Tema central
NUSO Nº 210 / Julio - Agosto 2007

La reforma democrática del Estado en Centroamérica

Para analizar la reforma del Estado es necesario, antes que nada, conocer el punto de partida. En Centroamérica, la situación actual combina una alta valoración social de las instituciones democráticas con un desempeño económico pobre y graves déficits sociales. Para enfrentar estos desafíos, el artículo propone una reforma del Estado que deje de lado las visiones tecnocráticas y minimalistas y avance en una visión incluyente y democrática. Esto implica tener en cuenta nuevos desafíos, como las remesas y los acuerdos de libre comercio, en el marco de una estrategia que ubique la cohesión como el objetivo fundamental.

La reforma democrática del Estado en Centroamérica

Introducción

Pensar en términos alternativos la reforma del Estado plantea problemas de origen, porque ni el concepto ni la práctica efectiva de acciones de reforma son desconocidos por los actores sociales y políticos y porque, además, no tienen un solo significado. Por ello es necesario, antes que nada, presentar una breve tipología de las visiones de reforma. En los últimos años tomó fuerza una visión tecnocrática, limitada, que entiende la reforma del Estado como un asunto de mera ingeniería mecánica, es decir, como el afinamiento de un motor que precisa de adaptaciones, nuevas partes, limpieza y ajustes. Otra visión proviene de un discurso simplemente antiestatista, que establece la centralidad del mercado en la asignación y distribución de recursos y que le reconoce al Estado, cuanto mucho, una función regulatoria. La tercera visión, que aquí queremos promover, es la de un Estado articulado a relaciones de poder que trascienden la administración pública y que construyen formas más o menos eficientes de cohesión social, junto con los productos generados por el mercado en el orden productivo y las distintas formas de solidaridad social. La denominamos «reforma democrática o incluyente del Estado», porque entendemos que es en la democracia donde las relaciones de poder logran un equilibrio capaz, a largo plazo, de favorecer a todos los miembros de la sociedad y ofrecerles condiciones de progreso material, libertad civil y política, y calidad de vida y bienestar.

La pregunta que cabe formularse es: ¿cuáles son los objetivos de la reforma del Estado? Obviamente, los objetivos varían en relación con la visión que se adopte: para la concepción tecnocrática, el objetivo fundamental es mejorar la relación costo-beneficio de la gestión pública. En otras palabras, obtener la mayor cantidad de bienes con la menor cantidad de recursos. Lo sustantivo –qué hacer con esos recursos– es marginal, porque no depende de la gestión tecnocrática sino de la decisión política, de la cual los tecnócratas pretenden tomar distancia. Una de las formas más conocidas de esta concepción de reforma es la descentralización, entendida como la desconcentración de funciones y recursos para que el Estado actúe lo más cerca posible de las necesidades de la sociedad, bajo el supuesto de que así funcionará mejor y podrá ser supervisado por un interés público menos difuso. Otro tipo de reforma típicamente tecnocrática es aquella orientada a la fusión de instituciones debido a la duplicidad, como ocurre con los procesos de simplificación de trámites o los intentos por bajar los costos de intermediación excesivos en los programas sociales.

En el caso de la visión antiestatista, el objetivo fundamental de la reforma es la privatización o la mercantilización de las actividades estatales. No solo la recuperación de mercados estatalizados mediante reformas previas, como el financiero, energético y de telecomunicaciones. La reforma antiestatista abarca incluso la aspiración de ceder al mercado los servicios básicos del Estado relativos a la producción de infraestructura de uso colectivo, la garantía de seguridad pública y el desarrollo del capital humano. La reforma antiestatista puede terminar conformándose con acciones intermedias de tipo tecnocrático, pero su objetivo es minimalista.

La reforma democrática o incluyente del Estado debe entenderse en relación con una sola cosa: la garantía y la salvaguarda de los derechos ciudadanos. Los recursos financieros, las normas y los mecanismos institucionales son herramientas para ese propósito. No son fines en sí mismos, como en la visión tecnocrática. Esta visión enfrenta las aspiraciones minimalistas, aunque no formula sus objetivos en términos de tamaño y monto de la intervención del Estado. Entiende que los recursos son instrumentos, pero no cree que la capacidad del Estado se refleja en ellos, sino en los productos que generan y el bienestar o la satisfacción que producen. Así, mientras el éxito de la reforma tecnocrática se determina por los parámetros de la sana administración y el de la reforma antiestatista por el avance en la mercantilización, que puede medirse con indicadores de achicamiento de las dimensiones fiscales, la reforma democrática mide su desempeño en virtud del grado de satisfacción de los derechos ciudadanos. Puede decirse, entonces, que mientras la reforma tecnocrática pretende abaratar el funcionamiento del Estado y la mercantilista reducirlo, la reforma democrática propone un Estado mejor y más capaz.

Antes de abordar el tema de la reforma del Estado en Centroamérica es necesario tener en cuenta dos cuestiones adicionales. En primer lugar, el tipo de reto que afrontan las instituciones en esta región y, en segundo lugar, la influencia del entorno global.

El reto de la gestión estatal no es siempre el mismo. En los 80, por ejemplo, las elites políticas, de izquierda y de derecha, encontraron un espacio de acuerdo y promovieron una reforma centrada en el campo propiamente político: su mayor desafío consistía en la erradicación de las prácticas autoritarias para la elección de gobernantes, imponiendo el monopolio de la elección abierta, directa, transparente y competitiva. El segundo, corolario del anterior, consistía en la afirmación de la inviolabilidad de los derechos políticos y las libertades civiles de asociación y reunión. En la actualidad, si bien persisten déficits en la aplicación de la democracia electoral y muchas deudas pendientes en la expansión de la democracia como sistema de gobierno, el desafío, la impronta de la reforma, está relacionada ya no con la seguridad «política» de los ciudadanos, sino con la seguridad «social». Se trata, por supuesto, de una cuestión de énfasis. Si en el pasado el desafío de la democratización suponía algún nivel de reforma política del Estado, en la actualidad no habrá futuro a menos que se avance en la seguridad social de la población.

La segunda cuestión a tener en cuenta es el contexto global, que ofrece obstáculos y también oportunidades para la reforma democrática del Estado. Aunque no podemos ignorar la inercia de las prescripciones antiestatistas, es evidente la mayor preocupación, en el discurso de los organismos multilaterales y las agencias de desarrollo, por abordar el déficit de integración social ocasionado por la concentración de la riqueza y el poder decisional.

La situación del Estado en Centroamérica

La caracterización de la situación del Estado no debe ser una fotografía. Se trata de una realidad dinámica, cambiante, que se apoya en un pacto social previo. El pacto, en la Centroamérica actual, es el pacto de la posguerra. Como hemos señalado, la primera convicción entonces fue la necesidad de superar el conflicto armado y la dominación autoritaria de las instituciones estatales. Ésta es una primera fuente de reforma estatal, que tiene consecuencias claramente incluyentes: la lógica de la guerra centrada en el exterminio del contrario cede su lugar a la lógica de la política democrática centrada en la negociación y el acuerdo de convivencia.

Los avances en este sentido son innegables, incluso en contraste con el entorno latinoamericano. En una época de altísima volatilidad gubernamental, donde terminar un periodo constitucional es prácticamente una proeza, en la Centroamérica de posguerra todos los gobiernos –con la excepción del de Jorge Serrano Elías en Guatemala– han concluido su mandato. La otra condición para el impulso político a la reforma del Estado en Centroamérica era la extinción de la capacidad de deliberación política de las fuerzas armadas. Hoy los ejércitos centroamericanos ya no toman parte activa en la adopción de las decisiones más importantes en el quehacer político. Y tampoco se perciben riesgos de un reagrupamiento de fuerzas insurreccionales contra el orden establecido.

En contraste, mientras el fortalecimiento de las instituciones democráticas expresa un acuerdo nacional de amplio espectro, el impulso a la reforma del Estado en el aspecto económico provino de un compromiso elitista entre el capital nacional, el funcionariado gubernamental y el capital transnacional. Sus resultados, hasta la hora, son clara y profundamente excluyentes. La reforma mercantilista del Estado en Centroamérica no ha tenido mucho que desmantelar, pero ha impedido claramente el fortalecimiento integral de las capacidades estatales.

El resultado es una sociedad esquizofrénica, que gracias a las reformas electorales tiene la capacidad de tomar su destino en sus manos, pero que al mismo tiempo ha sido relegada al estancamiento social y al empobrecimiento por un proceso económico interesado exclusivamente en la evolución de tres indicadores: crecimiento del producto, atracción de inversiones y equilibrio fiscal. Esto conduce a una tensión sociopolítica profunda. La sociedad está activa en el ejercicio de sus derechos políticos y reconoce y defiende la democracia en mayor medida que en otras subregiones (como demuestran los datos de Latinobarómetro), pero ha visto con asombro cómo sus condiciones de vida material no mejoran.

Para precisar estos argumentos, conviene echar una mirada a algunos indicadores. Según la Comisión Económica para América Latina (Cepal), el empleo público ha tendido a disminuir. Los niveles de los 80 se han reducido prácticamente a la mitad allí donde hay datos disponibles, lo que indica el agotamiento de un modelo de desarrollo en que el empleo público jugaba un papel central en la definición de la estructura social. Tenía funciones instrumentales, derivadas de diversos usos, incluso el militar. Pero tenía también un carácter constitutivo, ya que, más allá de las funciones, el empleo público fue la base de capas medias que, a su vez, jugaron un rol activo en la promoción de cierto tipo de instituciones y políticas públicas.

Hoy hay tres situaciones. La primera, cuyo ejemplo es Costa Rica, con un empleo público alto, semejante al de otros dos países de desarrollo humano alto en el continente: Argentina y Uruguay. La segunda situación es la de un nivel moderado –El Salvador, Honduras y Nicaragua–, con niveles similares a los de Chile. La tercera es la de Guatemala, donde el porcentaje de empleo público es aproximadamente la mitad del de los países más moderados, a punto tal que es el más bajo de América Latina.

Otro aspecto importante del Estado en Centroamérica es la proporción de ingresos y gasto público. En general, la fuente principal de los ingresos públicos son los impuestos, que se recaudan sobre la base de una estructura regresiva, en la que la proporción de impuestos al consumo es mayor que la de impuestos a las rentas, lo cual perjudica a los grupos de menor ingreso relativo. Al mismo tiempo, el gasto público también tiende a distribuirse mal ya que llega, en mayor proporción, a los grupos de mayores ingresos. Esto es así incluso para la inversión social.

En este contexto de regresividad, se registra en Centroamérica una tendencia al estancamiento en los ingresos –con la excepción de Honduras y Nicaragua– frente a una reducción más pronunciada de los gastos, aspectos que forman parte del recetario básico de las reformas inspiradas en el Consenso de Washington (Flacso/UCR). Esta dimensión de la reforma demuestra una evidente incapacidad para alcanzar las metas de equilibrio fiscal que la inspiran. La pregunta, finalmente, es cuál es el límite para la reducción del gasto público, de acuerdo con las necesidades de salud, educación y asistencia social.

La proporción del gasto público destinado a educación ha crecido en todos los países, pero hay diferencias entre ellos. Si se examina el esfuerzo macroeconómico y fiscal en el área de educación, es de destacar la importante ampliación en Honduras, al tiempo que el estancamiento en El Salvador y Guatemala en niveles que representan la mitad del esfuerzo que hoy hace Costa Rica. En cuanto al gasto en salud, datos del Informe sobre Desarrollo Humano 2005 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) muestran una preocupante tendencia a la mercantilización. En salud, donde los niveles de inversión son muy bajos, existen hoy tres realidades diferentes: la primera, dominada por la prestación pública, es la de Costa Rica; la segunda es la de Honduras y Nicaragua, donde existe cierto equilibrio, que no debe confundirse con equidad en las prestaciones –dado que en esos países la mayoría no puede financiar servicios privados–; la tercera realidad, de servicios de salud mercantilizados, y por lo tanto excluyentes, es la de El Salvador y, en menor medida, Guatemala.

La calidad de la prestación de servicios sociales es antes que nada una cuestión de cantidad. Las relaciones que aquí hemos establecido hablan de pisos y techos, de la magnitud del esfuerzo que se hace –o que no se hace– en virtud de variables económicas como el tamaño de la economía o la magnitud del gasto público. Pero ¿qué significa esto realmente en términos de la satisfacción de las necesidades de las personas de carne y hueso?

En primer lugar, observamos que, en general, los países de Centroamérica tienen niveles de inversión social más bajos que los del resto de América Latina. El promedio de gasto por persona y por año en los cuatro países del norte del istmo era de 113 doláres en 2002 de acuerdo con Cepal, mientras que en Costa Rica alcanzaba a 774 dólares. Para el conjunto de América Latina, el país con menor inversión social es Nicaragua, seguido por Ecuador. Bolivia, con 136 dólares por año y por persona, supera a Honduras y Guatemala. Estos niveles hablan de una precariedad muy grande. Las mejoras de gestión, los esfuerzos por expandir la oferta de servicios y los compromisos en favor de la paz y contra la pobreza son aspiraciones vacías si no se alimentan con recursos financieros adecuados a la magnitud de los retos a enfrentar (Cepal 2005a).

El desempeño económico es otro indicador pertinente para dar cuenta de la situación del Estado en Centroamérica. En corto, el modelo se ha propuesto crecimiento sostenido y atracción de inversiones extranjeras. Los resultados derivados de ambos procesos no son del todo satisfactorios: el crecimiento es volátil, aunque los países de menor desarrollo muestran una tendencia mayor a sostener niveles crecientes de expansión del PIB. Las inversiones extranjeras también registran un comportamiento errático y resultan apenas una fracción de las divisas que la mayoría de los países reciben en concepto de remesas familiares. Un ejemplo: en Guatemala, de acuerdo con Cepal (2005b), por cada dólar de inversión extranjera ingresan 17 dólares en concepto de remesas familiares.

En cuanto al empleo, la tendencia es a una disminución de la proporción de trabajadores asalariados en condición formal de ocupación. Según Pablo Sauma (2003), en 2000 la mayoría de los ocupados de más de 12 años en el istmo centroamericano se encontraban ejerciendo ocupaciones informales. Los empleos informales generan menores ingresos. Consecuentemente, su capacidad de incidir en la reducción de la pobreza es menor. Sauma afirma que en todos los países los ingresos provenientes de ocupaciones informales son inferiores al ingreso promedio de todos los ocupados. En Honduras, incluso son inferiores a los de los ocupados del sector agropecuario. Si se tiene en cuenta que el número de trabajadores informales crece más rápido que el de los formales, la tendencia es a una progresiva precarización del ingreso.

Por consiguiente, en razón de causas estructurales relacionadas con el dinamismo de las economías y el funcionamiento de los mercados de trabajo, los niveles de pobreza se encuentran estancados. Este estancamiento no debe relacionarse con el éxito o no de los programas selectivos orientados a la superación de la pobreza. En sociedades como las centroamericanas, los niveles de pobreza se miden con indicadores de ingreso, y los ingresos provienen principalmente del trabajo. Luego, si no hay trabajo porque el crecimiento no es suficiente o no es estable, o porque el tipo de economía está cambiando hacia actividades poco intensivas en mano de obra, las políticas focalizadas para enfrentar la pobreza no serán suficientes.

Adaptación y desempeño futuro

En los próximos años, el Estado centroamericano ha de enfrentar los desafíos derivados de la consolidación de las instituciones democráticas en el marco de una economía más abierta y menos protegida. Hasta ahora, los sistemas políticos han funcionado con relativa estabilidad en virtud de una suerte de cansancio social con el conflicto y un consentimiento tácito en las reglas del juego democrático. De acuerdo con el informe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), IDEA y la Organización de Estados Americanos (2004, p. 122), más de 60% de los ciudadanos de la región reconoce la democracia como el mejor sistema de gobierno, pese a sus limitaciones. Pero la valoración ex post del desempeño institucional puede conducir a la erosión irreversible de la legitimación ex ante del sistema político. Esto significa que si las expectativas de la población no encuentran una respuesta pública adecuada a lo largo de los años, primero emergerá la frustración, luego la desconfianza y, finalmente, el enojo, que políticamente se manifiesta en la disposición a violentar las reglas del juego.

Los indicadores que hemos mencionado hablan de avances lentos y demandas postergadas. Y también de algunos progresos en áreas difusas para el ojo ciudadano, pero esenciales para el fortalecimiento institucional, como la mejora en los sistemas de control, la ampliación de la información pública o el incremento paulatino de los niveles de inversión social. Sin embargo, la percepción social más fuerte es que las sociedades centroamericanas se encuentran capturadas por la violencia criminal, en el marco de economías que generan pocos empleos y con una escasa e inadecuada respuesta estatal.

Los nuevos desafíos están dominados por un entorno global marcado por el fin del comercio preferencial y la universalización de la emigración laboral. Los años de la posguerra en Centroamérica han coincidido con una época de costosos conflictos globales. El más cercano y directo tiene que ver con la nueva agenda de seguridad de Estados Unidos. En los 80, la última jugada de la ruleta rusa, en la visión histrionizada del reaganismo, se jugaba justamente en Centroamérica. Con la caída del campo socialista, paralela a los procesos de pacificación en nuestra región, la atención de la comunidad internacional se desplazó a otros horizontes. EEUU mantuvo una presencia hemisférica más leve, centrada en la lucha contra el narcotráfico. Con los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 reaparecieron los enemigos de una década atrás.

Las consecuencias para Centroamérica quedan definidas en tres órdenes: lucha contra las drogas, políticas para el control de los flujos migratorios y libre comercio. Adicionalmente, la Unión Europea negocia con la región un Acuerdo de Asociación que supone, además de libre comercio, ayuda al desarrollo y apoyo al proceso de integración. Simultáneamente, América Latina –y Centroamérica en particular– está dejando de ser región privilegiada de la cooperación internacional, lugar que hoy ocupa África subsahariana. Además de los acuerdos de libre comercio, los desafíos se vinculan a la migración. La capacidad cada vez menor de los mercados centroamericanos para generar empleo formal y el limitado avance de la seguridad social han hecho que las familias intenten superar el problema de la equidad y la cohesión por sus propios medios. La subsistencia básica y cotidiana se obtiene cada vez más por medio del autoempleo, mientras que las estrategias familiares de supervivencia han dejado de desarrollarse dentro del entorno estricto del grupo familiar o del ámbito comunitario y han cedido lugar a la emigración laboral.

Esto ha supuesto cambios de fondo en la composición de las unidades familiares. La idea de familia nuclear y la reconocida persistencia de la familia extensa han quedado superadas por modalidades diversas, donde sobresalen algunos datos, como el hecho de que un tercio de los hogares está integrado por mujeres jefas, personas solas o abuelas con nietos, fenómenos estrechamente asociados a los efectos demográficos locales de los flujos migratorios. Todo ello supone un abordaje institucional diferente y requiere una capacidad de visión renovada por parte del Estado.

Éstos son aspectos fundamentales, porque la responsabilidad distributiva del Estado no tiene que ver solamente con la capacidad de recoger impuestos y distribuirlos en gasto público a favor de los más necesitados, lo que ya es una tarea esencial. Estriba también en la capacidad de articular y promover las funciones distributivas que realiza la misma sociedad. Así, en una región que deja buena parte del bienestar en manos de las familias, libradas a su voluntad por un mercado precario en producción de empleo y un Estado que ofrece pocos recursos para la supervivencia en el corto plazo, lo menos que puede esperarse del Estado es un complemento activo del esfuerzo familiar.

Un ejemplo interesante es El Salvador. Los datos de la Cepal indican que la indigencia se reduce en 30 puntos en aquellos hogares que reciben remesas, mientras que la pobreza disminuye 25 puntos. Sin embargo, en lugar de buscar mecanismos que le permitan a la población multiplicar el efecto de los beneficios de su esfuerzo, los países terminan en general convirtiendo las remesas en un sustituto de las inversiones públicas. Por ejemplo, de acuerdo con estimaciones de la Cepal (2005a), mientras el nivel promedio anual de inversión social por persona en América Latina es de 481 dólares, en El Salvador, con un ingreso por remesas equivalente a 16% de su PIB, es de apenas 149 dólares. En contraste, Costa Rica, con ingresos por remesas diez veces menores (1,7% del PIB), reporta una inversión social anual per cápita de 774 dólares.

Orientaciones para una reforma democrática

El Estado en Centroamérica se ocupa de una gama cada vez más amplia de cuestiones sociales. Una aproximación tecnocrática identificaría un proceso de ampliación sustancial del Estado en virtud de la cantidad de innovaciones legales e institucionales realizadas en los últimos años; la proliferación de espacios participativos y de consulta a la sociedad civil; el interés mayor por la descentralización y el gobierno local y el desarrollo como nunca antes de políticas y programas orientados al bienestar social, la superación de la pobreza y la erradicación de la exclusión social. Pese a todo, los logros son pocos, limitados y aislados.

La crítica a la transformación reciente de los Estados centroamericanos no puede ignorar los avances, pero está obligada a subrayar las paradojas y las tareas pendientes. En el haber, los Estados centroamericanos tienen mejores sistemas electorales; un proceso legislativo con mayores posibilidades deliberativas; un sistema judicial comprometido con el cambio; un marco regulatorio consciente de su debilidad y de la necesidad de combatir la corrupción; un espacio deliberativo que no se cierra a la participación ciudadana y un nuevo entusiasmo alrededor de las posibilidades de la descentralización y el desarrollo local.

En el debe están prácticamente todos los resultados asociados con el desempeño económico y social. Por eso, la cuestión del papel del Estado democrático en sociedades como las centroamericanas ha de plantearse en términos de objetivos de cohesión social. No se trata solamente de ponderar la existencia de instituciones, mecanismos y normas, sino de valorar la capacidad de las instituciones para cambiar en sentido positivo las condiciones de vida de las personas.

De ahí que una reforma democrática del Estado demanda, en primer lugar, calidad política. Nada podrá lograrse si la institución básica de la democracia –la representación política– se encuentra debilitada. No hay futuro, ni para la sociedad ni para el mercado, con el retorno a situaciones autoritarias. Pero la integridad de la democracia, como forma del régimen político y modo de vida de la sociedad, depende de la calidad del desempeño de sus actores protagónicos: los partidos políticos.

En ese sentido, el panorama en Centroamérica no es bueno. A los problemas generalizados de confianza y legitimidad que se observan en todos los países, se agregan dificultades particulares que contribuyen a un peligroso distanciamiento de los partidos respecto de la sociedad. En Honduras, los beneficios de la alternancia y la estabilidad de la disputa bipartidista palidecen ante la persistencia de prácticas clientelistas y patrimonialistas que todavía hacen del cargo público un botín. En El Salvador, donde se enfrentan dos fuerzas políticas con visiones realmente diferentes, el juego de la formación de mayorías de circunstancia ha significado un freno a la deliberación política de fondo y ha dificultado la negociación, lo que ha terminado en una fuerte polarización y en la tramitación burocrática de las más importantes reformas económicas: la dolarización y la ratificación del Tratado de Libre Comercio (TLC) con EEUU. En Guatemala, la dispersión y la corta vida son las características de los partidos, lo que ha hecho que el escenario político termine dominado por personalismos y luchas intestinas.

Así, una tarea esencial para un proyecto de reconstitución de las capacidades de los Estados centroamericanos pasa primero por el fortalecimiento de los partidos políticos como instituciones permanentes, con una visión de largo plazo sustentada en presupuestos éticos conocidos y aceptados (lo que puede llamarse también ideología) y con capacidad de representar intereses sociales.

Pero la representación política demanda también nuevos espacios y nuevos protagonistas, nuevos actores y nuevas arenas. Los mecanismos de diálogo social y las organizaciones de la sociedad civil han sido actores importantes en los procesos regionales de la posguerra, aunque con diferencias entre cada país.

Lo que se plantea en el horizonte es un sistema democrático y representativo que haga honor a estas dos condiciones. Democracia, que supone la elección política y la toma de decisiones con recurso a dos reglas básicas: constitución y mayoría (Strasser). Y representación, que significa un vínculo activo entre los agentes políticos y la sociedad.

Una política comprometida con la reforma democrática del Estado supone un equilibrio entre la dinámica de los partidos y la exigencia de la participación directa, entre la necesidad de actuar y consolidar discursos nacionales y la atención a la política local, además de la búsqueda de una identidad comprometida con el cambio incluyente. Esto pone en el primer plano una revisión a fondo de los términos de referencia del modelo impulsado en los últimos años. Avanzar en la reforma democrática del Estado no será posible solo con una voluntad política renovada. El cambio requiere de una profunda revisión de los parámetros sobre los que se mueve la vinculación entre política económica y producción.

¿Pueden las exigencias de desarrollo integral satisfacerse con un Estado mínimo? ¿Puede el Estado desentenderse de la redistribución de la riqueza, la generación de empleo y la seguridad social? En el encuentro entre lo procedimental y lo sustantivo es donde radican las claves para la formación de coaliciones y sujetos políticos capaces de impulsar una reforma democrática del Estado que –a diferencia de los planteos de liberalización mercantilista– debería convertirse en la columna vertebral de un nuevo modelo de desarrollo. Estas aspiraciones son defendidas por numerosas fuerzas políticas y sectores sociales. Pero enfrentan obstáculos e intereses poderosos. Para superarlos, es necesario cambiar los términos de la discusión. La cuestión de la estabilidad futura, para la economía y la sociedad, para los ciudadanos y para el mercado, tiene que ver, en último término, con la construcción de sociedades seguras. Y ésa puede ser una suerte de plataforma mínima para la construcción de una coalición a favor de la reforma democrática del Estado.

Plataforma mínima: la seguridad como fin de la acción del Estado

Centroamérica no puede, por razones fiscales y de realismo político, aspirar a los modelos históricos de expansión del Estado. No se trata de oponer una visión maximalista a los defensores del minimalismo antiestatista. Se debe reflexionar profundamente sobre la calidad de la intervención pública en los ámbitos básicos requeridos para garantizar cohesión social y estabilidad política. En nuestra opinión, esos ámbitos se agrupan en tres órdenes de la seguridad: humana, económica y social.

El Estado, cualquiera sea su perfil institucional o su magnitud fiscal, no puede ceder sus obligaciones en la provisión de garantías mínimas de seguridad para la sociedad. Cuando hablamos aquí de seguridad humana aludimos a una demanda fundamental en la Centroamérica contemporánea: la defensa ante la criminalidad rampante. Hay un evidente abandono de la capacidad de control por parte del Estado en este campo, que se acentúa –y no se mitiga, como equivocadamente podría suponerse– con las tendencias a la privatización creciente de los servicios de seguridad. La garantía mínima para la vida no ha podido establecerse en las democracias centroamericanas de posguerra. La gravedad de la situación actual amenaza con la proliferación de fenómenos que no son otra cosa que la expresión de la insuficiencia de Estado: las extorsiones en El Salvador, los secuestros en Honduras o los linchamientos en Guatemala son ilustraciones cotidianas de esta grave descomposición. El Estado tampoco puede desentenderse de garantizar niveles básicos de seguridad económica. Evidentemente, esto se cumple con respecto a la seguridad de los emprendimientos empresariales, ya que la competitividad exige reglas de salvaguarda para las empresas. La apertura comercial, la disminución del marco regulatorio, el control macroeconómico, en suma, son expresiones del compromiso estatal con la seguridad de las inversiones. Pero no existe el mismo nivel de compromiso con la seguridad económica de las personas. Ella depende principalmente de las garantías mínimas al trabajo y a las prestaciones de seguridad social que de él derivan. El trabajo decente es capaz de proveer por sí mismo, sin mayores intervenciones del Estado, umbrales razonables de protección para las personas ante los riesgos tradicionales de la vida cotidiana. El trabajo decente implica seguros de enfermedad, maternidad y muerte, ofrece pensiones, garantiza una estabilidad de los ingresos que permite pensar en las necesidades de largo plazo (como la educación de los hijos) y proporciona garantías colaterales para el endeudamiento con causa justa (como la adquisición de vivienda). Ofrece también identidad y autoestima. La creación de empleo decente es, por lo tanto, una forma de garantizar un nivel básico de seguridad económica para las personas, lo que exige una activa y sustantiva intervención del Estado.

Finalmente la seguridad que aquí llamamos «social» no es la tradicional, sino que refiere a la forma en que el Estado se ocupa de favorecer la creación, la reproducción y el desarrollo de los vínculos primarios. La seguridad social, en ese sentido, depende de la posibilidad de vivir en un entorno comunitario y familiar que permita el desarrollo de las capacidades individuales. El Estado aquí ha de ser muy activo en la provisión de infraestructura básica, especialmente en las zonas rurales, donde se concentra la pobreza más grave: eso significa servicios públicos, educación y salud. Igualmente tiene que estimular el fortalecimiento de los vínculos asociativos, ya que el capital social conduce a mejoras en el desarrollo integral. Y también debe actuar ante los riesgos de disolución de los vínculos familiares alterados por los procesos de descomposición marcados por la violencia intrafamiliar y las migraciones.

De ese modo, el Estado quizá tenga una oportunidad para reconstituir vínculos nacionales, hoy perdidos en virtud de dos tipos de fuga social: la de los ricos, que, bajo la forma de la transnacionalización, disminuye su interés por el territorio nacional y su destino; y la de los pobres, que no encuentran futuro y parten al exilio económico de la emigración laboral. Si no se contiene este proceso, sociedades sin capital y sin trabajo no tienen más destino que la anarquía y la violencia. Serán también, naturalmente, sociedades sin Estado.

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 210, Julio - Agosto 2007, ISSN: 0251-3552


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