Coyuntura
NUSO Nº 224 / Noviembre - Diciembre 2009

La crisis de la izquierda europea y la necesidad de construir un nuevo paradigma para el siglo XXI.

Aunque el estallido de la crisis económica mundial alentó las expectativas de un ascenso de los partidos de centroizquierda en Europa, la realidad demostró que se trataba de una quimera. La dura derrota en las elecciones europeas del 7 de junio confirmó la tendencia descendente, cuyas causas profundas deben revertirse construyendo un nuevo paradigma político. El artículo sugiere alguno de los ejes para un nuevo programa de izquierda –una nueva política redistributiva, un Estado más activo, el impulso a una democracia más participativa– y argumenta que, si no se avanza en estos temas, la centroizquierda europea corre el riesgo de desaparecer lentamente, como sucedió con los partidos radicales nacidos a principios del siglo XX.

La crisis de la izquierda europea y la necesidad de construir un nuevo paradigma para el siglo XXI.

El 15 de septiembre de 2008, el día en que Lehman Brothers se declaró en quiebra, fue una jornada gris y fría en Londres. La ciudad, que depende del sector financiero más que casi ninguna otra en el mundo, parecía extrañamente calma y apagada, como si los titulares de la prensa vespertina la hubiesen dejado paralizada por el shock. Pero no todo era depresión. Ese mismo día, un grupo de intelectuales y políticos socialdemócratas provenientes de toda Europa se había reunido para participar en un seminario de reflexión sobre el futuro de la centroizquierda europea. El evento estuvo marcado por un optimismo amargo: el crash del capitalismo financiero, por dolorosas que fueran sus consecuencias, no podía implicar otra cosa que una revalorización de las políticas y los valores socialdemócratas.Un año después sabemos que se trataba de ilusiones vanas. La derrota en las elecciones europeas del 7 de junio demostró que ni el «efecto Obama» ni la crisis del capitalismo financiero podían detener la caída de la socialdemocracia europea. En aquellos comicios, el Partido Laborista británico obtuvo su peor resultado desde 1918; el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) y el Partido del Trabajo Holandés (PvdA), el peor desde 1945. En tanto, el Partido Socialista francés de François Mitterrand y Lionel Jospin alcanzó 16,4% de los votos, apenas por delante de los verdes. A esto hay que añadir el fracaso del SPD en las últimas elecciones nacionales realizadas en Alemania en septiembre de 2009 (11% menos de los votos en comparación con las elecciones de 2005).

Por supuesto, las expectativas de este seminario eran ingenuas desde el inicio. Los partidos de centroizquierda estuvieron demasiado involucrados en el desarrollo del capitalismo financiero como para que la crisis no los afectara. Pero el problema tiene raíces mucho más profundas: el electorado de la centroizquierda ya no sabe muy bien qué y a quiénes representa en verdad la centroizquierda. Tampoco lo saben los propios partidos: en el transcurso de los últimos años, el movimiento fue perdiendo progresivamente su perfil político e ideológico, renunciando largamente a formular un proyecto progresista auténtico y autónomo.Las siguientes reflexiones se centrarán en cinco áreas en las cuales se presume que radican las principales causas de la pérdida de caudal electoral de los partidos socialdemócratas europeos, pero que son también las áreas políticas donde se debe construir un nuevo paradigma político de centroizquierda. Es decir, aquellas áreas por las que habría que comenzar si se pretende formular un proyecto socialdemócrata para el siglo XXI.

1. La vuelta de la cuestión distributiva

La creciente brecha social constituye el problema socioeconómico más urgente que debe enfrentar la izquierda en Europa. Tampoco el neoliberalismo «suavizado» por el Estado social de los gobiernos de izquierda de la segunda mitad de la década del 90 (que por entonces gobernaban 12 de los 15 países de la Unión Europea) pudo impedir el descenso social de un sector cada vez más amplio de trabajadores. En las últimas décadas, la participación de los salarios en la renta nacional sufrió una disminución constante en los países de la UE, al igual que en el resto de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE). Y no solo los sectores de bajos ingresos se vieron afectados, sino también los de ingresos medios, es decir, ese «centro» de la sociedad cuyos intereses y necesidades había prometido defender la izquierda tecnocrática. Además, la distribución del patrimonio es aún más injusta. Los principales beneficiarios de esta tendencia fueron un pequeño grupo de personas riquísimas cuyos altos ingresos aumentaron enormemente en aquella etapa, alimentando la burbuja especulativa de los mercados financieros de los últimos años.

En este contexto, parece inevitable que la centroizquierda europea reoriente sus propuestas en materia de política económica, impositiva y laboral. La teoría del derrame (trickle down) no se ha verificado en los últimos años, tampoco en su versión socialdemócrata. Por eso, la cuestión de la distribución de la plusvalía entre el capital y el trabajo debe ser reinstalada en el centro de la política. El objetivo principal de una política progresista no debería ser mitigar la pobreza mediante políticas sociales, sino más bien impedir que esta se genere. En los últimos años, sin embargo, sucedió lo contrario. La centroizquierda se concentró, mediante una política social «activadora», en el alivio de la pobreza y en el combate a sus raíces, supuestamente privadas y subjetivas. Las consecuencias no deseadas de esta política quizás hayan superado largamente las deseadas: la flexibilización de la legislación laboral, la reducción de las prestaciones sociales y la necesidad de los desempleados de aceptar trabajos de menor calificación ejercieron una presión considerable sobre los salarios y las condiciones de trabajo, contra la que poco pudo hacer un movimiento sindical cada vez más debilitado. La evolución de los salarios se desacopló considerablemente de la evolución de la productividad. «Estamos corriendo para no movernos»: así describió la evolución de la situación social un estrecho asesor de Gordon Brown en Gran Bretaña. Las transformaciones en la «economía real» son de una magnitud tal que incluso los considerables esfuerzos y gastos sociales realizados desde 1997 por los gobiernos laboristas apenas han logrado que la situación no empeore, sin generar mayores avances.

En las economías de mercado, la distribución de la plusvalía entre trabajadores y empresarios constituye un problema difícil de regular de manera directa mediante políticas públicas. Más allá de las políticas regulatorias, influyen otros factores: la globalización, el mercado interno europeo, la desocupación crónica y la inmigración limitaron considerablemente la eficacia de las políticas estatales (pero también de las estrategias sindicales) en esta área. No obstante, existen posibilidades de acción: ampliar los derechos de coparticipación de los trabajadores en las empresas, gravar más fuertemente las ganancias, los ingresos más altos y las herencias, fortalecer la participación de los empleados en los ingresos operativos, implementar y aumentar los salarios mínimos, re-regular los mercados de trabajo, fortalecer los derechos de los trabajadores y las posibilidades de organización de los sindicatos, mejorar los salarios en el sector público para que ejerzan presión sobre el sector privado... son muchas las alternativas posibles para un «stakeholder capitalism» practicado en serio, cuyo objetivo sea corregir un esquema de redistribución que impide el aumento de salarios y combatir el desacople entre la evolución de la productividad y la de los salarios. Hay espacio para hacerlo: entre 2001 y 2006, la renta nacional de Alemania se incrementó en 202.000 millones de euros, de los cuales 85% fueron ingresos empresariales y patrimoniales, mientras que los 34 millones de trabajadores en relación de dependencia se quedaron apenas con 15%.

2. Cómo recuperar la solidaridad

El Estado social redistributivo es el núcleo de la propuesta política de la centroizquierda, ya que en él se concreta el valor socialdemócrata de la solidaridad social. Sin embargo, numerosas señales indican que, en los últimos años, la aceptación de este programa de solidaridad ha disminuido, o al menos se modificó de manera notable. Esto se explica por las profundas transformaciones sociales ocurridas últimamente, como la disolución de las identidades de clase de la era industrial y el surgimiento de una amplia variedad de grupos y sectores laborales, sociales y culturales, así como la creciente importancia de identidades que ya no se basan en la posición de las personas en el proceso productivo sino en el consumo. Al mismo tiempo, el debilitamiento de las fronteras de las economías nacionales por la movilidad del capital, las mercancías y las fuerzas laborales condujo a una nueva jerarquización de las situaciones económicas. Esto produce una nueva división social entre «cosmopolitas» (partidarios de la difuminación de las fronteras) y «comunitaristas» (más escépticos respecto a esa disipación), que atraviesa el electorado histórico de la centroizquierda. A ello se agrega una nueva diversidad étnica, cultural y religiosa, que en las últimas décadas aumentó exponencialmente como resultado de la inmigración, lo que ha hecho que en la vida cotidiana de las sociedades occidentales incidan valores, normas de conducta e improntas de socialización extremadamente diferentes y variados. Como resultado de estos cambios profundos, resulta cada vez más artificial hablar de una «cultura en común» o incluso de «valores en común» de la población de un país. «Lo problemático del concepto de sociedad posindustrial –escribió el economista francés Daniel Cohen– no es la palabra ‘posindustrial’. Es la palabra ‘sociedad’».

¿Qué aceptación pueden generar programas políticos solidarios en estas sociedades heterogéneas? Es una de las cuestiones decisivas para el futuro de la centroizquierda europea. Los comportamientos espontáneos que pueden observarse en aquellos sectores acosados por los temores de descenso social y pérdida de estatus tienen poco que ver con la solidaridad y la cooperación (es decir, mecanismos políticos de acción conjunta de los desfavorecidos, reales o supuestos). A menudo, la reacción consiste en movimientos de demarcación cultural y espacial y el deseo de escapar a la corriente que arrastra hacia la clase baja –una clase baja que se define cada vez más en términos étnicos y religiosos, ya que el aumento del número de personas de bajos ingresos en Europa está originado en gran medida por la inmigración–.

Por cierto, también las políticas implementadas en los últimos años han contribuido al debilitamiento de la idea solidaria, excluyendo cada vez más los ingresos por capital y a las empresas de los mecanismos financieros de los sistemas solidarios. En muchos países, se implementaron límites a los aportes fiscales de los grupos de mayores ingresos, acompañados de una tolerancia casi abierta a la evasión impositiva de los más privilegiados, como por ejemplo por los bonistas millonarios de la City londinense en las Islas del Canal. La financiación de los sistemas sociales recae cada vez más sobre un segmento menguante de «trabajadores comunes y corrientes», que naturalmente se sienten poco dispuestos a continuar financiando ciegamente estos esquemas de protección social. Como señala el filósofo francés Marcel Gauchet, la solidaridad se ha convertido hoy en la forma en la cual «los relativamente pobres ayudan a los más pobres».

En este contexto de sociedades poco solidarias, las reformas de los sistemas sociales implementadas en los últimos años probablemente hayan tenido un efecto destructivo adicional. Estas reformas se orientaron básicamente a atenuar la pobreza absoluta. Bajo el concepto de una política «activadora», los derechos asistenciales (el derecho de recibir asistencia y pensiones) de los contribuyentes se relativizaron o se recortaron. Esto genera un desdibujamiento de las diferencias entre el derecho a la prestación de quienes aportan frente a quienes no lo hacen. Esta tendencia va en contra de las ideas de justicia profundamente arraigadas, así como de la lógica de la división social que caracteriza el comportamiento cotidiano de la sociedad, donde los «relativamente pobres» quieren justamente distanciarse de los «muy pobres», por los cuales sienten poca compasión. El hecho de que aquellos que no realizan aportes perciban prestaciones sociales no goza de una alta aceptación social. Es en este sentido que Richard Sennett habla del «odio al parasitismo» en las sociedades modernas: «Aún más que el derroche, la sociedad teme –racional o irracionalmente– ser esquilmada por derechos injustificados».

Desde luego, no se trata de una desa-parición total de la solidaridad social, sino de un proceso gradual de debilitamiento en pequeños pasos. Sin embargo, a la larga, este proceso terminará por socavar la aceptación de las propuestas políticas de izquierda. ¿Cómo enfrentar esta situación? No hay una respuesta simple. «Las dificultades del Estado de Bienestar, de las instituciones, de los aparatos políticos y sindicales», escribió el sociólogo francés François Dubet, «radican en la disolución de un modelo de integración social, en el fin de un relato de solidaridad cuya resurrección presupondría que la Tierra dejara de girar». Jürgen Habermas señaló hace ya más de diez años que el debilitamiento de los Estados nacionales europeos, combinado con las tendencias de fragmentación de las identidades colectivas, constituye un problema fundamental para la política de izquierda. No es posible una vuelta al contrato de solidaridad nacional tradicional, basado en una identidad compartida. La heterogeneidad creada a partir de la inmigración y de una política «multicultural» seguramente no facilitará la conservación del Estado social en la «vieja Europa»: «Hasta qué punto las sociedades de inmigración pueden continuar siendo Estados de Bienestar es para Europa una cuestión aún no resuelta». Aunque es difícil predecir cuán importante será esta dimensión en el largo plazo, a la izquierda europea no le conviene subestimarla. De hecho, siguiendo a Norman Birnbaum, conviene recordar que los intentos del Partido Demócrata de construir un Estado social en Estados Unidos en las décadas del 60 y 70 fracasaron debido al problema de la integración racial.

Los sistemas sociales gozan de una alta aceptación cuando todos –incluso los contribuyentes y aportantes– sacan provecho de las prestaciones de las instituciones del Estado de Bienestar y cuando se les ponen límites claros a los abusos. Por eso, la adaptación de los conceptos de solidaridad de la centroizquierda europea a la realidad de sociedades heterogéneas deberá basarse en el reconocimiento de prestaciones y aportes, en los principios de adecuación y de reciprocidad y en la prevención contra el abuso y los free-riders. Una reforma así se diferenciaría en diversos aspectos del pensamiento actual de la centroizquierda. En efecto, un principio de justicia orientado a la adecuación, la reciprocidad y la prevención de los abusos pone en duda la concepción de la socialdemocracia tradicional de una solidaridad ciega e incondicional. Pero guiarse por el principio de reconocimiento de aportes va también a contramano de parte de las reformas tecnocráticas del Estado social de los últimos años, que recortaron derechos de prestaciones desacoplándolos de los aportes y orientándose hacia un principio de mínimos sociales universales.

3. Un Estado activo, no solo activador

Uno de los desafíos que deberá afrontar la centroizquierda es redefinir su relación con el Estado. Eso implica decirles claramente a los votantes para qué y de qué manera piensa utilizar en el futuro los recursos públicos. Los últimos años estuvieron signados por cierto escepticismo hacia el Estado: el discurso neoliberal que lo postulaba como el principal problema de las sociedades occidentales caló muy hondo en los partidos de centroizquierda. La reacción fue la particular concepción de la «Tercera Vía», por la cual el Estado fue abandonando su rol de productor directo de bienes públicos y de resultados políticamente deseados para que, en la medida de lo posible, estos quedaran en manos de las fuerzas, supuestamente más eficientes, del mercado libre y de la sociedad civil. A través de las privatizaciones, el Estado se retiró de la producción de bienes y servicios. Cabe aclarar que este afán privatizador no fue un monopolio de la «Tercera Vía», sino un fenómeno generalizado en Europa: el gobierno de Jospin, por ejemplo, realizó más privatizaciones que cualquier otro gobierno francés, socialista o conservador.

La crisis del capitalismo financiero probablemente haya acabado con la convicción de que el mal funcionamiento del Estado representa el único problema económico. Luego de 20 años, el balance de las privatizaciones es, en el mejor de los casos, dispar. El reemplazo de monopolios u oligopolios públicos por otros privados no necesariamente mejoró la calidad de las prestaciones ni la relación precio-servicio. En muchos casos, las privatizaciones contribuyeron al deterioro de los salarios y las condiciones de empleo, la flexibilización de las relaciones laborales, la reducción de puestos de trabajo con aportes obligatorios a la seguridad social y los recortes de empleos. Además, las autoridades estatales demostraron tener una capacidad limitada para garantizar una verdadera competencia entre las empresas privatizadas. Los criterios ecológicos son mucho más difíciles de imponer a las empresas privatizadas que a las empresas públicas, sobre todo en el nivel municipal.

El debate actual acerca de las fallas de los mercados desregulados replantea también la cuestión del Estado. La izquierda tiene que aprovechar este momento para presentar un programa moderno en pos de un Estado activo, lo que implica un Estado capaz de generar los medios necesarios para perseguir el bien común de la manera más eficiente y efectiva posible. Las prioridades deben definirse para cada caso concreto en forma local y nacional: pueden abarcar desde la construcción de viviendas sociales, pasando por el transporte público y la creación de estructuras de car-sharing en las grandes aglomeraciones urbanas, hasta el apoyo económico a las cooperativas o la lucha efectiva contra el cibercrimen, para asegurar así la libertad de movimiento de los ciudadanos (y las empresas) en los espacios virtuales de la red. En sociedades en proceso de envejecimiento, las crecientes demandas de cuidados personales generan un amplio campo para la oferta pública de servicios. En comparación con las prestaciones que por ejemplo brinda el sector público en los países escandinavos, en muchos lugares de Europa todavía hay un largo camino por recorrer. Todo esto no implica un llamado a crear empresas públicas a cualquier precio. Las experiencias del pasado son dispares. Se trata simplemente de un tema que tendría que dejar de considerarse tabú para recuperar un espacio legítimo dentro del repertorio de la izquierda.

Mucho más interesante sería que la izquierda tomara más en serio la cuestión de las cooperativas y la economía de interés general sin fines de lucro. Entre el Estado y el lucro existe un tercer sector con un notable potencial para que la economía contribuya a mejorar la vida de las personas cuidando al mismo tiempo el medio ambiente.

4. Más allá del economicismo, ¿qué es una buena sociedad?

El filósofo italiano Raffaele Simone sostiene que la izquierda ya no es capaz de persuadir a las mayorías porque su ideología, que descansa en la idea de renunciar y compartir, se contradice con la ideología consumista dominante. El futuro le pertenece más bien a un capitalismo hedonista –que Simone define como el «monstruo suave»– cuya expresión más cabal es el gobierno de Silvio Berlusconi. Esta tesis acierta en la idea de que la identidad de las personas en las sociedades occidentales se define cada vez más por el lugar que ocupan en la sociedad de consumo. Es cierto que, en la conciencia cotidiana, el consumo ha desplazado en gran medida al trabajo como generador de identidad y como vector de socialización. La promesa del consumismo, según Zygmunt Bauman, no es ni más ni menos que la felicidad. «La sociedad de consumo es quizás la única sociedad en la historia humana que promete la felicidad en la vida terrenal, aquí y ahora y en cada nuevo ahora; en otras palabras, una felicidad inmediata y a la vez perpetua».

Pero el problema de los partidos de izquierda con el consumismo no es –como supone Simone– que oponga al hedonismo cotidiano de la sociedad de consumo una triste ideología de renunciamiento. El problema real es que han adoptado acríticamente la imagen unidimensional del hombre y de la sociedad que proyecta el consumismo. El progreso técnico y los incrementos de productividad ya no sirven para que los hombres conquisten mayores grados de libertad y se liberen de las presiones generadas por la necesidad de satisfacción material, sino a los fines de aumentar constantemente la capacidad económica, es decir, a los fines de incrementar el consumo de bienes materiales. No es casual que el «crecimiento» se haya convertido en el concepto fetiche de la centroizquierda y que el «progreso social» se mida básicamente a partir de indicadores económicos.

Atrapada, entonces, en un pensamiento economicista, la izquierda de la década del 90 prácticamente no se interesó por las cuestiones relacionadas con la calidad de vida y la satisfacción psíquica de los ciudadanos. Durante mucho tiempo dejó de plantearse la cuestión de qué es lo que hace a la felicidad y la satisfacción de los hombres: qué es, en definitiva, la «buena vida» y cuáles son sus condiciones de realización. El lado oscuro del turbocapitalismo –la inestabilidad y la precarización de las condiciones de vida, los temores permanentes al descenso social y la pérdida de estatus, la pérdida de la patria y de la identidad, la presión en el trabajo, el estrés y el miedo a la sobreexigencia, el consumo creciente de drogas y psicofármacos– rara vez fue tomado en cuenta, y menos aún convertido en objeto de política. La emancipación individual, la obtención de tiempo de calidad para las relaciones sociales y familiares o el desarrollo de los potenciales de autorrealización quedaron excluidos de la política de la izquierda de las últimas décadas.

Esto resulta aún más decepcionante si se tiene en cuenta una serie de investigaciones –sobre todo los trabajos de Richard Layard– que han logrado demostrar con relativa claridad que el bienestar material por sí solo no lleva a la felicidad. Más allá de un nivel de bienestar material mínimo, largamente superado en Europa occidental, la felicidad individual es relativamente independiente de la acumulación de bienes materiales y financieros: el consumo no hace a la felicidad. Por el contrario, un puesto de trabajo seguro, salud física y psíquica, relaciones sociales que generan una sensación de pertenencia, una visión de mundo que instituya sentido, un medio ambiente sano y un orden social que aspire a la libertad constituyen, de acuerdo con las investigaciones empíricas, factores esenciales para la felicidad y la satisfacción de las personas. En los últimos años, la izquierda europea en el gobierno no se preocupó mucho por estos temas.

A la promesa de felicidad del consumismo hay que oponerle una visión propia de lo que hace a una buena sociedad: una sociedad de individuos emancipados que disponen del tiempo y de los recursos necesarios para hacer realidad sus ideas de una vida plena y feliz. El derecho de los hombres a la búsqueda de la felicidad –«the pursuit of happiness»– formulado en la Declaración de la Independencia de Estados Unidos en 1776, constituye uno de los principios políticos más grandiosos que hayan existido jamás. La competencia de conceptos políticos en la era posindustrial deberá girar justamente en torno de esto: ¿qué esquema –el del consumismo o, por el contrario, el de una sociedad relativamente igualitaria compuesta por personas materialmente aseguradas y con tiempo libre– está en mejores condiciones de crear el marco para que cada individuo sea feliz... y para una sociedad ecológicamente sostenible?

5. Profundizar la democracia

El vacío más asombroso en el discurso de la centroizquierda tiene que ver con la crisis de legitimidad de la democracia representativa. Una tras otra, las encuestas confirman que solo una parte minoritaria de la población europea cree poder ejercer a través de los procedimientos de participación existentes una influencia sustancial en la configuración de la política y la actuación del Estado. El grupo más escéptico es, justamente, el de los votantes de centroizquierda: una encuesta realizada en mayo de 2009 demostró que 0% –en palabras: cero por ciento– de los trabajadores alemanes considera que ejerce una influencia política sustancial a través de las urnas .

Esta crisis de confianza en la democracia representativa se agudizó en los últimos años. Es probable que la creación del sistema político de la UE, con la consiguiente pérdida de poder de los parlamentos nacionales, regionales y locales, haya acelerado este proceso. Pero más importantes parecen ser aquellas tendencias que Colin Crouch sintetizó en el concepto de «posdemocracia»: la pérdida de influencia de grandes instituciones sociales, como las iglesias y los sindicatos, que en la posguerra desempeñaban un rol de representación colectiva adicional en el paralelogramo político de las democracias occidentales. A esto se suma la profesionalización de la actividad política, con la consiguiente limitación de las vías de reclutamiento y de la representatividad social de los políticos; el ocaso de los partidos de masas como cadenas de transmisión política y su reemplazo por la comunicación unidireccional a través de los medios de comunicación masivos; y el desarraigo cultural de las elites respecto de los contextos nacionales como consecuencia del ascenso de una ideología de elite transnacional y globalizadora. En este marco, el sentimiento de muchas personas está marcado por una sensación de impotencia, de pérdida del control sobre la propia vida, por la idea de estar a merced de las fuerzas anónimas del mercado y de una política cada vez más alejada de los ciudadanos.

La reacción más importante a la crisis de los sistemas parlamentarios y burocráticos tradicionales fueron los modelos de política deliberativa, como los planteados por Habermas. La inclusión sistemática del saber especializado de los expertos en los círculos de expresión y decisión política representa obviamente un progreso. Sin embargo, no ha modificado el déficit de representatividad social. Por el contrario, más bien profundiza la exclusión del «ciudadano normal» de las arenas de negociación política, en la medida en que intereses sociales más poderosos pueden actuar en estos foros de manera mucho más eficaz que los intereses –poco articulados y escasamente organizados– de la población general. Al mismo tiempo, el gobierno de los expertos contribuyó a consolidar el debilitamiento de los parlamentos, relegados al simple papel de instancia de ratificación de los dictámenes realizados por comisiones no democráticas y poco representativas (y de los acuerdos intergubernamentales de la UE).

La cuestión es si una democracia de baja intensidad, que los ciudadanos miran con escepticismo creciente, sigue siendo adecuada para las sociedades del siglo XXI. Todo indica que no: el nivel de conocimientos y educación de la población, el carácter de la política y de sus decisiones en la era de la «modernidad reflexiva», los crecientes reclamos ciudadanos de una participación efectiva, el discurso social dominante y la «desacralización» de la política en la era de los medios de comunicación masivos sugieren que este tipo de democracia ya no es adecuada para los tiempos actuales. La gente nunca estuvo tan formada ni tan informada como ahora: en Alemania, por ejemplo, el porcentaje de jóvenes que obtiene el bachillerato (Abitur) pasó de 5% a más de 45% entre 1945 y 2008; en Francia, el porcentaje actual es de más de 60%. La información nunca fue más accesible que en la era de internet. Con las nuevas redes 2.0 se abrieron vías completamente nuevas de intercambio de informaciones y de formación de opinión, más allá del poder controlador y normativo de los medios masivos y de las grandes corporaciones empresarias. Ya a mediados de los 90 el politólogo estadounidense James Rosenau utilizaba el bello concepto de «sociedad de la gente despierta» (society of the smart people). La idea de que esta smart people deba contentarse con delegar cada cuatro años su derecho a decidir parece cada vez más irreal.

La única forma adecuada de democracia en una sociedad como la actual es aquella que fomenta masivamente la participación de los ciudadanos. El fortalecimiento de los elementos de democracia directa –local, regional y nacional– constituye un componente central e ineludible de una amplia política de empoderamiento, que debería constituir el núcleo del proyecto de la centroizquierda europea. Las formas que puede adoptar son diversas: referendos, iniciativas de ley que surgen desde abajo (como en Suiza y California), plebiscitos para la aprobación o rechazo de decisiones políticas puntuales, la posibilidad de revocar con mayorías calificadas a titulares de cargos públicos, la votación directa de presupuestos marco en todos los niveles de la administración y la influencia directa sobre los presupuestos locales de las ciudades y comunas, siguiendo el modelo brasileño de presupuesto participativo. Se trata, en suma, de dar un salto cuántico en la calidad de la democracia: de votar personas a votar contenidos. Pero además de estos elementos de democracia directa puede pensarse también en una variedad de otras medidas para profundizar la participación efectiva y revertir las tendencias esclerosantes de la democracia representativa. Phillipe Schmitter confeccionó, por encargo del Consejo Europeo en 2005, un reporte sobre el futuro de la democracia en Europa, que incluye varias propuestas orientadas a la participación: el derecho de los niños al voto (ejercido por los padres), la creación de jurados ciudadanos y la implementación de vouchers impositivos para los votantes (que de ese modo deciden sobre el otorgamiento de subvenciones a organizaciones de la sociedad civil), entre otras medidas.

Conclusión

Para volver a conquistar a las mayorías, la izquierda europea debe preo-cuparse por elaborar una estrategia de empoderamiento que incluya a toda la sociedad; una estrategia que, frente al concepto economicista que el neoliberalismo tiene del hombre, contraponga una visión auténticamente progresista de un ciudadano autodeterminado: como ciudadano político, como ciudadano en el lugar de trabajo, y como individuo en su medio privado y también como consumidor. Esto implicaría tanto el fortalecimiento de la participación política a través de la democracia directa como el mejoramiento de la situación económica de los trabajadores, el fortalecimiento de los derechos del consumidor y la ampliación de los derechos de cogestión y autodeterminación en el lugar de trabajo. Los sistemas sociales solidarios deben armonizarse con las realidades sociales. El dilema profundo entre el globalismo de las elites y la demanda comunitarista de amplios sectores de la población debe encararse de un modo claramente distinto de como se ha hecho hasta ahora. Lo mismo vale para las consecuencias ecológicas del fetichismo por el crecimiento.

No se trata de un programa fácil. Sin embargo, solo si logra construir un paradigma de este tipo la centroizquierda tendrá alguna chance de volver a ser mayoría en el futuro. Si no lo hace, podría, en el largo plazo, terminar como los partidos radicales de comienzos del siglo XX, que lograron sobrevivir durante algunas décadas, siempre en descenso, al fin de la configuración socioeconómica y sociocultural a la que debieron su ascenso, pero que finalmente terminaron extinguiéndose. Si la centroizquierda europea no cambia, otras fuerzas ocuparán su lugar, articulando los intereses y conflictos sociales reales y llevándolos a la arena política.

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 224, Noviembre - Diciembre 2009, ISSN: 0251-3552


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