Tema central
NUSO Nº 238 / Marzo - Abril 2012

El lenguaje de la juventud En diálogo con «Ariel», de José Enrique Rodó

Hablar el lenguaje de la juventud tiene poco que ver con la edad, como lo demuestra el éxito del manifiesto del nonagenario Stéphane Hessel; más bien refiere a la capacidad para cuestionar un cierto clima de época. A partir de esa idea, este artículo se propone una relectura del clásico libro de Rodó: sin dejar de lado el análisis de la contradicción que el escritor uruguayo postula entre una América Latina espiritual e idealista y un Estados Unidos materialista y centrado en el utilitarismo –Ariel y Calibán, en una alegoría inspirada en Shakespeare–, el desafío es (re)presentar el ensayo de Rodó para la juventud latinoamericana del siglo XXI, retomando la figura de Próspero.

El lenguaje de la juventud  En diálogo con «Ariel», de José Enrique Rodó

Ahí surgió, luminosa, la juventud; de las conversaciones más oscuras. Y la esencia, ahí, resplandeció.Walter Benjamin, Metafísica de la juventud1

En la primavera de 2011, miles de jóvenes españoles salieron a las calles de Madrid y Barcelona y acamparon en sitios tan visibles como Puerta del Sol o Plaza Cataluña. En pocos días, esas multitudes crearon un sistema deliberativo de asambleas, en el que se tomaron las más disímiles resoluciones: desde la forma de repartir la comida hasta el contenido de los comunicados de prensa. Como tantas veces en el siglo XX –los años 20, el 68, el 89–, la juventud estaba de nuevo en el centro de la esfera pública de la sociedad occidental.

Cuando comenzaron a entrevistar a los primeros líderes del movimiento de los indignados, en España, surgió un dato revelador: los libros que leían aquellos jóvenes y que orientaban buena parte de sus demandas habían sido escritos por dos ancianos franceses. Se trataba de ¡Indignaos!, de Stéphane Hessel2, y La vía: para el futuro de la humanidad, de Edgar Morin3; sus autores eran veteranos de todas las izquierdas derrotadas del siglo XX, pero sabían hablar la lengua de la juventud.

El dato nos recuerda que el lenguaje juvenil tiene sus propias cadencias y códigos, sus pausas y silencios. Walter Benjamin los exploró en los ensayos que conforman la Metafísica de la juventud, una recopilación de textos escritos antes y durante la Primera Guerra Mundial, en los que analizó el mundo juvenil europeo, dentro y fuera de los ambientes universitarios. Según Benjamin, los jóvenes de entonces se resistían de múltiples formas al disciplinamiento generado por la guerra y la educación, la familia y la moral. Algunos, los que anteponían la lógica de la «experiencia» a la del «conocimiento» –propia de la adultez–, lograban afirmar una subjetividad autónoma, pero no faltaban los que veían degenerar su «espíritu creador» en un «espíritu funcionarial», ajeno al reformismo universitario y al humanismo pacifista4.

Es asombrosa la consonancia que podría encontrarse entre las tesis de Benjamin sobre la juventud y algunas de las ideas que circularon en América Latina entre el movimiento de la Reforma Universitaria, iniciado en Córdoba (Argentina) en 1918, y la gran movilización estudiantil latinoamericana de los años 20, a la que no fueron ajenos fenómenos como el proyecto educativo de José Vasconcelos en México, la fundación de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) por el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre o las militancias comunistas de jóvenes intelectuales y políticos como el cubano Julio Antonio Mella y el peruano José Carlos Mariátegui.Tampoco es extraño que en esos años, en América Latina, tuviera lugar la naturalización del ensayo Ariel (1900) de José Enrique Rodó como un clásico del género. La mayoría de los debates y estudios sobre el libro de Rodó que conocemos se centran en el ejercicio alegórico que este lleva a cabo a partir de La tempestad de William Shakespeare, y en la, según unos, equivocada, y según otros, acertada distribución de roles y sujetos de sus tres arquetipos: Ariel, Próspero y Calibán. Sin embargo, como ha recordado recientemente Daniel Mazzone, esa obsesiva hermenéutica, demasiado dependiente de las tensiones culturales e ideológicas entre Estados Unidos y América Latina, nubla el centro argumentativo de Rodó, que tiene que ver con el arte de hablar a los jóvenes, es decir, con la educación y la moral5.

(Re)presentar el Ariel

Hace algunos años, la estudiosa del jazz Pilar Peyrats Lasuén leyó Rayuela de Julio Cortázar con el propósito de reconstruir la banda sonora de aquella novela. El resultado fue un CD venturosamente titulado Jazzuela (2001), en el que se grabó la música que escuchaban Oliveira y la Maga en París: las orquestas de Lionel Hampton y Dizzy Gillespie, de Louis Armstrong y Duke Ellington, las voces inconfundibles de Bessie Smith y Earl Hines. El ejercicio de Peyrats es una buena muestra de las posibilidades que tiene la reconstrucción de los campos referenciales para el estudio de obras de la literatura, el arte y la música.

Un ejercicio similar merecería el Ariel de José Enrique Rodó, tal vez el texto más influyente de su género escrito en Hispanoamérica en los dos últimos siglos. No por meros afanes arqueológicos o de genética literaria, sino como una vía de indagación en las claves de la recepción del ensayo de Rodó, valdría la pena reorganizar la biblioteca del escritor uruguayo. Tal vez en aquellos anaqueles se encuentre la explicación de las tantas lecturas entusiastas y adversas generadas, a su vez, por el Ariel en el siglo XX hispanoamericano.

En un periodo de 70 años, que podríamos enmarcar entre 1898, año de la primera ocupación militar de Cuba, Puerto Rico y Filipinas por EEUU, y 1968, año de mayor efervescencia de la izquierda occidental en el pasado siglo, ningún otro ensayo latinoamericano alcanzó los altos índices de recepción del Ariel. Tampoco hubo otro ensayo latinoamericano que lograra tantas reediciones y tantos epígonos en una región que, a principios del siglo XX, poseía una plataforma de integración cultural más bien débil. Además de múltiples reproducciones en las décadas siguientes y en varios países latinoamericanos, el Ariel generó un movimiento intelectual, el «arielismo», y lecturas afirmativas desde casi todas las corrientes ideológicas del continente.

No es este el lugar para emprender una historia detallada de la recepción del texto de Rodó en el siglo XX latinoamericano. Baste recordar, a modo de ilustración, que la impronta del ensayo se siente en varias generaciones intelectuales de la pasada centuria, empezando por la de los contemporáneos de Rodó, como el liberal positivista cubano Enrique José Varona –a quien el uruguayo envió un ejemplar con la siguiente dedicatoria: «Usted puede ser, en realidad, el Próspero de mi libro»–; el también positivista venezolano César Zumeta –autor del ensayo El continente enfermo (1899) y luego teórico de la dictadura de Juan Vicente Gómez–; o el caraqueño Rufino Blanco Fombona –escritor bolivariano, rival de Gómez, amigo de José Martí y autor, entre tantos títulos, del panfleto antigomecista Judas capitolino (1912)–6.

En las primeras generaciones intelectuales del siglo XX latinoamericano predominó una lectura favorable del Ariel, lo mismo desde el liberalismo que desde el socialismo, tanto desde la derecha como desde el centro o la izquierda. Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos debieron más de una idea o intuición al uruguayo. Marxistas y comunistas como José Carlos Mariátegui y Julio Antonio Mella, y nacionalistas democráticos como Víctor Raúl Haya de la Torre y Jorge Mañach también reclamaron para sí el legado de Rodó. Habrá que esperar a la estalinización de la izquierda latinoamericana en los años 50 y al triunfo de la Revolución Cubana para advertir las primeras impugnaciones serias del argumento arielista.

Se trató, por cierto, de impugnaciones cuidadosas, que intentaban preservar a Rodó dentro de la biblioteca de la izquierda latinoamericana. Al igual que en los 20, en los 60 y todavía en los 70 la recepción latinoamericana del Ariel provocaba enconadas convergencias como la de Emir Rodríguez Monegal y Roberto Fernández Retamar o la de Germán Arciniegas y Leopoldo Zea. A Rodó lo leyeron apasionadamente Ernesto «Che» Guevara y Rómulo Betancourt, los católicos posconciliares, los teólogos de la liberación y, por supuesto, los montoneros argentinos y los tupamaros uruguayos.

Comúnmente, las más reconocibles impugnaciones del Ariel se asocian con el ensayo Calibán (1971), del poeta cubano Roberto Fernández Retamar, escrito al calor de una intensa búsqueda de diálogo entre la ideología revolucionaria cubana, las nuevas izquierdas latinoamericanas y los movimientos de descolonización de Asia, África y el Caribe. Pero no habría que ignorar que aquel diálogo no excluía a un interlocutor tan importante para Fernández Retamar y el socialismo cubano como la Unión Soviética, donde predominaba un marxismo-leninismo ortodoxo según el cual Rodó y la tradición letrada, específicamente afrancesada a la que él pertenecía, eran fardos de la cultura burguesa.

En el texto de Fernández Retamar, como adelantara con sutileza otro escritor uruguayo amigo de la Revolución Cubana, Mario Benedetti, había tanto una alteración juguetona de las alegorías del Ariel de Rodó que intentaba inscribir a Calibán en su estela, como un intento de ruptura con la tradición arielista. A la frase más concluyente de Fernández Retamar, «nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Calibán»7, Benedetti antepuso este complemento: «quizás Rodó se haya equivocado cuando tuvo que decir el nombre del peligro (Calibán), pero no se equivocó en su reconocimiento de dónde estaba el mismo (Estados Unidos)»8. El ensayo de Benedetti, Genio y figura de José Enrique Rodó (1966), es anterior al Calibán de Fernández Retamar, pero es evidente el intento del uruguayo por bajar el tono de la crítica a Rodó que se abría paso entre los marxistas prosoviéticos cubanos, a quienes el autor de Calibán no se enfrentaba resueltamente en su texto.

El punto de partida de Fernández Retamar era, desde luego, la nueva izquierda guevarista y el pensamiento descolonizador de los nacionalismos revolucionarios del Tercer Mundo, un repertorio de tensa o nula asimilación desde el marxismo ortodoxo de Moscú y sus seguidores en Cuba y América Latina. Pero Fernández Retamar estaba más interesado en conciliar que en enfrentar esas dos corrientes, por lo que su ensayo daba entrada al conjunto de estereotipos discursivos que ubicaban a Sarmiento, a Rodó y a muchos otros intelectuales liberales, positivistas o modernistas del siglo XIX latinoamericano dentro de una tradición «burguesa», agotada y decadente, que debía ser abandonada por una nueva tradición verdaderamente revolucionaria y antiimperialista –aunque formulada desde premisas genealógicas muy parecidas a las del liberalismo decimonónico–, que nacía en Martí y desembocaba en Fidel Castro.

No es mi interés persistir aquí en la crítica de esas visiones de la cultura latinoamericana que, al subordinar la lectura de Rodó a una agenda ideológica de fuertes implicaciones políticas en aquel presente de la Guerra Fría, contribuyeron, por un lado, al avance del imaginario descolonizador de la izquierda de la región, pero, por el otro, al empobrecimiento de la propia historia cultural latinoamericana. Me gustaría tan solo reparar en un punto en el que esa lectura desdibuja la riqueza argumentativa del ensayista uruguayo y que, de remontarse adecuadamente desde las primeras décadas del siglo XXI, podría sugerir nuevas rutas arqueológicas para acceder a sentidos menos visibles del Ariel y de la historia de su recepción en el siglo XX.

La tradición hermenéutica del calibanismo ha constreñido el sentido político del Ariel a la polaridad EEUU-América Latina, fetichizando ideológicamente las «identidades» de ambos sujetos. Rodó, sin embargo, llevó su crítica cultural más allá de ese binarismo y, aunque nunca dejó de ser ontologista o esencialista, introdujo cuestionamientos a las «sociedades avanzadas» y a la democracia igualitaria que insinúan derivas más profundas. Esos cuestionamientos aparecían en el texto dentro de un proceso de invención de un lector, la juventud, que formaba a su vez parte de un proceso mayor de construcción cívica de un nuevo sujeto político para el siglo XX latinoamericano.

Es indudable que la contraposición cultural e identitaria entre las dos Américas en un siglo como el XX latinoamericano, marcado por la afirmación de los nacionalismos de la región frente al lanzamiento, primero hemisférico y luego mundial, de la hegemonía de EEUU, colocó al Ariel de Rodó en el centro de las resonancias ideológicas de la izquierda. No habría que perder de vista, sin embargo, que el propio ensayo abre otras zonas de significación que podrían aprovecharse en un momento como el actual, de debilitamiento de aquellos referentes discursivos y de pluralización y radicalización democráticas de las subjetividades políticas de la región. Tal vez sea hora de (re)presentar el Ariel de Rodó para la juventud latinoamericana del siglo XXI.

Hablar a los jóvenes

Un efecto pernicioso de la tradición hermenéutica que insiste en leer el Ariel solo, o ante todo, como un alegato contra la «nordomanía» y el utilitarismo norteamericano, es que reduce o enfoca estrechamente el rico campo referencial de Rodó. Para esa tradición son decisivas, por ejemplo, las lecturas que el escritor hizo de autores franceses que habían trabajado previamente con las alegorías de La tempestad de Shakespeare, como Ernest Renan o Paul Groussac, o de historiadores de la cultura francesa claramente ubicados en la defensa de la latinidad, como Jules Michelet, o de positivistas comtianos que finalmente derivaron hacia un espiritualismo mediterráneo, como Hippolyte Taine. Sin embargo, en el Ariel, Rodó cita más a otro autor francés, el filósofo epicureísta Jean-Marie Guyau, que a Renan, Groussac, Taine o Michelet.

Ya entrado el cuarto acápite del Ariel, Rodó se da cuenta de que va por la quinta cita de Guyau y pide clemencia a su lector: «solo quiero citar una vez más la noble figura de Guyau»9. Hijo de la educadora Augustine Tuillerie y del positivista espiritualista Alfred Fouillée, de la escuela de Taine, Guyau (1854-1888), quien murió demasiado joven de tuberculosis, escribió una memoria juvenil sobre el tema de la moral utilitaria de Epicuro y su relación con la moralidad inglesa, que ganó un premio de la Academia Francesa de Ciencias Morales y Políticas en 1874. De ese tratado juvenil salieron dos de sus primeros libros, La moral de Epicuro (1879) y La moral inglesa contemporánea (1879).

Guyau, quien sería fuente también de Ecce homo de Friedrich Nietzsche y de La moral anarquista de Piotr Kropotkin, defendía una «moral sin obligación ni sanción» desde una perspectiva no obsesivamente antisajona como la de los tantos defensores de la latinidad en Francia10. A pesar de seguir en más de un sentido a Auguste Comte, la idea de una «moral sin obligación ni sanción» de Guyau no partía de la rígida contraposición de modelos civilizatorios, al uso del positivismo evolucionista, sino de la crítica radical a lo que él llamaba «dogmatismo metafísico» del racionalismo moderno, sobre todo francés, alemán y británico11. La caracterización de las actitudes optimistas y pesimistas ante la vida, o de la «moralidad de la fe» y la «moralidad de la duda», hecha por Guyau en ese tratado, pasó directamente al Ariel de Rodó12. Este, por ejemplo, recomienda a los jóvenes latinoamericanos:

En tal sentido, se ha dicho bien que hay pesimismos que tienen la significación de un optimismo paradójico. Muy lejos de suponer la renuncia y la condenación de la existencia, ellos propagan, con su descontento de lo actual, la necesidad de renovarla. Lo que a la Humanidad importa salvar contra toda negación pesimista es, no tanto la idea de la relativa bondad de lo presente, sino la posibilidad de llegar a un término mejor por el desenvolvimiento de la vida, apresurado y orientado mediante el esfuerzo de los hombres.13

Y agrega:

Ninguna firme educación de la inteligencia puede fundarse en el aislamiento candoroso o en la ignorancia voluntaria. Todo problema propuesto al pensamiento humano por la Duda; toda sincera reconvención que sobre Dios o la Naturaleza se fulmine, del seno del desaliento y el dolor, tienen derecho a que les dejemos llegar a nuestra conciencia y a que los afrontemos. Nuestra fuerza de corazón ha de probarse aceptando el reto de la Esfinge, y no esquivando su interrogación formidable.14

Ambos pasajes del Ariel provienen del Esquisse d’une morale sans obligation ni sanction (1884) de Guyau y se ubican en el polo más liberal que podemos reconocer en la argumentación del ensayista uruguayo. La duda, el escepticismo, la razón y la crítica, patrimonios de la tradición racionalista e ilustrada occidental –por muchas interpelaciones que pudieran hacerse al dogmatismo de esta última– seguían teniendo valor, a juicio del francés, a fines del siglo XIX y principios del XX. En Esquisse, Guyau llegaría a cuestionar con vehemencia el sistema de sanciones morales y religiosas del catolicismo, y en otro tratado sobre la irreligiosidad del futuro, junto con la crítica del creciente individualismo y materialismo occidentales, propondrá también una curiosa rearticulación del ideario estoico del republicanismo y una defensa de la «expansión del yo» por medio del conocimiento15.

La lectura calibanista de Rodó basa su crítica en la tensión binaria entre Ariel y Calibán y entre EEUU y América Latina, pero subvalora al personaje central del ensayo, Próspero, que es quien habla a la juventud latinoamericana desde los presupuestos de ese nuevo liberalismo finisecular. Rodó inicia su ensayo, a la manera de Sarmiento en Facundo (1845) o de Martí al final de Nuestra América (1891), con una invocación: «invoco a Ariel como mi numen», dice Próspero16. Quien interpela y, a la vez, suma a su diálogo a la juventud latinoamericana del siglo XX es Próspero, no Ariel, y es ese lenguaje, que tanto debe a Guyau, el que logrará el mayor predicamento en las nuevas generaciones del siglo XX.

Rodó traza un arco de enunciación que parte de valores de gran atractivo para la juventud, como la «esperanza», el «entusiasmo», la «experiencia», la «vida» o la «utopía», pero lo hace sin descartar el rol crítico del descontento y la duda, del pesimismo y la inconformidad17. Es fácilmente identificable la huella de esta manera de pensar el futuro en intelectuales de la primera mitad del siglo XX latinoamericano, como Pedro Henríquez Ureña y Jorge Mañach, Alfonso Reyes y José Vasconcelos, quienes también intentaron armonizar las moralidades de la fe y la duda. Lo distintivo de Rodó es que esta moralización, que avanza hacia la estética por la vía de una identidad entre lo bueno y lo bello y hacia un republicanismo cristiano por medio de una defensa de la caridad y la misericordia, en modo alguno recae en el conservadurismo católico de fines del siglo XIX, ese conservadurismo que podemos asociar con el pontificado de Pío IX, la encíclica Quanta cura y el Syllabus errorum (1864) y el Concilio Vaticano I (1868), que declararon heréticos el liberalismo y el socialismo18.

Desde el punto de vista intelectual, la operación de Rodó es tan sofisticada que puede definirse como una expropiación, desde el liberalismo y el republicanismo, de los tópicos fundamentales del discurso conservador y católico posterior a 1848: la latinidad, el helenismo, el antiutilitarismo, la solidaridad, la comunión; en pocas palabras, la «santidad purificadora del bien»19. Rodó llevó a cabo ese hurto doctrinal sin abandonar una matriz liberal y republicana con suficientes elementos aristocráticos o antidemocráticos como para enajenar sus interlocuciones con una visión estamental e, incluso, evolucionista de la sociedad. El uruguayo, que cita todavía con adhesión a Comte en el Ariel, es una buena muestra de que en América Latina, como en Francia y en España, el espiritualismo decimonónico no siempre implicó la ruptura con el positivismo.

La cita de Comte en el Ariel es de la mayor relevancia para comprender un aspecto central del texto, que con frecuencia se elude y que tiene que ver con la crítica de Rodó a la democracia y a la igualdad. En su célebre «Introducción» a las Obras completas de Rodó (1957), acremente criticada por Fernández Retamar en Calibán20, el estudioso uruguayo Emir Rodríguez Monegal intuyó que en ese pasaje se encontraba el centro de la filosofía política arielista: un centro, por decirlo así, ubicado en la periferia del positivismo eugenésico y darwinista, pero todavía cercano a la utopía liberal y republicana del siglo XIX latinoamericano y a las conexiones de esta con los socialismos románticos que se articularon en Europa y América en torno de 1848. Leamos el pasaje una vez más:

Auguste Comte ha señalado bien este peligro de las civilizaciones avanzadas. Un alto estado de perfeccionamiento social tiene para él un grave inconveniente en la facilidad que suscita la aparición de espíritus deformados y estrechos; de espíritus «muy capaces bajo un aspecto único y monstruosamente ineptos bajo todos los otros». El empequeñecimiento de un cerebro humano por el comercio continuo de un solo género de ideas, por el ejercicio indefinido de un solo modo de actividad, es para Comte un resultado comparable a la mísera suerte del obrero a quien la división del trabajo de taller obliga a consumir en la invariable operación de un detalle mecánico todas las energías de su vida.21

Este Rodó, próximo a Marx y también a Alexis de Tocqueville, que critica el automatismo y el maquinismo del modo de producción moderno por lo que tiene de capitalista y no por lo que tiene de «sajón» o «nórdico», es el que le habla con mayores posibilidades de recepción a la juventud latinoamericana del siglo XX. Y es esa plataforma liberal y republicana la que, en su núcleo antijacobino, está en la raíz de la crítica de Rodó a la democracia y a la igualdad. Los lectores calibanistas recuerdan siempre la crítica del uruguayo al «abominable y reaccionario espíritu» del superhombre nietzscheano, pero prefieren voltear la vista a las varias impugnaciones del igualitarismo democrático que encontramos en Ariel22.

El mecanicismo de la economía capitalista, trasladado a la política, producía según Rodó una «concepción mecánica del gobierno», que él veía encarnada en la democracia. Pero su crítica de la democracia no provenía únicamente de un aristocratismo espiritual, similar al de Tocqueville, expresado en esa «realidad fatal» de la «oposición entre el régimen de la democracia y la alta vida del espíritu»; sobre todo, cuando la democracia «significa el desconocimiento de las desigualdades legítimas y la sustitución de la fe en el heroísmo» carlyleano23. La impugnación arrastra muchos elementos del liberalismo antijacobino del siglo XIX, pero introduce elementos de un republicanismo cristiano ligado a valores de solidaridad y fraternidad.

Para comprender mejor esta intersección entre liberalismo antijacobino y republicanismo cristiano tal vez haya que leer, como recomendaba Raimundo Lazo, además del Ariel, el debate sobre «liberalismo y jacobinismo» que sostuvo Rodó en la prensa de Montevideo luego de que la Comisión de Caridad y Beneficencia Pública de Uruguay decretara, en 1906, la supresión de los crucifijos en los hospitales. Rodó se opuso en una larga serie de artículos en la prensa argumentando que esta medida debía ser definida como «jacobina»24. Frente a ese jacobinismo, Rodó reiteraba su apuesta por un liberalismo laico en el que la separación entre Estado e Iglesia no supusiera el ateísmo, la persecución o la estigmatización de las creencias religiosas.

En esos escritos, Rodó volvía a articular la lengua de la juventud. Un mundo en el que la esfera pública se viera despojada de símbolos de esperanza y de fe, sin censurar jamás la duda o el escepticismo, le parecía al gran ensayista uruguayo la peor pesadilla de la modernidad. Su resistencia frente a esta, como la de Martí, no partía en modo alguno de los dispositivos tradicionales del conservadurismo católico ni del radicalismo populista, repertorio, a su juicio, tan intransigente como el de los defensores de las viejas jerarquías sociales. El liberalismo y el republicanismo de Rodó y Martí tienen mucho que decir todavía a los jóvenes latinoamericanos del siglo XXI, siempre y cuando no se trasladen mecánicamente a las condiciones de la globalización contemporánea.

  • 1.

    Rafael Rojas: historiador y ensayista cubano. Es profesor e investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas (cide), en la Ciudad de México, y académico internacional en la Universidad de Princeton. Su libro Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto en la revolución de Hispanoamérica (Taurus, México, df, 2009) ganó el Premio de Ensayo Isabel Polanco.Palabras claves: antiimperialismo, juventud, liberalismo, José Enrique Rodó, Ariel, América Latina.. [1918], Paidós, Barcelona, 1993.

  • 2.

    Destino, Madrid, 2011.

  • 3.

    Paidós, Barcelona, 2011.

  • 4.

    W. Benjamin: ob. cit., pp. 123-126.

  • 5.

    D. Mazzone: «Prólogo» en José Enrique Rodó: Ariel, Ministerio de Relaciones Exteriores / Consejo de Educación Técnico Profesional / Universidad del Trabajo del Uruguay, Montevideo, 2008, pp. 7-11.

  • 6.

    El crítico cubano Raimundo Lazo, editor de Rodó, Varona, Domingo Faustino Sarmiento y otros grandes ensayistas hispanoamericanos para la colección mexicana «Sepan cuántos», rescatada luego por Porrúa, comentó algunas de las dedicatorias del Ariel que envió Rodó a sus contemporáneos. Ver E. J. Varona: Textos escogidos, Porrúa, México, df, 1974, p. xxi.

  • 7.

    En Todo Calibán, clacso, Buenos Aires, 2004, pp. 34-35.

  • 8.

    Mario Benedetti: Genio y figura de José Enrique Rodó, Eudeba, Buenos Aires, 1966, pp. 39 y 95.

  • 9.

    J.E. Rodó: ob. cit., p. 23.

  • 10.

    No son de extrañar estas lecturas en las que se entrelazan Nietzsche y Kropotkin si tenemos en cuenta que el propio autor de Así habló Zarathustra fue muy leído por los anarquistas norteamericanos de fines del siglo xix. V., por ejemplo, Jennifer Ratner-Rosenhagen: American Nietzsche: A History of an Icon and His Ideas, The University of Chicago Press, Chicago, 2011, pp. 64-72.

  • 11.

    J.-M. Guyau: A Sketch of Morality Independent of Obligation or Sanction, Johnson´s Court, Fleet, Londres, 1898, pp. 7-37.

  • 12.

    Ibíd, pp. 45-70.

  • 13.

    J.E. Rodó: ob. cit., p. 8.

  • 14.

    Ibíd., p. 7.

  • 15.

    J.-M. Guyau: ob. cit., pp. 193-207; y The Non Religion of the Future. A Sociology Study, Henry Holt, Nueva York, 1897, pp. 390-410 y 477-500.

  • 16.

    J.E. Rodó: ob. cit., p. 2.

  • 17.

    Ibíd., p. 5.

  • 18.

    Ibíd., p. 17.

  • 19.

    Ibíd.

  • 20.

    R. Fernández Retamar: Calibán. Apuntes sobre la cultura en nuestra América, Diógenes, México, df, 1971, pp. 32-33.

  • 21.

    J.E. Rodó: ob. cit., p. 11.

  • 22.

    Ibíd., pp. 32-33.

  • 23.

    Ibíd., pp. 26-27.

  • 24.

    Ibíd., pp. 67-74.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 238, Marzo - Abril 2012, ISSN: 0251-3552


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