Ensayo
NUSO Nº 234 / Julio - Agosto 2011

Feminismo y descolonización. Notas para el debate

El gobierno boliviano ha incorporado una novedosa Unidad de Despatriarcalización a la institucionalidad estatal dependiente del no menos sorprendente Viceministerio de Descolonización. Pero aunque ello representa un avance hacia mayores posibilidades emancipatorias, este ensayo sostiene que la relación entre patriarcado y colonialidad es menos lineal de lo que el discurso oficial deja ver. Y que la idea de que la despatriarcalización es mera consecuencia de la descolonización –como se desprende de ciertos textos gubernamentales– puede limitar las posibilidades abiertas por la nueva Constitución.

Feminismo y descolonización. Notas para el debate

Vivimos tiempos de «des» y de «antis». Pese a que en gran parte de América Latina estamos transitando procesos de cambio político y social, aún no parece perfilarse una teoría o un discurso con nombre propio que dirija la práctica política hacia algún propósito común. Ello ocurre no solo en Bolivia sino en el resto del mundo, donde los movimientos sociales manifiestan su «indignación» frente a sinnúmero de motivos –con justas razones– e incluso se proclaman antineoliberales, antiimperialistas, antiautoritarios e incluso anticapitalistas, y un largo etcétera.

En Bolivia, al asumir la Presidencia Evo Morales en 2006, se inició un periodo con numerosas promesas de cambios profundos para el pueblo boliviano, en el marco de la llamada «revolución democrática y cultural». Bajo este nuevo clima de época se planteó el ambicioso objetivo de modificar la estructura del Estado desde los cimientos para construir una sociedad sin excluidos ni excluidas, con ciudadanía plena para todos y todas, particularmente para los pueblos indígenas, originarios y campesinos, con el fin de revertir las condiciones de exclusión, negación y subordinación a las que fueron sometidos desde la invasión colonial. La gestión gubernamental quedó marcada así por dos tareas gigantescas: la «descolonización» del Estado boliviano –a través de la Asamblea Constituyente– y la reversión de los efectos del neoliberalismo mediante la «recuperación» de los recursos naturales, en especial mediante la nacionalización de los hidrocarburos, decretada el 1 de mayo de 2006. Pero el proceso de «refundación» de Bolivia incluyó en su agenda un objetivo novedoso, y no menos ambicioso que los anteriores: la «despatriarcalización», para la cual se creó la Unidad de Despatriarcalización en el marco del Viceministerio de Descolonización puesto en marcha durante el gobierno de Morales.

Todavía no se sabe a ciencia cierta de qué trata en concreto la despatriarcalización tal como se la entiende desde el gobierno, pero queda claro que se articula con el ideario «des» aplicado a muchas otras cosas: desandar la historia nacional, deconstruir discursos, deshabitar un pasado que se presenta en cada calle, en cada esquina, en cada chacra donde moramos y desde donde proyectamos nuestras vidas. Por ello, cuando se trata de dar contenido y proyección a la propuesta de despatriarcalización, nada más pertinente que aproximarnos al concepto de patriarcado para entender sus horizontes de sentido.

Acerca del patriarcado

Actualmente, el patriarcado forma parte de la estructura de poder en todas las sociedades del planeta aunque, por cierto, no se expresa de la misma manera en todas las culturas. Quizás por el hecho de que la cultura occidental se ha expandido por todo el orbe a través de diversos procesos más o menos violentos (entre ellos, el de colonización), se encuentran en su tradición más antigua los sentidos y significados del patriarcado, lo que no implica que allá donde llegó no haya encontrado un ambiente propicio para arraigarse de forma definitiva.

La tradición aristotélica que «natu-raliza» el predominio masculino y que se imprime en el ámbito doméstico se sigue sosteniendo hasta nuestros días y con matices diferentes, pero hoy se expresa más en el ámbito simbólico y consuetudinario de las relaciones entre mujeres y hombres que en las normas jurídicas impuestas y consentidas de la sujeción. En cambio, la consideración del origen «natural» de la capacidad de mando de los hombres, que se extiende también al ámbito público, viene cediendo al impulso de los movimientos feministas del mundo entero: en nuestros días las mujeres gozan (al menos en las normas de las democracias de corte occidental) del estatus de ciudadanas de pleno derecho.

Aunque se sostiene sobre ese «sentido común» básico –la «natural» primacía masculina–, el patriarcado se resignifica permanentemente. En cada época y en cada lugar donde se establece adquiere las formas y condiciones que la sociedad le permite y se expresa en los múltiples sistemas y estructuras que constituyen una formación social dada: en las relaciones económicas y sociales, en los sistemas jurídicos, ideológicos y políticos que la sustentan, en las reglas no escritas de la convivencia humana, en las culturas que la expresan.

Ahora bien, cuando se disecciona con cuidado ese sentido «universal» del predominio masculino, se descubre enseguida que quien lo representa no es un «hombre cualquiera». El patriarcado imprime en los hombres un sentido de masculinidad expresado en mandatos específicos. Un «verdadero hombre» tiene el deber ser del guerrero, del sabio, del proveedor, del protector, debe tener vocación de poder y portar un falo imponente. En consecuencia, cuando de relaciones de poder se trata (en el ámbito público), resulta que no a todos los hombres les está dado ejercerlo; unos aparecen mejor dotados que otros para asumir tal condición y en la mayoría de ellos se descubre –al menos en apariencia– a un hombre adulto, heterosexual, económicamente «exitoso», socialmente dominante y políticamente poderoso. Esos atributos, que configuran la masculinidad dominante, son precisamente los que terminan enajenando al ser humano masculino para convertirlo en un patriarca que, aun cuando no alcance la gloria del poder en la sociedad, tendrá siempre en su propio hogar (en el ámbito privado) el espacio donde le estará permitido ejercer ese «don natural» al que hacíamos referencia. Ahí, el padre de familia es «por naturaleza» el jefe de familia, aquel por quien pasan –en última instancia– todas las decisiones, desde las más cotidianas y domésticas hasta las más trascendentales.

El patriarcalismo es, además, adultista y homofóbico, es constructor de jerarquías excluyentes, es guerrerista y autoritario, es negador de diferencias entre los seres humanos; en consecuencia, no afecta solo a las mujeres: se impone al conjunto de la sociedad donde se establece. Se trata, entonces, de una condición que funda, estructura y constituye las relaciones sociales, tanto en el ámbito público como en el privado. Por este motivo, cuando hablamos de patriarcado nos estamos refiriendo a una estructura de poder que atraviesa todas las fronteras, las sociales, las históricas, las territoriales y las simbólicas, y no a una característica específica de algún sistema político en particular o de alguna estrategia de dominación, como la del colonialismo.

Efectos del colonialismo en el plano de la subjetividad colectiva

En efecto, la asociación que se hace hoy en Bolivia entre colonialismo y patriarcalismo exige una digresión sobre el significado del primer concepto que, a la fecha, ha merecido importantes avances teóricos desde diversos campos del saber y con distintos énfasis. Aquí abordaré uno de ellos: el de sus efectos en la subjetividad colectiva. Por supuesto que un análisis de esta naturaleza requiere mucho más espacio y profundidad que la que permite un corto ensayo, donde solo es posible trazar algunas pistas generales.

En el análisis histórico del proceso de construcción de la ideología hegemónica y dominante en el territorio que hoy se llama Bolivia se advierte que la conquista española significó el momento definitivo de la ruptura histórica, ruptura entre un pasado –no exento de contradicciones– en el que los pueblos originarios se desarrollaban autónomamente y un futuro signado por el colonialismo como ideología y como estrategia de poder. Dos cosmovisiones antagónicas explican el sentido de lo que se caracterizó como el «choque de dos mundos»: frente al panteísmo andino, el monoteísmo católico; frente a la reciprocidad como carácter de la relación social, la explotación esclavista que imponía el conquistador; frente al vínculo de equilibrio con la naturaleza, el antropocentrismo depredador.

A través de un prolongado «proceso de sujetación», la colonización –que se prolongó durante el periodo republicano iniciado en 1825 bajo la forma del llamado «colonialismo interno»– logró implantar en el «ser nacional» su carácter de «conciencia colonizada». El sujeto colonizado, el que porta esa «conciencia colonizada», se caracteriza por los siguientes rasgos: sobrevalora al opresor (lo asume como modelo), es fatalista (se rinde frente al «destino»), se subestima y se culpabiliza de su situación asumiendo el estigma que le atribuye el colonizador, se reifica, se cosifica, se vuelve extraño para sí mismo, renuncia al poder como objeto de deseo, lo transfiere al opresor y no lo disputa.

Estos rasgos determinan un arraigado sentimiento internalizado de «autoindeterminación histórica», con efectos disímiles –aunque igualmente perversos– en los distintos estratos de la composición social. En las clases dominantes, se expresa a través de la sostenida tendencia a la sujeción y adscripción a proyectos de dominación foráneos de toda hechura. En los pueblos indígenas y en las clases subalternas, frena los impulsos de disputa del poder, hasta el punto que estos ceden sus banderas a facciones de las clases dominantes eventualmente identificadas como aliadas a sus causas para mantenerse al borde, en movimientos reivindicativos que no consiguen traspasar las fronteras de los espacios de constitución del poder, hecho que se dio repetidas veces en la historia.

No obstante, la incursión del Movimiento al Socialismo-Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP) en la arena política boliviana en la década de 1990 y la sostenida irrupción indígena-originaria-campesina marcaron en parte el inicio de la reversión de estas determinaciones neocoloniales: esta vez sí los grupos subalternos ingresaron en la disputa abierta por el poder. La llegada de Evo Morales al Palacio de Gobierno en 2006, de la mano de las organizaciones indígenas-originarias-campesinas, núcleo de la base social del «proceso de cambio», significa un giro histórico sin precedentes y, en este marco, la sola enunciación del objetivo trascendente de la descolonización marca el hito fundacional de subversión del orden instituido en la conquista española y sostenido durante toda la República.

Ahora bien, ¿será posible tal descolonización? Creo que como hecho fáctico de larga duración, el colonialismo dejó una marca indeleble en el proceso de constitución del sujeto nacional y nadie que hoy se considere boliviano o boliviana puede sustraerse de sus efectos; por ende, considero que es un hecho de efecto irreversible. Los estigmas que dejó el colonialismo en la conciencia nacional son tan profundos y arraigados que me resulta inimaginable un proceso de descolonización de efectos inmediatos o de mediano plazo.

Para ello, haría falta desplegar un largo proceso de «cura» que imagino análogo en lo social a lo que el psicoanálisis procura en el plano del sujeto: la develación del «trauma» que inauguró la neurosis, no para desaparecerlo o revertirlo, sino para «manejarlo» de manera más positiva para sí mismo. En otras palabras, considero difícil, si no imposible, «descolonizar» a toda una sociedad constituida bajo la huella colonial; en cambio, me figuro posible desmontar ciertos patrones de la estructura estatal de corte colonial para dar paso a la posibilidad de «manejar constructivamente el trauma», es decir, para movilizar las sujeciones que nos han impedido imaginar hasta ahora un proyecto de autodeterminación histórica, y no para retornar a un pasado precolombino mitificado.

Asamblea Constituyente: la promesa de equidad para las mujeres

Fue el protagonismo indígena en la demanda de la Asamblea Constituyente el que señaló sus horizontes de sentido y el que explica la fuerte orientación del nuevo texto constitucional hacia el reconocimiento y la puesta en vigencia de sus derechos. Desde su visión, no era suficiente reformar la anterior Constitución: se requería producir otra donde quedase finalmente afirmado el reconocimiento de que Bolivia es un país heterogéneo, múltiple, diverso, constituido sobre la base de la negación de esa diversidad estructural.Pero los indígenas no fueron los únicos: la sociedad boliviana en su conjunto –salvo sectores conservadores que veían en la construcción de la nueva Carta Magna un enorme riesgo de desestabilización del statu quo que sostenía su condición de privilegio– abrazó la causa constituyente con enorme expectativa. Entre otros, estamos las mujeres. Lo afirmo en presente porque considero que el proceso constituyente no ha concluido con la promulgación de la Constitución, sino que representa más bien otro hito en el proceso de creación de nuestro proyecto de autodeterminación histórica, el que marca un antes y un después.

Desde fines de la década de 1990 y en diversos espacios, las mujeres comenzamos a producir los consensos necesarios para construir, más allá del reconocimiento de nuestra propia diversidad, una plataforma que lograra plasmarse en la nueva Constitución. El resultado de este proceso fue, a todas luces, exitoso: la nueva Carta Magna incorpora un lenguaje no sexista que hace visible la identidad diferenciada de mujeres y hombres, y en casi una treintena de artículos garantiza los derechos largamente anhelados por las mujeres.

Entre los principales están la afirmación de la libertad de culto y la declaración de independencia del Estado respecto de la(s) religión(es) (art. 4), demanda que han enarbolado las mujeres como condición necesaria para garantizar sus derechos sin que en ello medien principios religiosos; la equidad de género como valor del Estado (art. 8) y como principio de constitución del sistema de gobierno (art. 11) en situación de paridad; la no discriminación y la sanción a todas las formas de discriminación como principio fundamental del Estado (art. 14) y el derecho a vivir sin violencia, con mención explícita a que es un derecho de las mujeres (art. 15); el principio de igual salario por igual trabajo en aplicación del principio de no discriminación (art. 48); la presunción de filiación que favorece sobre todo a las mujeres cuyas parejas niegan la paternidad de sus hijos para soslayar responsabilidades consecuentes (art. 65); el reconocimiento de los derechos sexuales y los derechos reproductivos para mujeres y hombres (art. 66), que abre las puertas a los propósitos de autodeterminación sobre el propio cuerpo; el reconocimiento del trabajo del hogar como fuente de riqueza del Estado Plurinacional (art. 338); el derecho de acceso de las mujeres a la tierra como propietarias (art. 395) y la obligatoriedad del Estado de desarrollar políticas para eliminar todas las formas de discriminación contra las mujeres en el acceso a la tierra (art. 402).

Con este resultado se establece definitivamente que los derechos de las mujeres son «cuestión de Estado» y no solo reivindicación de grupos aislados de mujeres. No obstante, una importante observación al margen es que los avances alcanzados están todavía enmarcados en el ámbito conceptual de la equidad de género: la Constitución no menciona en su ideario la despatriarcalización como propósito, principio o concepto.

Surge la propuesta de despatriarcalización

La idea original fue planteada por el movimiento feminista boliviano «Mujeres Creando» mediante la consigna «No hay descolonización sin despatriarcalización», que interpela el discurso gubernamental centrado en la descolonización. Más tarde, y de manera paradójica, el Viceministerio de Descolonización creó la Unidad de Despatriarcalización, con la misión de desarrollar el concepto y proponer políticas públicas destinadas a ese propósito. No obstante, en los hechos esta entidad se apropió de la consigna para enmarcarla bajo una interpretación particular. A la fecha, el desarrollo conceptual de la despatriarcalización (así como el de la descolonización) es todavía incipiente. En una reciente publicación se observa con claridad una visión que asocia patriarcalismo con colonialidad de forma subordinada: «Racismo y patriarcado constituyen el eje de la colonialidad que ha servido de justificación de los genocidios coloniales».

En otras palabras, el patriarcado sería un instrumento de dominación propio del colonialismo que habría llegado a estos territorios en los barcos europeos allá por el siglo XVI. De ahí que se plantee que

La despatriarcalización es el enfrentamiento contra toda esa herencia colonial (…). Es la desestabilización de relaciones de dominio y de ejercicio del poder, como lo plantea la socióloga Sarela Paz Patiño. Es la transgresión de las reglas sociales, culturales, religiosas, normativas y políticas patriarcales que tienen la misión de eternizar el cautiverio de las mujeres, tal como lo afirma la antropóloga Marcela Lagarde.

Leyendo las anteriores proposiciones entre líneas me animo a señalar que sus autores parecen sostener una idea que se viene divulgando en diversos espacios: que «en el principio», en el «paraíso precolonial» no existía patriarcado sino una relación de complementariedad entre lo femenino y lo masculino, léase también entre hombres y mujeres. Pero ¿será el patriarcado solo una «lacra colonial»? Para demostrar esta proposición, varios autores suelen recurrir a los textos y gráficos de la Primer nueva crónica y buen gobierno de Guaman Poma de Ayala (1530-1621)10 como fuente principal. Sin embargo, la lectura del texto conduce a proponer la tesis contraria, ya que contiene un sinnúmero de enunciaciones como las siguientes:

Yten: Mandamos que la muger biuda que no se casasen otra ues ni que fuesen amansebados después de auer muerto su marido. Teniendo hijo, sea eredero de toda su hazienda y casas y chacras [sementera], y ci tubiere hija, sea eredera de la mitad de la hazienda y de la mitad sea eredero su padre o su madre o sus ermanos.

Yten: Mandamos que la muger que mouiese [abortase] a su hijo, que muriese, y ci es hija, que le castigasen dozientos asotes y desterrasen a ellas.

Yten: Mandamos que la muger corronpida o consentía que la corronpiesen o fuese puta, que fuese colgada de los cauellos o de las manos en una peña biua en Anta Caca y que le dexen allí murir; el desuirgador, quinientos asotes y que pase por el tormento de hiuaya [piedra muy pesada] a que le suelte de alto de una uara al lomo del dicho hombre. Con esta pena se muere, algunos quedan bibos. Y al forzador le sentencie la muerte de la muger. Y se se consentieron las dos, mueran colgados, yguales penas.

La extensión de este texto no me permite adentrarme más en esta obra, pero es posible afirmar que, en suma, esta crónica muestra que el incario se organizó como una sociedad profunda y severamente patriarcal, y creo que quizás por ello resultó tan permeable al patriarcalismo colonial español investido por la religión cristiana-católica y sus rígidas reglas de obediencia de las mujeres a los hombres.

En consecuencia, percibo un alto riesgo en la asociación subordinada del patriarcado al colonialismo. La encuentro muy similar a la promesa comunista de que la destrucción de la sociedad de clases traería como consecuencia la liberación y la igualdad de las mujeres, lo que nunca sucedió en los regímenes del «socialismo real» del siglo XX. En otras palabras, dudo que la descolonización traiga como consecuencia la despatriarcalización; temo más probable que esa asociación pueda convertirse en una trampa de postergación para las aspiraciones de las mujeres, hoy plasmadas como derechos reconocidos en el texto constitucional.

Entre el discurso y la práctica: horizontes de la despatriarcalización

Que una consigna de interpelación al discurso descolonizador, proveniente de una de las más radicales corrientes del feminismo en Bolivia, haya suscitado semejante debate en el ámbito público es un logro insospechado por sus propias creadoras. Haber conseguido instalar el patriarcado como sistema de opresión en el marco del discurso del «proceso de cambio» –cuyos actores más connotados aún se manifiestan reacios a admitir que en la Bolivia de hoy mujeres y hombres vivimos en condiciones de marcada desigualdad fundada en el patriarcalismo– es sin duda un resultado sin precedentes.

Este logro envuelve el reconocimiento implícito de que la noción del chacha-warmi12 –promovida por las organizaciones indígenas en interpelación al concepto de género– debe ser reconocida como «anticipación creativa» y no como sentido fáctico de las relaciones entre mujeres y hombres en las culturas andinas, pues de ninguna manera tiene constatación en la realidad de la vida pública y privada de las mujeres bolivianas en general, mucho menos de las indígenas-originarias-campesinas que son el sujeto social prioritario de las políticas públicas de despatriarcalización.

También es un logro destacable el hecho de que las organizaciones de mujeres –aunque no exclusivamente estas– se hayan impuesto la tarea de trabajar en torno de este concepto que podría servir como horizonte de emancipación colectiva, en cuyo marco se promueva el principio de igualdad sin desconocer las diferencias que caracterizan a las propias mujeres como resultado de la influencia determinante de diversas variables que colocan a unas y otras en distintas condiciones y posiciones en la sociedad.

Sin embargo, aquí me parece oportuno señalar que no encuentro unanimidad de criterio dentro de las filas gubernamentales, ni coherencia de sentido a la hora de poner en práctica la promesa de equidad contenida en el texto constitucional y en el discurso de la despatriarcalización.

En el ámbito de la promesa de equidad de género contenida en el texto constitucional se observa una marcada inconsecuencia, pues si bien se aplica el principio a la normativa secundaria en desarrollo, es decir, a las leyes de aplicación del texto constitucional, se ha debilitado a tal punto el mecanismo nacional responsable de la ejecución de políticas públicas a favor de las mujeres que actualmente carece de las mínimas capacidades necesarias para ponerlas en práctica o siquiera para gestionarlas ante otras instancias del Estado.

En el terreno de la despatriarcalización, al articularla de manera subsecuente con la descolonización como condición de realización, al concebir el patriarcado como una característica de la colonialidad, al rehuir considerarlos como sistemas simultáneos y paralelos de producción de jerarquías ideologizadas, de subordinaciones y exclusiones, la comprensión conceptual de sus promotores gubernamentales deja muchas dudas sobre las posibilidades de convertir esa despatriarcalización en un instrumento de emancipación colectiva, en particular desde la diversas perspectivas de las mujeres.

Por otra parte, al plantearse como misión despatriarcalizar «con el manto de la Pachamama-Madre Tierra», la propuesta gubernamental peca de exclusivismo cultural y desconoce flagrantemente el artículo 4 de la Constitución Política del Estado que claramente señala: «El Estado respeta y garantiza la libertad de religión y de creencias espirituales, de acuerdo con sus cosmovisiones. El Estado es independiente de la religión». Es decir, cae en el mismo reduccionismo cultural dominante hasta no hace mucho, que hubiera proclamado cualquier propósito (menos el de despatriarcalizar, obviamente) «con el manto de la Virgen María, Madre de Dios…».

Asimismo, el desconocimiento del feminismo como proyecto político destinado a desbaratar las bases del patriarcado –como es posible observar en el discurso oficial– es equivalente a desconocer la impronta indígena del discurso descolonizador de hoy. Esta distorsión arbitraria y de ninguna manera ingenua pone en entredicho la autenticidad de la intención manifiesta en el discurso oficial.

La promoción de políticas públicas suscita mayores dudas aún: algunas de las políticas en marcha ponen de manifiesto la precariedad de su desarrollo conceptual y resultan inconsistentes con sus postulados, revelan que no parece existir todavía una reflexión suficientemente profunda y abarcadora como para comprender lo que en verdad significa, representa y conlleva el patriarcado. Analicemos algunas de ellas.

Hace algunas semanas el Viceministerio de Descolonización promovió como «política de despatriarcalización» una ceremonia de matrimonios colectivos basados en supuestas tradiciones indígenas, presidida por el propio presidente del Estado Plurinacional, Evo Morales. Al concluir la ceremonia, mujeres y hombres recién casados manifestaban su complacencia, ellas porque con esta ceremonia habían «adquirido» el apellido del esposo y ellos por habérselos «otorgado».

En primer lugar, si de descolonizar se trata, dudo que estas ceremonias tengan algún referente en una ritualidad ancestral efectiva que resignifique el matrimonio como lazo conyugal distinto del concebido en el marco de la cultura colonial/occidental/cristiana. Si se trata de despatriarcalizar, no veo de qué manera ese tipo de ceremonias podría contribuir a la construcción de relaciones horizontales, de complementariedad y reciprocidad, entre mujeres y hombres. Es posible observar, por el contrario, que se adscribe al mismo sentido patriarcal que tiene el matrimonio civil y religioso, a través del cual la mujer pasa de ser la señorita («la hija del señor») a la señora («esposa de otro señor»).

Otra política propuesta por esta entidad es la de promover una norma destinada a alcanzar la paridad entre mujeres y hombres en todos los niveles y en todas las instancias del aparato público, mediante el anteproyecto de Ley de Equivalencia Constitucional. No se trata de una idea equivocada, pero debería al menos reconocerse que esta propuesta está enmarcada en el concepto de equidad de género, que responde claramente a la criticada «igualdad de oportunidades» de la que esta entidad pretende diferenciarse con su propuesta de despatriarcalización.

Lo mismo se podría anotar con relación al proyecto de debate nacional sobre interrupción médica del embarazo, en tanto política pública, porque si nos remitimos a los preceptos de las culturas raíz del proyecto de descolonización, encontraremos que estas reprueban «la interrupción médica del embarazo», que es un eufemismo del aborto, al que atribuyen incontables adversidades naturales como castigos de la Pachamama.

A pesar de ello, y con la perspectiva puesta en remontar las contradicciones anotadas, el momento político que vive Bolivia plantea no pocos desafíos. En primer lugar, es imprescindible construir el concepto y sentido del patriarcado y el de la despatriarcalización desde una óptica más consistente e incluyente. El patriarcado debe ser concebido y construido teóricamente como un «lugar común» desde donde interpelar a la sociedad y al Estado para contribuir a desmontar sus múltiples manifestaciones de sentido, productoras de sujeciones, exclusiones y subordinaciones combinadas.

En esta dirección, como horizonte emancipatorio, la despatriarcalización no debiera ser patrimonio exclusivo de sector alguno. En el entendido de que la sociedad toda está sometida al patriarcalismo –aunque en diversos grados y condiciones–, el mayor desafío que enfrentamos en esta coyuntura es proponer caminos para «despatriarcalizar» la sociedad en su conjunto.

Debiéramos apropiarnos del concepto para desarrollarlo desde diversas ópticas y a partir de sus múltiples manifestaciones, reconociendo que esa diversidad de expresiones incide en la creación de la condición de subordinación a la que estamos sometidas las mujeres, las y los indígenas, las personas que tienen el valor (o no) de manifestar su sexualidad diversa y, en general, todas las personas estigmatizadas como «anormales» por esa sociedad donde, por el contrario, la «normalidad» es la excepción y no la regla. Solo desde esa apropiación y desarrollo conceptual multifacético será posible proyectarlo como campo político.

El desafío consecuente –aunque también precedente– de esa construcción de sentido es erigir alianzas que lleven a interpelar el patriarcado desde todos los lugares donde se manifiesta, y no solo desde la situación de las mujeres, teniendo siempre presente que construir alianzas no equivale a promover la cimentación de un discurso hegemónico-homogéneo ni de imponer prácticas o expresiones de afirmación uniformes. Construir alianzas supone el reconocimiento de aquello que impulsa a edificar «unidad en la diversidad», a identificar espacios y sentidos comunes propulsores de acción colectiva.

Finalmente, es preciso tener en cuenta que todavía está vigente el discurso de los derechos de las mujeres que ha inspirado una amplia agenda de reivindicaciones, incorporada en la Carta Magna. El cumplimiento del mandato constitucional de equilibrar y equiparar los derechos de hombres y mujeres (equidad de género) no es incompatible con la propuesta de despatriarcalización; podría ser más bien una plataforma de creación de condiciones para su futura realización. Por lo tanto, en vez de continuar por caminos paralelos, se deberían poner en diálogo los discursos de equidad y despatriarcalización para construir consensos de gestión pública complementaria, con la mirada puesta en el mandato constitucional de aplicación de los derechos de las mujeres (táctica), para proyectar así la propuesta de despatriarcalización hacia logros de auténtico impacto estructural (estrategia).

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 234, Julio - Agosto 2011, ISSN: 0251-3552


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