Tribuna global
NUSO Nº 242 / Noviembre - Diciembre 2012

La integración europea: un proyecto elitista

Al ritmo de la crisis, la gente quiere saber quién pagará los platos rotos. Pero esto ya se decidió, y no de manera democrática: sin duda, en el reparto de los costos de la quiebra del Estado deudor, las pretensiones de los acreedores cuentan más que las de los ciudadanos. El Estado de Bienestar europeo ha pasado a la historia. Cada vez se habla menos de la «dimensión social» de Europa y, por el contrario, se vislumbra una rápida expansión de lo que hoy se llama «posdemocracia», en la cual la economía queda protegida de la «presión de la calle» y, al mismo tiempo, está subordinada a una política económica reglada y ejecutada por los bancos centrales y las autoridades de regulación.

La integración europea: un proyecto elitista

Actualmente somos testigos de una nueva ola de integración europea. Pero la fuerza que la impulsa no es una nueva conciencia europea de la población. Por el contrario, en los 50 años que dejamos atrás, la desconfianza entre los pueblos de Europa nunca antes fue mayor que hoy en día. Esta vez son «los mercados» –temerosos por los miles de millones que invirtieron en el sistema de Estados europeos– el motor de la revitalización del proceso de integración posterior al fracaso del proyecto constitucional. El final del euro les costaría muy caro, al igual que la bancarrota de alguno de los Estados deudores o un recorte de la deuda. Los mercados están tan preocupados que, como garantía de que se les devuelva hasta el último centavo con sus respectivos intereses e intereses compuestos, piden nada menos que una reestructuración a fondo del sistema europeo.Entre los Estados nacionales de Europa y las altas finanzas internacionales de nuestros días existe desde hace mucho tiempo un entramado múltiple. Tras la introducción del euro, las entidades financieras de Europa y de Estados Unidos dieron crédito a manos llenas a los países miembros de la Unión Económica y Monetaria Europea, y a todos les concedieron prácticamente la misma baja tasa de interés. Desde 2008, los Estados debieron, simultáneamente, salvar a las entidades financieras y a las economías nacionales de los efectos de las políticas de esas mismas entidades financieras.

La situación conllevó la escalada de la deuda pública a un nivel tal que hizo que las instituciones financieras recién rescatadas comenzaran a temer por la capacidad de pago de sus Estados deudores-salvadores. «Los mercados» mostraron señales de pánico y aumentaron las tasas de interés para ciertos países, al mismo tiempo que reclamaban calma y pedían una internacionalización de las deudas públicas «creíble» –es decir, irreversible–. De este modo, el sector financiero se convirtió en el paladín de la «solidaridad» europea, aunque no de la solidaridad entre los pueblos, sino con los bancos.

Hoy por hoy, la integración europea es un «proyecto elitista»

Así fue como se puso en funcionamiento la maquinaria de la remodelación con el objeto de reorientar la UE hacia un sistema de garantía de los depósitos y de cobranza de las deudas públicas. Lo que se busca es conservar el euro para que la puerta de escape de la devaluación siga cerrada bajo siete llaves para los Estados deudores, ahora y para siempre. Se debe impedir que los Estados hagan uso de su soberanía y anulen sus deudas. Aquellos que todavía tienen capacidad de pago deben estar dispuestos a salir de garantes de los demás; y para que lo hagan, los países que necesitan ayuda deben someterse a tutela. Como otorgar la ayuda es igual de costoso e impopular que recibirla, ambas acciones deben ocurrir, en lo posible, en secreto (preferentemente, en lo más profundo y oculto de los bancos centrales), y la oposición que surja pese a todos los obstáculos debe ser desacreditada como «populista».

Por eso, hoy más que nunca, la integración europea es un «proyecto elitista» a imponer, utilizando todo el repertorio desarrollado a lo largo de décadas para generar lo que alguna vez se dio en llamar «consenso permisivo», aunque ahora de modo intensificado. En el transcurso del proceso comienza a vislumbrarse con más claridad una desdemocratización acelerada del sistema de Estados europeos; algo que se había iniciado ya antes de que un primer ministro elegido por los ciudadanos quisiera someter a un referendo la política de recortes que se le ordenó y fuera reemplazado, por decisión plenaria de la UE, por un probado hombre de confianza del capital financiero.

Desde hace años, las cumbres de Bruselas aprueban una y otra vez cambios institucionales que luego deben ser ratificados instantáneamente por los parlamentos nacionales, con la pistola de los intereses de los «mercados» apuntando a sus cabezas. De este modo alcanza su culminación el arte de la diplomacia de múltiples niveles –con cuya ayuda los gobiernos han sabido desde siempre fortalecer su poder ante sus propios parlamentos–, mientras se aprueban compromisos de realizar modificaciones constitucionales profundas –preferentemente, incluso, de carácter perpetuo–, para las cuales «no hay alternativa» porque, entre otras cosas, «los mercados» podrían reaccionar con «pánico» ante cualquier actitud vacilante. A la larga, ni siquiera el Tribunal Federal Constitucional de Alemania podrá resistir tanta presión. Queda en duda si los gobiernos saben lo que están negociando a escala internacional presionados por el apuro. Los parlamentarios que tienen que dar consentimiento, en un plazo breve, a miles de páginas de considerandos y disposiciones ejecutivas, en el mejor de los casos pueden llegar a suponer lo que ocurrirá (y lo que están a punto de aprobar queda una y otra vez desactualizado por nuevos acuerdos que se adoptan en las sucesivas cumbres). La opinión pública, que ya hace tiempo no es capaz de seguir lo que pasa, queda ajena a todo.

El culpable de la crisis es el afán de democracia de los ciudadanos

El procedimiento se condice con la sustancia. No vale la pena someter a revisión la actual situación de las reformas y de los proyectos de reforma: lo único seguro es que la semana siguiente ya estará desactualizada. Pero las grandes líneas son evidentes: el culpable de la crisis es el afán de democracia de los ciudadanos, y no los bancos ni los mercados, que por lo tanto no deben ser regulados (algo que de todos modos no parece posible, como lo han demostrado cuatro años de crisis). Los que deben ser regulados, en cambio, son los ciudadanos. Para el reparto de los costos de la quiebra del Estado democrático endeudado, a corto plazo es necesario institucionalizar, sin margen para dudas, que las pretensiones de los acreedores son prioritarias respecto de los derechos de los ciudadanos, y que se debe dar preferencia a los contratos de crédito antes que a los derechos civiles. Todo eso para que incluso el desconfiado banquero de Wall Street esté dispuesto a confiar en el deudor. Y, a la larga, es necesario imponer de una buena vez una forma de Estado que excluya la posibilidad de que la política democrática vuelva a exceder una vez más los límites que impone el mercado.

Tampoco se pone en cuestión el camino que lleva hacia ese lugar. En el plano nacional, se trata de instalar en las constituciones, lo más rápido posible, «frenos a la deuda» similares en todos los países y cuyos requisitos exceden en mucho lo previsto en los tratados de la Unión Económica y Monetaria Europea. Al mismo tiempo, en el plano europeo se está trabajando en la instauración de facultades de control, influencia e «intervención» a prueba de sanciones, con las cuales las autoridades internacionales puedan devolver a la senda del virtuosismo fiscal a aquellos Estados que se apartaron de ella –por ejemplo, cuando sus ciudadanos instalaron en el gobierno al partido equivocado–. Y no se dará cuartel:

Si algún país no se atuviese a las reglas presupuestarias, se trasladará automáticamente al nivel europeo la porción de soberanía nacional necesaria para cumplir los objetivos (…). Por ejemplo, sería pensable que se puedan aplicar –y no solo exigir– aumentos de impuestos o recortes proporcionales de los gastos (…). En un marco como este, las vías de consolidación se podrían garantizar a través del nivel europeo, a pesar de que no hubiera mayorías en el respectivo Parlamento nacional.

Pérdida del margen de acción política

De este modo, el Estado de Bienestar europeo se convierte en un Estado consolidado inserto en la disciplina internacional. Su principal característica es la pérdida secular de margen de acción política en comparación con el Estado nacional en el mundo construido en Bretton-Woods, que era capaz de garantizar vías especiales de solución, tanto las deseadas por la política interna como aquellas consideradas inevitables –si era necesario, por medio de la devaluación de la moneda nacional–. En cambio, la economía política del Estado consolidado está vinculada de manera permanente a reglas estrictas. Así, por ejemplo, el plan de desendeudamiento planteado para Italia por el Consejo de Expertos Económicos del gobierno de Alemania postula que aquel país no solo debe «ahorrar», sino lograr que su presupuesto público alcance un superávit primario de 4,5% en el transcurso de 25 años, independientemente de quien lo gobierne. Se concluye que la consolidación se logrará, ante todo, recortando los gastos, dado que solo será posible establecer el aumento de los impuestos sobre fuentes de recaudación no fijas cuando finalice la competencia fiscal internacional. Pero a pesar de toda la coordinación de la política económica que está previsto intentar, de esto ni siquiera se habla.

La deriva de las democracias capitalistas hacia un achicamiento neoliberal del Estado configura no solo la tributación, sino también las actividades estatales, de manera más degresiva, en el sentido de un reparto cada vez menor desde arriba hacia abajo. Los recortes se aplican, ante todo, a las actividades discrecionales y nuevas, como por ejemplo las del área educativa. La previsión y las inversiones en educación se dejan libradas cada vez más al desempeño privado; lo mismo se aplica al acceso a numerosos servicios, que antes eran públicos y ahora se han cedido a empresas privadas. La previsión existencial propia del Estado de Bienestar queda ligada a lo que se llama «cláusulas del abuelo» (grandfather clauses) y se vuelve inalcanzable para las generaciones futuras. Así se la desacredita, ya que se la tilda de privilegio de los mayores, y los gastos del Estado vinculados a este tipo de prestaciones se podrán reducir a más tardar cuando fallezcan los beneficiarios.

La presión de «los mercados»

La otra cara de la desestatización es la privatización, también para el endeudamiento: los Estados cuyas constituciones les vedan el camino al mercado de capitales participan agradecidos del modelo de asociación entre el sector público y el privado (private-public partnership), por el cual las empresas privadas toman créditos que luego son pagados por los Estados o por los ciudadanos a lo largo de décadas a través de tarifas de uso. El Estado consolidado también permite hacer pingües ganancias. Así, el programa político de corte neoliberal presentado por Angela Merkel en Leipzig en 2003, y que casi le cuesta una derrota electoral en su tránsito a la Cancillería Federal, al final sí puede llegar a prosperar, aunque no necesariamente a pedido de los electores, sino por presión de «los mercados». El Estado consolidado es la forma estatal ajustada a una época en la cual los Estados están insertos en los mercados, en lugar de que los mercados estén insertos en los Estados, como ocurría en el capitalismo democrático de posguerra. La institucionalización de este tipo de Estado ratifica el viraje histórico hacia el neoliberalismo. Con ella se hace realidad la utopía de Friedrich Hayek de una economía de mercados capitalista blindada contra la arbitrariedad de la política democrática de masas y contra las desprolijidades de las intervenciones discrecionales para implantar la «justicia social». Será función de la política ofrecer tragos amargos en lugar de administrar medicinas sanadoras. En lugar de redistribución habrá «reformas», en lugar de devaluación externa por medio de recortes monetarios habrá «competitividad» interna por medio de rebajas de los salarios, las jubilaciones y las pensiones, y un sistema de ocupación «flexible» de cualquier tipo; un abismo sin fondo, ya que se impulsará cualquier medida de política económica que establezcan las reglas internacionales, que ciertamente no consistirá en salarios mínimos, mínimos impositivos para las empresas y para quienes ganan mejor, autonomía para establecer convenios colectivos, derecho de huelga, etc.

La UE como imperio

La esencia de la UE también cambiará. En lo formal, rigen las reglas del pacto fiscal y de otros pactos futuros que se aplicarán a todos los Estados miembros por igual. Esto nos recuerda un bon mot, un comentario agudo de Anatole France sobre «la ley en su majestuosa igualdad» que prohíbe a ricos y a pobres por igual pernoctar bajo los puentes de París. Las «intervenciones» no ocurrirán únicamente en los países centrales, sino también en los periféricos, que por un tiempo quedarán encallados en un equilibrio de baja productividad. Tendrán que acostumbrarse a que los presupuestos nacionales se calculen en Bruselas o en Berlín.

Esto convertirá a la UE, que hasta ahora se consideraba una organización de Estados con derechos igualitarios, en un imperio, tanto más cuando se hayan adherido países como Albania, Kosovo, Montenegro y Serbia. Pero los imperios no son queridos; al menos, no entre quienes tienen que obedecer a sus mandatos, a quienes, en el caso de la nueva Europa, los tecnócratas de Bruselas les dictarán cuánto y en qué pueden gastar y cómo deben cambiar su forma de vida si alguna vez quieren gastar más en el futuro. Florecerán los resentimientos y será todo un esfuerzo ponerles freno por medio de «programas de crecimiento» que, en verdad, no son otra cosa que premios a la lealtad para los aliados locales.

En todo este escenario solo se habla de democracia cuando es necesario fundamentar la razón por la cual a los jubilados y a los asalariados griegos les corresponde pagar las deudas que sus gobiernos contrajeron en nombre de ellos. ¿Por qué no, si ellos mismos los votaron? Pero la imputación teórico-democrática de las deudas públicas a la ciudadanía olvida que los acreedores tienen parte de la culpa, ya que le dieron crédito ilimitado al gobierno de un Estado que obtuvo subrepticiamente el acceso a la Unión Económica y Monetaria Europea fraguando las cifras de sus cuentas nacionales. Los partidos políticos también les mintieron a los ciudadanos sobre la situación real de sus finanzas públicas, y las autoridades europeas, incluido el Banco Central Europeo, observaron durante una década, y sin decir palabra, cómo crecía la montaña de la deuda griega. Si se tratara de créditos privados, probablemente los ciudadanos griegos podrían demandar a sus acreedores y representantes gubernamentales, junto con la UE, por asesoramiento en inversiones fraudulentas. Y ganarían la demanda.

La democracia como promesa

Por lo demás, la democracia aún existe como promesa, bajo la forma de un efecto secundario deseado, pero no intencional, de la unión fiscal. Esta expectativa debería hacer que los amigos de la Europa democrática se suban al tren de la integración, aunque a este lo conduzca hace ya tiempo la industria del dinero. La lógica es la del neofuncionalismo: una teoría venerable de la integración europea según la cual cada delegación de atribuciones a los órganos comunitarios arrastra inevitablemente la entrega de otras atribuciones adicionales. Es decir que la europeización de la política fiscal abrirá la puerta a la europeización de la democracia a través de una astucia de la razón que se materializa en forma de condicionantes circunstanciales.

La última vez que el neofuncionalismo sirvió para que una izquierda optimista se subiera al bote neoliberal fue en ocasión del Programa del Mercado Único de 1992, que nada menos que Jacques Delors hizo apetecible para los sindicatos y amigos del Estado social, con el argumento de que tras el mercado ampliado vendría una «dimensión social» ampliada, porque sin ella aquel no podía funcionar. La bibliografía de ciencia política sobre la integración de esa época giraba únicamente en torno de la cuestión de lo que ocurriría primero: la cogestión en las grandes empresas o el retroceso del empleo atípico en toda Europa. Hoy, sin embargo, dos décadas después de que se impusieran con fuerza las «cuatro libertades» del mercado interno, ya nadie habla sobre la «dimensión social». Tampoco hay razón para suponer que será diferente con el esperado pasaje de la unión fiscal a una unión democrática.

En verdad, se vislumbra una rápida expansión de lo que hoy se llama «posdemocracia», en la cual la economía queda protegida de la denominada «presión de la calle» y, al mismo tiempo, está subordinada a una política económica reglada y ejecutada por los bancos centrales y las autoridades de regulación. Entonces, la democracia, más allá del Estado de derecho y policial residual, queda libre para escenificaciones públicas de todo tipo, tanto para entretenimiento político –el llamado «politainment»–, dirigido a la clase media que sigue las noticias, como para movilizar los resentimientos nacionales: desde abajo contra los haraganes europeos del Sur o contra los alemanes arrogantes o contra las elites desapegadas en general; desde arriba, al estilo de Mario Monti y de Mariano Rajoy, se convocará a la construcción de apoyo político interno a pesar de la política de recortes, con el fin de mejorar las posiciones de negociación internacional cuando se les dé forma a las relaciones entre Estados.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 242, Noviembre - Diciembre 2012, ISSN: 0251-3552


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