Tema central
NUSO Nº 213 / Enero - Febrero 2008

La militarización de la seguridad pública en Brasil

En Brasil, como resultado de una transición pactada, la democracia electoral convive con enclaves autoritarios fuertemente enquistados en el aparato estatal. Esta situación, lejos de resolverse, se ha profundizado en los últimos años debido al incremento de la violencia urbana y la creciente militarización de las operaciones destinadas a garantizar la seguridad pública. La confusa situación institucional de la Policía Militar y el rol cada vez más importante del Ejército demuestran que, a diferencia de lo que ocurre en los países desarrollados, en Brasil las funciones de defensa nacional se entremezclan peligrosamente con la de mantenimiento del orden interno. El resultado es un híbrido institucional que impide la construcción de una democracia plena.

La militarización de la seguridad pública en Brasil

La situación actual

Dos tendencias contradictorias caracterizan el sistema político brasileño. Por una parte, la creciente movilización de la sociedad civil en busca de una mayor democratización. Por otra, un incremento de la presencia del Ejército en actividades de seguridad pública. ¿Cómo puede explicarse esta situación?

En realidad, el precio pagado por Brasil para garantizar el apoyo militar a la democracia fue otorgarles a las Fuerzas Armadas cierto grado de autonomía. En una transición pactada como la que se vivió en el país, el gobierno democrático ha hecho concesiones importantes a los militares y ha permitido la supervivencia de ciertas instituciones autoritarias. Ese fue el precio de la negociación. El problema, claro, es que las concesiones deberían haber sido transitorias y desaparecer con el correr del tiempo, tal como sucedió en Chile.

Pero no fue así. El gobierno democrático tenía una doble tarea: enterrar las viejas instituciones autoritarias y crear nuevos acuerdos institucionales democráticos, que no debían ser solo una etiqueta renovada, una mera fachada, sino que tenían que asumir un contenido claramente diferenciado. Sin embargo, en oposición a lo planteado por autores como Wendy Hunter y Maria Helena Castro de Santos, en este artículo afirmo que esto no se ha logrado y que en Brasil no hubo un proceso de desmilitarización. Si bien es cierto que, en algunos aspectos, los militares han perdido poder, en otros se han incrementado sus competencias. Particularmente, en los asuntos de seguridad pública. Para probar este argumento, utilizaré herramientas metodológicas basadas en la teoría de la elección racional y en la investigación etnográfica (Rothstein). Ambos aportes se presentarán desde la perspectiva histórico-institucional utilizada para demostrar y evaluar las elecciones hechas por los actores políticos en pos de la militarización de la seguridad pública. A diferencia del mero relato histórico, la perspectiva histórico-institucional plantea que las instituciones pueden dar forma a las preferencias de los actores políticos, pues son capaces de distribuir el poder de manera diferente y de delimitar las elecciones de los individuos (Lowndes). Esta perspectiva intenta comprender el contexto cultural en el que ocurren los hechos y el modo en que este podría afectar no solo las elecciones estratégicas de los actores, sino también sus sistemas de ideas y opiniones. Las explicaciones institucionales y culturales no se excluyen entre sí. Todo lo contrario, los componentes culturales podrían repercutir sobre el tipo de diseño institucional, formal o informal, y viceversa (Helmke/Levitsky). De ese modo, el análisis es teórico y empírico a la vez.

En este texto, entonces, aclaro en primer lugar la definición de conceptos fundamentales para analizar el desempeño de las Fuerzas Armadas –y en especial, del Ejército– en las actividades de seguridad pública: control civil, enclave autoritario, militarización, híbrido institucional y democracia. En la siguiente sección, el análisis empírico trata de demostrar cómo se da en los hechos la militarización de la seguridad pública en Brasil. Por último, intento explicar los motivos por los cuales este proceso fue impulsado con tanto énfasis durante el gobierno de Cardoso y por qué se mantuvo durante el de Lula, a pesar de que ambos mandatarios se opusieron al régimen militar.

Definición de conceptos

El control civil de las fuerzas militares es la capacidad de las autoridades instituidas (ejecutivas, legislativas y judiciales) y la sociedad civil organizada (sindicatos, asociaciones profesionales, la prensa, etc.) de restringir el comportamiento autónomo de las Fuerzas Armadas y, como resultado, eliminar los enclaves autoritarios del aparato estatal. El comportamiento autónomo de los militares se da cuando estos intentan alcanzar sus propios objetivos y cuentan con la capacidad institucional para llevarlos a cabo, independientemente de las normas democráticas. En otras palabras, esta situación se produce cuando el gobierno carece de autoridad suficiente para elaborar políticas propias y no tiene más alternativa que compartir su poder con las Fuerzas Armadas.

El concepto de enclave se refiere a toda institución que posee una competencia específica o una serie específica de competencias autónomas (Moyano). Los enclaves existen cuando hay leyes, escritas o informales, que prohíben la interferencia de fuerzas democráticas o políticas. Son inmunes al mecanismo de pesos y contrapesos de la sociedad y, por lo tanto, se atienen a normas distintas de aquellas que rigen a las instituciones sujetas a la supervisión democrática.

En América Latina, el control civil y democrático de las fuerzas militares es poco frecuente. Las transiciones latinoamericanas incluyeron un esfuerzo por desmilitarizar la política y lograr que los militares se concentraran en su actividad profesional. En ese sentido, se entiende por militarización el proceso de adopción de modelos, conceptos, doctrinas y procedimientos militares (Cerqueira).

En los regímenes democráticos, las competencias institucionales de la policía y el Ejército están claramente separadas. No obstante, en Brasil, las políticas de seguridad interna se militarizan cada vez más. Esto demuestra que este país posee un régimen híbrido: una democracia electoral con enclaves autoritarios en el aparato estatal.

Pero no todos están de acuerdo con esta definición. Una importante corriente bibliográfica (Przeworski et al.) distingue a los países entre democráticos y autoritarios. Estos estudiosos adoptan la definición de democracia en tanto método elaborada por Joseph Schumpeter (1942). Para este autor, «el método democrático es un acuerdo institucional necesario para tomar decisiones políticas, mediante el cual los individuos alcanzan el poder de tomar decisiones a través de la lucha competitiva por el voto popular». Lo importante para Schumpeter son solo aquellas instituciones que están realmente sometidas a la competencia política. Y este no es el caso en prácticamente ningún país de las instituciones coactivas, como las Fuerzas Armadas o los militares. Esta definición de democracia es tan restrictiva que Mainwaring et al. (2001) la denominan concepción «subminimalista» de democracia. Implica suponer que las elecciones equivalen a la democracia. Przeworski et al. (2000) llegaron a afirmar que

en algunas democracias (cuyos prototipos son Honduras y Tailandia), el gobierno civil no es más que una fina capa destinada a cubrir el poder militar ejercido en realidad por generales retirados. No obstante, siempre que los funcionarios sean elegidos mediante el voto y otros grupos tengan posibilidades de ganar, y siempre que no utilicen el poder otorgado por su cargo para eliminar a la oposición, el hecho de que el jefe del Poder Ejecutivo sea un general o el asistente de un general no agrega ningún dato relevante.

En este artículo utilizo una definición diferente de democracia. Otra corriente bibliográfica hace hincapié en las características de los sistemas políticos y señala las ambigüedades en una clasificación cuádruple: democracia, semidemocracia, semiautoritarismo y autoritarismo (Ottaway). La semidemocracia y el semiautoritarismo constituyen híbridos institucionales en los que coexisten rasgos democráticos y autoritarios. La semidemocracia implica una democracia imperfecta que evoluciona y se transforma en una democracia con instituciones sólidas y receptivas.

Sin embargo, tampoco parece ser este el caso de Brasil. Más de veinte años después de la finalización del régimen militar, el sistema político no ha superado los rasgos autoritarios más notorios. El Estado sigue siendo autoritario, incluso bajo una democracia procedimental. En este contexto, sostengo que Brasil es un ejemplo de híbrido institucional. No se trata de un régimen autoritario o de una democracia afianzada, pues solo una mirada limitada sería capaz de creer que, luego de la finalización del régimen militar, las Fuerzas Armadas automáticamente volvieron a desempeñar sus funciones profesionales. Lo notable es que, desde que José Sarney asumió la Presidencia en 1985, hemos creído que esto es así.

Planteamos aquí que, si las instituciones coactivas son capaces de limitar o anular las decisiones de los funcionarios elegidos democráticamente, no puede hablarse de una democracia en sentido pleno. Cuanto mayor sea el grado de militarización institucional, mayor será la dominación de algunos individuos sobre otros y menos democrático será entonces el sistema político.

La relación institucional entre el Ejército y la Policía Militar

En los países democráticos, las competencias institucionales de la policía y las del Ejército están claramente separadas. La policía se ocupa de los adversarios y el Ejército, de los enemigos. La policía intenta resolver conflictos de índole social, mientras que el Ejército defiende la soberanía del país contra enemigos que deben ser aniquilados. Por ello, las doctrinas, el armamento, la instrucción y la capacitación son diferentes.

Sin embargo, en Brasil estas competencias están entremezcladas. Las actividades del Ejército están cada vez más entrelazadas con las de la policía: el proceso de politización de las Fuerzas Armadas se da simultáneamente con la militarización de la policía.

En general, cuando se impone un golpe de Estado, las Fuerzas Armadas tratan de controlar a la policía. Los regímenes autoritarios aborrecen a las instituciones autónomas rivales, y Brasil no fue la excepción a esta regla. El 13 de marzo de 1967, el gobierno militar reorganizó la policía y los cuerpos de bomberos de los estados, los territorios y el Distrito Federal. Se trató del cambio más importante en la historia de las fuerzas policiales (Filocre) con efectos que todavía se sienten en la actualidad.

Hasta aquel momento, la Policía Militar se encargaba de una reducida serie de operaciones relacionadas con la represión de disturbios civiles y el mantenimiento del orden. Después del golpe de 1967, se le asignó la responsabilidad de «llevar a cabo, vistiendo uniforme, actividades policiales ostensibles, que serán planificadas por autoridades policiales competentes con el fin de garantizar el cumplimiento de la ley, el mantenimiento del orden público y el ejercicio de facultades constituidas». La Policía Militar se convirtió en la principal fuerza policial de Brasil, ya que prácticamente todas las funciones policiales están a su cargo. Así, la policía que ronda las calles se denomina Policía Militar, y cada estado tiene la suya. La Policía Civil, cuyos miembros visten de civil y que se dedica básicamente a la investigación de delitos, se encuentra muy limitada. En consecuencia, en una misma unidad geográfica coexisten dos fuerzas policiales que desempeñan roles diferentes.

En 1969, dos años después del golpe, se otorgó a la Policía Militar la exclusividad para la actividad policial ostensible. Además, desaparecieron las organizaciones policiales locales y también la División de Supervisores de Tránsito. Se creó la Inspección General de la Policía Militar (IGPM), cuerpo orgánicamente integrado al Estado Mayor del Ejército. Los oficiales de la Policía Militar adoptaron la instrucción, la reglamentación y la justicia militares. En otras palabras, se completó el proceso de militarización.

Solo la instrucción militar fue abolida en la Constitución Nacional de 1988, que mantuvo la reglamentación militar y la competencia de la justicia militar de la Policía Militar y les confirió a sus integrantes el carácter de empleados públicos militares. Sin embargo, en 1997, tras la huelga de las Fuerzas Policiales Militares, una reforma constitucional patrocinada por Fernando Henrique Cardoso sugirió la devolución del control de la instrucción, única modificación de la nueva Constitución, nuevamente al Ejército. Fue una respuesta a la presión impuesta por esta última institución, que no consideró las huelgas de los oficiales policiales un problema social sino un desafío al orden y la disciplina militar, cuyo origen, entre otros aspectos, era el plan de estudios. Según el Ejército, se requería más capacitación en marcha militar y menos reflexión sobre nociones de derecho, sociología o ciencias políticas.

La función principal de la Policía Militar es garantizar el orden público, por lo que es necesario analizar su definición. Se considera que el orden público es «el conjunto de normas formales previsto en la nación por el ordenamiento jurídico, destinado a regular las relaciones sociales en todos los niveles de interés público y a establecer el clima adecuado para la vida colectiva en paz y armonía; este conjunto de normas será supervisado por el poder de policía y constituirá una situación o una condición que conduzca al bien común». Para garantizarlo, es necesario «el ejercicio dinámico del poder de policía en el campo de la seguridad pública, que se manifiesta en actividades mayormente ostensibles destinadas a prevenir, disuadir, restringir o reprimir hechos que violen el orden público». A su vez, el concepto de disturbios «comprende todo tipo de actividad, incluidas aquellas que sean producto de desastres públicos que por su naturaleza, origen, magnitud o extensión pongan en peligro, en los estados, el ejercicio de facultades constituidas, el cumplimiento de las leyes y el mantenimiento del orden público, o que representen una amenaza para la población y los bienes públicos o privados».

En cuanto a su organización, la Policía Militar de cada estado imita el modelo de los batallones de infantería del Ejército. Está regulada por el mismo Código Penal Militar y el Código Procesal Penal de las Fuerzas Armadas. Su Código de Conducta es muy similar al del Ejército. Sus unidades de inteligencia continúan formando parte del sistema de información del Ejército y cumplen las disposiciones de los comandos militares regionales de sus respectivas jurisdicciones. Esto quiere decir que la Policía Militar está obligada por ley a enviarle toda la información recogida al comandante del Ejército. Es decir que ese comandante posee información relacionada con el gobernador del estado, lo cual obviamente pone en peligro el principio federativo. Asimismo, no existe control por parte de la asamblea legislativa estatal sobre la rama de inteligencia de la Policía Militar.

La legislación establece que el gobierno nacional es responsable de organizar las Fuerzas Policiales Militares, sus tropas y armamento, y convocar o movilizar dichas fuerzas. También estipula que la Policía Militar de cada estado está subordinada al gobernador, que es en definitiva quien paga los salarios de sus integrantes y designa a su comandante. Sin embargo, al mismo tiempo la norma determina que la Policía Militar debe considerarse una fuerza de reserva auxiliar del Ejército. En regímenes autoritarios, es frecuente que las fuerzas policiales sean consideradas fuerzas auxiliares del Ejército. En una democracia, en cambio, las fuerzas policiales son fuerzas auxiliares del Ejército solo en épocas de guerra. En tiempos de paz la relación es la inversa: el Ejército pasa a ser una fuerza de reserva de la policía y la asiste siempre que sea necesario reprimir ciertos disturbios sociales. Cuando el Ejército interviene en esas situaciones, lo hace como representante del poder político, pero nunca como si estuviese en guerra.

La autoridad sobre la Policía Militar también es un tema complejo. Hasta 1998, la Policía Militar estuvo directamente subordinada a la Inspección General de la Policía Militar (IGPM), al mando de un general brigadier. En la actualidad, la Policía Militar está bajo el control directo del Comando de Operaciones Terrestres (Coter), al mando de un general del ejército, el rango más alto. El Coter es el responsable de dirigir y coordinar la preparación y el despliegue de fuerzas terrestres de acuerdo con las directivas ministeriales y del Estado Mayor del Ejército. Pero son los gobernadores estatales quienes nombran a los comandantes de la Policía Militar, en general de entre los miembros de la fuerza. Como ya señalamos, ellos son además quienes pagan los salarios de los oficiales de la Policía Militar. En consecuencia, los miembros de la Policía Militar de cada estado tienen dos jefes: el gobierno estatal y el nacional. Se trata de un acuerdo institucional muy delicado, pues en caso de conflicto entre un gobernador y el presidente los oficiales policiales no sabrán a quién obedecer. Lo mismo ocurre con los Cuerpos de Bomberos, que en Brasil –caso único en el mundo– se encuentran integrados a las Fuerzas Policiales Militares.

En suma, el régimen militar instaurado en 1964 fortaleció a la Policía Militar. Pero, una vez recuperada la democracia, la Constitución de 1988 no le restituyó a la Policía Civil, la fuerza a cargo de las investigaciones, ninguna de las atribuciones que tenía antes del golpe de Estado. La Policía Civil es una de las instituciones que perdió más poder con la llegada del régimen militar y, tras el retorno de la democracia, siguió realizando actividades similares a las establecidas por los gobiernos autoritarios. Antes del golpe de 1964, la Policía Civil rondaba las calles y supervisaba el tránsito con guardias civiles uniformados con el fin de actuar en la prevención y la represión de delitos, además de garantizar la seguridad de los gobernadores y otras autoridades (Barbosa). Hoy, en cambio, la Policía Militar está a cargo de las funciones policiales y del control del tránsito, los cuerpos de bomberos (militarizados) se ocupan de sofocar los incendios y atender los accidentes en general, mientras que el personal militar es responsable de la seguridad de las autoridades públicas y de dirigir el sistema de defensa civil. Las Fuerzas Armadas y la policía en la Constitución

Los artículos de la Constitución de 1988 referidos a las relaciones cívico-militares son similares a los de la de 1967-1969. En ese sentido, parece evidente que las elites civiles no se preocuparon por crear nuevas instituciones para promover el control civil y democrático de los militares. Como ya señalamos, el híbrido institucional ha caracterizado desde el principio la transición brasileña. La Constitución de 1988 reúne bajo un solo título («De la defensa del Estado y las instituciones democráticas») tres capítulos, referidos a la defensa y el estado de sitio, a las Fuerzas Armadas y a la seguridad pública.

Los constituyentes, lejos de marcar una diferencia con el régimen autoritario, mezclaron asuntos de seguridad interna y de seguridad pública y consolidaron constitucionalmente la militarización. El artículo 142 establece que las Fuerzas Armadas «están destinadas a defender a la nación, garantizar las facultades constitucionales y, en virtud de cualquiera de estas últimas, a asegurar el orden y el cumplimiento de las leyes». Pero ¿cómo es razonablemente posible estar sujeto a algo y garantizarlo al mismo tiempo? De acuerdo con la Constitución, las fuerzas militares tienen la facultad constitucional de garantizar el funcionamiento de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, el Estado de derecho y el orden interno, cuando en realidad debería ser al revés. En otras palabras, constituyen el bastión del orden y el cumplimiento de las leyes, independientemente de la opinión del presidente, el Congreso o los gobernadores. Por lo tanto, las Fuerzas Armadas tienen la facultad constitucional y soberana para suspender la validez del ordenamiento jurídico, colocándose legalmente fuera de la ley.

El rol de los militares como guardianes del orden genera problemas adicionales. El orden no es un concepto neutral. Su definición operativa implica elecciones que reflejan las estructuras ideológicas y políticas dominantes. La Constitución no especifica en qué momento y quiénes infringirán la ley y el orden. En la práctica, las Fuerzas Armadas deciden si se han violado la ley y el orden y quiénes son los responsables. Y aun peor: si algún decreto es considerado ofensivo para la ley y el orden, los militares, según la Constitución, pueden no acatarlo. En otras palabras, la Constitución permite que un golpe de Estado adquiera carácter constitucional si lo imponen las Fuerzas Armadas. En lugar de que las facultades constitucionales garanticen el funcionamiento de las Fuerzas Armadas, son estas últimas las que garantizan el funcionamiento de la Constitución.

Es posible afirmar, entonces, que la Constitución de Brasil excluye una de las principales características del Estado moderno: la clara división de competencias entre la fuerza responsable en caso de guerra externa y la que está a cargo de mantener el orden interno (Van Creveld).

Una confusión que, lejos de aclararse, se profundizó durante el gobierno de Cardoso. En 1998, el presidente impulsó la aprobación de una reforma constitucional por la cual los oficiales de la Policía Militar, al igual que los cuerpos de bomberos, recibieron el carácter jurídico de fuerzas militares estatales. Se hizo hincapié en la identidad militar y no en la identidad policial. Y Lula no ha hecho nada para modificar esa situación. La intervención del Ejército para garantizar la ley y el orden

El rol de la Policía Militar, las definiciones de la Constitución y las confusiones institucionales no son los únicos factores que consolidan la militarización. La creciente pérdida de confianzade la sociedad y del gobierno nacional en la Policía Militar y el incremento de la violencia, en particular en los principales centros urbanos, han reforzado la demanda de que el Ejército se involucre más directamente en actividades de seguridad pública. Ante el desbordamiento de la Policía Militar, el Ejército ha recibido órdenes presidenciales de defender la finca del hijo de Cardoso, acompañar camiones cisterna a pueblos arrasados por la sequía, distribuir cajas con alimentos, distribuir monedas nuevas del Plan Real, ayudar a combatir el dengue, atender casos de huelgas de la policía, garantizar la seguridad del carnaval de Río de Janeiro, proteger al papa Juan Pablo II, custodiar la Cumbre del Mercosur en Ouro Preto, etc. En 2001, Cardoso decidió regular jurídicamente el ostensible poder de policía del Ejército mediante un decreto que estableció instrucciones sobre el despliegue de las Fuerzas Armadas para garantizar el orden y el cumplimiento de las leyes. El decreto le confirió al Ejército, por primera vez, el poder de policía para actividades hasta el momento a cargo de la Policía Militar. El objetivo era asegurar jurídicamente la acción del personal militar nacional para garantizar el orden y el cumplimiento de las leyes, es decir, que el uso de las Fuerzas Armadas en actividades de orden interno no implique una intervención federal. Con la medida, Cardoso sobrepasó su competencia y violó la Constitución (Arruda), que no contempla el uso de las Fuerzas Armadas para estos fines. Sin embargo, Thomaz Bastos, ex-ministro de Justicia de Lula, ratificó el decreto.

En los hechos, el Ejército ya está actuando en operaciones para garantizar la ley y el orden. Existen algunos estudios iniciales sobre el uso de la aviación del Ejército en confrontaciones urbanas, sobre la base de las lecciones aprendidas por los militares de otros países en Mogadiscio, Sarajevo, Grosny, Belgrado y Bagdad. Por lo tanto, las tácticas bélicas han servido de inspiración para el uso del Ejército brasileño en actividades de seguridad pública. El empleo de helicópteros del Ejército en operaciones en Río de Janeiro en 1994 y 1995 y en Bahía en 2001 no fue muy profesional. Adaptaron técnicas y procedimientos pensados para otros entornos.

En el pasado, las Fuerzas Armadas debatían si las tropas federales debían o no actuar en operaciones de seguridad urbanas. En la actualidad, debaten qué posición deben tomar las tropas para el combate. Con ese objetivo, se creó un proyecto para la intervención urbana denominado «Plan de Acción Estándar para Garantizar la Ley y el Orden». El servicio de inteligencia militar se dedica a reunir información sobre el despliegue de la fuerza al garantizar el orden y el cumplimiento de las leyes. En Río de Janeiro, el Ejército posee una unidad de inteligencia con 60 empleados especializados en investigación. Además, cuenta con personal seleccionado de la brigada de paracaidistas y del batallón de fuerzas especiales (Pinheiro). Dos batallones de fuerzas especiales, con entre 1.200 y 1.600 miembros, están entrenados para actuar en entornos urbanos críticos. Se desplazan en vehículos blindados o helicópteros con artillería y tienen capacidad para transportar lanzallamas, ametralladoras HK, lanzagranadas, misiles portátiles y morteros.¿Quién puede ordenar la intervención del Ejército en operaciones para garantizar la ley y el orden? La competencia exclusiva la tiene el presidente, quien puede decidirlo en situaciones de normalidad institucional o no. En esos casos, la Policía Militar, con el acuerdo de un gobernador estatal, actuará bajo el control del comando militar federal responsable de las operaciones.

Los riesgos de la intervención del Ejército en la seguridad interna

Las tropas brasileñas enviadas a Haití como parte de la misión de paz de las Naciones Unidas ejecutaron previamente maniobras en las favelas de Río de Janeiro, donde simularon combates contra pandillas armadas en zonas de bajos recursos. Además, en el municipio de Marataizes, a 120 kilómetros de Vitoria, en Espíritu Santo, se realizaron 220 horas de instrucción en técnicas militares en combate urbano y 300 horas de instrucción de tiro (Machado 2005). Estos lugares fueron elegidos porque sus condiciones humanas y geográficas son similares a las de Port-au-Prince.

Según el ministro de Defensa, José Viegas, Haití será un campo de entrenamiento para el control de la criminalidad en Río de Janeiro, donde se llevarán a cabo acciones similares, como bloqueos, control del tránsito y de personas, etc. El ex-comandante del Ejército, el general Francisco Albuquerque, también se refirió al tema: «Estoy convencido de que el Ejército puede y debe cooperar en las actividades destinadas a garantizar y preservar la seguridad en la sociedad, como lo prescribe nuestra Constitución. La preparación del personal militar para las operaciones de paz [en Haití] y los resultados obtenido en ellas son la prueba de nuestra capacidad» (Lima).

El problema es que cuando se ordena al Ejército realizar actividades destinadas a garantizar la ley y el orden, se habla el idioma de la guerra. La Ley Complementaria 117 del 2 de septiembre de 2004 dispuso la adquisición de armas nuevas para unidades militares y la preparación y el despliegue de Fuerzas Armadas en operaciones orientadas a garantizar el orden y el cumplimiento de las leyes. En la norma se dejó en claro la preponderancia de las Fuerzas Armadas sobre los aparatos de seguridad estatales: Una vez que se determina el despliegue de las Fuerzas Armadas para garantizar las leyes y el orden, las autoridades competentes, mediante un acto formal, entregarán el control operativo de las agencias que ejecutan actividades de seguridad pública a la autoridad a cargo de las operaciones, que será el centro de coordinación de las operaciones, conformado por representantes de las agencias públicas bajo su control operativo o con intereses correlacionados.

A diferencia de Brasil, en Estados Unidos, cuando las tropas del Ejército intervinieron en los disturbios urbanos en Los Ángeles en el caso de Rodney King, sabían que cualquier posible delito penal sería juzgado por un tribunal civil. El objetivo era dejar en claro que los militares no luchaban contra enemigos, sino que operaban como fuerzas policiales de reserva. En Brasil, en cambio, la ley establece que, aunque las Fuerzas Armadas operen en actividades de seguridad pública –es decir, luchando contra brasileños y no contra enemigos– esto se considera una actividad militar. En consecuencia, los efectivos están sujetos al Código Militar.

Todas estas anormalidades salieron a la luz el 3 de marzo de 2006, cuando una unidad del Ejército en São Cristovão, Río de Janeiro, fue atacada por siete hombres armados que robaron diez fusiles y una pistola. La reacción fue desmedida e inmediata. Unos 1.600 efectivos del Ejército ocuparon siete favelas y pusieron en práctica la Operación Asfixia, cuyo objetivo era sofocar a los narcotraficantes. El fundamento legal de la operación fue el Código Militar, que considera el robo de armas un delito militar. Por ello, se inició una investigación de la Policía Militar.

La operación desplegada no guardaba relación con la magnitud del delito. Solo el presidente puede autorizar semejante despliegue de tropas. Además del enorme contingente humano desplegado, se apostó una tanqueta Cascavel con un cañón de 90 mm, que apuntaba al morro de Mangueiral, para intimidar a la población local. En Complexo do Alemão, el Ejército apostó un tanque de guerra y tres camiones, uno de ellos con una ametralladora antiaérea, en las entradas de la favela. Y aunque ningún juez, ni siquiera los militares, pueden emitir órdenes genéricas, los habitantes de las favelas sufrieron la imposición de restricciones generales, como el toque de queda. De ese modo, el Ejército infringió la ley en el intento de hacerla cumplir. Sin embargo, el vicepresidente, José Alencar, en ese momento a cargo del Ministerio de Defensa, consideró que el Ejército no había cometido ningún exceso. La Oficina del Procurador Fiscal de la Nación denunció a los militares por negarse a presentar pruebas y detalló las irregularidades cometidas durante la ocupación de las favelas según los relatos de sus habitantes: golpizas, amenazas, escuchas, invasión de viviendas y comercios, heridas de bala e, incluso, la muerte de un estudiante de 16 años, Eduardo dos Santos, por un disparo en el pecho. Sin embargo, el Tribunal Regional Federal de la 2a Región le prohibió a la Oficina del Procurador Fiscal de la Nación seguir adelante con las investigaciones sobre las presuntas violaciones a los derechos humanos por parte de los militares que ocuparon el morro (Torres). Una vez más, se invocó la seguridad nacional: un eufemismo en beneficio de los intereses de las Fuerzas Armadas (Haaqani).

Conclusión

La concepción «subminimalista» de la democracia está teñida de voluntarismo, a menudo como respuesta a la necesidad de eliminar un pasado perturbador. No obstante, es verdad que los militares han vuelto a los cuarteles, en el sentido de que ya no conducen el destino del país. Esto, sin embargo, no significa que se hayan retirado del poder. La prueba más clara es que el Ejército tiene cada vez más injerencia en la decisiones vinculadas a los asuntos de seguridad pública.

En Brasil, la transición se apoyó en un pacto informal entre civiles y militares que, a cambio de la restauración de la democracia electoral, les permitió a estos últimos conservar enclaves autoritarios. El resultado es un híbrido institucional. En caso de amenaza, podría reactivarse constitucionalmente el aparato represivo y garantizarse la legitimidad del uso de la violencia. El senador Antonio Carlos Magalhães, importante aliado del régimen militar, defendió el aumento de los sueldos militares con el argumento de que «semejante deterioro salarial debe corregirse para que, en caso de sublevaciones populares, las Fuerzas Armadas estén preparadas para defender las instituciones». Lula comprendió la advertencia y autorizó el aumento.

Esto revela que las elites políticas, si bien no anhelan la participación militar directa en la «gran política», no quieren renunciar a la protección militar y apoyan su presencia como factor de poder. Nordlinger (1977) lo define como «pretorianismo moderado»: los civiles pueden gobernar, pero el gobierno se encuentra bajo la supervisión de las Fuerzas Armadas en los asuntos de interés militar, como las operaciones de seguridad pública destinadas a garantizar el orden y el cumplimiento de las leyes.

La tradición cultural brasileña refuerza esta tendencia. Según Freitas (2003), en Brasil existe una «cultura militar» que les asigna a los soldados la tarea de salvar a la nación de los problemas internos. No solo los militares, sino también los civiles, valoran las cualidades militares, en especial en relación con las de los líderes políticos. Y esto, naturalmente, legitima la intervención de las Fuerzas Armadas en asuntos internos.

Esta inclinación es particularmente riesgosa en un país que tiene como uno de sus principales problemas el uso de la violencia. Históricamente, el Estado ha creado instituciones coactivas, como la policía y las Fuerzas Armadas, para, entre otras cosas, imponer el orden y garantizar, como mínimo, la integridad física de los ciudadanos. Sin embargo, en Brasil este pacto social ha ido desapareciendo paulatinamente. Dado el deterioro de la seguridad pública, el hobbesianismo social aumenta, en simultáneo con el creciente llamado a adoptar una concepción represiva, sea o no dentro del Estado democrático de derecho.

En general, las fuerzas policiales carecen de equipamiento adecuado, están indebidamente entrenadas y mal pagas. Se han convertido en objeto de bromas y se han ganado el descrédito general, percepción que se agrava con la aparición de diferentes casos de corrupción. La policía es parte del problema y no parte de la solución. Y entonces el poder político, bajo presión, acude al Ejército para resolver los conflictos de corto plazo, obviamente sin contemplar las consecuencias a largo plazo, como el hecho de que se debilite la separación de funciones entre la policía y los militares y se socave la democracia.

Al conferir mayores poderes a las fuerzas militares e ignorar a la policía, cada vez más son las Fuerzas Armadas, y no el presidente o el Congreso, quienes determinan cuáles son las amenazas contra el sistema político. Esto incrementa la posibilidad del uso arbitrario de la violencia y permite que se invoque con más frecuencia la idea de «situaciones excepcionales» que deben solucionarse mediante la fuerza. La coacción imparcial es, en sí misma, un bien público, sujeta al mismo problema de acción colectiva que se propone resolver (Putnam). Las fuerzas militares, a medida que aumentan sus facultades coactivas, sienten aún más la tentación de utilizar esa fuerza en su nombre y a expensas del resto de la sociedad. Y todo esto, naturalmente, impide la consolidación de una democracia que vaya más allá de los enfoques restringidos a la mera realización de elecciones.

Bibliografía

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 213, Enero - Febrero 2008, ISSN: 0251-3552


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