Tema central
NUSO Nº 238 / Marzo - Abril 2012

El poder de las masas urbanas En diálogo con «Latinoamérica: las ciudades y las ideas», de José Luis Romero

La cultura de masas y el populismo, derivados de la consolidación de las modernas urbes latinoamericanas, nunca fueron fácilmente digeribles, ni para el conservadurismo elitista ni tampoco para amplios sectores de las izquierdas. En eso radica uno de los grandes aportes de José Luis Romero, quien, sin ser populista –era un militante socialista–, entendió el idioma en que se expresaban las masas y comprendió como pocos el tipo de energía que ellas contenían. Su sutil análisis de lo que llamó creativamente el «folclore aluvial» no es solo un análisis histórico, sino un herramental para entender situaciones contemporáneas, esas que a su vez generan crisis y cambio social.

El poder de las masas urbanas  En diálogo con «Latinoamérica: las ciudades y las ideas», de José Luis Romero

Este texto recoge una larga comunicación con el libro Latinoamérica: las ciudades y las ideas, del historiador argentino José Luis Romero. Y la palabra «comunicación» significa aquí una lectura-conversación en la que, hablando de las mismas cosas, con el paso del tiempo se dicen/escuchan cosas nuevas, pues varias ideas de ese libro no solo no pierden vigencia sino que se renuevan, esto es, se tornan capaces de iluminar situaciones y procesos que están aconteciendo mucho después de su aparición, procesos que, viniendo a trastornar gran parte del instrumental analítico más «actual», hallan sin embargo atisbos, claves y pistas de comprensión en ese libro, publicado en junio de 1976. En el prólogo, el también historiador Luis Alberto Romero recuerda que

Dos meses después del golpe que inició en la Argentina la más sangrienta dictadura militar, Siglo XXI-Argentina, la editorial que lo publicó, acababa de ser allanada por los militares; varios de sus directivos fueron puestos en prisión y otros abandonaron el país, siendo finalmente cerrada la editorial (…) La repercusión inicial de ese libro fue escasa. Las aulas universitarias estaban vacías y quienes podían leerlo con interés estaban muertos o exiliados. En el mundo académico internacional prácticamente no hubo comentarios, quizá porque el libro no seguía los cánones formales: no tenía citas a pie de página ni recogía las cuestiones en debate.1

La ausencia de lectores en el tiempo de su aparición –salvo un pequeño grupo de visionarios como él: Tulio Halperin Donghi, Jorge E. Hardoy, Ángel Rama, Leopoldo Zea– nos da, paradójicamente, una de las más certeras pistas para entender todo lo que en ese libro había/habría de anticipaciones: de un lado, se evidencia que el libro hablaba menos para su tiempo que para el de hoy; y de otro, que apostaba a una temporalidad larga, como larga fue la duración en que inscribió su concepción de la historia, o mejor, de la «vida histórica», no conformada por hechos sino por procesos, por el entramado de procesos, y muy especialmente por aquellos que generan la crisis y el cambio.

En ese mismo prólogo se afirma que J.L. Romero fue ante todo «un historiador de las crisis –desde las del imperio romano a las del mundo burgués– persiguiendo en cada una de ellas el instante de la emergencia de lo nuevo por entre los resquicios del mundo constituido, el momento de tensión entre lo creado, consolidado en estructuras, y la creación, el impulso creador de la acción humana»2. Se trata entonces de la comprensión de la inteligibilidad de las crisis que desvertebraron el mundo occidental –primero, la del orden feudal del Medioevo con la emergencia de las burguesías, y luego, las del mundo burgués a partir del romanticismo y el socialismo–, hasta la comprensión de la formación de Argentina como nación y la nueva complejidad histórica que emerge con el mundo urbano latinoamericano.

Como Walter Benjamin, Romero se interesa primordialmente por lo que en el pasado desestabiliza el presente pues es fermento del futuro. De ahí que en lugar de hablar de historia introdujera como concepto clave de su trabajo el de vida histórica, que es ya un fuerte indicador del modo en que los diversos tiempos se entrelazan y comunican entre sí. En lugar de atribuir al pasado algún tipo de razón o verdad especial en la que residiría el secreto del presente, Romero se propone más bien lo contrario: lo que puede buscarse en el pasado son las señales de cómo y con qué materiales se dibuja el futuro. El gesto de pensar el pasado desde el futuro, en el militante socialista que fue Romero, dinamizaba su osadía intelectual hasta permitirle pensar –contra el eurocentrismo que hegemonizaba las ciencias sociales– la historia de la cultura occidental desde América Latina. En ello se adelantaba a los muy famosos franceses de los Annales, pues como reconoció, tardía pero noblemente, Jacques Le Goff, el historiador argentino había sido un pionero de las representaciones y del imaginario y había ido aún más lejos que ellos.

Debemos a Alessandro Baricco el habernos recordado en Los bárbaros, su libro sobre la mutación contemporánea, cuál era el horizonte teórico de Benjamin más allá de sus escritos explícitos sobre filosofía de la historia:

no intentaba entender qué era el mundo sino, en todos los casos, saber en qué estaba convirtiéndose el mundo. Pues lo que le fascinaba en el presente eran los indicios de las mutaciones que acabarían disolviendo ese presente. Para él comprender no significaba situar su objeto de estudio en el mapa reconocido de lo real, definiendo qué era, sino intuir de qué manera ese objeto modificaría el mapa volviéndolo irreconocible.3

Que esa era la envergadura del proyecto y el trayecto historiográfico de Romero lo demuestra el que uno de los tres primeros artículos que publicó ya llevara el título «La inteligibilidad del mundo» (1951), y que su segundo libro, publicado en 1953, se titulara La cultura occidental. Según su amigo, y también historiador, Tulio Halperin Donghi, el proceso de fondo no se jugó en el espacio especializado del historiador sino en «la solidaridad íntima entre la elaboración de la imagen del pasado por el historiador y el trazado del paisaje político y social del presente por el ciudadano y el militante», especialmente cuando la polarización política que desgarra a Argentina quiebra esa solidaridad:

se produce en Romero la separación entre la mirada del historiador y la del ciudadano, con una consecuencia para la primera: la exploración histórica de la Argentina se resuelve (casi diría que se disuelve) en la de Latinoamérica (…). Romero había construido su historia argentina a partir del futuro, y había sido precisamente el vínculo con ese futuro el que lo había llevado a concentrar la atención en los rasgos del pasado nacional que parecían prometer a la Argentina un destino excepcional en Hispanoamérica; desatado ese vínculo los rasgos comunes pasaban necesariamente al primer plano.4

Lo que pasa al primer plano es el trasfondo latinoamericano, que ya había estado muy presente en Romero, solo que menos en términos de contenidos que de forma. Asimilo forma aquí a los tipos de sociedad en el sentido weberiano, esto es, a las modalidades en que se cohesiona una sociedad. De ahí que los trabajos de Romero sobre Latinoamérica, anteriores a sus dos grandes libros sobre las ciudades y las ideas, y sobre las situaciones y las ideologías, se hallan tanto o más entramados con la sociología que con la historia. Y no solo con la macrosociología a lo Max Weber, sino también con la microsociología a lo Georg Simmel y Benjamin. Pues solamente habiendo observado, descrito y analizado a la vez las formas de sociedad y las prácticas sociales en Latinoamérica pudo llegar Romero a tejer una historia de las ciudades y las ideas tan bien trabada en sus procesos largos como detallista en la vida cotidiana de casi todos sus países, grandes y chicos. Y si una fuente clave de nuestro libro es la literatura, es porque en ella –como se atrevió a pensar el filósofo norteamericano Richard Rorty5– tenemos la matriz moderna del discurso que posibilita la hibridación de las temporalidades, la larga de la vida social y la corta de la vida individual: es contando la vida cotidiana de alguien que se nos da cuenta del sentido en que la vida social se inscribe y se desarrolla.

Pensar desde Latinoamérica la larga fundación de la ciudad

Solo alguien que había dedicado muchos años al estudio de las crisis que dinamizaron hasta desestabilizar a la primera sociedad medieval pudo rastrear lo que había de cimiento para una nueva sociedad –ya a partir del siglo XI– en la relación entre la larga y borrosa formación de la burguesía y la edificación de la ciudad. Ni militares ni labriegos, los burgueses dieron origen y nombre a una nueva moral y forma de vida cuyo medio ambiente fueron las ciudades. «La ciudad fue no solo la forma de vida adoptada por las nuevas sociedades que se constituían, sino que demostró ser el más activo instrumento de cambio del sistema de relaciones económicas y sociales. Las viejas ciudades despertaron de su sueño señorial para movilizar sus recursos, y al tiempo que surgían irrumpieron como nuevas sociedades burguesas con irreprimible fuerza creadora.»6. Es decir, frente a tanta historiografía de poca monta que nos había reducido la Edad Media a un asunto de caballeros y castillos, muchedumbres campesinas y pestes y, sobre todo, dominio de la Iglesia sobre unos y otros, Romero nos descubre un mundo medieval que se fue configurando de manera muy lenta a partir de las tensiones que movilizaban la sociedad/mentalidad medieval, muy especialmente a partir de la reinvención cultural de la ciudad. No es otra cosa lo que va a permitir a los conquistadores españoles llevar a las Américas una ciudad que es menos una forma de construirla –aunque incluya también el damero– que el proyecto de fundarla en cuanto sociedad urbana. Otra cosa es que, mientras que al fundar una ciudad los conquistadores creían introducir una cultura íntegra y absoluta en un territorio completamente vacío de cultura, la realidad sociocultural resultara tan radicalmente otra. Pues frente a unos conquistadores españoles que llegaban al «nuevo mundo» buscando escapar a la obsesión del largo y denso mestizaje con árabes y judíos –lo que fuera fuente de riqueza se había tornado en maldición, ya que cualquier mezcla de sangres era sospechosa para, y condenable por, la Inquisición–, la realidad urbana de este continente empezó pronto a burlarse del designio ideológico, religioso-político, que entrañaba su propia fundación. «La ciudad real tomó conciencia de que era una sociedad urbana compuesta de sus integrantes reales: los españoles, los criollos, los indios, los mestizos, los negros, los mulatos y los zambos todos unidos inexorablemente a pesar de su ordenamiento jerárquico, unidos en un proceso que los conducía, inexorablemente también a su interpenetración y a los azares de la movilidad social»7 .He ahí, puestos en escena ya, junto a las claves de la situación, los motivos de la tensión, de la crisis: los imparables mestizajes y las movilidades sociales. De manera que, aun en la primera fundación, la de la ciudad hidalga, mientras la clase señorial estaba convencida de que su misión era trascendente, puesto que su fundamento era sobrenatural, de las entrañas del movimiento mercantil que había posibilitado el «descubrimiento» y la conquista emergieron tensiones y contradicciones que desbordaron el designio sagrado y la misión señorial: «el lujo dispendioso del patricio enriquecido lo acercó por el modo de vida al noble, y la mediocridad económica del aristócrata empobrecido lo hizo descender a una modesta burguesía; los escalones intermedios de tan sutil y compleja escala terminaron por crear una gama muy tenue en el sector de las clases altas»8.

Al mismo tiempo que los movimientos económicos empezaron a desquiciar la rígida jerarquía política y eclesiástica, del lado sociocultural provinieron otras tensiones y movilidades tan fuertes, que la propia «mentalidad fundadora» –la idea de que se fundaba la ciudad sobre la nada, esto es, sobre un continente vacío de población y de culturas– se vio enfrentada al surgimiento de las más diversas figuras de linajes espurios, nacidos de las mezclas de criollos con indios y negros, mulatos y zambos, cambujos, barcinos, tente-en-el-aire o zambayos; y reclamando hidalguía, los nativos iban del pollo mexicano y el cachaco bogotano hasta el guaso argentino y el charro mexicano. Las ciudades se tornaron primero –segunda mitad del siglo XVIII– en criollas, pues la cantidad de nativos españoles sufrió la desproporción del crecimiento de los nativos de estas tierras. Esa desproporción acriolló la sociedad entera, que pasó de estar regida y comandada por gentes que se hallaban de paso «haciendo la América» –o sea, acumulando riqueza y ascenso social para retornar cuanto antes a España–, a una sociedad poblada en su mayoría por nativos que no conocían más tierras que estas: las de la ciudad o las de la hacienda.

Romero observa esa masa de población no solo cultural sino socialmente, pues el color de piel marcaba en los cuerpos las diferencias de origen y la división entre libertos y esclavos. Esta división social se convertiría poco después en la división entre patricios y siervos, cuando las burguesías criollas asumieron las primeras reformas sociales que transformaron las ciudades criollas en ciudades patricias. Se trata de una transformación que contenía dos procesos: el inicio de un cambio de mentalidad en la jerarquización política y un cambio de costumbres en la incipiente plebe urbana que, aunque minoritaria frente a la plebe campesina, expandió hacia esta ciertos «hábitos urbanos» ligados a la creciente importación desde Europa de vestidos y muebles, alimentos y vajillas y, sobre todo, instrumentos y herramientas de trabajo y máquinas. Eran al mismo tiempo los esbozos de la ciudad industrial, que se asomaba desde los talleres de artesanos y las primeras fábricas de gas para la iluminación nocturna, y de una ciudad que se ideologizaba polarizadamente entre conservadores y liberales. Sin olvidar esa otra ideología más poderosa aún que fue la nacionalista:

enfrentada con las concepciones supranacionales y las regionales, se manifestó en la obra de los historiadores que se propusieron indagar genéticamente la formación de la nacionalidad, y su preexistencia con respecto al sentimiento regional (…) Por eso gran parte de las luchas ideológicas se dieron a través de los textos constitucionales pero a veces lo que triunfó fue un texto transicional.9

La otra dimensión clave de los cambios en esos años son, para Romero, las transformaciones físicas de la ciudad, pues aunque solo Río de Janeiro tuvo una remodelación por urbanistas que buscaron rediseñar su estructura siguiendo lo hecho en París por Haussmann, fueron muchas las que en los inicios del siglo XIX, en coincidencia con el quiebre de la sociedad tradicional que implicó la independencia, buscaron modernizarse pavimentando algunas calles principales, introduciendo el transporte colectivo (tranvías tirados por caballos) y organizando los sistemas de aprovisionamiento de alimentos y los servicios de seguridad. Y fue en medio de esos procesos iniciales de transformación urbana cuando sobrevino la primera crisis que movilizó contradicciones verdaderamente modernas: «Criollismo y europeísmo libraron una batalla sin cuartel disputándose el primado de las costumbres: si la convivencia criolla pudo resistir las influencias europeas fue sobre todo por el vigor que aún tenían las clases populares y medias»10. La mayor originalidad se halla en el análisis que hace Romero de la complejidad de esa nueva crisis –la que viven las ciudades burguesas y masificadas–, en la que adquiere su forma (o formas) y su sentido la modernidad latinoamericana.

El estallido de la energía contenida en la masa urbana

De pronto pareció que había mucha más gente, que se movía más, que gritaba más, que tenía más iniciativa. Y de hecho hubo más gente y en poco tiempo se vio que constituía una fuerza nueva que crecía como un torrente. Hubo una especie de explosión de gente en la que no se podía medir exactamente cuánto era mayor el número y cuánto era mayor la decisión de muchos para conseguir que se contara con ellos y se los oyera. Eran las ciudades que empezaban a masificarse.J.L. Romero

Convencidos por los funcionalistas, ya sean imperialistas o antiimperialistas, de que son los medios de comunicación los que han masificado la sociedad –y de que ya estamos saliendo de esa sociedad por obra y gracia de otros «medios», las tecnologías digitales–, nos resulta cada día más provocador y esclarecedor el párrafo de Romero que introduce este apartado11. Pues frente a la muy reaccionaria coincidencia europea de los grandes –Alexis de Tocqueville, Gustave Le Bon, Sigmund Freud12– en pensar el surgimiento de las masas urbanas como reacción de la irracionalidad de las mayorías frente a la hegemonía de la lúcida razón de la minoría, ha sido este historiador latinoamericano uno de los primeros en ver que las ciudades se masificaron cuando, asociada a la crisis de los años 30, se va a desencadenar una doble emigración –tanto hacia América del Sur como hacia la del Norte–, proveniente de países europeos o salida del campo y llegada a la ciudad.

El título del libro que estamos reseñando remite al primer párrafo del último capítulo: «La crisis de 1930 unificó visiblemente el destino latinoamericano»13, y la envergadura del desafío intelectual que eso representa se halla sintetizada así: «Las ciudades fueron sobre todo la pantalla en la que los cambios sociales se advirtieron mejor y, en consecuencia, donde quedó más al desnudo la crisis del sistema interpretativo de la nueva realidad. La sociedad urbana, que comenzaba a ser multitudinaria, provocaba la quiebra del viejo sistema común de normas y valores sin que ningún otro lo reemplazara»14. Los dos últimos capítulos se hallan dedicados a dibujar la figura del «nuevo sistema interpretativo» capaz de permitirnos pensar los cambios desde el nuevo ámbito del que en verdad provienen: el latinoamericano, forjándose sobre su capacidad de seguir el espacio de mestizaje con las nuevas mentalidades y sensibilidades de la masa urbana. Y la segunda clave que nos proporciona el libro es volver pensables los modos en que la masa modifica cuantitativa y cualitativamente lo que eran hasta entonces las clases populares, pues la masa desarticula las formas tradicionales de reivindicación, participación y representación, y esto afecta al conjunto de la sociedad urbana y sus formas de vida, incluyendo la fisonomía de la ciudad misma. La masa, nos dice Romero, fue durante un buen tiempo marginal, un afuera de la sociedad decente y normal, ya que esa sociedad sentía a la masa no solo como extraña a su mundo sino como peligrosa, por lo que reaccionó con un desprecio que amalgamaba el miedo con el asco. Eso era «lo normal», pues lo que la masa comenzó a hacer visible fue, ni más ni menos, la imposibilidad de seguir manteniendo la rígida organización de las castas y las jerarquías que armaban y sostenían a la vieja sociedad. La enorme aglutinación de gente que se juntó en las ciudades latinoamericanas ensanchó aceleradamente los suburbios hasta desestabilizar la ciudad desde su centro espacial y mental: las masas querían trabajo, salud y educación, pero no se podía acceder a esos derechos sin masificarlo todo. Era el poder del propio Estado nacional el desestabilizado por las masas urbanas, ya que estas no encontraban ni en la sociedad local ni en la nacional su lugar político y su mundo cultural. De manera que fue el mantenimiento mismo del poder político el que resultó imposible de preservar sin asumir las más básicas reivindicaciones de esas masas.

Pero todos los grupos políticos con ideología reconocida subestimaron el calado social que significaba la presencia acuciante de las masas urbanas. Los «conformistas» –como llama Romero a los conservadores– se pusieron a la defensiva de sus privilegios sin la menor concesión. Y en la otra punta del arco ideológico, los «disconformistas tradicionales», ya fueran progresistas, reformistas o revolucionarios –en especial los socialistas y comunistas– también adoptaron una actitud despectiva: «partidarios de una transformación de la estructura, identificaron a la masa como un proletariado-lumpen, sin conciencia de clase ni vocación de lucha»15. Solamente unos «nuevos disconformistas» aceptaron que el país estaba ante un nuevo hecho social y que lo que debía repensarse era el sentido del proceso político. Para ello, esos disconformistas se pusieron a elaborar otra ideología capaz de «canalizar las tendencias eruptivas de la masa, pues, por una parte, intuyeron que la masa era objetivamente un aliado potencial de la estructura, y por otra, una ideología inédita que significara una interpretación válida de las situaciones reales, para que pudiera alcanzar el consenso de aquellos a quienes proponía un cambio: fue el populismo»16. Antes de Juan Perón, ya la habían propuesto Lázaro Cárdenas en México, Getúlio Vargas en Brasil y Víctor Paz Estenssoro con el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en Bolivia. Por eso, porque el populismo en ese momento ya era un fenómeno latinoamericano, Romero emplea su lucidez más certera –proveniente de su muy peculiar modo de vivir y pensar socialista– para poner en claro que el populismo «buscaba más que una resignada aceptación de esas condiciones. Buscaba el consenso y lo persiguió despertando en la masa los legítimos motivos del resentimiento»17.

Para estos oscuros tiempos que vivimos, en los que el gatopardismo populista cubre el espectro entero, desde el autoritarismo militarista de Hugo Chávez hasta el fascismo mafioso del hasta hace poco primer ministro italiano Silvio Berlusconi, el empeño de Romero –alguien que no era populista pero entendió el idioma en que se expresaba la masa y comprendió como pocos el tipo de energía que ella contenía (en su doble sentido) resulta aleccionador al desentrañar la compleja trama de intereses, ambigüedades y contradicciones que encarnó el populismo entre los años 30 y 60. De ahí que se diera a la tarea de hacer pedagogía ciudadana, primero en sus artículos periodísticos y después en su libro. Hay un artículo de abril de 1946 donde pide a sus compañeros socialistas aclarar «el secreto resorte» que había movido a las masas a apoyar a Perón y dar la espalda al Partido Socialista, pues «la masa es profundamente democrática aunque tenga una idea imprecisa de los medios y los fines de la democracia (…) la masa es pueblo argentino, que no puede ser ni reaccionaria ni fascista, y no hay que apresurarse a condenarla ya que ha seguido a quien la ha conquistado utilizando palabras que se asemejan mucho a las de los socialistas»18. En Latinoamérica, las ciudades y las ideas –el último de sus libros que vio publicado–, Romero va a dedicar prácticamente los dos últimos capítulos a esclarecer algo crucial: que más que una estratagema urdida desde el Estado, el populismo fue un movimiento que dio forma a un compromiso sui géneris entre masas y Estado. Y para no atribuir al populismo una eficacia que no tuvo –a expensas de reducir el actor-masa a una pasividad manipulada–, es indispensable reconocer que fueron las migraciones y las nuevas formas industriales de trabajo las que acarrearon una hibridación entre clases populares y masas que transformó radicalmente el sentido de lo popular en la ciudad.

Con la formación de las masas urbanas se produce la gestación de un nuevo modo de existencia de lo popular, que deja de ser ese «otro» constituido por su exterioridad a la modernidad y al mundo de la producción capitalista. Al constituirlas en proletariado de formación aluvial, según la provocadora expresión de Romero, la masificación de las clases populares y medias implicó una desconcertante paradoja: mientras que lo que buscaban las masas era formar parte de los derechos que proclamaba la sociedad moderna y capitalista, su integración a esa sociedad resultaba en la subversión de esta. La masificación entrelazó indisolublemente esas dos dinámicas contrarias: la integración a la sociedad de las clases populares, cada vez más mayoritarias, implicaba el reconocimiento del derecho de las masas a los bienes y servicios que hasta entonces habían sido privilegio de unos pocos; y la desintegración de aquella «vieja» sociedad semifeudal, que seguía cohesionada por la persistencia de una clase privilegiada que todavía vivía como una casta, se convirtió en indispensable para que la sociedad conquistara su significación moderna.

Se entenderá mejor ahora la afirmación con que empecé este segundo apartado: masa, masas y masificación son en el pensamiento y lenguaje de Romero la denominación de un nuevo actor social y de unos procesos de transformación radical de la sociedad, con lo que esas categorías se hallan en las antípodas tanto de la funcionalista idea proveniente de Estados Unidos según la cual la masificación es un efecto de los medios, como del funcionalismo marxista, y más precisamente althusseriano, según el cual la masificación resulta de la acción que ejercen los aparatos ideológicos de Estado –que no son solo los medios de comunicación, aunque estos son su principal eslabón o aglutinante–. Liberada de esa facilista y deformadora identificación, la historia de la formación de las masas en Latinoamérica se torna decisiva para comprender la contradicción en que se juega la no conciencia –o mejor, la experiencia– de clase que había en ellas. Es lo que para Juan Carlos Portantiero configura la «desviación latinoamericana»: el modo en que las clases populares llegan a constituirse en actores sociales al no seguir la ruta clásica, o de la clásica izquierda, sino a través de una crisis política peculiar, la que acompaña los procesos de industrialización que, desde los años 30, fueron poniendo a esas clases en relación directa con el Estado. Esta peculiar relación llevó a las clases populares de nuestros países a «penetrar en el juego político antes de haberse constituido en sujetos como clase»19. Y de ahí proceden las dos secuelas que más han descolocado a las izquierdas clásicas del siglo XX: en primer lugar, la constitución de un sindicalismo político, que define su acción en la interlocución con el Estado antes que con las empresas (como es el caso «aberrante» de México y Argentina, y también de Bolivia en aquellos años); y en segundo lugar, el hecho de que el populismo de entonces posibilitó «una experiencia de clase que nacionalizó a las grandes masas y les otorgó ciudadanía»20. Ello implica, tanto para Romero como para Portantiero, que si como proyecto estatal el populismo está políticamente desfasado/desbordado, y hasta pervertido, como fase de constitución política de los sectores populares sigue siendo una seña de identidad latinoamericana.

Frente a las clases altas y su desprecio por la aparición de una oferta masiva de bienes culturales sin estilo, y frente a las clases medias que veían en la masificación un ataque a su íntima necesidad de diferenciación, las clases populares vieron allí tanto la oportunidad de su supervivencia como la posibilidad de su acceso y su ascenso culturales. Fue en este aspecto donde el primer historiador de la cultura en Latinoamérica cobró su verdadera talla, que consistió en ver en la cultura de masas una cultura no solo hecha para las masas sino en la que ellas encontraron reasumidas sus músicas, sus narrativas y sus imaginarios por arte y milagro de esos aparatos que, para la mayoría de las izquierdas, eran fuentes de degradación cultural y alienación política: la radio, el cine, el sainete y el fútbol.

Le debemos a José Luis Romero no solo la nominación más original en castellano de la cultura de masas, el «folclore aluvial»21, sino la primera caracterización sociológica no maniquea de esa cultura en América Latina. Pues al igual que Benjamin, el historiador argentino pensó la cultura de masas más desde la experiencia y la sensibilidad que en ella accedían a la expresión pública que desde la elitista y consolatoria perspectiva de la mera manipulación.

  • 1.

    L.A. Romero: «Prólogo» en J.L. Romero: Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Siglo xxi, Buenos Aires, 2001, p. 1.

  • 2.

    Íbid., p. 5. V. tb. J.L. Romero: Crisis históricas e interpretaciones historiográficas, selección, prólogo y notas adicionales de Julián Gallego, Miño y Dávila Editores, Buenos Aires, 2009.

  • 3.

    A. Baricco: Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación, Anagrama, Barcelona, 2008, p. 24, énfasis mío.

  • 4.

    T. Halperin Donghi: «De la historia de Europa a la historia de América» en Homenaje a José Luis Romero. Anales de Historia Antigua y Medieval vol. 28, 1995, pp. 5-6, disponible en www.filo.uba.ar/contenidos/investigacion/institutos/historiaantiguaymedieval/aham28.htm, fecha de consulta: 2/2/2012.

  • 5.

    «La contingencia del lenguaje» en Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991.

  • 6.

    J.L. Romero: Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Siglo xxi, México, 1976, p. 24. Salvo indicación, las citas de la obra corresponden a esta edición.

  • 7.

    Ibíd., pp. 13 y 16, énfasis mío.

  • 8.

    Ibíd., p. 33.

  • 9.

    Ibíd., pp. 213-215 (e.m.).

  • 10.

    Ibíd., p. 235.

  • 11.

    Ibíd., p. 319.

  • 12.

    V. un apretado debate sobre ese tema en J. Martín-Barbero: «Ni pueblo ni clases: la sociedad de masas» en De los medios a las mediaciones, pp. 31-47.

  • 13.

    J.L. Romero: ob. cit., p. 319.

  • 14.

    Ibíd., p. 317.

  • 15.

    Ibíd., p. 380.

  • 16.

    Ibíd., p. 381.

  • 17.

    Ibíd., p. 382.

  • 18.

    J.L. Romero: «La lección de la hora» en El Iniciador Nº 2, 4/1946.

  • 19.

    J.C. Portantiero: «Lo nacional popular y la alternativa democrática en América Latina» en aavv: América Latina 80, Desco, Lima, 1981, pp. 217-240.

  • 20.

    Ibíd., p. 234.

  • 21.

    J.L. Romero: Las ideologías de la cultura nacional, Cedal, Buenos Aires, 1982, p. 67.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 238, Marzo - Abril 2012, ISSN: 0251-3552


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