Tema central
NUSO Nº 254 / Noviembre - Diciembre 2014

La oposición boliviana, entre la «política de la fe» y la «política del escepticismo»

Las derechas bolivianas se dividen, según una geometría variable, en dos tipos: una denegatoria y otra dialogante con el proceso dirigido por Evo Morales. En las últimas elecciones, el 12 de octubre de 2014, estos dos espacios fueron representados respectivamente por el ex-presidente Jorge «Tuto» Quiroga y por el empresario y ex-constituyente Samuel Doria Medina. Ambas derechas deben hacer política bajo el nuevo orden que se ha ido consolidando en el país. El desafío es pasar de una Oposición (con mayúsculas) fuera del nuevo orden establecido, a una oposición con minúsculas, capaz de aspirar a ocupar el gobierno bajo el sistema de alternancia democrático.

La oposición boliviana, entre la «política de la fe» y la «política del escepticismo»

Cuando una sociedad atraviesa procesos profundos de transformación que alteran sus formas de producir y distribuir lo producido, es decir, su forma de resolver el «problema económico», y que en consecuencia desplazan clases sociales hacia el poder o fuera de él, destrozando algunos partidos y encumbrando a otros desde la nada; cuando en su seno se erigen nuevas elites políticas, nuevas elites intelectuales y hasta nuevas elites frívolas; cuando de la noche a la mañana se empoderan y enriquecen sectores que antes vegetaban en la periferia de la «vida social»; en fin, cuando la continuidad histórica se ve abruptamente interrumpida por una crisis más o menos integral, que en algunos casos los historiadores describen como «revoluciones» o «contrarrevoluciones», y en otros como «crisis de posguerra» o «grandes depresiones», en esos momentos aparecen en el escenario político fuerzas y personalidades que los observadores externos querrían agrupar en una suerte de «corte del rey destronado».

Estos individuos y asociaciones, generalmente comprometidos con los gobiernos y las instituciones económicas y sociales del periodo previo al «cataclismo» –que no siempre debe ser extremadamente violento para ser percibido como tal–, son conducidos por sus viejas lealtades y sus nuevos resentimientos, por la lógica agonista de los acontecimientos históricos de la hora, así como por derrotas económicas y políticas específicas, hacia un estado ambiguo y fluido de reproche que convendremos en llamar «Oposición» (con mayúscula).

Usamos la mayúscula para destacar que las fuerzas de Oposición no están institucionalmente insertas en el nuevo sistema político que emerge de la crisis como alternativas de conducción de ese sistema (como sí lo está la «oposición» sin mayúscula). Estas fuerzas no se cuadran a lo sucedido (al «cambio») y quieren revertirlo, en una primera etapa, cuando esto todavía parece posible; después, si no lo logran, quieren socavarlo mientras no se haya asentado plenamente; y cuando finalmente se ha asentado, si esto ocurre, quieren reconducirlo de maneras reformistas o destruirlo radicalmente.

Como se ve, muchas son las posibilidades que se abren ante la Oposición, que así adquiere una geometría variable, es decir, una forma capaz de modificarse en cada momento, como lo hacen las alas de un avión según esté volando o aterrizando. Para los propósitos de este artículo, sin embargo, asignaremos un límite a esta plasticidad y fluidez: diremos que la Oposición es incapaz de convertirse en «oposición», es decir, de ser absorbida por el sistema político emergente, lo que supone una determinada caracterización de este sistema, en la que no entraremos en este artículo; digamos simplemente que implica una mayor rigidez y verticalidad que la democracia liberal «normal».

La metáfora de la geometría variable implica un entendimiento de la política como un juego libre –aun cuando las situaciones en las que se desenvuelva sean constringentes– y, por tanto, como un objeto de análisis cambiante e irregular, es decir, poco modelizable. El gran politólogo conservador Michael Oakeshott decía que la política era la «búsqueda de las insinuaciones de la realidad», y esto es tan válido para ejercitarla como para comprenderla. El dudoso trabajo del análisis político consiste en establecer una relación probable entre estas insinuaciones a fin de atribuirles cierta racionalidad y previsibilidad, e incluso, yendo más allá, encontrarles causas, aunque no se las entienda de forma determinista. Pero la realidad rara vez se insinúa de una forma clara y fácilmente transmisible.

El maravilloso ensayo póstumo de Oakeshott divide el quehacer político en dos grandes tendencias o, para usar las palabras del autor, dos «estilos» de actuación, que denomina la «política de la fe» y la «política del escepticismo»1. Aquí la pregunta obvia es ¿fe o escepticismo en qué? Y la respuesta es: en la propia política, en sus facultades para trastocar lo dado y alterar el curso de la historia, en su capacidad de imponer la voluntad de una generación, un partido o una colectividad al orden heredado. La primera de estas políticas, la de la fe, confía en esas facultades y da por supuesta esta capacidad. La otra duda profundamente de ellas y, en el extremo, las niega. Oakeshott encuentra expresiones de estos dos tipos ideales de política, que considera típicamente modernos, en las prácticas de gobierno, mientras que nosotros los usaremos –esperemos que justificadamente– para clasificar prácticas de Oposición.

La política de la fe: la Oposición denegatoria

Cuando una facción o un individuo de la Oposición hacen política de la fe, es decir, tienen fe en la política, proyectan esta confianza hacia el pasado y el futuro. Al hacer lo primero, consideran que el cambio social que están sufriendo/enfrentando ha sido el resultado de la subjetividad política, es decir, de una maquinación de fuerzas claramente identificables, poseedoras de un plan y de la capacidad de ejecutarlo, que aprovecharon una situación favorable para tomar el poder y, una vez en él, usaron el aparato y los recursos del Estado para construir unas bases de sustentación que ulteriormente les darían estabilidad política. Consideran el proceso del que han sido víctimas como intencional, con insospechadas ramificaciones internas y en el extranjero, operado por objetivos muy concretos (la obtención del poder, el enriquecimiento de determinados grupos, la ejecución de ideologías revolucionarias, el cumplimiento de designios mafiosos, etc.), y por tanto consumado en la «superficie» de la historia; por eso lo encuentran equiparable a otras revueltas previas o, mejor aún, a un golpe de Estado que en este caso no ejecutan los militares, sino unas masas enardecidas que actúan como «rebaños», sin esclarecimiento intelectual, por contagio o «psicología de masas», por pura negatividad respecto al pasado (envidia, rechazo a ciertas ideas y prácticas anteriores, revanchismo frente a pasadas derrotas), es decir, manipuladas por sus líderes que, en cambio, saben muy bien lo que quieren, y que triunfan porque se les da espacio para hacerlo, es decir, justamente, porque hacen política. Pero estos líderes también pueden ser detenidos, cuando no se interponen los blandos o los traidores que los toleran, o cuando se «explican» mejor las razones contrarias al cambio (cuando la Oposición hace, entonces, una mejor política).

Por tanto, la política de la fe responde a una concepción voluntarista de la historia, que no solo se verifica en lo que un sujeto puede hacer, sino también en lo que los demás son capaces de lograr en su contra: en el extremo, reduce la historia a una sucesión de conspiraciones y contraconspiraciones, como ejemplifican, en el caso boliviano, unas declaraciones de Carlos Sánchez Berzaín, el hombre fuerte del ex-presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, sobre la causas de la caída de este último en octubre de 2003: «No fue uno, fueron tres los intentos de desestabilización y derrocamiento del presidente», dijo en una entrevista para CNN en español. «Evo Morales [respaldado por el castrismo y Hugo Chávez] logró derrocar a Sánchez de Lozada mediante un procedimiento violento, delictivo y deliberado para terminar con la democracia», añadió. Y expresó así la confianza en la política de la que hablamos: «este derrocamiento –dijo– fue un movimiento político disfrazado de movilizaciones»2. Otra allegada a Sánchez de Lozada, su hija Alejandra, ha afirmado que su padre sufrió un «golpe de Estado» orquestado por Evo Morales y el actual vicepresidente Álvaro García Linera3.

Luego de la fuga de Sánchez de Lozada del país, ocupó el cargo su vicepresidente Carlos Mesa, quien aprobaría la amnistía de los sublevados contra su antecesor, lo que no le impidió describirlos posteriormente de la siguiente manera:

Era una suerte de montoneras callejeras con objetivos tácticos concretos, que respondían a la estrategia de destrucción del sistema en su conjunto. La violencia de ida y vuelta fue el ingrediente catalizador de esa reacción. Jaquear al Estado desde todos los flancos, romper la racionalidad entre demanda, negociación y resultados, apretar siempre con el maximalismo, abrir nuevos flancos en cuanto unos se cerraban, presionar y presionar sin descanso.4

El propio Mesa fue considerado como un conspirador que en su gobierno abrió el paso al populismo por Irving Alcaraz5 y, en parte, por Cayetano Llobet, quien añadió algunos atributos al retrato que ya conocemos de la multitud que venciera a Sánchez de Lozada, y que según él lo hizo para triunfar

sobre el poderoso, el millonario, el gringo que siempre había ganado en todo y contra todo lo que se le pusiera en frente. No es un tema menor desde el punto de vista de la sociología y, menos, desde el punto de vista de la psicología social. Aquel que había hecho de su inteligencia, de su ingenio, de su creatividad, de su dinero y de su acento, motivos de admiración y de complejo, resultaba derrotado, incuestionablemente derrotado –el derrocamiento es la peor forma de derrota– como forma de castigo a todo lo que habían sido sus motivos de orgullo.6

Mesa, Llobet y Alcaraz gustan de las metáforas como «el vendaval populista», «la tormenta de octubre», etc.; expresiones del poder puro de la política.

Las evaluaciones de este tipo son ahora imposibles en una Bolivia subyugada por el mito de Octubre de 2003 como la fecha de nacimiento de una nueva sociedad7, así que la política de la fe se orienta hacia el presente y el futuro. Por ejemplo, para una parte de la Oposición, el proceso que comenzó en 2003 no mantiene su vigencia más que por medio del reparto de prebendas, la propaganda inductora del voto y el fraude. Si no fuera por estas acciones (que de hecho son políticas en el sentido antedicho de manipulaciones de las circunstancias sociales de acuerdo con un plan), entonces la acción opositora (política también en ese sentido) se habría impuesto inevitablemente. Una prueba cómica de esta creencia la suministró el ex-presidente Jorge Quiroga, exponente actual de esta clase de Oposición. Durante la campaña de 2014, Quiroga prometió que se comería su corbata y su reloj si su rival Evo Morales lograba 60% de los votos, como las encuestas anticipaban. Luego de las elecciones, se excusó de cumplir esta promesa porque se le estaba pidiendo hacer algo «en base a un fraude, ha sido un resultado donde se han robado hasta los últimos curules. Este ha sido un resultado fraudulento»8. En ambas situaciones (la apuesta y la explicación de por qué no la honrará), Quiroga ejemplifica la fe en la capacidad de las acciones políticas para definir la situación social.

Decimos que este tipo de Oposición es denegatoria porque no ve por qué razón debería inhibirse de negar absolutamente el proceso social que aborrece para sustituirlo por otro. Finalmente, todo sería cuestión de voluntad: dependería de la eficacia de la acción política. Imagina esta Oposición, por ejemplo, una nueva Constitución que sustituya la aprobada en 2009 por impulso del Movimiento al Socialismo (MAS) de Morales. O una cancelación del Estado plurinacional que establece esta Constitución y el retorno a la República de Bolivia del pasado. O la privatización –aunque sea por la vía del «capitalismo popular»– de la empresa petrolera estatal. Quienes objetan estas ideas y se preguntan por la conveniencia de lanzar al país de nuevo a la vorágine de una contrarrevolución, que sería seguida poco tiempo después por una nueva revolución, son considerados por esta Oposición como conciliadores y «enfermos del síndrome de Estocolmo». Por esta razón, la figura que reverencia es la del venezolano Leopoldo López, líder de una maniobra de «política pura» llamada «La salida» con la que, como se sabe, la Oposición venezolana pretendió desplazar al presidente Nicolás Maduro del poder, organizando movilizaciones populares en contra del desbarajuste económico del país.

La política del escepticismo: la Oposición dialogante

Salvando las distancias literarias y temporales, comparemos las explicaciones conspirativas del pasado y del presente/futuro que hemos visto con el escepticismo respecto al peso histórico del cambio social que expresa el padre del conservadurismo, Edmund Burke, un año después de la Revolución Francesa. Estamos, dice Burke con intención irónica, ante el «acontecimiento más asombroso que hasta ahora ha sucedido en la historia del mundo». Pero no por su grandiosidad, sino porque

las cosas más extrañas son en muchos casos realizadas por los medios más absurdos y ridículos, de la manera más ridícula y con los instrumentos más despreciables. Todo parece estar fuera del curso natural en este extraño caos de frivolidad, de ferocidad y de toda clase de crímenes revueltos con toda clase de locuras. Cuando se observa esta monstruosa escena tragicómica, nos asaltan necesariamente las pasiones más encontradas, y algunas veces se mezclan en nuestra alma las unas con las otras: el desprecio con la indignación, la risa con las lágrimas, la burla con el horror.9

El espíritu de Burke está dividido entre la preocupación que le generan los efectos de la acción política, más indudables que nunca en su tiempo, y su íntimo convencimiento de que los esfuerzos políticos, no importa cuán estruendosos sean, están finalmente marcados por la esterilidad porque las colectividades humanas no siguen los reclamos de la razón –por mucho que a veces estos sean tan perturbadores e incendiarios como la Revolución Francesa–, sino los mandatos de la tradición. La tradición, el peso de lo dado, se impone incluso sobre los sucesos más extraordinarios gracias a la persistencia de los hábitos, la extraordinaria lentitud con que cambian las mentalidades, la búsqueda universal e incesante de certidumbres, deseo que empuja a territorio árido pero conocido a los mismos que ayer se lanzaban a explorar los pantanos no hollados de la innovación social. Por eso Burke no sabe si llorar por los estropicios que causa la ambición humana de iniciar todo de nuevo o reírse de tan fatua pretensión. Al final, los planes según los cuales se racionaliza el cambio no dicen mucho acerca de la brutalidad, la inefectividad, el desperdicio de energías que entraña el cambio mismo. Un camino más seguro, entonces, piensa Burke, lo abre la reforma progresiva, prudente y selectiva de la sociedad, con vistas a superar los males sociales, uno por uno y en la medida en que estos sean cambiables.

Existe un cierto aire de familia entre esta postura y algunos planteamientos de la Oposición boliviana que podríamos considerar cercanos a una política del escepticismo. Leamos por ejemplo, en el «Preámbulo» del programa de gobierno presentado en las elecciones de octubre por Unidad Demócrata, la facción política que apoyó a Samuel Doria Medina como candidato a la Presidencia, lo siguiente: «El Gobierno del MAS no es más que la continuidad de los factores principales de nuestro rezago histórico»; «las cosas que realmente importan no han cambiado en Bolivia»;

su imaginación y sus intereses políticos [los del presidente Evo Morales] no le permitieron ir más allá de los juegos de suma cero, en los que alguien gana a costa del otro. Morales ya ha demostrado que no sabe cómo conducirnos al momento de reconciliación colectiva que necesitamos para liberarnos de los traumas del pasado. Al contrario, convirtió su gobierno en uno de los hechos traumáticos de nuestra historia.10

Si bien un programa de gobierno no es el mejor lugar para encontrar escepticismo en la política, las frases transcritas más arriba sugieren de todos modos un ángulo distinto de ataque al proceso de transformaciones dirigido por Morales. En este caso no se lo juzga tanto por la impronta que deja en la historia –a causa de la irracionalidad de sus planes–, sino por la levedad de esa impronta –a causa de una «imaginación» que conduce a «juego de suma cero», es decir, de una visión no escéptica de la política–. Otro indicio que nos interesa introducir aquí por su efecto contrastante reside en la posición de Doria Medina sobre la teoría del fraude en las elecciones de este año: «No hubo fraude –dice este candidato–, sino irregularidades que no van más allá del 1%. Nuestra encuesta de una semana antes llegaba a los mismos resultados (que los anunciados por el Órgano Electoral)»11.

Siguiendo a Oakeshott, podemos decir que el escepticismo protege a algunos miembros de la Oposición de la obsesión por los actos premeditados de la política (obsesión que se encuentra detrás de las teorías de la conspiración), así como de la sobrestimación de las fuerzas propias y ajenas para alterar la realidad y romper la tradición. Por esta razón, allí donde tiene una inclinación al escepticismo (un estilo asociado por Oakeshott con el liberalismo y el catolicismo), la Oposición es «dialogante» con el proceso al que se opone, en nombre de su lealtad constante y superior para con la fuente de la política, que para ella no es la razón, sino la realidad. Es dialogante porque no se siente quién para negar la realidad y porque se le antojaría una locura vivir entregada a la dinámica de una ensoñación. El escepticismo político conlleva, entonces, importantes dosis de pragmatismo. No es el inmovilismo, sino el cambio contenido: el predominio del bien concreto sobre la ideación de un mundo perfecto. Por esto Unidad Nacional se pregunta, en el mismo programa que estamos citando: «¿Cuáles leyes, instituciones y conductas actuales vamos a conservar y mejorar?». Y se responde: «Todas las normas, acciones e instituciones que dan a los indígenas derecho a conservar su cultura, hábitos tradicionales (como el acullicu de hoja de coca), idioma, forma de organización política y judicial, y a no ser discriminados por ello; es decir, a progresar manteniendo su identidad»; «las empresas del Estado que se ocupan de los recursos naturales y son estratégicas para el país: las defenderemos y las convertiremos en corporaciones eficientes, transparentes y competitivas»; «las políticas sociales que reparten dinero directamente a la gente, y que son mucho más eficientes que el resto de la política social, como la Renta Dignidad y otros bonos»; «la independencia de las decisiones del Estado boliviano de los organismos internacionales y las grandes potencias mundiales», etc.12

Y en la «Visión de país» de Unidad Nacional, uno de los partidos que componen Unidad Demócrata, se puede leer, como lema central: «Reconciliación nacional, continuidad e innovación para construir un país para todos» y, como resumen del propósito de la política de este partido: hacer «una síntesis que recoja lo mejor que hemos hecho hasta ahora y le dé continuidad, que no repita los errores del pasado, y que haga lo que hasta ahora no se ha hecho»13. «Síntesis» significa, claro está, diálogo de dos tesis diferentes, en este caso, el liberalismo de la Oposición y el nacionalismo popular del MAS de Morales.

La correlación entre los dos tipos de política de Oposición

La correlación de fuerzas entre los sectores derogatorios y dialogantes dentro de la Oposición ha dependido –como por otra parte era previsible– de las situaciones por las que ha ido atravesando el proceso frente al que ambos sectores se posicionan. En general, la política del escepticismo se ha ido fortaleciendo en la medida en que el proceso evista se fue asentando en el país; se va convirtiendo, por decirlo así, en el orden establecido. Por supuesto, esta transición no debe imaginarse como una encarnación de las «ideas puras» del MAS en la historia, sino como una muy compleja simbiosis entre una retórica novedosa, unas viejas tradiciones nacionalistas (cambiadas de una forma que podríamos llamar «posmoderna», para abrirlas a la diversidad de identidades étnicas14) y, como ingrediente final, ciertas instituciones –las democráticas, pero sobre todo las económicas– que vienen del ciclo neoliberal. Es justamente este sincretismo, que le da «entidad» a la obra del MAS al mismo tiempo que le talla unas aristas liberales más familiares, lo que hace posible el diálogo de la Oposición con el proceso o, a esta altura, con la sociedad «posneoliberal» o, si se quiere, la sociedad «neonacionalista» que ha emergido en Bolivia en la última década.

La medida del progresivo predominio de la Oposición dialogante sobre la Oposición denegatoria la dan las elecciones generales de 2014, en las que Doria Medina obtuvo 24% de los votos, mientras que Quiroga solo 9%. Esto marca una importante diferencia entre el tiempo actual, que es el de la consolidación de Evo Morales y del orden que representa, y el de las elecciones de 2005 y 2009, en las que Morales aún constituía una “alteración” en el curso normal de las cosas. Esto empujaba a los sectores más radicalmente antievistas al sitial más elevado de la Oposición, en tanto que el moderado Doria Medina debía resignarse a ocupar una posición marginal.

Sin embargo, la viabilidad de la Oposición dialogante no está asegurada. Su integración a la realidad o, por decirlo así, el que esta Oposición (con mayúscula) se convierta en oposición (sin mayúscula), y por tanto en candidata a ocupar el poder por vías electorales, dependerá de si el asentamiento del proceso de transformación evista cristaliza, o no, en un sistema político que permita la vía, predominante para la concepción escéptica de la política, de la reforma gradual y pacífica de la sociedad. En cambio si esta vía se bloquea –un riesgo que está presente en la situación boliviana–, la alternativa será el predominio de la política de la fe, es decir, de la fe en las conspiraciones políticas como mecanismos de transformación social.

  • 1. M. Oakeshott: La política de la fe y la política del escepticismo, Fondo de Cultura Económica, México, df, 1998.
  • 2. «Ismael Cala entrevista al Dr. Carlos Sánchez Berzaín para cnn» en YouTube, 10/8/2011, www.youtube.com/watch?v=uzNxwRbBpS4.
  • 3. «Hay confesiones de Evo y Álvaro sobre el golpe de Estado de octubre de 2003» en El Deber, 4/11/2013.
  • 4. C. Mesa: Presidencia sitiada. Memorias de mi gobierno, Plural, La Paz, 2008, p. 68.
  • 5. I. Alcaraz: El gobierno de las masas, comentarios de Henry Oporto, Milenio, La Paz, 2005.
  • 6. C. Llobet: Sobremesa, El Observador, La Paz, 2005, p. 11.
  • 7. Tanto Alejandra Sánchez de Lozada como Sánchez Berzaín hicieron las declaraciones citadas fuera del país, donde se encuentran autoexiliados, en el caso del ministro, con demanda de extradición en su contra.
  • 8. «Tuto olvida su promesa del reloj y la corbata» en Bolivia Decide, 29/10/2014.
  • 9. E. Burke: Reflexiones sobre la revolución en Francia, Alianza, Madrid, 2010, p. 37.
  • 10. Unidad Demócrata: «Una mejor Bolivia es posible: La unidad es el camino. Programa de gobierno de Unidad Demócrata para transformar el país», La Paz, 2014, p. 5.
  • 11. Conversación con el autor. Doria Medina obtuvo 24% de los votos, frente a 61% de Morales.
  • 12. Unidad Demócrata: ob. cit., p. 13.
  • 13. Unidad Nacional: «Consenso del Bicentenario. Visión de país», La Paz, 2012, p. 3.
  • 14. De ahí que el Estado nacional fuerte y soberano al que se aspiraba en el pasado se haya convertido ahora en el «Estado plurinacional».

En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 254, Noviembre - Diciembre 2014, ISSN: 0251-3552


Newsletter

Suscribase al newsletter