Opinión
agosto 2017

¿Hacia dónde va Brasil?

Las turbulencias políticas se han convertido en la nueva norma en Brasil. Después de la destitución de Dilma Rousseff, la imputación de Luiz Inácio Lula da Silva es otra prueba para la tambaleante democracia del país.

<p>¿Hacia dónde va Brasil?</p>

¿Tú también, amigo mío, suponías que la democracia era solo para las elecciones, para la política y para ponerle un nombre a un partido? Yo digo que la democracia es para usar solo allí donde puede transmitirse y llegar a florecer y a dar fruto en las maneras, en las más altas formas de interacción entre las personas, y en sus creencias –en la religión, la literatura, las universidades y las escuelas–, la democracia en toda la vida pública y privada.

Walt Whitman


El pasado 12 de julio, Luiz Inácio Lula da Silva, presidente de Brasil entre enero de 2003 y enero de 2011, fue declarado culpable de corrupción y lavado de dinero. Este es un episodio más del terremoto político que sufre Brasil, un terremoto que empezó en marzo de 2014, continuó durante los Juegos Olímpicos y culminó con la destitución de Dilma Rousseff.

Los brasileños se están acostumbrando a ver que sus presidentes tienen problemas legales. Michel Temer, el actual presidente, fue acusado oficialmente el mes pasado de aceptar sobornos y se convirtió así en el primer jefe de Estado en ejercicio de Brasil acusado de corrupción. Pero no está solo en absoluto. Eduardo Cunha, que fue presidente del Congreso y que resulta ser miembro del mismo partido que Temer, está cumpliendo una condena de 15 años de cárcel, mientras que 8 ministros del gabinete y 39 legisladores de la Cámara Baja están siendo investigados, entre ellos, Aloysio Nunes Ferreira, ministro de Relaciones Exteriores, y el presidente del Senado, Eunicio Oliveira.

Fue este el ambiente político altamente judicializado –casi un tercio del gabinete de Temer y un tercio del Senado están siendo investigados– en el que Sérgio Moro, juez federal, emitió una sentencia de primera instancia que condena a Lula a nueve años y medio de prisión, como parte de la exhaustiva investigación de corrupción en torno de Petrobras, la compañía estatal de hidrocarburos. El entramado de corrupción y de lavado de dinero, conocido como el escándalo Lava Jato, fue descubierto por casualidad en marzo de 2014, cuando la Policía Federal realizaba una inspección en una gasolinera. Lo que comenzó como un caso aislado acabó involucrando a políticos, autoridades y empresarios en lo que desde entonces se ha revelado como el mayor escándalo de corrupción de la historia del país. Según los fiscales, empresas constructoras como Odebrecht y Camargo Correa establecieron un cartel para repartirse entre 1% y 3% del valor de los contratos de miles de millones de dólares de Petrobras, ocultos como pagos de consultoría a través de compañías pantalla.

El ex-presidente Lula –uno de los políticos más populares de Brasil, cuyo índice de aprobación al dejar el cargo era de 90%–, miembro fundador del Partido de los Trabajadores (PT), ha sido acusado de recibir un soborno de la constructora OAS. Según el juez Moro, OAS sobornó a Lula para que le ayudara a conseguir contratos de Petrobras. El soborno –estimado en 1,1 millones de dólares– se utilizó supuestamente para renovar un apartamento tríplex en la ciudad costera de Guarujá, cerca de San Pablo. Lula se enfrenta también a acusaciones de lavado de dinero, corrupción y obstrucción a la justicia en cuatro juicios adicionales, pero el juez Moro no ordenó su detención inmediata. Según él, arrestar a un ex-presidente es un «asunto muy serio» y Lula debe poder apelar.

Se trata de una sentencia ciertamente histórica: es la primera vez que un presidente brasileño es condenado por cargos de corrupción desde el restablecimiento de la democracia en Brasil. Pero sus implicaciones no terminan aquí: Lula lidera las encuestas relativas a las elecciones presidenciales del año que viene (30%), por delante del candidato de extrema derecha, Jair Bolsonaro (16%) y de Marina Silva (15%), la candidata de la Red de Sustentabilidad; sin embargo, si el tribunal de apelación –el Tribunal Federal Regional– confirma la condena, Lula será inhabilitado y no podrá presentarse a las elecciones. Se espera que el tribunal, integrado por tres jueces, decida el caso antes del 15 de agosto de 2018, fecha límite para la inscripción de candidatos.

¿Un juicio político?

Lula no guardó silencio tras la noticia de su condena. Ante una multitud de simpatizantes, un día después de que se publicara la sentencia, afirmó que era víctima de un juicio político. Lo cual no es de extrañar, considerando que la cruzada contra la corrupción en Brasil –que ha afectado a todas las fuerzas políticas significativas del país– está derrumbando una cultura política de prácticas institucionalizadas y poniendo en cuestión la condición de intocables de los cargos electos.

Así que políticos de todas las tendencias están tratando de desacreditar a los jueces y deslegitimar a los fiscales, en un intento desesperado de salvarse a sí mismos y su futura carrera política. De Michel Temer a Lula –quienes son, por supuesto, feroces rivales–, el argumento es siempre el mismo: el Poder Judicial tiene motivaciones políticas y está actuando más allá de sus atribuciones constitucionales.

Este argumento, sin embargo, se ha sacado de contexto. Al alcanzar la confianza en los políticos su punto más bajo en Brasil, los fiscales y los jueces han estado haciendo campaña por la transparencia y contra la corrupción y, al hacerlo, han recibido el apoyo de los ciudadanos: 96% quiere que la investigación del Lava Jato «llegue donde tenga que llegar, independientemente del resultado». Los brasileños ya han tenido bastante de un sistema de partidos muy fracturado, donde las alianzas de despacho y los acuerdos secretos son la norma y la corrupción es generalizada. Muchos brasileños han depositado su confianza en los jueces y fiscales, que ahora tienen bases de apoyo y páginas de Facebook.

Uno de estos jueces con muchos «likes» es Sérgio Moro. Se trata de un personaje controvertido, al que cerca de la mitad de la población lo considera un campeón contra la corrupción. La otra mitad piensa que está atribuyéndose unos poderes que no son suyos y que está apuntando a Lula para que no vuelva a postularse como presidente en 2018. De hecho, mientras que los acusados provienen de todos los partidos políticos significativos, el momento y las consecuencias de la sentencia contra Lula resultan, en el mejor de los casos, sospechosos. Temer es un presidente de paja, no elegido –cuya aprobación popular no supera el 7%–, que se espera que abandone pronto el poder. Ha llevado a cabo un programa de contrarreforma destinado a deshacer la mayor parte de lo que los anteriores gobiernos del PT habían hecho y ahora simplemente está sosteniendo el bastón de mando para entregárselo al próximo candidato con ideas similares a las suyas para que asuma el cargo y continúe ese programa. La aparición de Lula pondría en peligro este supuesto plan, por lo que es fácil entender por qué muchos hacen cábalas al respecto.

En cualquier caso, Moro es un héroe para muchos brasileños, especialmente para los conservadores y todos aquellos que se oponen a Dilma y Lula. Y esto puede ser un problema, porque Moro es un juez, no un político, pero se ha mostrado a veces incapaz de hacer la distinción y ha tomado «decisiones legales» polémicas, que no tenía derecho a tomar. Por ejemplo: desclasificó una grabación en audio de una conversación entre la ex-presidenta Rousseff y Lula, que posiblemente contribuyó a la destitución de Rousseff y provocó grandes protestas.

La sentencia contra Lula es otro ejemplo de su modo de proceder, y mucho más grave. Esa sentencia es todo menos una sentencia. Se trata más bien de un artículo de opinión en el que se hilvana una suposición con otra para terminar con la decisión de condenar al presunto culpable por conveniencia política. Hay evidencia legal de que el apartamento tríplex en cuestión no es propiedad de Lula ni lo ha sido nunca en el pasado, directa o indirectamente; de que tampoco es propiedad ni lo ha sido nunca de su esposa; de que era y es propiedad de la constructora OAS; y de que Lula no ha vivido nunca allí ni se ha beneficiado de él de ninguna manera. Y sin embargo, Lula ha sido condenado por beneficiar a una empresa –no hay pruebas de ello– a cambio de un apartamento que no es suyo –ni formal ni informalmente– y por el lavado de dinero que no hay prueba de que existiera.

Al final de la sentencia, uno empieza a cuestionar las intenciones del juez Moro y su compromiso con la justicia y solo con la justicia. Un juez con agenda política propia es una combinación peligrosa y sostener especulaciones solo sirve para desacreditar aún más la ley que se supone que debe defender. Además, con esto no se consigue más transparencia en absoluto, sino que de hecho se la obstaculiza.

Dos Brasiles, una democracia

Las turbulencias políticas se han convertido en la nueva norma en Brasil. Tras la destitución de Rousseff y la acusación de corrupción de Temer, la imputación de Lula es una prueba más para la frágil democracia del país. Brasil, que fue ejemplo para el mundo y para América Latina, atraviesa actualmente una grave crisis económica y otra institucional incluso más grave. Es una crisis que va más allá de la política y de los negocios y que permea todas las estructuras de poder.

Para empeorar las cosas, los principales medios de comunicación no son imparciales ni independientes. Favorecen una determinada agenda y han dejado de fingir que no lo hacen. Globo, la principal cadena de televisión de Brasil, es un claro ejemplo de ello, como lo demuestra, por ejemplo, la campaña que llevó a cabo contra Rousseff. En el contexto de los medios de comunicación de Brasil, la verdad no importa y la cobertura de los medios de comunicación claramente favorece a aquellos que luchan por un Brasil más desigual, en el que el interés de unos pocos se imponga sobre el interés de muchos.

Lula dijo en 1988 que en Brasil «un hombre pobre va a la cárcel cuando roba, pero cuando roba un rico, lo hacen ministro». Estas palabras podrían ahora volvérsele en contra. Puede ser inocente o culpable, no lo sabemos. Pero el hombre que sacó de la pobreza a 20 millones de personas, que conformó el Brasil de hoy y que estuvo dos mandatos ejerciendo como presidente, no puede mostrar ahora desprecio por el Poder Judicial y decir, como dice, que «si piensan que con esta sentencia me sacarán del juego, que sepan que estoy en el juego». Porque es el futuro de la quinta democracia más populosa del mundo lo que está en juego.

Moro invocó, después de sentenciar a Lula, la famosa cita de Thomas Fuller: «Por muy arriba que esté usted, la ley está por encima de usted». Y tiene razón: a Lula no se le debe dar un trato especial por ser ex-presidente. Pero debe recibir el trato que todo ciudadano tiene derecho a recibir y ser juzgado de acuerdo con la ley, no según intereses políticos. Y Moro debería tener esto en mente.

No se trata de una disputa ideológica ni de tomar partido. Se trata de determinar qué va a salir de esta crisis. Si Lula es culpable, por supuesto que debe ser condenado. Si Moro está equivocado, el tribunal de apelación debe resolver el caso a favor de Lula. La lucha contra la impunidad no debe interferir en un juicio justo e imparcial, de la misma manera que la reputación del acusado no debe interferir en la lucha contra la corrupción.

El futuro de la democracia en Brasil está en peligro, porque peligra el imperio de la ley. Los medios están sesgados. Las empresas estatales y las grandes corporaciones están infectadas por la corrupción, así como las dos cámaras del Parlamento. Un presidente ilegítimo gobierna el país. Y la polarización de la gente anda creciendo, a la vez que Jair Bolsonaro, probable candidato de la extrema derecha a las elecciones presidenciales del próximo año, representa una seria amenaza para los derechos civiles y la libertad.

La crisis de Brasil requiere una reinvención de su forma de hacer política. La corrupción es un asunto serio, pero los problemas no terminan con las elites, los partidos dominantes y los grandes negocios. Un Poder Judicial independiente es tan importante o más. Cuanto más anónimos sean los jueces, mejor será para el país. Las elecciones del próximo año son una oportunidad para un nuevo comienzo. Pero para que esto suceda, los brasileños deben ser capaces de mirar más allá de sus diferencias, más allá de lo bueno y lo malo, más allá de los políticos y los jueces, y echarse un vistazo a ellos mismos.


Este artículo es producto de la alianza entre Nueva Sociedad y DemocraciaAbierta.

Lea el contenido original aquí



Newsletter

Suscribase al newsletter