Tema central
NUSO Nº 220 / Marzo - Abril 2009

La economía mexicana frente a la crisis internacional

Dada su estrecha relación con Estados Unidos, la de México será una de las economías latinoamericanas más afectadas por la crisis mundial. Según estimaciones oficiales, el pib podría caer entre 1% y 2% en 2009 –aunque, según otras fuentes, como J.P. Morgan, la contracción será de 4%–, con una importante pérdida de empleos. El artículo sostiene que, en vez de especular sobre los posibles efectos cuantitativos de la crisis –inevitablemente inciertos pues todavía no se ha tocado fondo y se desconoce el alcance real de los diversos programas de compensación del gobierno mexicano–, tiene más sentido evaluar su impacto sobre el patrón de desarrollo construido en México tras las reformas estructurales de los 90. El control del déficit fiscal y la inflación, por ejemplo, da cierto margen para implementar políticas anticíclicas, pero la debilidad del crecimiento basado en las exportaciones y la fragilidad del sistema bancario crean problemas serios para enfrentar la crisis.

La economía mexicana frente a la crisis internacional

Introducción

La economía mundial atraviesa una coyuntura sumamente adversa, quizá la más desfavorable desde la Gran Depresión de los 30. Su origen inmediato data de 2007, cuando las crecientes dificultades del mercado hipotecario de Estados Unidos –en un contexto de inadecuada regulación bancaria, sobreendeudamiento del sector privado y crecientes desequilibrios tanto fiscales como de balanza de pagos– detonaron una crisis financiera con graves y duraderas repercusiones en la economía mundial. En efecto, a raíz del colapso del mercado subprime, el escenario económico no solo de EEUU sino de muchos otros países ha vivido conmocionado por la quiebra de hasta hace poco tiempo prestigiosas instituciones financieras, la contracción aguda del crédito, la caída e inestabilidad de los mercados bursátiles y la volatilidad de los mercados cambiarios.

La catástrofe financiera afecta adversamente la actividad económica e incide tanto en conglomerados industriales como en pequeñas y medianas empresas; contrae el comercio, la inversión y el empleo. De hecho, EEUU lleva ya varios meses de reducción de su PIB y el consenso indica que en 2009 sufrirá una contracción en términos reales. Por su parte, el desempleo ha alcanzado los niveles más altos en décadas. En lo que va de la crisis, se han perdido en EEUU más de 3,6 millones de puestos de trabajo. Tan solo en enero de 2009 más de 500.000 personas perdieron su empleo, lo que elevó la tasa de desocupación abierta al 7,6%, el nivel más alto desde 1992 y varios puntos por encima del registro de 12 meses atrás.

Todos los países –tanto del mundo industrializado como del mundo en vías de desarrollo– están sufriendo los efectos de la crisis. Ya desde el último trimestre de 2008 las economías avanzadas muestran una reducción o caída de sus niveles de producción y empleo. Las economías emergentes registran en general una desaceleración brusca de la actividad productiva y la ocupación formal, y en algunas de ellas se ha producido ya una contracción en sus niveles absolutos. Los organismos financieros internacionales y los centros de análisis coinciden en que el adverso entorno económico mundial persistirá durante el resto de 2009, aunque algunos sugieren que hacia la segunda mitad de 2010 comenzará una gradual y modesta recuperación. En todo caso, al momento de escribir este artículo (febrero de 2009), las proyecciones del Fondo Monetario Internacional (FMI), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE) y las Naciones Unidas estiman que la economía mundial crecerá escasamente en 2009. Tales estimaciones están sujetas a gran incertidumbre y deben ser revisadas para tomar en cuenta en qué medida las políticas adoptadas por las potencias industriales –en especial, la estrategia puesta en marcha por el nuevo gobierno de EEUU– serán o no capaces de corregir la inestabilidad, evitar el colapso financiero e impedir que la economía mundial caiga en una espiral recesiva.

La crisis actual genera impactos de diferente magnitud en las distintas regiones del mundo. Si bien Asia es una de las áreas más afectadas, la economía de América Latina también acusa una desaceleración considerable, sobre todo en aquellos países cuyo crecimiento se había sustentado en el alza de los precios de las materias primas de exportación. En la región, todo indica que la de México será una de las economías más afectadas, dada su estrecha interrelación, comercial y de otro tipo, con EEUU. De hecho, ya en 2008 la economía mexicana había sufrido una desaceleración en el ritmo de actividad, al punto que en el último trimestre el PIB real se contrajo 1,8% en relación con el de 12 meses atrás; la masa salarial y la remuneración media cayeron en términos reales y el índice de confianza del consumidor descendió a sus mínimos históricos. De octubre de 2008 a enero de 2009, el número de trabajadores formales, es decir afiliados al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), se contrajo de 14,6 millones a 14,1 millones. Con ello, la tasa nacional de desocupación subió a 5%, su nivel máximo en más de una década. Por su parte, la producción y el empleo manufactureros en diciembre de 2008 fueron respectivamente 6,6% y 4,7% inferiores a sus registros de doce meses atrás, lo que elevó a 5% la tasa de desocupación nacional, la más alta en diez años. Por su parte, el índice de precios y cotizaciones de la Bolsa Mexicana de Valores (BMV) llegó en febrero a 17.752 unidades –casi la mitad de su nivel máximo de 32.500 (octubre de 2007)–, a la vez que el tipo de cambio a la venta subió a 15,30 pesos por dólar, lo que significa una depreciación de más de 40% desde agosto de 2008.

Proyecciones dadas a conocer en febrero por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público y por Banco de México estiman que en 2009 la economía podría sufrir una caída del PIB real de entre 1% y 2%. Fuentes no gubernamentales estiman que la caída será todavía mayor: J.P. Morgan pronostica una contracción de 4%. En cuanto a la reducción esperada del empleo, su magnitud ha generado un intenso debate: las caídas netas estimadas van desde 150.000 hasta 800.000 empleos. No obstante tal divergencia, el consenso es que la cantidad de empleos y su calidad sufrirán un fuerte deterioro. En todo caso, las proyecciones seguramente se modificarán en los meses siguientes de acuerdo con el desempeño de la economía global –especialmente la de EEUU– y con el efecto de los diversos paquetes de medidas con que el gobierno mexicano busca enfrentar la crisis.

Dada la incertidumbre en cuanto a la duración y profundidad de la recesión económica mundial, y el alcance efectivo de las medidas y programas de emergencia anunciados por el gobierno de México, resultaría inútil dedicar el presente trabajo a contrastar la verosimilitud de las proyecciones arriba mencionadas para el caso mexicano, o tratar de construir estimaciones alternativas. Resulta más relevante enfocar el análisis en los siguientes puntos: ¿cómo es la estructura de la economía mexicana hoy, de cara a la actual crisis? ¿Cuáles son sus principales fortalezas y sus vulnerabilidades? ¿Por qué canales o de qué manera se transmiten los principales efectos de la crisis internacional a la economía mexicana? Y, finalmente, ¿cuál ha sido hasta ahora la respuesta del gobierno y qué tan adecuada resulta? ¿Qué recomendaciones de política económica podrían ayudar a minimizar los efectos adversos de la crisis y, en la medida de lo posible, aprovechar esta oportunidad para instrumentar reformas que permitan insertar la economía mexicana en una senda de elevado crecimiento de largo plazo? El trabajo se organiza de forma tal de abordar estas interrogantes.

Fortalezas y fragilidades tras las reformas estructurales

Para comprender las fortalezas y fragilidades actuales de la economía mexicana, es necesario tener en cuenta que su estructura es, en gran medida, la resultante de un intenso proceso de reformas emprendido desde mediados de los 80 –a raíz de la crisis internacional de la deuda– para abandonar la pauta tradicional de desarrollo basada en la sustitución de importaciones y la intervención del Estado en la economía. El objetivo de este proceso fue convertir las exportaciones y la inversión privada en los motores de la expansión de la economía. Esas reformas, ampliadas por los gobiernos subsiguientes, convirtieron a México en una de las economías de tamaño medio más abiertas al comercio y la inversión extranjera, con una reducida intervención del sector público en la esfera económica.Las reformas tuvieron tres ejes. El primero, el más urgente, fue combatir la elevada inflación y corregir el déficit fiscal, ambos fuertemente desestabilizados por la crisis de la deuda y el colapso del mercado petrolero en 1981 y 1986. La estabilización se consiguió finalmente mediante el recorte del gasto público y la aplicación de un programa heterodoxo, el Pacto de Solidaridad Económica, un acuerdo entre los sectores empresarial, laboral y gubernamental que comprendió el control concertado de la evolución del tipo de cambio, el salario mínimo nominal y los precios de algunos bienes básicos.

Además de enfrentar la inflación y el déficit fiscal, las reformas se propusieron transformar la estructura de la economía mexicana. Por un lado, se procedió a abrir los mercados nacionales –de mercancías, financieros e inversión– a la competencia externa, para lo cual se eliminó el sistema de protección basado en una gama de permisos, controles y múltiples aranceles. Por otro lado, se redujo drásticamente la intervención del sector público en la esfera económica. A continuación se describen los aspectos fundamentales de estas reformas.

Apertura al comercio y a la inversión extranjera. La eliminación del régimen proteccionista procedió con la firma de acuerdos internacionales proclives al libre comercio, entre los que destaca la adhesión al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) en 1986 y, especialmente, la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) con Canadá y EEUU. El TLCAN comenzó a operar el 1º de enero de 1994 con el fin de eliminar prácticamente todas las barreras arancelarias y no arancelarias al comercio y a la inversión intrarregional en un plazo no mayor a 15 años. Desde entonces, México ha firmado otros acuerdos de libre comercio inter alia con Chile, Costa Rica, Colombia, Venezuela, Bolivia y la Unión Europea. En este ámbito, cabe destacar también la adscripción de México a la OCDE y a la Organización Mundial del Comercio (OMC).

Cabe notar que, mucho tiempo antes de firmar el TLCAN, México había comenzado ya a desmantelar de manera unilateral su sistema de protección comercial. Desde mediados de los 80, primero de manera gradual y luego en forma más acelerada, fue eliminándose el requisito de permisos previos a la importación, se disminuyó el número y la dispersión de tarifas arancelarias, y se canceló el esquema de precios oficiales que prevalecía sobre algunas importaciones y exportaciones. De hecho, hacia fines de 1988 –es decir, varios años del inicio del TLCAN– el mercado mexicano ya era uno de los más abiertos del mundo a la competencia foránea. Poco antes del arranque del TLCAN, solo 20% de la importación estaba sujeto a permiso previo, el arancel máximo era de 25% y el promedio, de 11,5%.

Con el TLCAN, solo unos pocos rubros considerados no estratégicos –entre ellos, el maíz, los automóviles y el equipo de transporte– mantuvieron cierta protección comercial de manera temporal. Por otra parte, el tratado incluyó entre sus elementos adicionales el compromiso de liberalizar los flujos de inversión extranjera y la incorporación de ciertos criterios ambientales y laborales.

Para México, el TLCAN tuvo tres objetivos. El primero fue reducir las presiones inflacionarias mediante una mayor competencia externa. El segundo consistió en insertar la economía en una trayectoria de elevado crecimiento de largo plazo impulsada por las exportaciones al mercado estadounidense. El tercero fue asegurar la irreversibilidad del proceso de reformas económicas.

La liberalización de la inversión extranjera avanzó de manera menos rápida, pero igual de firme, que la apertura comercial. Mediante una serie de modificaciones a la Ley de Inversión Extranjera de 1973, se procedió a eliminar los topes y controles sobre la participación del capital extranjero en la mayoría de las actividades productivas. Una marca señera en este esfuerzo fue el Reglamento de Ley para Promover la Inversión Mexicana y Regular la Inversión Extranjera de 1989. Este reglamento, más acorde con la apertura de la economía, eliminó los límites máximos legales a la presencia del capital externo en gran parte de actividades productivas.

Más tarde, en diciembre de 1993, se promulgó la nueva Ley de Inversiones Extranjeras en concordancia con el TLCAN, que estaba a punto de entrar en vigencia. Dicha ley permitió la participación mayoritaria de inversión extranjera en un número de actividades cuya producción equivalía a 81% del PIB. Entre las áreas que se liberalizaron se encontraban las sociedades de producción cooperativa, la televisión por cable, la provisión de servicios marítimos y la transportación terrestre de pasajeros y de carga por autobuses y camiones. Se quitaron también las restricciones a la petroquímica secundaria, la industria de autopartes y la construcción de autobuses y camiones. Con la salvedad de la petroquímica básica, cuya cobertura fue estrechándose, y la producción de armamentos y explosivos, la manufactura quedó totalmente abierta a la inversión extranjera, incluso mayoritaria. La última medida significativa de apertura, adoptada con la crisis de 1994, fue el rescate del sistema bancario comercial mediante la autorización al ingreso de inversión extranjera sin establecer topes de ningún tipo.

Reducción de la intervención del sector público en la esfera económica. La cancelación del sistema de protección comercial y de límites a la inversión extranjera directa (IED) produjo una disminución fuerte de la gama de controles y formas de intervención del sector público en la economía. Este esfuerzo fue acompañado por un proceso de privatización de entidades públicas y la eliminación de la política industrial. Respecto al primer punto, la privatización de empresas públicas –elemento esencial de las reformas estructurales– buscó dar mayor margen de acción al sector privado, además de reducir el déficit fiscal pues, salvo excepciones, las empresas desincorporadas generaban pérdidas.

La venta de empresas públicas tuvo dos grandes momentos. El primero, a mediados de los 80, abocado a la venta de unas 200 empresas medianas o chicas que, en general, no gozaban de posiciones privilegiadas en sus mercados. El segundo, entre 1989 y 1996, incluyó la venta de empresas grandes con fuerte poder de mercado. En total, implicó el traspaso al sector privado de más de 1.000 de las 1.155 empresas públicas que existían en 1982. Desde entonces, se han producido unas pocas privatizaciones más, de empresas ferroviarias, administración portuaria y otros servicios. La reapertura de la discusión sobre la reforma energética en 2008 no alteró este panorama. De hecho, se mantiene la fuerte restricción a la participación del sector privado en la petroquímica básica, si bien en la petroquímica secundaria admite hasta 100% de inversión privada, local o extranjera.

El segundo modo en que se buscó acotar la participación del Estado en la economía fue el desmantelamiento de la política industrial tradicional. Así, se procedió a sustituir el esquema de subsidios y fomento a sectores específicos por otro basado en la adopción de políticas llamadas «horizontales» que, en vez de distinguir por rama o tipo de actividad, concentran su atención en el tamaño de las empresas, privilegiando a las pequeñas y medianas.

La nueva política de fomento busca promover el libre juego del mercado, sin apoyo o subsidios estatales, y al mismo tiempo facilitar los trámites administrativos y fortalecer un marco general de respeto a los derechos de propiedad. En la práctica, esta nueva orientación implicó abandonar todo esquema de injerencia directa selectiva vía subsidios, permisos, licencias o requisitos de desempeño en torno de criterios como el carácter nacional de las empresas o su capacidad para la generación neta de divisas. En efecto, en concordancia con las disposiciones del GATT/OMC, desaparecieron la mayoría de los subsidios y solo se mantuvieron algunas reducciones tributarias sobre ciertas importaciones temporales; es decir, sobre insumos importados para su reexportación. Esta política, ajena a la promoción sectorial y orientada a compensar fallas generales del mercado, ha permanecido en general inalterada desde los 90 hasta hoy.

Los resultados de las reformas

Inflación y finanzas públicas. Las reformas económicas que adoptó México para alterar su pauta de desarrollo han tenido un éxito innegable en corregir el déficit de las finanzas públicas y controlar la inflación. En efecto, aunque más como resultado del recorte del gasto público –particularmente en inversión en infraestructura– que por un aumento significativo de los ingresos fiscales, el gobierno ha logrado prácticamente erradicar el déficit fiscal. En este proceso, se ha logrado reducir notablemente la deuda externa del sector público. Su saldo al cierre de 2008 fue de 56.000 millones de dólares, 40% menos que hace diez años; como proporción del PIB, equivale a 6,1%, 15 puntos por debajo de su nivel en 1998.

La corrección fiscal tuvo tal alcance que, sin contar los pasivos contingentes asociados al régimen de pensiones del sistema de seguridad social, desde hace ya varios años que el déficit público se mantiene por debajo del 2% como proporción del PIB. De hecho, en años recientes se ha vuelto norma el registro de un superávit en las finanzas públicas. Ello fue posible gracias a que, reforzando el compromiso del gobierno con la austeridad fiscal, el Congreso aprobó la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria –publicada en el Diario Oficial el 30 de marzo de 2006– que establece la obligación de mantener un balance anual equilibrado entre gastos e ingresos públicos; es decir, un déficit igual a cero. Si bien en 2008 se realizó un ajuste a esta norma para excluir el gasto de inversión de Pemex del cálculo del balance fiscal, la ley impone una restricción notable a la conducción contracíclica de las finanzas públicas. Sin embargo, la ley admite, en condiciones macroeconómicas extraordinarias, un margen a la restricción fiscal hasta un déficit equivalente a 1% del PIB.

El saneamiento de las finanzas públicas, sin embargo, no ha podido corregir dos elementos preocupantes que, en una perspectiva de mediano plazo, podrían generar una enorme fragilidad en el presupuesto público. El primero es la baja carga tributaria. En efecto, la carga tributaria equivale a menos de 14% del PIB, lo que ubica a México entre los países con menor carga fiscal en la OCDE y también por debajo de la mayoría de las economías de ingreso comparable en América Latina. El segundo elemento es la excesiva dependencia del fisco de los recursos petroleros, que hoy representan cerca de 40% de los ingresos fiscales totales. Dichos recursos dependen, por un lado, de los precios internacionales del petróleo, sujetos a fuertes fluctuaciones. Y, por otro, podrían sufrir, en un horizonte de mediano o largo plazo, una caída significativa, en la medida en que las reservas petroleras del país y la capacidad de producción se reduzcan. Ambos elementos, la baja carga tributaria y la dependencia de los ingresos petroleros, limitan, aunque no eliminan, la capacidad del gobierno para realizar una política fiscal anticíclica sostenida y de gran alcance.

En cuanto a la inflación, después de haber alcanzado niveles anuales de tres dígitos a mediados de los 80, ha mostrado una tendencia a la baja. Desde 2000, el índice de precios al consumidor ha permanecido en un dígito. Este comportamiento estable se ha mantenido incluso en los últimos años, en momentos en que muchos países sufrían un alza de los precios de materias primas y granos. Para lograr estos resultados ha sido crucial la política del Banco de México de combinar una flotación –en la práctica y hasta 2009– muy acotada del tipo de cambio nominal del peso frente al dólar, con una orientación prudente de las tasas de interés. Esto ha logrado mantener los precios bajo control.El auge exportador y la evolución del comercio. Desde el punto de vista productivo, las reformas concentraron aún más los flujos de comercio y de inversión extranjera de México en EEUU. Además, generaron un auge de las exportaciones, sobre todo de las manufactureras, y un fuerte aumento de la IED. En este auge exportador jugó un papel importante el TLCAN. En efecto, en el lapso que va desde la firma del tratado en 1993 hasta 2006 –año más reciente para el que se cuenta con información–, las exportaciones manufactureras crecieron a una tasa media por encima de 10%. Aunque inferior a la de China, es una de las más altas del mundo. Tal dinamismo permitió que, entre 1994 y 2008, las exportaciones duplicaran su participación en el PIB, ubicándose en 35%. Si se suman las importaciones, el comercio internacional se elevó hasta representar, en promedio, más de 60% del PIB; es decir, más del doble de su registro medio de diez años atrás.

El auge fue posible gracias al cambio radical en la inserción exportadora del país, que dejó de tener un perfil basado solo en los hidrocarburos. Las maquiladoras, las plantas automotrices y un creciente número de empresas extranjeras –ya establecidas en el país o atraídas por el TLCAN– explican este incremento. Pero esta expansión exportadora encuentra una fuerte limitación dada su relativamente elevada concentración en unas cuantas industrias, entre ellas las de motores y partes automotrices, automóviles, computación y equipo electrónico diverso.

El dinamismo exportador de México, en el marco del TLCAN, ha permitido generar un superávit comercial con EEUU. Sin embargo, este se encuentra acompañado de un importante déficit comercial con el resto del mundo, que más que compensa el saldo positivo de la relación con EEUU. En los hechos, el superávit comercial derivado de las maquiladoras y de la industria petrolera ha sido rebasado por el déficit que se genera con otros países en el comercio de manufacturas, bienes primarios y servicios. En otras palabras, el auge exportador ha traído consigo una expansión todavía más notable de las importaciones, que ha limitado la capacidad de arrastre del sector exportador al resto de los sectores. Por ello, el dinamismo exportador no se ha podido traducir en un impulso suficiente para que la economía mexicana en su conjunto se inserte en una senda de expansión elevada y sostenida. Entre las razones detrás del boom importador está, sin duda, la apertura comercial que, tras varias décadas de proteccionismo, dio a los consumidores de México acceso fácil y legal a productos fabricados en el extranjero. Pero también incidió la persistente tendencia a la apreciación del tipo de cambio real. Más aún, a priori no se puede descartar que cierta proporción de las crecientes importaciones reflejen la estrecha relación entre las empresas exportadoras y sus proveedores extranjeros, así como también la ruptura de algunos «encadenamientos» entre proveedores y fabricantes locales que se han visto desplazados por importaciones.

Las limitaciones del nuevo modelo. La insuficiencia del nuevo modelo apoyado en las exportaciones como motor para garantizar un elevado crecimiento (export-led growth) se ilustra en el gráfico 1, que relaciona el desempeño comercial con el ritmo de expansión del PIB real en los últimos 40 años. Entre 1970 y 1981, el PIB real creció a un promedio de 7% al año y registró un déficit comercial equivalente a 2% del PIB. La fase siguiente, entre 1982 y 1987, marcada por el ajuste a raíz de la crisis internacional de la deuda, produjo un estancamiento económico y un superávit comercial notable (8% del PIB). En los años siguientes, correspondientes a la primera fase de reformas pre-TLCAN, la economía creció a una tasa media anual de 3,5%, la mitad de su ritmo de expansión de los 70, con un déficit comercial similar al de entonces. La tasa de expansión económica y el desempeño comercial muestran una pauta similar en los primeros seis años del TLCAN, afectados por la crisis de 1995, que contrajo el PIB en más de 6%. En lo que va del presente siglo, a casi 20 años del inicio del proceso de reformas, la economía mexicana genera un déficit comercial similar al de los 70, pero crece en promedio a una tercera parte de la velocidad que lo hacía entonces. Es decir, con un uso proporcionalmente similar de divisas, la economía de México hoy en día crece a un ritmo muy por debajo de sus pautas históricas. Hay que subrayar, además, que en la primera década del presente siglo el crecimiento de la economía mexicana ha sido lento pese a que el contexto externo –salvo en 2008– fue muy favorable, producto de la fuerte expansión de la economía mundial, el franco acceso al mercado de capitales y la mejora de los términos de intercambio. Finalmente, debe destacarse que, si se excluyeran las exportaciones petroleras, el déficit comercial sería cuatro veces mayor al total registrado. La limitada expansión de la economía resulta preocupante pues no permite generar suficientes empleos para absorber la expansión de la fuerza de trabajo. De acuerdo con diversas estimaciones, México requiere crear entre 800.000 y un millón de empleos al año, número que dista de haberse generado en los últimos tiempos. Si, además de sostener el empleo, se quisiese reducir de manera significativa la pobreza –que actualmente afecta a más de 40% de la población y en su forma extrema de pobreza alimentaria, a poco más de 10%–, la creación de empleos debería ser aún mayor.

La segunda limitación importante de la economía mexicana a raíz de las reformas ha sido la débil respuesta de la inversión fija. En efecto, la inversión fija bruta había alcanzado su punto más alto –como proporción del PIB– en los años del boom petrolero, pero colapsó en los años de la crisis internacional de la deuda, entre 1982 y 1987. Tras aquel desplome, su recuperación fue muy lenta y hoy equivale a solo 20% del PIB. La tasa de acumulación de capital fijo es menor a la de otros países y se ubica por debajo del 25% recomendado por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (Unctad, por sus siglas en inglés) a los países en desarrollo para lograr un crecimiento superior a 5% anual.

Tan pobre respuesta de la inversión a las reformas macroeconómicas se explica por varios factores. El primero de ellos, no necesariamente el más importante, es la escasez de crédito que sufre buena parte de las empresas nacionales después del colapso del sistema bancario a mediados de los 90, que culminó con su absorción por la banca internacional. Hoy, la oferta de créditos para actividades productivas –excluidos el comercio y la vivienda– se encuentra en niveles muy bajos como proporción del PIB. El debilitamiento de la banca de desarrollo ha contribuido a agravar esta situación.

El segundo factor que explica la escasez de inversiones es la contracción de la inversión pública –y su impacto adverso sobre la infraestructura– como resultado de la estrategia adoptada para corregir el déficit fiscal. Del mismo modo, la cancelación de los programas de fomento industrial e incentivos especiales también ha tendido a deprimir la inversión privada. Estos factores se unen a la incertidumbre propia de cualquier cambio en la pauta de desarrollo, que desincentiva la inversión. Finalmente, la persistente apreciación cambiaria también influyó de manera negativa sobre la inversión manufacturera, pues tendió a canalizarla a la producción de bienes y servicios no comerciables en el extranjero.

Más allá de las explicaciones, lo cierto es que la ausencia de una inversión sostenida y fuerte frena el crecimiento económico pues dificulta la ampliación y modernización de la maquinaria y el equipo. Sin ellas, el aparato productivo pierde competitividad tanto en los mercados mundiales como en los locales.

La falta de dinamismo de la economía –no obstante el impresionante auge exportador– ha profundizado la tendencia a la ampliación de la brecha del PIB per cápita de México frente al de EEUU. Como muestra el gráfico 2, desde el fin del boom petrolero en 1982, el rezago de México ha tendido a acentuarse. La estabilización y el repunte económico logrados a partir de 1987, junto a la expansión registrada al inicio del proceso de reformas, permitieron acortar moderadamente dicha brecha. Sin embargo, este avance se revirtió de manera abrupta con la crisis de 1995. Desde entonces, la distancia ha permanecido en niveles cercanos a 16%. Esta brecha es comparable a la registrada durante la década de 1950, es decir, hace más de ¡50 años! Una consecuencia importante de este creciente retraso en el ingreso promedio de México es, por supuesto, el incremento de la migración a EEUU. Diversas estimaciones coinciden en que, desde hace ya una década, entre 400.000 y 500.000 mexicanos emigran a EEUU cada año. De no ser por esta válvula de escape, la presión sobre el mercado laboral mexicano –y el consecuente deterioro de los ingresos– alcanzaría niveles aún más preocupantes.

Los efectos de la crisis internacional sobre la economía mexicana

La sección anterior examinó la nueva pauta de desarrollo e inserción internacional de la economía mexicana a raíz de las reformas e identificó tanto sus fortalezas como sus fragilidades en la búsqueda de un crecimiento liderado por las exportaciones y basado en la intervención reducida del Estado. En las páginas siguientes, se señalan los principales canales a través de los cuales la crisis internacional puede afectar –y ya afecta– el desempeño de la economía mexicana. Finalmente, el texto analiza en qué medida esos efectos pueden agravar algunas de las fragilidades señaladas y de qué forma las fortalezas identificadas permiten compensar el impacto negativo de la crisis.

Un primer efecto de la crisis internacional es la restricción del financiamiento externo. En efecto, la contracción del crédito que se sufre en EEUU y en otras economías industrializadas a raíz del colapso financiero acota y encarece las posibilidades del gobierno mexicano (y de otros países en desarrollo), así como de las empresas privadas, de contar con crédito de fuentes no oficiales. En el caso mexicano, esta restricción adquiere especial relevancia para las grandes empresas, que se insertaron en los mercados mundiales apoyadas en el crédito externo. Dado el clima recesivo mundial, es probable que varias de estas empresas enfrenten dificultades en el corto plazo para conseguir las divisas necesarias para cumplir con sus obligaciones crediticias, sea para el pago de intereses o de capital. Tales situaciones pueden crear presiones puntuales pero significativas en el mercado cambiario mexicano. Recuérdese que hoy alrededor de 55% de la deuda externa de México es del sector privado.

Un dato significativo, ligado a lo anterior, es que desde hace ya diez años gran parte del sistema bancario en México está compuesto por filiales –por cierto, sumamente rentables– de grandes bancos internacionales. Algunos de ellos, como el Citigroup, atraviesan situaciones críticas en sus balances. ¿Cuál será la estrategia que las centrales de dichos bancos impondrán a sus filiales para enfrentar la crisis financiera? ¿En qué medida las operaciones de intermediación financiera de las filiales de México se verán presionadas por la necesidad de transferir pronto recursos extraordinarios al exterior? Las respuestas a estas interrogantes aún no están claras. Sin embargo, cabe señalar que a mediados de febrero de 2009 circularon rumores de que el Citigroup vendería Banamex, su filial en México, para mejorar su posición financiera.

El adverso panorama en el mercado mundial de capitales y el aumento en las primas de riesgo tienden a dificultar el acceso de México a fondos frescos del exterior. Esta situación, de profundizarse y persistir, puede llevar a cancelar proyectos de inversión que impliquen un alto contenido de divisas. Por otro lado, esta restricción podría aliviarse mediante una rápida respuesta de los organismos financieros internacionales o regionales. Al respecto, México se ha asegurado el acceso inmediato a una línea especial de financiamiento por parte del FMI de 30.000 millones de dólares, equivalentes a cerca de 35% de las reservas internacionales del país.

Además de los créditos, la crisis financiera afectará la IED y el ingreso neto de capital de corto plazo. En cuanto a la primera, la incertidumbre global, la caída en la demanda y las restricciones financieras tienden a desincentivar la inversión tanto en proyectos nuevos como en la ampliación o modernización de la maquinaria y la planta productiva de empresas ya existentes. De hecho, en 2008 la IED cayó 30% respecto al año anterior. El capital de corto plazo puede sufrir oscilaciones bruscas en respuesta a presiones especulativas y la búsqueda de activos más seguros denominados en dólares, como los Bonos del Tesoro de EEUU. Estos efectos de naturaleza financiera incidirán en la economía real deprimiendo la actividad productiva y el empleo.

Además, la economía mexicana sufrirá el impacto de la baja del comercio mundial. La contracción de la economía estadounidense y de otros mercados importantes disminuye la demanda de exportaciones de México. Entre todos los sectores, los dos que enfrentan un panorama especialmente complicado son el automotor –y la manufactura en general– y el turismo. De hecho, ya en enero de 2009 ambos sectores sufrieron contracciones anualizadas: de 56% en las exportaciones de autos y de 10% en las ventas en el sector de turismo. Si, además, se confirman las tendencias proteccionistas que ya se insinúan en algunos países, o si las armadoras de autos en EEUU deciden cerrar temporalmente algunas de sus plantas en México, entonces el efecto puede agravarse.

El otro sector económico que es necesario analizar es el petrolero, dada su relevancia como fuente de ingresos fiscales y, en menor medida, como generador neto de divisas. El 17 de febrero de 2009 se conoció la noticia del descubrimiento y certificación de un yacimiento extraordinario de 139.000 millones de barriles en Chicontepec, lo que ubica a México como el tercer país con mayores reservas probadas del mundo. Cabe subrayar que, para fin de ese mes, el precio de la mezcla mexicana de petróleo alcanzó 40,7 dólares por barril, menos de la tercera parte de los 130 dólares de ocho meses atrás (julio 2008).

El debilitamiento de las exportaciones totales puede traducirse o no en un aumento del déficit comercial, dependiendo de lo que ocurra con las importaciones. Una parte de estas, las importaciones temporales de bienes intermedios ligadas a la maquila, caerán automáticamente. Las restantes, de bienes de consumo y de inversión, tienden a reducirse, en periodos de contracción, más que proporcionalmente al PIB. En 2008, el déficit comercial se elevó sustancialmente hasta alcanzar 2% del PIB, no obstante la desaceleración de la economía. Algunas estimaciones apuntan que dicho déficit será ligeramente mayor en 2009, a pesar de la caída del PIB y de la depreciación que se ha dado de casi 50% del tipo de cambio nominal del peso frente al dólar, lo que encarece considerablemente las importaciones.

El ingreso de divisas también podría quedar afectado por una reducción de las remesas familiares, ante la fuerte pérdida de dinamismo de la economía de EEUU y la subsecuente disminución del empleo y las remuneraciones de los trabajadores emigrados. La contracción del flujo de remesas familiares puede generar un problema grave en las condiciones de vida de algunas localidades y comunidades del país. En 2008, de hecho, el flujo de remesas familiares a México se contrajo 3,6% frente a 2007.

Finalmente, junto a la retracción del crédito y la disminución de la inversión extranjera y el ingreso neto de capitales, el tercer impacto de la crisis es el que engloba los llamados «efectos multiplicadores progresivos» que tienen las variaciones en el ingreso y en la capacidad de compra de grupos directamente afectados por la crisis sobre otros grupos en principio aislados del shock externo inicial. Estos efectos hacen que a la primera ronda de contracción de las exportaciones le sigan otras rondas de efectos que deprimen el ingreso y el empleo de sectores abocados a satisfacer el mercado interno. Tales repercusiones pueden ser tanto o más significativas que los efectos iniciales. Un aspecto adicional a vigilar en esta interacción adversa es su impacto sobre los ingresos fiscales y, por ende, su repercusión en el gasto público. Al perder impulso el ingreso nacional, se reduce la captación fiscal, reducción que adquiere proporciones mayores al perderse puestos de trabajo formales.

Los párrafos anteriores han identificado los canales más relevantes a través de los cuales la crisis internacional puede afectar a México. Si bien, como señalamos en el inicio de este ensayo, algunos sectores ya están acusando los impactos de la crisis, es difícil estimar con precisión su magnitud en 2009 y 2010. En todo caso, estos canales seguramente serán monitoreados por las autoridades responsables para el diseño y la ejecución de la política macroeconómica y de protección social.

Al analizar los posibles impactos, es evidente que varios de estos efectos pueden acentuar las fragilidades estructurales identificadas en este trabajo. La crisis tiende a agravar la situación de la balanza de pagos, es decir, a acentuar la insuficiencia del sector externo como motor de crecimiento. Igualmente, la necesidad urgente de instrumentar políticas fiscales compensatorias o contracíclicas para dar un efectivo impulso a la economía enfrenta la limitación de una carga fiscal demasiado baja y dependiente de los ingresos petroleros. En estas condiciones, seguramente el impedimento impuesto por la ley federal mencionada a la ampliación del déficit fiscal público se verá rebasado en los hechos por la necesidad de utilizar la política de gasto público para evitar un deterioro económico y social mayor. Del mismo modo, la crisis deja en evidencia la debilidad y la falta de profundidad del sistema de intermediación bancaria, expresada particularmente en la insuficiencia de créditos para fines productivos.

Por otra parte, algunas de las fortalezas señaladas cobran relevancia en la actual coyuntura. El hecho de haber dejado atrás el enorme déficit fiscal de otras épocas, al igual que el excesivo endeudamiento externo y la elevada inflación, abre la posibilidad de usar el gasto público para enfrentar la crisis sin que ello implique necesariamente generar presiones inflacionarias agudas o un exceso de carga sobre el presupuesto. Esto genera posibilidades de implementar políticas contracíclicas, pero a condición de que se adopte una actitud pragmática en la conducción de las finanzas públicas, alejada del dogma del presupuesto continuamente equilibrado que sustenta la ley de responsabilidad presupuestaria.

Finalmente, en el ámbito cambiario y monetario, el actual régimen de flotación, complementado por intervenciones directas selectivas del Banco de México en el mercado de divisas, permite corregir rápidamente los precios relativos de los bienes comerciables y el precio de la divisa. Esto marca una diferencia con la situación que se vivía en otra época –y que existe hoy en otros países– de paridad cambiaria virtualmente fija. La flexibilidad ayuda a frenar corridas especulativas y contribuye a proteger el empleo.

Reflexiones finales: medidas de política económica para enfrentar la crisis

Las primeras declaraciones del gobierno mexicano frente a la crisis financiera de EEUU tendieron a minimizar la importancia de las posibles repercusiones en el país. Se argumentaba que, en años recientes, el dinamismo de la economía nacional –así como el de otras naciones latinoamericanas– había permitido desacoplarla de la situación de EEUU, y que la solidez de la macroeconomía mexicana había blindado al país de todo impacto adverso. Empero, a medida que la crisis externa se fue profundizando, la posición oficial cambió de la alerta a la preocupación. Ello ha llevado al gobierno a adoptar medidas de política económica específicamente orientadas a aminorar los efectos adversos de la coyuntura internacional. De esta forma, en vez de presentar desde el inicio una estrategia integral frente a la crisis externa, el gobierno ha venido construyendo progresivamente una estrategia de respuesta mediante el anuncio y el lanzamiento sucesivo de una serie diversa de programas e iniciativas no necesariamente articulados.

La primera fue el Fondo Nacional de Infraestructura, anunciado en febrero de 2008, para reanimar el mercado interno mediante la ampliación de la infraestructura en un lapso de cinco años. Entre las medidas anunciadas recientemente, destaca el Programa para Impulsar el Crecimiento y el Empleo (PICE), lanzado en octubre de 2008, que comprende acciones en diferentes ámbitos: ampliación, reorientación y flexibilización del gasto público, sobre todo hacia la infraestructura; construcción de una refinería; apoyo adicional a las pequeñas y medianas empresas; y simplificación de trámites para el comercio exterior y el establecimiento de empresas en el país.

En enero de 2009 se dio a conocer el Acuerdo Nacional en Favor de la Economía Familiar y el Empleo, que incluye una serie de acciones concertadas entre el Ejecutivo Federal, los gobernadores estatales, el Poder Legislativo y diversas organizaciones de los sectores social, empresarial y de trabajadores. Entre estas acciones se destacan el incremento de recursos para el programa de empleo temporal, el congelamiento de los precios de las gasolinas y la baja del precio de la electricidad y del gas LP, además de un aumento del financiamiento directo a ser otorgado por la banca de desarrollo (Nafinsa y Bancomext). Recién el 10 de febrero, el presidente Calderón envió dos iniciativas al Congreso para modificar la Ley del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y del Instituto de Fomento a la Vivienda (Infonavit), con el fin de proteger el ingreso de quienes pierden su empleo formal, dando acceso a su cuenta en Infonavit. Unas semanas después, el Congreso presentó una serie de propuestas para enfrentar la crisis a ser discutidas en el actual periodo legislativo. Entre ellas, destaca la propuesta de ampliar el mandato del Banco de México a fin de que se ocupe tanto de abatir la inflación como de mantener la economía mexicana cercana a su senda de crecimiento potencial de largo plazo. Pero buena parte de estas iniciativas, a menos que estén respaldadas por recursos fiscales adicionales y una fuerte voluntad política, corren el riesgo de terminar siendo tan solo buenas intenciones.El alcance de esta serie de programas, que se han venido anunciando y en mayor o menor medida poniendo en marcha, es incierto, y más aún cuando se espera que en el futuro continúen complementándose con iniciativas adicionales. De acuerdo con declaraciones del secretario de Hacienda: «las medidas contracíclicas para el 2009 incluidas en el PICE y el Acuerdo (…) implican un estímulo fiscal de 1,8% del PIB». Estimaciones alternativas apuntan que el paquete fiscal extraordinario propuesto por el gobierno asciende a 3% del PIB. Estas cifras, si bien inferiores al porcentaje destinado a medidas del mismo tipo por los gobiernos de Brasil y China, revelan el compromiso oficial con una necesaria reorientación contracíclica de la política macroeconómica. De hecho, el secretario de Hacienda afirmó que la prioridad en la conducción de la política económica debe ser el impulso al empleo. Habrá que aguardar para ver en los hechos cuántos recursos fiscales adicionales son destinados a este empeño y, más aún, cuál será la capacidad real del gobierno para ejecutar los diferentes programas anunciados. Esto determinará el éxito en el empeño en aminorar de manera significativa el impacto de la crisis sobre el empleo y la actividad económica.

En cualquier caso, en este esfuerzo el gobierno deberá contemplar la posibilidad de obtener recursos adicionales, por ejemplo mediante un mayor endeudamiento externo; ampliación para la que hoy cuenta con márgenes razonables dado el bajo saldo de la deuda externa, la situación fiscal controlada y, hasta ahora, la baja inflación. En el área social, un desafío crucial será el de ampliar la política de protección –por ejemplo, mediante el programa Oportunidades– a los centros urbanos, donde más se sienten los efectos adversos de la crisis. En décadas recientes, las fases de bonanza de las economías latinoamericanas –entre ellas la mexicana– han sido detonadas por la abundancia temporal de recursos externos debida a mejoras drásticas en los términos de intercambio o a entradas masivas de capitales del exterior. Estos periodos de bonanza crean la oportunidad de canalizar recursos extraordinarios para incrementar la inversión y el gasto social a fin de aliviar algunas restricciones estructurales que frenan el desarrollo económico de largo plazo. Sin embargo, el aprovechamiento juicioso de tales recursos ha sido más la excepción que la regla en la región. Así, tales flujos extraordinarios terminan malgastados, sin fortalecer la competitividad internacional o ampliar la capacidad de crecimiento de largo plazo.

En contraposición, las épocas de crisis –detonadas por adversos y severos choques externos– revelan drásticamente las limitaciones estructurales de las economías latinoamericanas, entre ellas la restricción externa al crecimiento, la insuficiencia y vulnerabilidad de los ingresos fiscales y la escasa profundidad del sistema de intermediación financiera, así como la incapacidad de generar suficientes empleos de calidad para abatir la pobreza y la desigualdad.

Teniendo en cuenta estos antecedentes, es indispensable que las medidas adoptadas por el gobierno mexicano para enfrentar la crisis sean acompañadas, más temprano que tarde, por iniciativas que sienten las bases de un desarrollo económico y social de largo plazo, a la vez que eviten una profundización de la pobreza y de la desigualdad. Entre estas iniciativas debería incluirse la búsqueda de un nuevo pacto fiscal que amplíe sustancialmente los ingresos del sector público, reduzca su excesiva dependencia del petróleo y, a la vez, permita instrumentar un programa de inversión pública de largo aliento para ampliar la infraestructura y mejorar la educación. La mejora de los ingresos fiscales es un requisito indispensable para reinsertar la economía mexicana en una senda de elevada y sostenida expansión. Si no se concreta, será difícil instrumentar políticas macroeconómicas contracíclicas que efectivamente aminoren los efectos de la crisis.

La difícil situación que desde fines de 2008 atraviesa el mercado de trabajo en México, que sin duda se deteriorará aún más en 2009, seguramente reavivará el debate en torno de la reforma laboral. Al respecto, habrá que definir una estrategia sólidamente argumentada para responder a las presiones a favor de una mayor flexibilización, entendiendo por ello un abaratamiento de la mano de obra mediante el recorte de salarios y prestaciones y la reducción de los esquemas de protección laboral. En este punto, es evidente que México no puede ni debe buscar mejorar su competitividad internacional sobre la base de la mano de obra barata. Por el contrario, lo que el país necesita es contar con mano de obra con empleo de calidad –es decir, cada vez más calificada–, de modo que adquiera la flexibilidad necesaria para incorporar más entrenamiento y capacitación a lo largo de su trayectoria laboral. La remoción de los mecanismos básicos de derechos laborales conspira contra este objetivo.

Habrá que ver si la atención a los problemas urgentes puede combinarse con avances sustanciales hacia la eliminación de los obstáculos que impiden un crecimiento sostenido en el largo plazo. En tal empeño, parece recomendable impulsar un cambio en la ley presupuestaria actual y adoptar una estrategia al estilo de la de Chile, cuyo balance fiscal se fija en función del crecimiento económico de largo plazo. Igualmente, el gobierno mexicano deberá poner en marcha una estrategia para ampliar y mejorar la intermediación financiera, en especial para ampliar el crédito bancario a la inversión y a la actividad empresarial. Un elemento que ayudaría en este sentido es el robustecimiento de la banca de desarrollo, aspecto que ya comienza a asomar en alguno de los programas anticrisis propuestos por el gobierno, pero que habría que impulsar de forma más sistemática y decidida. Otro punto importante, sugerido por Francisco Suárez Dávila, consistiría en poner en marcha una política, por parte de las autoridades de supervisión bancaria, para que la banca privada que opera en el país tenga en cuenta en su estrategia de intermediación financiera (sobre todo en su pauta de asignación de crédito) la concordancia con el cumplimiento de objetivos específicos del plan de desarrollo nacional. Esta reorientación estratégica del proceso de intermediación financiera de la banca privada hacia los grandes objetivos del desarrollo nacional puede lograrse mediante diversos instrumentos de política pública, entre los que destaca la capacidad de persuasión y regulación de las autoridades monetarias y fiscales sobre los agentes del sistema financiero. Otro elemento que ayudaría es el relanzamiento de una nueva estrategia de políticas para promover la innovación y la competitividad industrial.

Varios de estos cambios implican una transformación del papel del Estado y del mercado en la economía mexicana –en particular, un cambio en los alcances y las formas de regulación e intervención del sector público en la asignación de recursos– con el objetivo de lograr un crecimiento de largo plazo. Que la transformación tenga o no lugar para enfrentar la crisis y promover una estrategia de crecimiento económico elevado y persistente es una interrogante cuya respuesta, hoy por hoy, está en el aire.

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 220, Marzo - Abril 2009, ISSN: 0251-3552


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