Tema central
NUSO Nº 251 / Mayo - Junio 2014

La política de los muchos

¿Puede pensarse un elemento común a las diversas manifestaciones que, a lo largo y ancho del planeta, vienen dibujando un mapa de protestas en la última década? ¿Cuándo superan verdaderamente las luchas los límites dinámicos impuestos por este nuevo poder que Michel Foucault denominó neoliberalismo? ¿Alcanzan tales apariciones multitudinarias a prefigurar elementos constituyentes de una teoría política no neoliberal? El artículo nombra esta heterogénea forma de aparición pública como «política de los muchos», en la medida en que son fenómenos que desbordan la individualización neoliberal, abren la pregunta por las subjetividades políticas en juego y visibilizan elementos concretos para la crítica del capitalismo en su fase neoextractiva.

La política de los muchos

Cuando a fines de los años 70 Michel Foucault propuso desplazar la mirada desde la centralidad histórica del Estado soberano hacia el gobierno de las conductas, instauró las condiciones para pensar una original dinámica política que, desde entonces, no hizo más que desarrollarse. Los rasgos característicos de las sociedades de «seguridad» o de «gubernamentalidad» actuales se resumen en los siguientes puntos: el medio, y no la persona, es el objeto del poder; el poder opera y extrae saberes a partir de mediaciones destinadas a optimizar todo tipo de intercambio (economía política); el control social debe ser tal que cada quien experimente su propia libertad de elegir dentro de los marcos que le imponen sus circunstancias; la forma dominante de la existencia es la forma-empresa, es decir: todos devenimos empresarios de nosotros mismos y nuestra vida se valoriza en tanto nos producimos como capital humano; las intervenciones del Estado se complejizan y perduran en tanto que este se gubernamentaliza; conductas y contraconductas (es decir, la aceptación de las libertades predeterminadas, o bien la creación de nuevas libertades) no se distinguen a priori, y las luchas no devienen biopolíticas hasta que no superan verdaderamente los límites dinámicos impuestos por este nuevo poder que Foucault denomina, acertadamente, neoliberalismo.

Nuestra hipótesis será entonces que la «política de los muchos» designa los fenómenos de desborde propios de las contraconductas en escenarios y coyunturas políticas muy diversos. Sean la llamada «primavera árabe», Parque Gezi, Plaza Tahrir, Occupy Wall Street, 15-M o las movidas como el #YoSoy132 en México, los estudiantes chilenos, las manifestaciones alrededor del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure (Tipnis) en Bolivia o el movimiento urbano de varias ciudades de Brasil, se trata de fenómenos que cuestionan con cierta efectividad los marcos de la gubernamentalidad y que, en algunos casos, alcanzan a prefigurar elementos constituyentes de una teoría política no neoliberal. E incluso en las sociedades que, como la argentina o la boliviana, han combatido eficazmente contra las políticas neoliberales de los años 90, deslegitimando los núcleos centrales de lo que se conoció como el Consenso de Washington, las contraconductas siguen hoy lidiando efectivamente con una gubernamentalidad de tipo neoliberal desde una agenda de temas muy concreta: la propiedad de la tierra, la cuestión del trabajo, el endeudamiento popular, etc., todos aspectos de lo que puede denominarse como una nueva «fase desposesiva o extractiva» del capitalismo contemporáneo.

Se trata de proponer un marco interpretativo común para pensar comunicaciones políticas entre fenómenos que se desarrollan en contextos complejos, y muy diferentes entre sí, en los cuales sin embargo hay que contar con la irrupción de la política de los muchos. Nos proponemos en este texto pensar esas diferencias de contextos y una temporalización de los ciclos, enfatizando en particular en la coyuntura sudamericana, sin perder de vista el hilo rojo en común de esas manifestaciones.

Taxonomía

La presencia de movilizaciones de gran impacto, sostenidas y dispersas a lo largo y a lo ancho del planeta, incitan las expectativas sobre un nuevo tipo de internacionalismo. La singularidad de cada una, sin embargo, despierta la tentación de confinarlas en sus contextos nacionales. Es justamente la exasperación de esa contradicción lo que vuelve como desafío para pensar la relación entre su universalismo –cuando ya no viene dado por una teoría revolucionaria y una herramienta organizativa en común– y su singularidad, si se entiende esta palabra como lo contrario de un particularismo difícil de traducir.

Quedamos obligados así a un ejercicio de taxonomía mínima, un intento de descripción capaz de producir una cierta imagen de la rebelión. Por un lado, están las revueltas que pusieron en crisis la legitimidad política del neoliberalismo en América Latina. Por otro, las protestas europeas surgidas desde 2008, emergentes con la crisis ahora llamada «global», en tanto rebeliones contra la austeridad como forma de gestión política de la crisis. De alguna manera, ambos ciclos se pueden inscribir en la misma secuencia, incluso produciendo una suerte de «descentramiento» o «provincialización» de Europa1, en la que América Latina queda en posición de anticipar un tipo de escenario. Por su parte, los levantamientos de Oriente Medio y el norte de África no solo aleccionan sobre los regímenes corruptos y antidemocráticos, sino que formulan una crítica concreta a la tríada de la democracia formal entendida en términos de lo que Alain Badiou llama «negociación-representación-elección».

Se puede construir otra secuencia con una suerte de segunda ola o nuevo ciclo en América Latina, constituido por las protestas y luchas que se dan ya en la temporada de los llamados «gobiernos progresistas». En Bolivia, las resistencias frente a la decisión del gobierno de construir una ruta que cruzaría el Tipnis han convocado una secuencia de protestas y movilizaciones que, según Silvia Rivera Cusicanqui, portan una novedad indisimulable: «la convergencia de indígenas con una diversidad de agrupaciones ecologistas, activistas culturales, feministas e indianistas, además de un nutrido bloque de organizaciones y grupos anarquistas»2. Confluye una militancia que acude a las redes sociales pero que, en la medida en que no es puramente virtual-comunicativa, también se siente interpelada en términos de sus propios modos de vida.

A su manera, el Movimiento Pase Libre, expandido a muchas ciudades de Brasil, impacta también sobre los modos de vida urbana porque reclama un tipo de uso y derecho a la ciudad que no puede agotarse ni confinarse en el consumo y el endeudamiento popular propuesto como modelo de progreso e inclusión por las políticas estatales. Como destaca Peter Pal Pelbart, lo que pasó fue posible porque «la imaginación política se destrabó y produjo un corte en el tiempo político», y ese espacio no se llena ni completa con ninguna pregunta de tipo policial: ¿quiénes son los manifestantes?, ¿qué quieren? Sin embargo, de estos movimientos se desprende un modo de crítica concreta a una forma con la que se promociona el modo de vida encuadrado por una segmentación de los espacios y los consumos, que también se expresa en los rolezinhos, esas performances de apropiación que mostraron la provocación de los jóvenes de las periferias en la escena impoluta de los shoppings3.

En Argentina, las luchas contra la megaminería y la dinámica de apropiación popular de tierras a partir de tomas masivas van perfilando un «nuevo conflicto social» que emerge en la trama compleja de las actividades neoextractivas, la difusión del narco como negocio en los territorios, un boom inmobiliario (tanto del mercado formal como informal) y los agronegocios: es decir, los múltiples procesos económicos e institucionales gracias a los cuales el beneficio capitalista adopta la forma general de la renta financiera, que impactan con violencias difusas y desregladas en las vidas cotidianas y reorganizan la soberanía sobre el territorio4. La característica novedosa de esta serie de protestas en América Latina, a diferencia de lo que sucedía hace una década y a diferencia de la resistencia a la austeridad que se despliega en Europa, es que estas protestas se producen en momentos de crecimiento y auge del modelo «neodesarrollista» impulsado por los llamados «gobiernos progresistas», en una fase que se pretende superadora del momento de privatización y restricción neoliberal. Sin embargo, hay que decir que el mismo boom de consumo de clases medias y populares lo vive Perú, donde esa ampliación del consumo depende menos de la inscripción del gobierno en la ola progresista que recorre la región, y mucho más de un ensamblaje entre economías exportadoras y un dinamismo histórico del emprendedorismo a escala de masas. Es en ese país donde el mapa de los conflictos contra las megaexplotaciones mineras (y los negocios de minería ilegal) es también más profundo y más extendido.

Por otro lado, el caso de Chile es paradigmático, ya que los movimientos estudiantiles y regionales por la autonomía territorial (especialmente, mapuches) abrieron en pleno gobierno de Sebastián Piñera la posibilidad de una nueva agenda de temas y del retorno de la Concertación, con las propuestas de reforma constitucional, del sistema educativo y del sistema tributario5. Casos de continuidad con el neoliberalismo puro y duro más complejos los representan la Colombia tomada por el paro nacional campesino de 2013 y el México nuevamente priísta con el #YoSoy132 y el recrudecimiento de la ofensiva paramilitar contra las experiencias autónomas en nombre de la guerra contra el narco. También Paraguay vibra y se oscurece con el tratamiento represivo del conflicto social, de naturaleza esencialmente campesina, a partir de la lucha por la tierra, en el contexto –tan conocido en el Cono Sur– de la ampliación de la frontera sojera y la concentración del negocio agroexportador.

Perspectivismo

En las preguntas que se le dirigen a este tipo de movimientos ya están envueltas las premisas de las que parte su análisis. Entre quienes dudan de su eficacia y capacidad de duración, anida la desconfianza visceral en aquello que solo se vislumbra como espontaneísmo, como pura discontinuidad desorganizada. Más productiva es la pregunta por la inteligencia política que expresan estas manifestaciones. Por «inteligencia» entendemos una capacidad de acción y una coordinación afectiva que logra movilizar a miles de personas en el espacio público y que, como proponemos, tiene una capacidad de antagonizar con la gubernamentalidad neoliberal desde cuestiones concretas. En la diversidad más heterogénea, tal vez todas las manifestaciones tengan en común poner en escena un «momento insurreccional», un punto de fuga respecto a las premisas que señalamos al principio como propias del régimen de soberanía ligado a la seguridad.

Para Étienne Balibar, la insurrección representa una posibilidad permanente tanto en su carácter pasado, ya que remite a la fundación democrática de toda Constitución, como en su modalidad futura, como potencia frente a las limitaciones y exclusiones que afectan la realización democrática. El ritmo y el espesor mismo de lo que se llama «invención democrática» estarían así secuenciados por la propia dinámica insurreccional. La insurrección, para usar el concepto de Gilles Deleuze, sería siempre una virtualidad: es decir, una posibilidad real aun si no actual, que opera a la vez dentro y fuera de lo que existe. De hecho, sabemos muy bien que toda revolución inevitablemente resulta traicionada, por lo que nada se vuelve más reaccionario que evaluar la acción de las contraconductas a partir de la perspectiva del «porvenir de la revolución». Más si tenemos en cuenta, como lo hace Deleuze, que los muchos no extraen sus motivos para «devenir revolucionarios» de las coordenadas históricas ni macropolíticas, sino del hecho de que las circunstancias se les tornan insoportables. Los «devenires revolucionarios» se despliegan así entre la imposibilidad de hacer la revolución y la imposibilidad de dejar de hacerla6. ¿Qué potencia política efectúan estos devenires?

Podríamos puntualizar la potencia de los muchos en tanto que muchos a partir de estas características:

a) una capacidad de desborde de lo que aparece como la práctica misma de la vida como capital. En este punto, las revueltas ponen un límite a la omnicomprensión de lo que acontece en la distribución de espacios y recursos bajo una lógica neoliberal, del orden estrictamente individual con que se miden las oportunidades vitales;

b) en este punto, las contraconductas que se manifiestan ponen en acto el espacio-tiempo de otra organización de la racionalidad colectiva, entendida en abierta disputa con la noción liberal de libertad. El tipo de saldo en términos de experiencia subjetiva que dejan los momentos de autoorganización y rebelión traman una continuidad por abajo, capaz de expresarse en otra temporalidad y en otra idea de «oportunidad política»;

c) estas contraconductas desbordan los modos de clasificarlas que llueven rápidamente sobre ellas desde los medios de comunicación, el sistema político o la militancia partidaria. En ese sentido, la acusación que se les dirige no es tanto una u otra etiqueta, sino la imposibilidad de entender políticamente sus reclamos. Y esto se debe a que todo movimiento que no se traduzca en «demanda» comprensible, tanto en su contenido como en su interlocución desde las estructuras existentes, es rápidamente marginalizado y minorizado;

d) finalmente, estos movimientos tienen la capacidad de retomar la noción de derechos como desprendida de una potencia, y no como una gracia jurídica, siempre capaz de volverse una política reversible. Esto es así porque las luchas, puestas en perspectiva como momentos insurreccionales, marcarían la exigencia de ampliación de las fronteras de derechos, pero sobre todo de prácticas de apropiación popular de recursos y maneras de hacer que inventan cada vez el dinamismo político democrático.

En América Latina, los gobiernos progresistas difundieron la racionalidad estatal como épica de la batalla contra el neoliberalismo. Para muchos movimientos sociales, esto se tradujo en una obediencia voluntaria: se desplazaron de la función política de la invención democrática a la posición defensiva entendida en términos de apoyo y defensa del gobierno. Para volver a Balibar: cuando esta función conservadora gana a los portadores de la posibilidad insurreccional, ellos pierden la fuerza «de resistirse a su propia ‘desdemocratización’»7. Es decir, la obediencia achica las posibilidades a una actitud meramente de defensa del gobierno en cuestión. La propia fuerza, como fuerza también decisiva en la conservación de espacios, es desestimada a favor de la pura delegación política.

En tal sentido, este criterio que proponemos de las luchas y protestas que rebasan el marco de la gubernamentalidad como forma de gestión empresarial de las vidas y de las dinámicas propias de un capitalismo de tipo expropiatorio permite diferenciarlas de manifestaciones como las que acontecen en Venezuela contra el proceso chavista o de los cacerolazos argentinos de fines de 2012. Estas últimas exhiben un contenido político que articula un frente reaccionario, en el sentido de que ponen la propiedad privada como base de constitución de toda subjetividad. La propiedad privada, en estas protestas, se vuelve condición transcendental o a priori de toda racionalidad pública, y por esa razón obtienen la gracia inmediata de los grandes medios de prensa.

Poder destituyente

La mirada puesta en los devenires revolucionarios de «los muchos», asunto diferente del porvenir de la revolución, deja lugar para la pregunta de cómo esta dinámica «involuntariamente política» puede producir una secuencia auténticamente política. Esta secuencia comienza en el momento en que lo intolerable da sitio a una mutación afectiva que produce nuevos enunciados, nuevos funcionamientos entre los cuerpos, y provoca lo que Félix Guattari ha llamado «materia de posibles»8. Si miramos los efectos de las «políticas de los muchos» de 1994 a la fecha, podemos encontrar tres momentos no simétricos: a) un momento destituyente, que va del «¡Ya Basta!» zapatista al «¡Que se vayan todos!» gritado en Argentina en 2001; b) un momento de innovación/recuperación institucional por la vía de modelos de gubernamentalidad que toman nota del descontento y ofrecen modificaciones institucionales (en la línea de la teoría de los populismos propuesta por Ernesto Laclau) y c) momentos auténticamente constituyentes (es decir, de producción de deseos, afectos, ideas: de modos de hacer, modos de vida). En este último punto se ha mostrado una y otra vez la debilidad de la «política de los muchos». Sin embargo, vamos a intentar señalar cómo el segundo momento no anula completamente la comunicación entre destitución y constitución. Esta comunicación se revela en el hecho de que no hay modificación institucional que por sí misma pueda superar la distancia que, según Giorgio Agamben, se da entre legitimidad y legalidad de las instituciones del sistema de la governance en Occidente. El hilo rojo que va de la destitución a la constitución tiene momentos centrales en las nociones de «modos de vida», «creación de posibles» y «agenciamientos» o «dispositivos» que ponen en funcionamiento un nuevo tratamiento de la existencia. Este tercer momento es el que liga de un modo nuevo lo extrainstitucional y la creación de instituciones. Se trata de comprender que la destitución es sobre todo reapertura y problematización, y no mero rechazo o momento negativo. O, dicho de otro modo, se trata de comprender cómo ese rechazo supone una ocasión para replantear procesos. Los posibles no existen como mera virtualidad, sino como ocasión para trazar nuevas relaciones, para explotar las posibilidades abiertas por las insurrecciones. Estos posibles no existían «lógicamente» antes de la mutación afectiva corporal de la insurrección. Para ponerlo en imágenes: las modalidades de gestión que emergieron con la «guerra del agua» en Bolivia, en 2000, las instancias de autonomía que instituyeron los caracoles zapatistas y ciertas formas autogestivas en fábricas recuperadas y en movimientos de desocupados en Argentina son expresiones de elementos constituyentes, en tanto portan y expresan una invención democrática que abre posibilidades prácticas e imágenes políticas de una nueva constitución material de la vida colectiva. Aun así, el problema clave de esta sucesión cíclica e imprevisible de manifestaciones, que es la relación entre momento destituyente o insurreccional y capacidad de constitución política o de poder instituyente, se vincula con la temporalización de la política de la que es capaz la pragmática de los muchos en tanto muchos. En esa relación se jugaría, de algún modo, la posibilidad de un realismo popular capaz de combinar insinuación de nuevas posibilidades de vida concreta y rechazo de las modalidades existentes.

Agamben, en una conferencia reciente en la convulsionada Grecia, duda de la productividad de seguir confiando en la capacidad constituyente de las luchas9. En la medida en que el poder constituyente supone un momento de elaboración futura de ley e institución, en la etapa actual eso significaría no escapar al estado de seguridad. En esa tesis, la línea a seguir es una radicalización de la potencia destituyente como momento de invención de época. En la estela benjaminiana de la violencia fundadora, Agamben argumenta: «Mientras que el poder constituyente destruye la ley para recrearla, el poder destituyente, en tanto que depone para siempre la ley, se abre hacia una verdadera época histórica». De esta manera, lo destituyente implica «antes que nada, el redescubrimiento de una forma-de-vida, el acceso a una nueva figura de esa vida política cuya memoria el Estado de Seguridad trata de eliminar a toda costa»10.

En los últimos años, el debate entre algunos filósofos de la izquierda se situó sobre el mismo interrogante: cómo convertir en otra política estas irrupciones masivas. En una serie de congresos y publicaciones, Badiou sostuvo que se trataba de rescatar la «idea» comunista dentro de su teoría del acontecimiento, en la cual las subjetividades emancipatorias emergen por ruptura y no por continuidad de la situación capitalista. Toni Negri ha respondido que no se puede ser comunista sin ser marxista: es decir que la «ruptura» no es mera discontinuidad con las determinaciones, sino construcción y desplazamiento a partir de ellas. Badiou, por su parte, contraataca con el argumento de que el capitalismo no ha producido más que barbarie a lo largo de su historia, y por lo tanto conocer la historia de la explotación no provee de por sí claves para la emancipación; de esta manera, recusa algo así como el saber sociológico para la estrategia revolucionaria y prioriza el elemento subjetivo. Negri, por el contrario, sostiene que solo a partir de las fenomenologías concretas de la explotación capitalista y de las resistencias que en él y en su contra se producen resulta imaginable el comunismo.

La crítica que surge de las calles

¿Devienen comunistas «los muchos»? La inquietud de la teoría tiene que ver entonces con cómo situar lo que tienen en común personas muy distintas que se convocan en un espacio público frente a escurridizas caracterizaciones que no terminan de coagular en una identidad más o menos reconocible y que, sobre todo, no permanecen estables. Especialmente cuando, como en el caso de los países latinoamericanos del arco progresista, los últimos años se caracterizaron por producir fuertes dinámicas de polarización impulsadas desde arriba que dividieron el espectro entre adherentes y opositores. Es ese binarismo el que se pone en marcha sobre manifestaciones que no se dejan leer ni encuadrar desde esa polarización, y surte efecto en su sentido reduccionista, limitando lo que se mueve al juego de apoyos o desacatos respecto a la política del gobierno. El tipo de totalización de la que da cuenta el mecanismo de polarización, más allá de ocupar uno u otro ángulo, es el verdadero problema, en la medida en que las dinámicas que cuestionan esa distribución de lugares y su traducción en formas políticas y sensibles quedan cuestionadas, desmerecidas, minorizadas y, finalmente, pasan por «incontadas».

Sin embargo, el último ciclo de manifestaciones que señalamos para América Latina rompe por fin la camisa de fuerza de esta polarización. A pesar de que tanto en Bolivia como en Argentina11 y Brasil se intenta etiquetarlas como marginales y, al mismo tiempo, «destituyentes» (de la legitimidad estatal, autoidentificada como nacional y popular), estas variadas protestas son capaces de ir más allá y volver a poner en discusión elementos de una crítica al capitalismo de tipo extractivo en la región.

Por extractivo nos referimos a un modo amplio de nombrar las formas actuales de explotación, más allá de la referencia a la reprimarización de las economías latinoamericanas como exportadoras de materias primas. Por extractivismo en sentido amplio queremos entender el papel que juegan especialmente los territorios de las periferias urbanas en este nuevo momento de acumulación. De otro modo, esos territorios, que son también los que se convulsionan con dinámicas como los saqueos en Argentina y los rolezinhos en Brasil o que impulsan un expansivo mercado inmobiliario informal de ocupación de tierras, quedan periferizados en la trama productiva al pensarse la economía latinoamericana solo vinculada a las materias primas y al campo reconvertido según los mandatos del agrobusiness.

Bajo este prisma de las formas extractivas que estructuran la fase actual, pueden leerse los prototipos de valorización hegemonizados por las finanzas y las formas institucionales a las que dan lugar, pero también desde allí es posible pensar en otra clave las contraconductas que, precisamente, desbordan esas modalidades que organizan las vidas como incluidas o excluidas, ambas según nociones neoliberales.

Así, lo que aparece es que el neoliberalismo crea también modos de inclusión y no solo de exclusión, como se lo conoció en los años 90 en el continente, extendiendo esos parámetros neoliberales a la creación de nuevas formas ciudadanas. De modo tal que ciertos derechos ligados a subsidios dan lugar por ejemplo a una ciudadanía por consumo, que ya no es la del siglo XX que organizaba la ecuación ciudadano-trabajador-consumidor, sino una fuertemente vinculada a funcionar como un incentivo que, junto al dispositivo de la deuda generalizada12, impulsa a nuevas modalidades de creación de valor.

Se trata de un desarrollismo, el de estos países, que no considera el espacio nacional como espacio uniforme (como se lo imaginaba en los años 50 o 70), sino que cabe mejor en lo que A. Ong considera posdesarrollismo: decisiones económicas del Estado y las corporaciones que favorecen la fragmentación del Estado nacional y operan a través de una regulación diferencial de poblaciones según ellas estén conectadas o desconectadas del capital global. Esto produce una «geografía posdesarrollista» que multiplica zonas diferenciadas y, por tanto, proyecta formas variadas de mecanismos de gobierno.

El discurso desarrollista, entonces, mientras promueve la imagen de una nación inclusiva e integrada, se ve cuestionado justamente por la emergencia de esas ciudadanías diferenciales que son jerarquizadas negativamente, de modo clasista. No es casualidad que la cuestión del racismo y el eje de la seguridad aparezcan como reaseguro último del estallido de ese paisaje altamente heterogéneo y estratificado y que tomen la forma de manifestaciones callejeras. En esta línea se inscribe el debilitamiento de la ciudadanía estatizada de la que habla Balibar, ya que la forma de supervivencia de esa institución clásica es la de la governance como una forma de estatismo sin Estado. Dicho de otro modo, el Estado gubernamentalizado.

Por un nuevo derecho a la ciudad

La imagen que dejan estas manifestaciones en términos de teoría política es una forma de ciudadanía expresada como derecho a la ciudad, un nombre para la forma de ciudadanía posestatal. Retomando la expresión de Henri Lefebvre sobre «el derecho a la ciudad», David Harvey reseña que los movimientos sociales de los últimos tiempos han incorporado la dimensión urbana como parte de sus reclamos y reivindicaciones. Sin embargo, señala: «reclamar el derecho a la ciudad es, en efecto, reclamar el derecho a algo que ya no existe»13. Como significante vacío, el derecho a la ciudad es una invocación a la creación más que al acceso de algo ya existente. «La definición del derecho es en sí mismo objeto de lucha, y esta lucha debe darse en concomitancia con la lucha por materializarlo». Harvey apuesta a crear «nuevos espacios comunes» para la sociabilidad y para la acción política. Y, aclara, «no necesitamos esperar la gran revolución para construir esos espacios». Nos interesa remarcar este punto: en nuestros días, el derecho a la ciudad se materializa en un conjunto de luchas que al producir espacios comunes producen la ciudad. Los derechos pueden reivindicarse bajo la premisa de esa constitución de lo urbano como trama común no preexistente.

Trabajada y empujada desde el interior por un «conatus de emancipación», la relación entre los sujetos y la fórmula de la ciudadanía se ve permanentemente desbordada. El problema no es solo el Estado y/o su más allá, sino los modos en que el Estado se articula como un elemento de la gubernamentalidad neoliberal y, por tanto, restringe la capacidad de antagonismo de esa ciudadanía posestatal.

La verdadera tensión de ese derecho de los muchos a la ciudad está dada por la apropiación plebeya. «¿Por qué las reivindicaciones de poderes ampliados para el pueblo o la emancipación en relación con la dominación que se traduce en nuevos derechos revisten de modo inevitable un carácter insurreccional?»14. Tal vez en ese límite o frontera se vislumbra mejor la fuerza de los muchos. Como lo dijo Paolo Virno: «Los muchos deben ser pensados como individuación de lo universal, de lo genérico, de lo común compartido». El punto que Virno remarca es que esta forma de ser de los muchos –que es la multitud de la filosofía de Spinoza– es una «forma permanente, no episódica o intersticial»15. Supone así una temporalidad que vislumbra otra forma de pensar la recurrente aparición de los muchos. Justamente, como una virtualidad siempre presente.

  • 1. 1. Para este tema, v. Miguel Mellino: «(Ri)fare l’Europa. La bancarotta dell’Europa attraverso il prisma della razza e delle migrazione” en Euronomade, s./f., www.euronomade.info/?p=1955; Sandro Mezzadra y Antonio Negri: «Romper el encanto neoliberal: Europa como terreno de lucha» en Euronomade, s./f., www.euronomade.info/?p=1387, y Franco Berardi: La sublevación, Artefakte, Barcelona, 2013.
  • 2. Para un análisis riguroso y detallado, v. S. Rivera Cusicanqui: «Del mnr a Evo Morales: disyunciones del Estado colonial» en Bolpress, 31/12/12, www.bolpress.com/art.php?Cod=2012123104.
  • 3. P. Pal Pelbart: «Anotá ahí: yo no soy nadie» en Lobo Suelto!, 22/6/2013,
  • 4. V. Gago y Diego Sztulwark: «Del 2001 al nuevo conflicto social: una genealogía de la gubernamentalidad actual» en Herramienta No 54, otoño de 2014.
  • 5. Esteban Valenzuela (ed.): Aproximaciones a una nueva Constitución. Principios y artículos para un Chile justo, libre y fraterno, El Desconcierto, Santiago de Chile, 2014.
  • 6. Analizando las manifestaciones del Parque Gezi, en Turquía, Serhat Karakayali y Özge Yaka ponen en continuidad el elemento común con Plaza Tahrir, Zucotti Park o Plaza Syntagma desde una lectura similar: «han creado alguna forma de participación democrática en su propio proceso de ‘devenir’, y evolucionan hacia el futuro que reclaman, mostrándonos la semillas de la ‘comunidad por venir’». S. Karakayali y Ö. Yaka: «The Spirit of Gezi. Reflections on the Recomposition of the Multitude», 2013, en prensa.
  • 7. E. Balibar: Ciudadanía, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2013, p. 64.
  • 8. F. Guattari: Líneas de fuga. Por otro mundo de posibles, Cactus, Buenos Aires, 2013.
  • 9. G. Agamben: «Por una teoría del poder destituyente» en Lobo Suelto!, 10/2/2014, http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/2014/02/por-una-teoria-del-poder-destituyente.html.
  • 10. Ibíd.
  • 11. La singularidad de la situación argentina se debe a que allí se dio el máximo contraste entre intensidad destituyente y moderación constituyente. Las formas callejeras sobrevivieron como recurso disponible para todo tipo de fuerza de presión sobre la gubernamentalidad. Las movilizaciones realmente existentes de los muchos se desarrollan como mixto oscilante entre el polo de la producción de modos comunes de existencia y aquel fundado en la premisa de la propiedad privada.
  • 12. Maurizio Lazzarato: La fábrica del hombre endeudado. Ensayo sobre la condición neoliberal, Amorrortu, Buenos Aires, 2013.
  • 13. D. Harvey: Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana, Akal, Madrid, 2013.
  • 14. E. Balibar: ob. cit., p. 54.
  • 15. P. Virno: Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporáneas, Colihue, Buenos Aires, 2013.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 251, Mayo - Junio 2014, ISSN: 0251-3552


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