº 241 / Septiembre - Octubre 2012

La Salada: ¿un caso de globalización «desde abajo»? Territorio de una nueva economía política transnacional

Miles de puestos, cientos de miles de compradores, marcas reales e imitaciones de todo tipo. Dos madrugadas por semana, mientras la ciudad de Buenos Aires duerme, el bullicio se apodera de La Salada, en la periferia de la capital argentina. Se trata, sin duda, de un espacio privilegiado para analizar las características de la llamada «globalización no hegemónica» y sus ambivalencias: en la feria La Salada emergieron tanto formas comunitarias que apuntalan el empresariado popular como talleres clandestinos basados en formas brutales de explotación laboral. Y en esta ambivalencia están algunas de las claves del capitalismo actual y el foco de muchos de los debates sobre su superación.

La Salada: ¿un caso de globalización «desde abajo»? Territorio de una nueva economía política transnacional

Recorridos. Recorridos. Recorridos. Recorridos. Recorridos. Recorridos. Recorridos.Manifiesto Antropófago (1928)

La feria La Salada es un espacio de cruce y tránsito, en el límite entre la ciudad de Buenos Aires y el partido bonaerense de Lomas de Zamora. En sus 20 hectáreas se acumulan numerosas y agitadas transacciones: se vende y se compra comida, ropa, tecnología, marroquinería, zapatillas, lencería, música y películas. Siempre de noche. Siempre en el umbral del miércoles al jueves y del domingo al lunes. Un predio que supo ser balneario popular durante la década de 1950 hoy se renueva como paseo de compras transnacional y multitudinario. Desembarcan allí cada vez más micros, combis y autos de todo el país, así como de Uruguay, Bolivia, Paraguay y Chile.

La Salada es un territorio migrante por su composición: sus fundadores, a inicios de la década de 1990, fueron un puñado de bolivianas y bolivianos. Actualmente, la mayoría de los feriantes provienen de diversas partes de Bolivia, pero también hay argentinos, paraguayos, peruanos y, últimamente, senegaleses encargados de la venta de bijoux. La Salada es migrante, además, por el circuito que siguen sus mercancías: los compradores llegados de países limítrofes abren rutas de distribución y comercialización hacia sus países, al mismo tiempo que muchas mercancías arriban desde distintos lugares del planeta. La Salada, en su carácter aparentemente marginal, es un punto de una red transnacional en expansión.

La hipótesis que proponemos aquí es que La Salada es un lugar privilegiado para mostrar la multiplicidad de economías y de procesos de trabajo heterogéneos en los que se materializa el sistema económico global. Esta localización singular constituye un ensamblaje donde se combinan un componente anómalo y diferencial, capaz de sostener la hipótesis de la existencia de una globalización popular «desde abajo», y dinámicas de subordinación y explotación que señalarían una modalidad característica del mando capitalista en su fase posmoderna. Sin embargo, en La Salada se perfila una singularidad que nos interesa remarcar: el uso de un capital comunitario. Se trata de una especificidad de los recursos puestos en juego que posibilitan esta economía popular cuyo peso es cada vez mayor en un contexto de alta inflación, y que sirve de ejemplo respecto de un mercado de trabajo caracterizado por la creciente pluralización de formas.

Microeconomías proletarias

La Salada logra combinar una serie de microeconomías proletarias, compuestas por pequeñas y medianas transacciones y, al mismo tiempo, es base de una gran red transnacional de producción y comercio (mayoritariamente textil). Esto ocurre porque en ella se desarrolla la venta al por menor, el menudeo comercial –que posibilita diversas estrategias de supervivencia para revendedores–, pero también suculentos negocios para pequeños importadores, fabricantes y feriantes, además de dar espacio a un consumo masivo. Los números que se manejan en La Salada son enormes: con solo dos días por semana de actividad, su facturación en 2009 fue mayor que la de los shoppings de todo el país (casi 15.000 millones de pesos argentinos contra 8.500 millones de pesos argentinos de los centros comerciales, según datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística y Censos, Indec) 1.

Las ferias populares, con la experiencia masiva del trueque, tuvieron en Argentina su punto álgido durante la crisis de 2001. La multiplicación de monedas y la posibilidad de intercambio bajo reglas diversas respecto al mercado tradicional son antecedentes decisivos a la hora de pensar el éxito de La Salada. Durante la crisis, cuando en gran parte del país circulaban las llamadas «cuasimonedas» emitidas por las provincias para responder a la falta de liquidez, se expandieron modalidades de producción y consumo que mezclaban autogestión y contrabando, plagio e invención. Se difundió entonces una serie de instituciones económicas novedosas (de ahorro, intercambio, préstamo y consumo), que combinaron estrategias de supervivencia con nuevas formas de empresariado popular y sistemas brutales de explotación. A su vez, la repercusión de La Salada en el último tiempo no puede pensarse sin considerar el ritmo inflacionario, otro modo en que se hace presente cierta inestabilidad de la moneda (y su virtual desvalorización).

La Salada se hizo fuerte entonces en la crisis de 2001, aunque estrictamente no debe su origen a esa decisiva coyuntura. Tampoco se debilitó en el periodo posterior a la crisis; la reactivación económica de los últimos años no la hizo estancarse ni reducirse. Por el contrario, el conglomerado de La Salada y el complejo entramado económico que funciona ligado a la megaferia se han vuelto una pieza clave de nuevas articulaciones político-económicas. El vínculo entre La Salada y los talleres textiles clandestinos es una de estas articulaciones. A la vez, hay un eslabón más: la relación de muchos talleristas/feriantes con marcas de primera línea, que centran su producción en el circuito de talleres textiles que utilizan el llamado «trabajo esclavo». Si en los años 90 la industria textil fue desmantelada como resultado del ingreso masivo de importaciones favorecido por la convertibilidad peso-dólar, tras la crisis, el fin de la paridad cambiaria y la devaluación del peso argentino, la industria se revitalizó, aunque sobre nuevas bases: tercerizando su producción en pequeños talleres cuya mano de obra son costureros y costureras provenientes de Bolivia.

La mercancía polémica

Uno de los temas más controversiales de La Salada es el tipo de mercadería que se vende. Para empezar, hay múltiples categorías y formas de lo falso en circulación. Y esto se debe al modo de producción de las prendas –mayoritaria, pero no exclusivamente textiles– que se consiguen tanto al por mayor como al menudeo minorista. En esa borrosa zona de producción que da lugar al inmenso nodo de venta y distribución transnacional que es La Salada, emerge como enclave el taller textil clandestino. Se abre, así, una paradoja: La Salada es un espacio de publicidad y expansión para una producción que tiene su génesis en la clandestinidad. O, dicho de otra manera, el original es producido en la clandestinidad y la copia falsa, distribuida a cielo abierto.

Entre el taller y la feria proliferan todo tipo de marcas: se comercializan prendas sin ningún logo, otras con marcas especialmente producidas para la feria y también aquellas pertenecientes a conocidas casas de ropa, ya que muchas veces los trabajadores que confeccionan para las marcas líderes reciben en forma de pago una parte de esa mercadería. En ocasiones, las propias marcas entregan la pauta de diseño y los cortes de tela a varios talleres, y el que logra producir más rápido gana una suerte de licitación informal. De esta manera, queda vacante más de un lote de prendas que, aun con todas las señas de las originales, quedan desplazadas de los canales formales y listas para el mercadeo paralelo.

Pero la cuestión no es simple: es tarea de los talleristas/feriantes y de los costureros hacerlas valer luego como mercancías en algún segmento del mercado. Esto es: una misma prenda, fuera del circuito de valorización comercial «legal», tiene que demostrar que posee la misma calidad y diseño aun si el precio es notablemente más bajo y si, efectivamente, son sus propios fabricantes quienes garantizan que se trata de prendas idénticas. Pero ¿qué significa «idéntica» en este marco? Podríamos limitar la noción al modo y el material de su confección. Pero, evidentemente, la autenticidad exige otros componentes inmateriales de valorización, asociados a un universo de pertenencia, a imágenes que explicitan ciertos modo de vida y a segmentos diferenciales de público, que son aquellos que La Salada pone en discusión, a punto tal de cuestionarlos, subvertirlos o plagiarlos. Esta modalidad de la economía popular transnacional hace de la experiencia de plagio masivo una irónica y desafiante provocación.

En todo caso, la tarea de reventa de la producción de marcas reconocidas que encuentra un canal en La Salada revela la ambigüedad de la marca «verdadera», que solo se confirma como tal de un modo tautológico: es decir, cuando se paga un alto precio por ella. Sin embargo, la prenda de marca –aun si ha sido confeccionada del mismo modo y con los mismos materiales, y la mayoría de las veces, por los mismos trabajadores–, una vez sustraída del circuito en que la marca termina de valorizarse como tal, se multiplica en una cadena popular y transnacional de venta y comercialización, lo que pone en jaque el valor de exclusividad.

En este punto, La Salada queda en el centro de un debate de enorme actualidad: las pugnas por la apropiación de lo inmaterial que se traducen, justamente, en la batalla librada alrededor de los derechos de marcas y de propiedad intelectual. Jean Comaroff y John Comaroff señalan que ciertas zonas del mundo estarían destinadas o, mejor dicho, tendrían una afinidad histórica con una «modernidad falsa», en la cual todo sucede como copia, bajo la apariencia del objeto falso o del documento apócrifo2. La modernidad periférica, en este sentido, sería cuasificcional. Y su doble opuesto, el reino del «original», sería aquel espacio dominado por la legalidad. Sin embargo, el capitalismo global contemporáneo evidencia esos espacios de modernidad homogénea y reglada (una modernidad original) como espacios en crisis, en la medida en que la heterogeneidad que mantenían con el afuera colonial ahora está inmersa y prolifera en su propio interior. Pero, además, la supuesta ilegalidad del Sur se revela, en la economía global, como un componente más que adecuado para los ensamblajes transnacionales.

Los talleres textiles

En los años 90, los talleres textiles eran llevados adelante mayoritariamente por migrantes coreanos, que empleaban a costureros y costureras de origen boliviano; en la última década, estos talleres se han masificado, pero ahora los patrones-talleristas también son bolivianos. Esto ha significado un cambio decisivo, en la medida en que permite ver su crecimiento sobre la base de un capital comunitario. Ese capital ingresa como atributo laboral diferencial para el reclutamiento de mano de obra a partir de lazos de confianza y parentesco, y fusiona unos modos de vivir y laborar que explotan la riqueza comunitaria. Pero, al mismo tiempo, esto pone en discusión las formas de expansión de una economía popular específica.

La Salada y los talleres textiles arman un circuito en el cual las categorías laborales son cambiantes e intermitentes. Además, dan cuenta de vidas laborales que se articulan como trayectorias complejas, en las que la misma persona puede transitar con flexibilidad por momentos del trabajo como aprendiz y como microempresario, sumarse a la economía informal con la perspectiva de formalizarse, estar desempleado por un tiempo y, en simultáneo, conseguir recursos por medio de tareas comunitarias y sociales; transitar, usufructuar y gozar, de modo táctico, relaciones familiares, vecinales, comerciales, comunales y políticas. En fin, son las «zonas grises» que pueblan esta economía las que revelan la pluralidad de formas laborales y ponen de relieve las fronteras mismas de lo que llamamos trabajo.

La feria, a su vez, es el espacio donde se realiza parte de la mercancía que se produce en los talleres, pero es también la prolongación de una tradición comercial que ha cruzado las fronteras y que incluye técnicas de sabotaje de las formas mercantiles o, por lo menos, usos múltiples de las cosas (del contrabando a lo «trucho»). Aquí habría también que señalar, aunque no es posible desarrollarlo, que la importancia económica del taller textil clandestino como núcleo de la economía migrante se entreteje –directa o indirectamente– con la economía habitacional, espacial, informal y migratoria que se asienta en las villas de emergencia porteñas y suburbanas.

Una cuestión que merecería un desarrollo aparte es la feminización de estas economías. Destaquemos al menos que la feminización del trabajo refiere en la feria a un doble proceso: por un lado, la presencia pública de las mujeres se incrementa y las ubica como un actor económico relevante, al mismo tiempo que se «feminizan» tareas desarrolladas en esa misma economía informal por los varones; por otro, se trasladan a lo público características propias de la economía del hogar o la comunidad, entendida esta la mayoría de las veces en términos barriales. Al poner de relieve esta perspectiva, surgen algunos interrogantes: ¿en qué medida esta feminización de la economía altera las jerarquías laborales y domésticas?; ¿hasta qué punto tal feminización de la economía habla de una tendencia que no se reduce a la cantidad de mujeres que pasan a formar parte de ella sino que expresa, más bien, una modificación cualitativa de los procesos de trabajo y las formas de intercambio?

Lo arcaico como fuente de innovación

La Salada exhibe una nueva composición de la fuerza de trabajo –informal/ilegal/precaria– que se ha hecho notoria en la poscrisis argentina como elemento clave de la recomposición económica bajo nuevas formas laborales. A ello se suma el declive de las prácticas alternativas que impugnaron el trabajo asalariado surgidas de los sectores más radicalizados del movimiento de desocupados.

En el caso particular de la migración boliviana, con ella viaja y se reformula un capital comunitario caracterizado por su ambigüedad: capaz de funcionar como recurso de autogestión, movilización e insubordinación pero también como recurso de servidumbre, sometimiento y explotación.

Se trata de una empresarialidad específica: surge de la informalización que explotan los talleres textiles y que se prolonga en La Salada, la cual valoriza elementos doméstico-comunitarios, pone en juego dinámicas de autoorganización y nutre redes políticas concretas.

Avancemos sobre su caracterización comunitaria. Tal empresarialidad combina competencia y cooperación, lo que da un estatuto fundamentalmente ambivalente a sus modalidades operativas. Competencia: intrínseca a la lógica de proliferación y fragmentación de los talleres que proveen de prendas, por medio de intermediarios, a las grandes marcas. Cooperación: debido a la representación unificada como «economía boliviana» que se yergue frente a las denuncias (mediáticas y de algunas organizaciones contra el trabajo esclavo) y que abroquela a las entidades que reúnen a los dueños de talleres. Estas entidades, sin embargo, no se exhiben como laborales o empresariales, sino como representaciones «comunitarias».

Debido a la misma formulación comunitaria de su estructura asociativa, se conforma un empresariado político-social que asume una gestión cuasi integral de la mano de obra: traslado, vivienda, comida, salud, empleo, ocio, etc. La figura del trabajador asalariado libre es puesta en cuestión por la misma lógica de funcionamiento –es decir, de rentabilidad–, a favor de una modalidad que en el lenguaje mediático fue difundida como «trabajo esclavo».Este tipo de empresarios viabilizan la ayuda a los recién llegados, consiguen viviendas, comunican contactos, actúan como bolsas de trabajo y agencia de sepelios, intervienen a la hora de hacer reclamos al gobierno local y se constituyen corporativamente frente a organizaciones políticas, mediáticas y empresariales argentinas. Su efectividad está dada por una suerte de «poder de gueto»: en la medida en que confinan la red en la que el taller textil funciona a la «economía boliviana», se erigen en defensores y garantes de esa economía. Pero, a la vez, como esa economía se presenta indisociable respecto de un ethos cultural, los empresarios también validan su representatividad como legítimos intérpretes de esas culturas y tradiciones3. No es casual que la mayoría de las organizaciones que reúnen a talleristas tengan nombres de asociaciones culturales más que empresarias.

Esta empresarialidad explota la pertenencia comunitaria en un doble aspecto. Uno es más literal: los talleristas van directamente a las comunidades en Bolivia a reclutar trabajadores. El otro es más amplio: una vez en el taller textil, las cualificaciones del trabajo refieren a un saber hacer comunitario. La implicación de la familia entera, la relación con el empleador basada muchas veces en una confianza también familiar (se lo llama usualmente «tío» y no «jefe» o «patrón», más allá de que el lazo familiar exista o no) y la interpelación de saberes y modalidades ancestrales de esfuerzo y labor colectiva dan lugar a una cualificación flexible, capaz de enormes sacrificios y privaciones, que funciona como sustento material y espiritual de un tipo de explotación de la fuerza de trabajo que la vuelve extremadamente rentable como eslabón primero de la fabricación textil.

Para entender la dinámica de la fuerza laboral migrante, nos enfocamos en la potencia de decisión y voluntad de progreso que mixtura la definición foucaultiana del migrante como inversor de sí con la puesta en juego de un capital comunitario. Se trata de un impulso vital que despliega un cálculo en el que se superpone una racionalidad sustentada en el anhelo del progreso personal y familiar con un repertorio de prácticas comunitarias. Una segunda hipótesis, complementaria, es la articulación específicamente posmoderna de lo comunitario con el mundo productivo posfordista: su capacidad de convertirse en atributo laboral, en cualificación específica para la mano de obra migrante del altiplano en Buenos Aires. Lo comunitario deviene, en su laboralización, fuente de una polivalencia pragmática, transfronteriza, capaz de adaptación e invención.

Lo común y lo comunitario

Nos interesa subrayar cómo se articula esta economía con la puesta en juego de saberes comunitarios que serán fundamentales para la producción y para el sostenimiento de formas laborales de intensa explotación. Esos saberes también han tenido derivas diversas, como repertorio de formas de organización territorial autogestionaria y de constitución de un mercado popular que posibilita ciertos consumos en escala de masas. Es justamente ese punto de permanente ambivalencia y oscilación, de perfil a un tiempo arcaico y posmoderno, democratizante y reaccionario, lo que se recombinará como un modo flexible y variable de producción comunitaria, popular, plebeya.

Sin embargo, ¿sobre qué se produce esa ambivalencia? Siguiendo a Raquel Gutiérrez Aguilar, lo comunitario reúne unos «principios operativos», ciertos modos «de organización de la vida social, productiva, política y ritual» que en nuestro continente perseveran desde antiguas tradiciones, pero que al mismo tiempo son extraordinariamente flexibles y dinámicos y tienen una capacidad de contaminación, expansión y reinvención que constituye la clave de su actualidad4. Ese hacer social comunitario se sustenta en una economía de la reciprocidad que «bosqueja tendencialmente una trama expansiva de circulación de bienes materiales y simbólicos en la que, a su vez, tales bienes tienden a ser crecientes»5. Esta economía compleja proyecta rasgos de autonomía y autodeterminación, exhibe procedimientos de decisión colectivos y también supone un debate sobre la riqueza.

En este punto, no es fortuito que la perseverancia en el hacer social comunitario se enhebre hoy con un gran debate político y teórico acerca de lo común, como noción que va más allá de la clásica y liberal división entre lo público y lo privado y como clave de una producción cada vez más socializada y dependiente de complejas redes y niveles de cooperación. También aquí la pregunta es: ¿cuál es una noción operativa de lo común? La «equivocidad», como tensión entre significaciones opuestas, las «singularidades ético-políticas» reunidas en el hacer social multitudinario, que coexisten con las apropiaciones de un «comunismo del capital», señalan ese terreno de disputa y ambivalencia. Sin embargo, no permiten dejar de lado el énfasis en que la lucha decisiva pasa hoy por la «construcción y destrucción» de lo común6.

Remarcamos la noción de lo operativo que muestran ambas definiciones porque allí está la clave: lo comunitario en su capacidad para exhibir y ampliar modos de hacer. Con esto queremos señalar que, cuando hablemos de ambivalencia de lo común, no estaremos haciendo uso de un artilugio retórico o de una pirueta teórica, sino destacando hasta qué punto están en disputa entre nosotros formas sociales del hacer colectivo con capacidad de construir autonomía y apropiarse de la riqueza social. Y que, al mismo tiempo, no podemos ser ajenos a sus debilidades y perversiones, a sus pliegues y contradicciones, si queremos comprender su complejidad. Porque el punto de partida es claro: en estos modos existe una potencia vital capaz de inaugurar y desarrollar otras lógicas, otros tiempos, otros espacios respecto a la hegemonía neoliberal.

En la economía que va del taller a la feria se ponen en tensión la productividad y los usos de lo comunitario. Cuando Gutiérrez Aguilar habla de «entramado comunitario», se refiere a las formas múltiples de reproducción y producción de la vida social «bajo pautas diversas de respeto, colaboración, dignidad, cariño y reciprocidad, no plenamente sujetos a las lógicas de acumulación del capital aunque agredidos y muchas veces agobiados por ellas»7. Aquí hemos tratado de contrapuntear y vincular la noción de entramados comunitarios con acepciones de otro tipo, capaces de organizar formas de explotación y negocio, de microempresa y de progreso económico.

¿Pueden hablar los feriantes?

A pesar de su alta composición de origen migrante, La Salada ha ganado notoriedad en los medios masivos de comunicación a través de la voz de uno de sus líderes argentinos: Jorge Castillo. Con él, los feriantes han logrado también integrarse a la comitiva empresarial oficial que visitó Angola junto con la presidenta Cristina Fernández hace unos meses. La representación de la feria –su voz política y mediática– es argentina, lo que deja en la sombra a la mayoría de sus hacedores. Aquí se debate un conflicto central: la identificación del trabajo argentino como trabajo digno, en tanto el trabajo migrante se vincula al mote de «trabajo esclavo». De ahí que, más allá de la famosa pregunta de Gayatri Spivak8, no resulte fácil escuchar las voces de los migrantes en La Salada y sus adyacencias. En ese sentido se vuelve central el rol de las radios comunitarias, orgánicas a la economía que va del taller a la feria9.

Lo que revelan las frecuentes apariciones en la prensa de Castillo es también la lógica expansiva a futuro que promete la feria: el dirigente ha revelado más de una vez ante los medios que ya consiguió terrenos en Miami para instalar allí una sucursal de La Salada y, aún más importante, anunció la incorporación del rubro alimentos como parte de la oferta de la feria. El argumento con que se busca legitimar la expansión es doble: por un lado, pone el acento en la ampliación del consumo popular, al tiempo que se atribuyen los sobreprecios a las intermediaciones corporativas (sindicatos, comerciantes, etc.), argumento que logra mayor repercusión en un contexto de ascendente inflación; por otro lado, deja al descubierto que la modalidad productiva que posibilita La Salada (flexible, precaria, sostenida por un autoempresariado variado, etc.) está en la base de la mayoría de los circuitos productivos y, por tanto, no es algo exclusivo de la feria de ferias. En el caso del futuro y promisorio mercado de alimentos, La Salada, bajo el eslogan «Del campo al consumidor», pondría en marcha una de las aspiraciones que la economía social publicitó durante la crisis pero no logró instalar a gran escala. Llevada adelante por La Salada, esta propuesta puede convertirse en una oportunidad de masas.

¿Globalización desde abajo?

Un trabajo multidisciplinar realizado por los colectivos Rally Conurbano y Tu Parte Salada (mayoritariamente compuestos por arquitectos y urbanistas) señala que La Salada, aun con sus conocidos orígenes asentados en la pequeña escala y el comercio casi artesanal, «opera en sincronía con centros mundiales de comercio no-hegemónico»: El Alto (urbe vecina a La Paz, en Bolivia) o las ferias de Oshodi y Alaba en Lagos (Nigeria) y la provincia china de Guangdong, la mayor zona de producción de mercaderías del sistema mundial no hegemónico10. La Salada se configura, entonces, como centro de una red de ferias regionales y es nodo, al mismo tiempo, de una red global de comercio informal.

La feria, con sus pliegues y recovecos, sus montajes y desmontajes, tendría el estatuto de un espacio otro, capaz de instalar en los bordes de la ciudad una dinámica de abigarradas transacciones. Como en una heterotopía, que tiene por regla yuxtaponer en un lugar real varios espacios que normalmente deberían ser incompatibles, en esa superposición estarían presentes la idea de otro orden y su crítica al existente. La feria, en ese sentido, propone un espacio de múltiples usos y también un tiempo otro, aunque cíclico.

Por su parte, la copia de las marcas produce un efecto simultáneo de parodia y devaluación11. La complejidad de La Salada, en este punto, es la ampliación del consumo que en principio estaría segmentado por clases (el acceso restringido a las marcas), sustentada en un modo de producción que implica condiciones de explotación intensiva de trabajadores migrantes. ¿Se puede desprender de esta falsificación masiva un modo de subversión de las reglas de mercado, o es su ratificación popular?

Los consumos de prendas de marca falsificadas desbaratan el prestigio de esta como signo de exclusividad y a la vez evidencian cómo esa exclusividad se sostiene en una exhibición restringida de modo clasista. Esto supone que, en la medida en que la marca es deseada, usada y exhibida por clases populares, su valor es subvertido/devaluado. Es un tipo de producción de la copia que desvaloriza el original al mismo tiempo que expone la disputa por ese bien intangible y cada vez más decisivo: la construcción de un modo de vida.

En La Salada, lo falso a gran escala arma un paisaje heterotópico: una reglamentación meticulosa pero no institucionalizada organiza el intercambio a cielo abierto. Ni su heterogénea contextura ni su extensión, tampoco su aparición y desaparición en el medio de la noche, permiten comparar esta feria con otros espacios urbanos. Durante el siglo XIX, la heterotopía por excelencia, dice Michel Foucault, es el barco12. El reino de la copia transnacional que caracteriza la megaferia del conurbano bonaerense tal vez sea un plagio de aquella multitud anónima, multiétnica y móvil que poblaba los barcos. Conjuga, en su heteróclita composición, todos los rasgos de un nuevo tipo de proletariado, seguramente falso si se lo compara con aquel que se estabilizó en los tiempos modernos.

La feria como espacio abigarrado

La feria es un espacio espeso, de múltiples capas, sentidos, transacciones. Un espacio abigarrado que simultáneamente abriga tradiciones y es herético respecto de muchas de ellas, que se dispone como ámbito celebratorio y de disputas, como momento de encuentro, consumo y diversión, pero también como jornada intensa de trabajo y de negocios, de competencia y oportunismo. Se sostiene y se desarrolla como negocio masivo sobre redes familiares, vecinales, de compadrazgo y de amistad. Es también una economía de lenguajes diversos: de vestuarios, bailes, promesas, comidas y excesos. Lo abigarrado aquí no es, sin embargo, un rasgo cultural o una diferencia colorida, sino el sustento de la desmesura de estas economías.

Proponemos, finalmente, puntualizar algunos rasgos salientes:

- La Salada, a la vez confinada en un territorio de frontera geográfica y simbólica, tiene una dinámica proliferante, que replica en otros barrios y ciudades, nacionales y extranjeras, la mercadería y la forma-feria que la caracteriza. A su vez, representa un modelo de centro comercial a cielo abierto que pone en tensión todas las categorías clásicas de la economía: informal/formal, legal/ilegal, etc. Funciona en sintonía con espacios similares en otras partes del mundo, que algunos no dudan en catalogar como núcleos de comercio «no hegemónico».

- La definimos como una red transnacional creciente sustentada en múltiples microeconomías proletarias. En este punto, como hemos notado, se revela como un espacio privilegiado para analizar cómo la economía informal constituye, sobre todo, una fuerza de desempleados, migrantes y mujeres que puede leerse como una respuesta «desde abajo» a los efectos desposesivos del neoliberalismo.

- Es decisivo su impacto urbano (a pesar de no estar señalada en los mapas): una ciudad como Buenos Aires se ve transformada por esta nueva marea informal, predominantemente migrante y femenina, que con su trajín y sus transacciones redefine el espacio metropolitano, la familia, el lugar de las mujeres y el universo del trabajo que no cabe en las reglas del empleo asalariado. En este sentido, estos tipos de economías funcionan a la vez como agentes de reestructuración del capital y del espacio urbano.

- La Salada es un entramado multitudinario de producción de bienestar no estatal. Con el proyecto flamante de convertirla en mercado de alimentos, la feria realiza de un modo paradojal y diverso lo que se propusieron, en el momento cúlmine de la crisis argentina de 2001, múltiples experiencias de la economía social: abaratar los costos, eliminar intermediarios, contribuir al consumo masivo y popular. En un momento de inflación como el actual, es una intervención decisiva.

- La Salada muestra formas de gran versatilidad y flexibilidad en términos de organización política, a partir de asambleas multitudinarias, dirigentes y miles de puesteros y puesteras que organizan el cotidiano de la feria y que la conectan con otros espacios como la villa, el taller y la fiesta. Una imagen del espacio abierto desreglado cede a una coordinación compleja de una infinidad de flujos. Una festividad y una mística (vírgenes, santos, milagros, ekekos) que acompañan la bonanza. Finalmente, un modo del progreso urbano que escapa de los planes y de los planos.

- El trabajo migrante, en particular, permite poner en cuestión la idea de una «normalización» del mundo del trabajo que remite a un patrón estrictamente asalariado y de composición nacional.

- La feria, como parte de un ensamblaje complejo con la economía del taller textil, es un territorio especialmente productivo para pensar la ambivalencia de lo común: es decir, los múltiples usos, conflictos, apropiaciones y reinvenciones de un «capital comunitario» que es capaz de funcionar como recurso de autogestión, movilización e insubordinación, pero con no menor intensidad como recurso de servidumbre, sometimiento y explotación, lo que señala justamente que esa experiencia comunitaria es un momento clave de la riqueza social en disputa.

  • 1. Patricia Barral: «La Salada vende más que los shoppings» en Perfil, 9/5/2010, disponible en http://wap.perfil.com/contenidos/2010/05/09/noticia_0004.html.
  • 2. Jean Comaroff y John L. Comaroff: Violencia y ley en la poscolonia: una reflexión sobre las complicidades Norte-Sur, Katz, Buenos Aires, 2011, p. 22.
  • 3. Otros temas claves de la población migrante que son leídos y resueltos dentro de esta lógica comunitaria son las denuncias por trata, el aborto (y cuestiones de salud en general: de la tuberculosis a las emergencias odontológicas) y el envío de remesas.
  • 4. R. Gutiérrez Aguilar: «Modernidades alternativas. Reciprocidad y formas comunitarias de reproducción material», 2011, mimeo.
  • 5. Ibíd.
  • 6. Anna Curcio y Ceren Özselçuk: «On the Common, Universality, and Communism: A Conversation between Étienne Balibar and Antonio Negri» en Rethinking Marxism vol. 22, 2010, pp. 304-311; Álvaro Reyes: «Subjectivity and Visions of the Common» en Rethinking Marxism vol. 22, 2010, pp. 498-506.
  • 7. R. Gutiérrez Aguilar: Palabras para tejernos, resistir y transformar, Pez en el Árbol, México, df, 2011, p. 13.
  • 8. ¿Puede hablar el subalterno?, El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2011.
  • 9. Este punto es central aunque no es posible desarrollarlo aquí. Basta señalar que las radios bolivianas, más de 20 solo en la ciudad de Buenos Aires, son parte del cotidiano del taller y la feria. En su mayoría, sus propietarios son dueños de talleres. Y, en este sentido, es un conglomerado que no puede disociarse. Por eso mismo, el trabajo es el «tema-tabú» de las emisoras. Para profundizar la discusión sobre la voz de los trabajadores textiles, v. Colectivo Simbiosis y Colectivo Situaciones: De chuequistas y overlockas. Una discusión en torno a los talleres textiles, Tinta Limón / Retazos, Buenos Aires, 2011.
  • 10. Julián D’Angiolillo, Marcelo Dimentstein et al: «Feria La Salada: una centralidad periférica intermitente en el Gran Buenos Aires» en Margarita Gutman (comp.): Argentina: persistencia y diversificación, contrastes e imaginarios en las centralidades urbanas, Olacchi, Quito, 2010, p. 10.
  • 11. El caso del conflicto de la marca Lacoste con el grupo de cumbia Wachiturros es emblemático en este sentido. En especial, por la polémica sobre si la empresa ofreció o no dinero al grupo para que dejara de «desprestigiarla» usando sus productos y por el modo en que los músicos defendieron su derecho a usar las prendas del cocodrilo. Martín Bidegaray: «Desafío para Lacoste: cómo ser top y a la vez vestir a los Wachiturros» en Clarín, 30/11/2011.
  • 12. El cuerpo utópico. Las heterotopías, Nueva Visión, Buenos Aires, 2010.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 241, Septiembre - Octubre 2012, ISSN: 0251-3552


Newsletter

Suscribase al newsletter