Tema central
NUSO Nº 202 / Marzo - Abril 2006

Izquierda, empresarios y política

La pregunta «¿Puede un empresario ser de izquierda?» lleva a un interrogante más básico: ¿qué significa hoy ser de izquierda? Para el autor, es necesario distinguir entre dos izquierdas, una moderna y política, y otra arcaica y no política. La primera tiene, además de sus programas específicos, la obligación de garantizar la vitalidad del juego político democrático. Si lo consigue, como ocurre hoy en algunos países de América Latina, los empresarios podrán apoyar a los partidos de izquierda capaces de ofrecer una estabilidad social que garantice las inversiones de largo plazo.

Izquierda, empresarios y política

Cuando NUEVA SOCIEDAD me solicitó un artículo acerca de si es posible que los empresarios sean de izquierda, un cierto reflejo –condicionado por paradigmas que a pesar de haber desaparecido siguen como ánimas, penando– me hizo pensar de modo automático que se trataba de una imposibilidad. Es que, de acuerdo con los antiguos paradigmas, la pertenencia a la izquierda se definía, en primer lugar, por una posición de clase determinada por supuestos intereses frente a los cuales uno, en tanto intelectual orgánico de la clase desposeída, debía declararse enemigo o seguro servidor. No obstante, una segunda mirada me llevó a concluir que esa pregunta, aun de acuerdo con el antiguo paradigma, es perfectamente lógica. Basta recordar que la llamada «izquierda mundial», hegemonizada por el movimiento comunista soviético –con excepción de los breves periodos en que se vio aquejada por la «enfermedad infantil (izquierdista) del comunismo»– postuló un proyecto de alianzas en el que las llamadas «burguesías patrióticas o nacionales» tenían un lugar privilegiado.

Recuerdos del pasado

El «movimiento comunista mundial», máximo depositario de la identidad simbólica de la izquierda durante la Guerra Fría, postulaba para los países del llamado Tercer Mundo un proyecto de revolución por etapas. En las primeras, las democrático-nacionales, el proletariado debería recurrir al concurso de las «burguesías patrióticas». En términos más prácticos que ideológicos, ese supuesto movimiento comunista propiciaba ganar el concurso de las clases medias, que contenían, naturalmente, a muchos empresarios intermedios.

Incluso en algunos países europeos, en donde no podía tener lugar un proyecto de liberación nacional, los comunistas proponían una estrategia basada en la lucha contra el «capitalismo monopólico», de acuerdo con la cual los capitalistas (empresarios) eran segmentados en dos capas: una promonopólica y otra antimonopólica. Con la primera, el proletariado debía establecer una alianza táctica en función de un proyecto estratégico de toma del poder que, pasando por la antesala de un «capitalismo monopólico de Estado», debería culminar en la fase comunista final.

Por lo tanto, la idea de que parte del empresariado, aunque no fuera de izquierda, podía ser ganado por un proyecto de izquierda, no era ajena a la antigua izquierda marxista. En cierto modo, esa intención provenía no solo de una ideología soviética, sino también de una constatación realista: nunca el proletariado (es decir, su partido) podría hacerse del poder sin el concurso de las burguesías nacionales, o de las capas medias, o del «capitalismo no monopólico», o de quien fuera (las denominaciones diferían en el tiempo y en el espacio). De ahí que, para cumplir ese objetivo, era necesario el apoyo de otras «clases subalternas». El aliado natural o estratégico del proletariado debía ser el campesinado. Un aliado menos natural, no estratégico sino más bien táctico, estaba constituido por determinados grupos del «empresariado patriótico».

A fin de realizar un programa que integrara a sectores de la burguesía (empresarios), la izquierda prosoviética comenzó a favorecer, después de la Segunda Guerra Mundial, la formación de frentes o bloques de acción política, algunas de cuyas expresiones asomaron en América Latina en la Unidad Popular chilena y el Frente Amplio uruguayo. Que efectivamente esas formaciones políticas hubieran logrado arrastrar a sectores empresariales hacia posiciones de izquierda es otro cuento. La dificultad para alcanzar aquella meta residía en la división tajante que hacía esa izquierda entre los objetivos estratégicos y los objetivos tácticos. Los sectores empresariales, así como las capas medias, deberían seguir al proletariado solo hasta llegar a un determinado punto: los empresarios, no sin cierta lógica, entendían que iban a ser usados para llegar al poder, y que después serían fusilados como había ocurrido ya con la «clase campesina progresista» durante la era de Stalin en la ex-Unión Soviética.

Aun los partidos comunistas más realistas de Occidente establecieron una relación puramente instrumental con la «democracia burguesa», lo que, por cierto, no era el medio más adecuado para conquistar el amor de las capas burguesas desplazadas por el «imperialismo» o por el «capital monopólico». El único partido comunista del mundo que estableció una relación no instrumental con la democracia fue el italiano, pero para eso tuvo que dejar de ser comunista antes aún de la caída del Muro de Berlín.

Pero ocurrió que, a pesar de los llamados formulados por la izquierda prosoviética, algunos sectores empresariales se integraron en las socialdemocracias europeas, que por lo menos les garantizaban no ser fusilados en una fase «más avanzada» del «proceso histórico». Esto significa que, en el pasado, la pregunta acerca de si algunos empresarios pueden ser de izquierda fue respondida afirmativamente: para la izquierda prosoviética, la alianza con sectores de la burguesía era necesaria, pero fue imposible; para la socialdemocracia (que según los comunistas no era izquierda sino derecha, pero que según la derecha era de izquierda), era y fue posible.

Hasta aquí los recuerdos. Volvamos ahora al presente latinoamericano y a la pregunta formulada por NUEVA SOCIEDAD: ¿puede ser de izquierda un empresario? Para responder a este interrogante es necesario, antes, responder a otro: ¿qué significa ser de izquierda hoy en América Latina?

¿Qué es ser de izquierda hoy en América Latina?

Algunas respuestas a esta pregunta fueron incluidas en el número 197 de NUEVA SOCIEDAD. Es interesante constatar que cada uno de los autores definió a la izquierda de un modo distinto, aunque todos estuvieron de acuerdo en un punto: en América Latina hay dos izquierdas, una «arcaica», que equivale a los restos marxistas-leninistas de la Guerra Fría, y otra «moderna», presente en diversos gobiernos como los de Argentina, Brasil, Chile y Uruguay. La mayoría coincidió en señalar como un caso aparte al gobierno de Venezuela, que parece representar una síntesis entre el viejo populismo nacionalista, la antigua izquierda de la Guerra Fría y algunas connotaciones menores que corresponden con la izquierda moderna, a las que se suman ciertas expresiones fascistoides; es decir, un lío que alguna vez los venezolanos tendrán que desenredar.

Pese a la calidad de los artículos, dos enormes temas quedaron sin explicar. El primero es la referencia a la izquierda latinoamericana como si fuera parte de alguna izquierda universal cuya existencia «quintaesencial» se da por supuesta. Por otro lado, todos se olvidaron de que para que exista una izquierda tiene que haber una derecha, es decir, que la izquierda existe en intensa relación con una derecha o, dicho de otro modo, es parte insustituible de una relación y no una identidad moral que se explica por sí misma. De ahí que ninguno lograra definir políticamente a la izquierda sino solo moralmente, adjudicándole atributos imaginarios como los de luchar por la igualdad, la emancipación, los trabajadores, etc. La derecha, desde luego, podría decir lo mismo de sí.

El tema tiene cierta importancia: si la izquierda latinoamericana es un atributo de la política de una izquierda universal, la pregunta acerca de si los empresarios pueden ser de izquierda solo puede ser respondida en términos teóricos. En cambio, si la noción de izquierda no es universal, es decir, si está sujeta a las particularidades de las regiones donde esta izquierda existe, se hace necesario responder en términos no universales, analizando caso por caso, de acuerdo con las relaciones que se dan en cada país. En esta última situación, la respuesta tiene que ser política y no teórica (no existe una política universal; el propio concepto de política es la negación de todo universalismo).

El fin del universalismo de izquierda

Ahora bien, si analizamos el tema con cierto detenimiento, es evidente que ni siquiera en el pasado, durante la Guerra Fría, la izquierda tuvo una expresión universal. Existía, tanto en su forma comunista como en su modo socialdemócrata, en la mayoría de los países de Europa Occidental. También existió, durante un breve periodo, como izquierda estudiantil extraparlamentaria, que se hizo presente en el espacio moral, pero muy débilmente en el político. Esa izquierda ya no existe. Tampoco la izquierda de los países de la órbita soviética, pues allí fueron los propios comunistas quienes suprimieron el juego político, que es lo mínimo que necesita una izquierda para existir. Y menos aún existía una izquierda en el mundo islámico o en los países asiáticos, y todavía menos en África. Por si fuera poco, hay que agregar que la lógica política de Estados Unidos nunca se ha dejado regir por los esquemas izquierda-derecha. Es decir «la» izquierda era, aun en ese periodo, un fenómeno europeo y latinoamericano, y en ningún caso universal.

Después de la caída del Muro de Berlín, la izquierda ha perdido, además, sus catalizadores planetarios y regionales. No solo porque la URSS no existe, sino porque China se ha embarcado en un colosal proyecto capitalista. Los catalizadores subregionales también han desaparecido. Cuba, por ejemplo, solo tiene seguidores en reducidos sectores ideológicos disociados de la realidad política. El castrismo, por cierto, espera incrementar su influencia si en países extremadamente empobrecidos surgen gobiernos «socialistas-nacionales», como ya ocurrió en Bolivia con el triunfo de Evo Morales. Pero, aun si estos gobiernos lograran mantenerse algún tiempo, no alcanzarían para convertir a Cuba en un catalizador.

Según los autores mencionados, el actual presidente de Venezuela podría heredar el liderazgo que ya no puede ejercer el dictador cubano en una reducida fracción de la izquierda latinoamericana (la llamada «arcaica»). Sin embargo, no hay que olvidar que Cuba pudo ocupar ese lugar solo gracias a su extrema dependencia, económica e ideológica, respecto del imperio soviético. Hoy, en cambio, no hay ninguna potencia mundial que quiera abrigar en sus brazos a la Venezuela de Chávez. La imagen internacional del presidente Chávez no es positiva, y no solo en EEUU. Los contactos que ha iniciado con el totalitarismo islámico de Irán han perjudicado su imagen internacional, sobre todo en Europa, donde el peligro islamista «se siente». Además, Chávez cuenta con una oposición local que, aunque –todavía– disgregada, es numerosísima, y que su gobierno no se encuentra en condiciones de destruir físicamente, como ocurrió en Cuba (con ejecuciones, prisiones, torturas y exilio). Naturalmente, Chávez puede mostrar hacia el interior de su país algunos logros en materia social, pero lo que importa en política internacional no es eso, sino los aportes que contribuyen a la ampliación de las relaciones democráticas, tanto locales como externas. Pero, más allá de cualquier evaluación particular, la perspectiva de la instalación de «socialismos nacionales» en algunos países latinoamericanos difícilmente puede ser atractiva para los sectores empresariales, tema del presente artículo. Es más: aun si un «socialismo nacional» lograra mantenerse en el gobierno en un país como Bolivia, no existen allí relevantes sectores empresariales, de modo que la pregunta, también en ese caso, pierde su sentido. De esta manera, el interrogante principal –¿pueden algunos empresarios ser de izquierda?– sería solo válido para la izquierda política («moderna»), y en ningún caso para la izquierda antipolítica («arcaica»). Antes de intentar seguir avanzando con una respuesta, permítaseme una observación acerca de la pregunta misma.

Se trata de una pregunta puramente latinoamericana. Nadie en Europa podría formularse un interrogante similar, y no solo porque ya en el pasado era lógico que un empresario fuera de izquierda o de derecha, sino porque la relación izquierda-derecha se encuentra en extinción en el planeta. Únicamente en el sur de Europa tiene cierto uso el término «izquierda», aunque más bien como un atributo simbólico del pasado que se utiliza para designar espacios regulativos de la política. El hecho de que el tema de la izquierda adquiera en América Latina un sentido tan mítico, casi sacramental, escapa a la centralidad de este breve artículo.

Las reglas del juego

La izquierda definida como moderna, o modernizada, en contraposición a la izquierda arcaica, no es moderna porque haya aparecido recientemente (en muchos casos es tan antigua como la arcaica), sino porque forma parte de un sistema de regulación política moderno, que le permite entrar en una relación negativa y positiva con una determinada derecha, es decir, que le permite participar del juego político en una contienda que apunta desde el extremo hacia el centro.

Utilizo el concepto «juego político» para referirme a un orden dinámico de posiciones donde diversos actores vinculan sus demandas con determinadas organizaciones que las representan simbólicamente en el espacio público, demandas que se contraponen a otras que también buscan ser representadas. Dichas representaciones son partidarias en dos sentidos: parten (dividen) el espacio político en dos o más partes, y com-parten el mismo espacio dividido.

Se genera, entonces, un modo de relación negativa y positiva entre izquierda y derecha que supone, además de oponerse a la política del opositor, cuidar el espacio político compartido, a fin de poder seguir oponiéndose. En la confrontación entre dos o más posiciones (pueden ser demócratas contra republicanos, moderados contra radicales, conservadores contra liberales, izquierda contra derecha, buenos contra malos), se encuentra el origen y el sentido mismo de lo político. Sin confrontación no hay política. Pero sin espacio político no puede haber confrontación (por lo menos, no una que excluya la violencia).

La precariedad del espacio político en países como Bolivia, Ecuador e incluso la Argentina de la «gran crisis económica» permitió que movimientos sociales sin espacio constitutivo se dedicaran alegremente a derribar gobiernos, sin ofrecer alternativas de sustitución. No hay nada más destructivo, en efecto, que un movimiento social sin órbita política. Es por eso que un orden político democrático supone la divisibilidad antagónica de sus partes (partidos), pero también la capacidad de coalicionar unas con otras en caso de que aparezcan amenazas que atenten contra el espacio político común. El ideal de un orden democrático implica que cada partido puede ser, en determinadas circunstancias, vinculable con otro. Ese ideal recién se está vislumbrando en algunos países del Cono Sur, y de un modo todavía muy débil.

El espacio político se ve amenazado cuando es ocupado por fuerzas puramente confrontativas. En ese sentido, la calidad política de un partido se da solo cuando reúne la capacidad de confrontación con el diálogo. Si se limita al aspecto de la confrontación es, en el mejor de los casos, una organización prepolítica. Ahora bien, ésa es la diferencia esencial entre la izquierda moderna –que a mi juicio debe ser llamada izquierda política– y la izquierda arcaica que, en muchos casos, es no política, e incluso antipolítica. No solo los empresarios, sino también la mayor parte de la población (si es que no está atravesada por un emocionalismo fuera de control) requieren representar sus intereses en el espacio público y necesitan, además, preservar ese espacio frente a la amenaza de representaciones antipolíticas (populistas, etnicistas, comunistas, fascistoides y militares). Ésa es, sin duda, una razón adicional que explica por qué los empresarios, al igual que buena parte de los sectores sociales intermedios, prefieren adherir a organizaciones políticas que garanticen un orden que permita la representación política de intereses e ideas opuestos. Las izquierdas puramente confrontativas no ofrecen las mínimas condiciones de orden que todo empresario requiere. Por eso, como ocurrió en el pasado reciente, los empresarios no apoyan a las izquierdas no políticas (si tienen otra opción), aunque les ofrezcan todo el oro del mundo. Los partidos políticos no solo existen para, representando intereses, luchar gramaticalmente los unos contra los otros, sino también para no destruir el orden que les permite existir como tales. Si los empresarios advierten que los partidos de izquierda no ofrecen garantías para la conservación de ese orden, buscarán su seguridad de otro modo, representándose ellos mismos, apoyando a la derecha política (si es que existe) o, como ha sido más frecuente, apelando a los militares. El hecho de que en muchos países latinoamericanos los empresarios estén dispuestos a apoyar a una izquierda política no se debe a ninguna razón ideológica, sino a que esa izquierda se encuentra en mejores condiciones de garantizar el orden político que la derecha.

La tarea de la izquierda política en Latinoamérica es muy grande, porque es doble. La primera consiste en representar los intereses de vastos sectores excluidos políticamente, esto es, encauzar hacia la política real a grupos que de otro modo podrían ser víctimas de encendidos demagogos (de izquierda o de derecha) o de la destructiva acción de los partidos de la izquierda arcaica. La segunda consiste en preservar el espacio político. Esta última tarea es tanto o más difícil si se toma en cuenta que en algunas ocasiones no solo se debe preservar, sino también crear ese espacio, lo que implica construir alternativas para la politización de la derecha, que en muchos casos se ubica en posiciones tanto o más salvajes que la izquierda arcaica. Quizás la respuesta a si los empresarios pueden ser de izquierda implique contestar antes la pregunta respecto de si estos empresarios reúnen las condiciones para dejarse representar por un partido democrático, ya sea de derecha o de izquierda, en un orden caracterizado por el juego político de la afirmación y la negación.

El problema primario, entonces, es la vinculación de los empresarios con la política y, en un lugar secundario, la definición acerca de si pueden ser de izquierda o de derecha. Si hay política en términos reales, es decir, si hay antagonismos articulados, los empresarios pueden ser de izquierda o de derecha, y no solo como empresarios, sino como ciudadanos. Es importante subrayar esto último, porque no hay en el mundo un empresario que sea únicamente empresario, sin ser al mismo tiempo ciudadano, creyente de una religión o ateo, miembro de una familia, etc. Cada una de esas pertenencias implica una determinada identidad, y cada identidad produce intereses propios que, si se dan las condiciones, pueden ser representados en la escena política, pues no hay ninguna ley que establezca que los únicos intereses dignos de ser representados son los económicos. Esta última es una leyenda liberal que el marxismo asumió como propia.

Sin embargo, el hecho de que la izquierda política no logre cumplir esas dos tareas de modo simultáneo, o de que al hacerlo experimente un desgaste que la lleva a perder elecciones, no debe ser visto como un fracaso, ni tampoco como la pérdida de una «oportunidad histórica», ni mucho menos como una tragedia social. El poder político no está ahí para ser ocupado de una vez y para siempre, como reza el ideario de la izquierda arcaica. El poder también existe para «ser perdido», pues quien ingresa en la política pensando que va a ganar la entrada a la eternidad, se equivocó de lugar. Por definición, en un régimen político todo gobierno es –y debe ser– transitorio.

El trauma revolucionario

Hoy, por ejemplo, existe cierta euforia porque en algunos países de la región han coincidido diversos gobiernos de izquierda, a tal punto, que muchos comentaristas hablan de una «nueva era» latinoamericana. Esa euforia se ve acrecentada por el hecho de que no pocos empresarios han optado por inclinarse hacia la izquierda. No obstante, en cuatro o cinco años más, la correlación puede ser la inversa. Es importante, por lo tanto, que cada gobierno de izquierda política asegure lugares de ejercicio de la oposición para la derecha, pues tarde o temprano esos mismos lugares van a ser ocupados por ellos, lo que no tiene nada de negativo. En una política democrática suele ocurrir que desde la oposición se tiene más poder que desde el gobierno o, por lo menos, más libertad. El ejercicio del gobierno desgasta e incluso corrompe a los partidos. La oposición es el lugar de la renovación, tanto programática como personal. Esos planteamientos son, por lo demás, el abecé de toda política, pero no en América Latina, donde la «clase política» todavía se encuentra intoxicada con tanta ideología de «toma de poder» propagada por la izquierda antipolítica del pasado, cuyos representantes todavía actúan en el presente, incluso dentro de algunos gobiernos democráticos.Para muchas personas, incluso pertenecientes a la izquierda política, resulta difícil aceptar la idea de que ser de izquierda no significa ser revolucionario. Efectivamente, ser de izquierda y ser revolucionario son dos identidades distintas. Son, incluso, antagónicas. Ser de izquierda significa formar parte de un juego de relaciones (izquierda-centro-derecha) y, por eso mismo, supone la integración dentro de ese juego. Ser revolucionario supone no aceptar el juego, es decir, romper con las reglas del juego. De esta manera, cuando un gobierno se declara a sí mismo revolucionario, divide el espacio político en dos partes irreconciliables. Los opositores, según la propia lógica del gobierno «revolucionario», ya no pueden ser opositores, sino simplemente «contrarrevolucionarios». Mediante la apelación a la idea de revolución, se suspende la lógica política y los adversarios se convierten definitivamente en enemigos, pues –de acuerdo con Montesquieu, Kant y Arendt– toda revolución es «guerra interna». Y en la guerra, tanto interna como externa, no pueden existir izquierdas ni derechas. Éste es un tema decisivo (que habrá que tratar más detenidamente en una próxima ocasión), no solo en lo que respecta al papel de los empresarios en la política, sino para la teoría política en general.

Es interesante constatar que hay izquierdas políticas en América Latina que, al renunciar al apocalipsis revolucionario, han civilizado parcialmente no solo a la derecha, sino también a la izquierda arcaica. Éste es el caso, por ejemplo, de la izquierda política chilena, que al constituirse como izquierda democrática ha obligado a ambos polos a integrarse al juego, algo que, para una derecha cuyo pasado reciente era radicalmente dictatorial, ha significado un proceso más que complicado. En Argentina, Uruguay y Brasil comienza también a estructurarse un espacio de confrontación política cuya fuerza democrática de integración proviene más del lado izquierdo que del derecho. La gran novedad en América Latina no reside solo en la confluencia de diversos gobiernos de izquierda, sino en la creciente politización democrática de la izquierda, que la ha convertido en la creadora de un espacio para el juego político que hasta hace poco solo existía de un modo precario. Que esa izquierda aparezca como un medio fundacional del proceso político democrático es un hecho que comienza a ser reconocido por un electorado ya cansado de traumas «revolucionarios» y «contrarrevolucionarios». A ese electorado también pertenecen, sin duda, algunos empresarios que ven en la izquierda –y no en la derecha– la principal fuerza democrática.

Acerca de los empresarios

Aun suponiendo que los empresarios ingresen en la escena política solo como empresarios (lo que desde un punto de vista antropológico no es posible), más importante que saber si optan por la izquierda o la derecha es la forma que asume su integración política en algún partido. Desde la perspectiva de una tipología casi weberiana, sería posible distinguir tres formas de adhesión partidaria por parte del sector empresarial: como militantes, como clientes o como electores.

Para cualquier partido, no solo de izquierda, es altamente problemático contar con las asociaciones empresariales como fuerzas militantes. Si algunos empresarios ingresan en un partido de izquierda como ciudadanos, no hay, por cierto, ningún problema. Pero si entran como empresarios-militantes, lo más probable es que hagan todo lo posible para que ese partido atienda sus intereses particulares. Se convierten entonces en un grupo de presión dentro del partido e intentarán direccionar su política. En ese caso, estaríamos frente al peligro de la «economización de la política», una realidad en algunos partidos políticos latinoamericanos.

La segunda opción es el clientelismo, mediante el cual sectores empresariales brindan su apoyo (incluido el financiero) a un determinado partido político a cambio del cumplimiento de ciertos objetivos. Se repite aquí el fenómeno de «economización de la política», al que se agrega el correspondiente grado de corrupción que implica toda relación clientelista. Dicha relación se articula generalmente entre los empresarios y los partidos de derecha, o los partidos nacional-populistas, que tienden a establecer comunicaciones de tipo vertical con los grupos económicos, sean éstos empresariales (asociaciones) o asalariados (sindicatos). El clientelismo, empresarial o sindical, es uno de los males más graves de la política latinoamericana, y ningún partido de gobierno está libre de él. ¿Qué grado de clientelismo puede soportar un partido de izquierda democrático sin dejar de ser de izquierda y, sobre todo, sin dejar de ser democrático?

La tercera opción es, políticamente hablando, la más saludable. Que determinados grupos empresariales se conviertan durante un periodo en electores de un partido de izquierda puede obedecer a muchísimas razones. Entre ellas, una central es la capacidad de la izquierda para ofrecer una mayor estabilidad social que garantice inversiones a largo plazo. El apoyo electoral no implica ningún compromiso fijo, es una relación sujeta a plazos, y no convierte a un partido político en un medio de acceso al poder económico. Si es ésa la relación que se ha ido estableciendo entre los empresarios y la moderna izquierda política, no es ninguna razón para gritar alarma.

Por último, antes de terminar este artículo, permítaseme una muy breve referencia al sector empresarial en la actualidad. En principio, hay que observar que ya no se trata de una sola clase, como la ideología marxista definió en su época a los «capitalistas» o la «burguesía». Los empresarios están hoy lejos de ser un sector unificado y, por lo mismo, se encuentran sujetos a diversas clasificaciones internas. Por ejemplo, los grandes empresarios de hoy ya no son solo aquellos que ejercen un mayor control cuantitativo sobre la llamada fuerza de trabajo, lo que implica que «empresarios pequeños» pueden ser más poderosos que los «grandes» si es que disponen de una mejor infraestructura informática y un acceso más directo a los mercados. Eso significa que, en la llamada «composición orgánica del capital», deben ser integrados –además de la fuerza de trabajo y la maquinaria (términos casi en desuso)– la información, la comunicación y la inteligencia, tanto computacional como personal.

Por otro lado, y como resultado de la globalización, la actividad empresarial no se encuentra sujeta a los límites de una nación, y opera en un espacio de navegación transnacional que articula ya no solo puestos estables de trabajo, sino «proyectos» que producen, y al mismo tiempo destruyen, lugares ocupacionales. Ello ha traído como consecuencia que la actividad empresarial no sea ya específica y que se difunda a múltiples actividades cotidianas. Los empresarios del creciente sector de servicios son más bien empresarios ocasionales, que pueden ser también, en determinados momentos, profesionales o simples trabajadores. Empresarios son, incluso, algunos empresarios que no saben que son empresarios.

Un dentista, para poner un ejemplo sencillo, puede ser un trabajador profesional si cumple cuatro horas de trabajo en un hospital; empleado, si es que trabaja cuatro horas más en una clínica privada; empresario, si es que, además, es copropietario de la clínica, y accionista de gran empresa, si es que invierte parte de sus excedentes en la bolsa. En ese sentido, no aparece ninguna razón específica para que ese dentista vote o no vote por la izquierda, pues él mismo es (o ha llegado a ser) un ser «multidimensional». Qué dimensión es la más decisiva a la hora de definir sus opciones políticas es algo que solo puede decidir él frente a la urna, algo que no se encuentra escrito en ningún tratado de sociología. En mi propia actividad, la académica, conozco a colegas «de izquierda», incluso de la más arcaica, que inventan proyectos «de investigación» que son financiados por bancos y fundaciones –que distribuyen puestos de trabajo e incluso fijan salarios– que un día desaparecen para dar lugar a otros. Dichos académicos dirigen, en efecto, microempresas investigativas y son, además de académicos, empresarios (aunque no les guste). El empresario «puro» amenaza con convertirse en una reliquia del pasado, una reliquia arqueológica, igual que la izquierda arcaica. La transformación de la vida empresarial seguirá teniendo lugar en el marco de un orden llamado capitalista que, en capacidad de transformación, deja cada vez más de parecerse a sí mismo. Esto, empero, es otro tema, sobre el que podrían escribirse voluminosos libros. Lleguemos entonces hasta aquí: cada artículo, al fin, no es sino un breve fragmento del pensamiento de su autor.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 202, Marzo - Abril 2006, ISSN: 0251-3552


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