Tema central
NUSO Nº 243 / Enero - Febrero 2013

El retorno de la juventud. Movimientos de repolitización juvenil en nuevos contextos urbanos

De la mano de diversos tipos de indignaciones –antidictatoriales, antineoliberales–, las juventudes han vuelto al centro de la escena. Desde los acampes en la Puerta del Sol o Wall Street hasta los de la plaza Tahrir, miles de jóvenes han vuelto a ocupar las ciudades, en el marco de fuertes procesos de repolitización que, no obstante, están lejos del ethos sacrificial de las décadas de 1960 y 1970. Más bien, los nuevos movimientos juveniles buscan construir sus metas pensando en el presente, sin las aspiraciones maximalistas de antaño pero con una voluntad inconformista capaz de volver a provocar rebeldías en gran escala.

El retorno de la juventud. Movimientos de repolitización juvenil en nuevos contextos urbanos

Lo que hoy llamamos juventud no es, como a veces se piensa, una creación de la naturaleza, sino el saldo de un momento histórico preciso: en este caso, de los «años dorados» de la posguerra, esas tres décadas de prosperidad que llevaron a una ampliación de las clases medias, una democratización del consumo y una masificación de las universidades. En un proceso acelerado de cambio económico y social, la extensión de los sistemas de pensiones alivió a muchos jóvenes del peso de tener que sostener a sus mayores, el pleno empleo facilitó la salida del hogar familiar y la ampliación de los sistemas de bienestar ayudó a estirar los años de estudio, en tanto que inventos revolucionarios en el campo de la medicina (la píldora anticonceptiva, comercializada por primera vez en Estados Unidos en 1960), el entretenimiento (la masificación de la televisión) y la tecnología (el inicio de la era de las computadoras y de la «economía del conocimiento») produjeron una serie de cambios notables, que redefinieron la idea de juventud1.

De hecho, casi todas las cosas que hoy identificamos instintivamente con la idea de juventud, del rock a la cultura mochilera, del héroe que vive intensamente y muere pronto a la utopía guevarista, surgen en ese periodo, cuyo punto más alto fue la seguidilla de rebeliones juveniles que estallaron hacia el 68: el Mayo Francés, el Cordobazo argentino, la movilización de los estudiantes en México, la Primavera de Praga. Como si se hubieran puesto de acuerdo, en el breve lapso de un par de años, jóvenes de diferentes países sorprendieron al mundo con una potencia de cambio hasta entonces desconocida. Por primera vez, la juventud se convertía en un actor político.

Todo esto se fue apagando a partir de la crisis del petróleo de 1973, que marcó el inicio del declive del modelo de bienestar de la posguerra, el mismo que había propiciado el surgimiento de la juventud como sujeto social. El cambio de paradigma económico hacia una ortodoxia cada vez más fuerte, el achicamiento del Estado y la revolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan fueron creando un contexto muy diferente al de los 60 y primeros 70. En 1989, la caída del Muro de Berlín canceló el socialismo como horizonte orientador de la política y terminó de completar el nuevo clima de época.

En este nuevo contexto, la juventud, en tanto movimiento social, desapareció de la escena política, cada vez más confinada a los mundos públicos –pero despolitizados– del deporte, el espectáculo y la delincuencia. Hubo algunas excepciones, claro, como la recuperación de la democracia en países como Argentina, que habilitaron un periodo de repolitización juvenil, aunque en general breve y caracterizado por un final de desencanto y frustración. En todo caso, la tendencia es clara: en los 80 y 90 la intensidad política de los jóvenes se fue apagando. Pero esto parece estar cambiando. Las rebeliones en los países árabes, las movilizaciones de los estudiantes en Chile y México, los masivos movimientos de protesta en naciones en situación de crisis y ajuste como España, Portugal e incluso EEUU revelan una nueva etapa de repolitización juvenil a escala global: una segunda revolución de los jóvenes.

En las líneas siguientes, me propongo revisar el contexto en que se produce este resurgimiento juvenil, para luego ensayar algunas ideas acerca de las causas que lo explican. Más adelante me detengo en el modo en que los jóvenes se relacionan con la política (la nueva politicidad juvenil), para finalmente intentar analizar su relación con los espacios urbanos y los procesos de segregación residencial más recientes. Se trata, en todos los casos, de ideas tentativas, en la medida en que son fenómenos cercanos y en muchos casos aún abiertos.

¿Por qué?

Aunque pueden ensayarse muchas explicaciones, y aunque cada país y cada movimiento juvenil tienen sus características y sus motivos, quizás sea posible encontrar una tendencia que cruza las diferentes experiencias y que ayuda a explicarlas. Me refiero a la brecha entre, por un lado, los conocimientos y habilidades de los jóvenes (es decir, sus posibilidades) y, por el otro, la realidad del mundo laboral, marcada por el achicamiento, la precarización y el desempleo (es decir, las oportunidades reales de los jóvenes). En efecto, estamos ante una juventud más educada que nunca. Según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), en los países árabes, por ejemplo, la tasa de alfabetismo masculino se elevó, entre 1999 y 2008, de 68% a 81%, y la tasa de alfabetismo femenino, de 42% a 63%. Los años de escolaridad esperados –es decir, el tiempo que se estima que una persona permanecerá dentro del sistema educativo– pasaron, en los países árabes, de 9,4 a 10,1 entre 1999 y 2008. En América Latina, los años de escolaridad esperados aumentaron de 12,5 en 1999 a 13,6 en 2008. En el África subsahariana, la región más rezagada del planeta, pasaron de 6,8 en 1999 a 8,4 en 2008. En una mirada general, la tasa de alfabetismo de adultos aumentó, a escala mundial, de 76% en 1999 a 83% en 20082.

Además, los jóvenes de hoy tienen un acceso al conocimiento, la información, la cultura y los diferentes modos de vida como nunca antes lo tuvieron en la historia, posibilitado por el avance de las nuevas tecnologías. La brecha digital entre pobres y ricos, aunque por supuesto existe, se ha revelado menos profunda de lo que se pensaba en un principio, y más que en el acceso parece centrarse en el tipo de uso (un joven con una computadora en la casa, un ambiente cómodo y banda ancha puede usar la red de un modo distinto, probablemente más productivo, que uno que debe pagar por tiempo en un cibercafé). Pero en una mirada panorámica, los avances son notables. La penetración de internet en América Latina, por ejemplo, es hoy de aproximadamente 37%3, lo que supone un crecimiento en el periodo 2000-2008 de 861%.

Cada vez más extendidas, las nuevas tecnologías brindan la posibilidad de acceder a más información de manera más rápida y barata. Como suele recordar Ignacio Ramonet, el precio de un libro antes de Gutenberg equivalía al de una Ferrari en la actualidad, lo que lo convertía en un lujo de ricos (es decir, de curas o aristócratas)4. Hoy, el acceso a una notebook es relativamente barato (aunque por supuesto todavía inalcanzable para un amplio porcentaje de la población mundial) y el precio de la banda ancha viene disminuyendo, junto con la multiplicación de los accesos vía wi-fi. El celular también se abarató notablemente: los smartphones, teléfonos inteligentes con conexión a internet, llegan a cada vez más personas de clase media, y en breve –todo así lo indica–, a los sectores populares. De hecho, en enero de 2012 América Latina alcanzó 100% de cobertura en celulares en términos estadísticos, es decir que hay tantos celulares como habitantes (568 millones de líneas para 568 millones de personas)5.

La contracara de esta ampliación de capacidades son las oportunidades reales que tienen los jóvenes. Como consecuencia de una serie de procesos de alcance planetario (la globalización, la financierización de la economía, el movimiento cada vez más acelerado de los flujos de capitales, el rol principalísimo del conocimiento y la incorporación de nuevas tecnologías, que generan enormes ganancias de productividad con la misma mano de obra), el trabajo ha perdido centralidad6, al menos si se compara con el modo en que se organizaba en la sociedad industrial: puestos permanentes y estables, con sindicato y cobertura social. El desempleo estructural, en el sentido de un núcleo duro de desocupación imposible de eliminar, un subempleo creciente incluso en economías superdesarrolladas y una extendida precarización, caracterizan el mundo laboral en la actualidad.

Estas tendencias afectan sobre todo a los jóvenes. Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), de los 620 millones de jóvenes económicamente activos de entre 15 y 24 años que hay en el planeta, 81 millones se encuentran desempleados, lo que significa que el desempleo juvenil llega a 13,1%7 y duplica el promedio general. Además, los jóvenes se desempeñan, en su mayoría, en puestos precarios e informales: en América Latina, solo 33% de los jóvenes que trabajan tiene seguro de salud (contra 42% de los adultos), apenas 28% cuenta con cobertura jubilatoria (contra 32% de los adultos) y solo 7% está afiliado a un sindicato (contra 17% de los adultos). En términos de ingreso, un joven gana, en América Latina, la mitad de lo que gana un adulto8.

La precariedad, las tareas de baja calificación y la desprotección son los rasgos fundamentales que caracterizan la inserción laboral de los jóvenes en todo el mundo, tendencias que obviamente se profundizan si el análisis desciende en el nivel de ingreso familiar o si se consideran variables como el lugar de residencia o el sexo. Descuidada por la mayoría de los análisis periodísticos, que tienden a concebir a las nuevas generaciones como violentas, apáticas o inadaptadas, como si una carga genética las empujara evolutivamente hacia esos comportamientos antisociales, esta brecha explica buena parte del malestar juvenil actual. Cristalizada a lo largo de los años, esta distancia genera desencanto, frustración y bronca en buena parte de los jóvenes del mundo, que últimamente han comenzado a convertir ese estado en una incipiente politización.

Estallidos

La hipótesis anterior no excluye otras posibles explicaciones ni es, mucho menos, definitiva. Como señalamos, cada país les imprime a los movimientos de protesta juvenil un tono singular, cuya explicación habrá que buscar en la cultura política, la historia reciente, el estilo de gobierno –dicho brutalmente: no es lo mismo rebelarse contra un gobierno de derecha pero democrático como el de Mariano Rajoy o Sebastián Piñera que contra una autocracia como la de Hosni Mubarak o Zine El Abidine Ben Ali– y otras tantas cosas. Pero a la hora de identificar una tendencia general, que cruza continentes, creo que la causa señalada es pertinente.

Como sea, el fenómeno es evidente. Una revisión rápida permite hacerse una idea de la multiplicación de movimientos juveniles en los últimos dos o tres años. El asesinato por parte de la policía secreta de un bloguero de Alejandría, el 6 de junio de 2010, generó una rebelión que rápidamente se extendió por Egipto hasta acabar con el régimen de Mubarak, en el poder desde hacía tres décadas. Poco tiempo después caía el tunecino Ben Ali. La «primavera árabe», como se la conoció en los medios occidentales, se extendió a velocidad de rayo por Oriente Medio y aún más allá, llegando a países tan diferentes como Libia (donde una guerra civil y la intervención de la OTAN terminaron con la dictadura de Muammar Kadafi), Siria (cuyo futuro es incierto), Baréin (donde la rebelión fue sofocada con apoyo saudita) y Marruecos (donde las protestas forzaron cambios constitucionales)9. Pero, más allá de los efectos concretos –que dependen de la fortaleza del gobierno, la situación social, el apoyo internacional, etc. –, en todos los casos el protagonismo de los jóvenes fue crucial. Crucial y sorprendente, pues hasta el momento los jóvenes árabes no eran considerados un actor con posibilidad de cambio en prácticamente ningún país, salvo quizás Palestina y salvo quizás en su calidad de terroristas potenciales.

En España, los jóvenes fueron los grandes protagonistas de la primera manifestación en la Puerta del Sol, el 15 de mayo de 2011, que marcó el inicio del movimiento de los indignados. La rebelión estalló en un crítico contexto socioeconómico y produjo un fuerte sacudón cultural: el fin del promocionado milagro, que puso a muchos españoles ante la incómoda evidencia de haber vivido en una burbuja. Esta realidad resulta especialmente dura para los jóvenes, y no solo porque el desempleo juvenil supera el 50% –más del doble del promedio–, sino porque se trata de una generación que nació y creció en una etapa de prosperidad económica, sin los recuerdos de los años más duros de la posguerra y el franquismo.

Muy cerca, en Portugal, fueron también cuatro jóvenes quienes crearon el movimiento «Geraçao à Rasca» (algo así como «Generación en Apuros»). Desde un simple perfil de Facebook, subrayando su espíritu apartidario pero democrático y pacífico, estos cuatro amigos portugueses elaboraron un manifiesto de rechazo a la situación laboral y económica de los jóvenes y convocaron a una manifestación que reunió a 300.000 personas en Lisboa, la más importante desde la Revolución de los Claveles de 1974. De este lado del Atlántico, en América Latina, los estudiantes chilenos iniciaron una serie de movilizaciones masivas por las calles de Santiago que incluyeron marchas por la Alameda, conciertos de rock y la ocupación de plazas y parques. Como otros movimientos juveniles del pasado, incluyendo por supuesto el Mayo Francés, la protesta se inició alrededor de algunas cuestiones estudiantiles (el atraso en el pago de las becas y unas desafortunadas declaraciones del ministro de Educación) y fue extendiéndose hasta convertirse en una crítica general al modelo educativo, caracterizado por una fuerte segmentación social, y más tarde en un desafío global al orden económico-social heredado de la dictadura10. Su líder, la bella Camila Vallejo, ha anunciado su intención de presentarse como candidata a diputada en las próximas elecciones.

En Argentina, las movilizaciones juveniles comenzaron en la década de 1990, con algunos núcleos dispersos de resistencia al neoliberalismo, como la organización de derechos humanos HIJOS (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), los movimientos piqueteros y algunas experiencias de alto impacto simbólico como el Movimiento 501 (un grupo de jóvenes que proponía alejarse 500 kilómetros de sus ciudades de origen para no votar, aprovechando la ley que habilita a no concurrir a las urnas a aquellas personas que se encuentran más allá de esa distancia). Estos brotes minoritarios estallaron en simultáneo con la crisis de 2001, un momento de extendida antipolítica, cuyo eslogan emblemático fue «Que se vayan todos», en el que paradójicamente se repolitizó un sector de la juventud. Este ciclo de mediano plazo se «encontró» con el nuevo gobierno, liderado por Néstor Kirchner, a partir de mayo de 2003, y dio origen a un periodo de participación juvenil inédito desde los primeros años de democracia.

La ciudad y los jóvenes

Los jóvenes de hoy establecen con la ciudad una relación diferente de la del pasado. En primer lugar, porque se trata casi siempre de jóvenes que nacieron y crecieron en contextos urbanos, lo que marca una diferencia con las generaciones anteriores, compuestas muchas veces por migrantes internos o incluso externos. Al mismo tiempo, hablamos de jóvenes que sufrieron desde pequeños la degradación de los espacios urbanos y la «crisis de la ciudad». Me refiero a la situación crítica de los servicios, incluyendo el agua, las cloacas y el transporte, especialmente grave en muchas de las megalópolis del Tercer Mundo, aunque no solo allí: la crisis de la ciudad se vive también en el Primer Mundo e incuso en los estratos más acomodados. Por ejemplo, como consecuencia del aumento de los valores del suelo urbano y la vivienda, y como resultado del colapso de los créditos hipotecarios y el drama de las ejecuciones en EEUU y Europa. En cierto modo, la crisis internacional desatada a partir de la quiebra de Lehman Brothers es también una crisis urbana.

Esto afecta de manera directa los planes y estilo de vida, y muchas veces limita las oportunidades de los jóvenes. La precarización laboral, el alto desempleo juvenil y el aumento del valor de la vivienda impactan en su autonomía, al no encontrar la forma de salir del hogar familiar, lo cual demora el momento de la emancipación hasta pasados los 30 años. Como siempre, esto se sufre más intensamente en los sectores más pobres. En el Conurbano de Buenos Aires, dos o incluso tres generaciones se amontonan en un mismo lote, con agregados de ladrillo hacia arriba y hacia atrás de la casa original, recreando la vieja lógica del conventillo11.

La cuestión de la inseguridad también es un fenómeno urbano de las últimas décadas que afecta de manera directa a los jóvenes. Al no estar obligados a trabajar todo el día, los jóvenes utilizan el espacio público más intensamente que los adultos, en particular durante la noche. Son, por lo tanto, las víctimas de la mayoría de los episodios de criminalidad, incluyendo por supuesto aquellos generados por las mismas fuerzas policiales, dato que suele pasarse por alto cuando se señala a los jóvenes como los principales responsables del problema. La inseguridad es un problema transversal a las diferentes clases sociales.

Pese a estos problemas, derivados de lo que genéricamente podemos llamar «crisis de la ciudad», resulta interesante comprobar que los jóvenes diseñan estrategias, individuales o colectivas, para sortear sus aspectos más agresivos. Estas estrategias pueden ir desde el retorno en grupos a los hogares luego de una salida hasta tarde, para evitar riesgos, hasta la búsqueda de un amigo para compartir la primera vivienda: el famoso «piso compartido» (en los últimos años se multiplicaron los sitios web que facilitan la elección de un compañero de piso e incluso existe una película sobre el tema12). Lo central, en todo caso, es que, lejos de resignar el uso del espacio público, los jóvenes buscan formas creativas e inteligentes que les permiten seguir utilizándolo. No hay una renuncia a la ciudad.

En este contexto, no es casual que los movimientos juveniles descriptos más arriba sean en todos los casos fenómenos urbanos. Esto podría parecer evidente en países con altos índices de urbanización, como los europeos y casi todos los latinoamericanos, pero quizás no lo sea tanto en países en estado de transición urbana, como algunos árabes. Como sea, resulta interesante analizar –tentativamente y a modo de cierre de este texto– algunas de las formas de apropiación específicamente política de la ciudad por parte de los jóvenes movilizados.

Una primera línea de análisis remite a la ocupación del espacio público. Se trata de una constante en las luchas juveniles, cuyo antecedente más famoso es la ocupación de la Sorbona durante el Mayo Francés, aunque también cabe recordar las barricadas del Cordobazo o las manifestaciones en Tlatelolco. La novedad de este siglo es la ocupación permanente de espacios públicos emblemáticos que hasta el momento habían sido ocupados solo en movilizaciones organizadas por sujetos políticos orgánicos, como partidos y sindicatos, y siempre de manera transitoria. Por eso, el acampe durante semanas e incluso meses en la Puerta del Sol o en Wall Street, por más que finalmente haya sido desalojado por las fuerzas policiales, resulta una novedad que busca generar un efecto más profundo que una simple marcha, en el contexto de sociedades consideradas desmovilizadas y apáticas. Esta novedad resulta aún más sorprendente en los países árabes, donde los espacios públicos no estaban habituados a la ocupación sino al tránsito: el hecho de que la plaza Tahrir de El Cairo se haya convertido en una especie de Plaza de Mayo es particularmente notable. La famosa «calle árabe» –señaló el periodista Lluís Bassets– devino en «plaza de la democracia»13.

La ocupación permanente es parte de un repertorio de acción ampliado donde caben también las asambleas, los piquetes y las marchas. Y que además incluye movidas que mezclan reclamos políticos con referencias a la cultura juvenil y el imaginario pop global, como los 3.000 estudiantes chilenos que coreografiaron «Thriller», el clásico de Michael Jackson, frente al Palacio de La Moneda, como forma de teatralizar su condición de zombis del sistema, o los que apelan a símbolos nacionales como el fútbol (los jóvenes barras bravas egipcios fueron cruciales en la resistencia en la plaza Tahrir). Y no se trata de un aspecto puramente simbólico, sino que revela nuevas formas de vinculación con la política, presentes en las juventudes de Chile, España, Portugal o EEUU e incluso en los países árabes. Como escribió el especialista Sergio Balardini en un artículo pionero sobre el tema, la clave es el paso de la noción de «militancia» a la de «participación»14.

El planteo es simple. En los 60 y 70, la politicidad de los jóvenes, orientada por los dogmas socialista o comunista (o peronista, en Argentina) de la posguerra, implicaba un «mandato fuerte» para la militancia, con contenidos de disciplina y moral que la teñían de un tono sacrificial, severo. Hoy, desprovista de las aspiraciones maximalistas de aquella época, la relación de los jóvenes con la política es diferente. No está sostenida en un futuro no evidente (el mundo feliz que sobrevendría a la revolución) sino que busca ir construyendo sus metas en el presente. Es, en este sentido, una militancia menos abstracta, más orientada a la búsqueda de resultados concretos.

Esta apropiación política de la ciudad a partir de nuevas formas de participación se potencia con la utilización masiva de las nuevas tecnologías. La convocatoria sin mediación, sin las redes de microconfianza que se construían personalmente y que caracterizaban en el pasado el mundo militante, es la gran novedad en los modos de movilización de los jóvenes de hoy. Como señala Mario Diani, antes existía una militancia que, en determinadas circunstancias, convocaba a los individuos y los impulsaba a la calle o las plazas, redes asociativas organizadas en una geometría de espacios concéntricos que vertebraban un movimiento: en el centro, el núcleo duro, luego, un grupo de militantes y, alrededor, un entorno más amplio de simpatizantes15. Prever una movilización era difícil pero no imposible: aunque siempre fue complicado identificar la chispa, su propagación dependía en buena medida de esta «densidad asociativa».

La gran novedad es que hoy la activación puede realizarse casi sin mediación, apenas con una página en Facebook, una notebook o un blog (y, siempre, con muchos celulares). Más difíciles de anticipar que en el pasado, las movilizaciones juveniles del siglo XXI son más lábiles pero también más inesperadas, sorpresivas, instantáneas16. De todos modos, conviene tener cuidado con la idea de la «revolución Twitter». Aunque en una primera mirada daría la sensación de que la red puede encoger inmensos territorios hasta convertirlos en pequeñas aldeas suizas y, al hacerlo, concretar el sueño de la decisión colectiva instantánea de todos los ciudadanos, la política no es la simple suma de los puntos de vista individuales. Exige procesos de deliberación que llevan cierto tiempo y que requieren un desplazamiento de los individuos del espacio privado al espacio público, donde las personas se reconocen libres e iguales y se convierten en ciudadanos. Las nuevas tecnologías pueden disparar procesos políticos pero no definirlos ni, mucho menos, garantizar su éxito17. Es al final la ciudad la que define el éxito o el fracaso de un movimiento de protesta.

Un caso interesante es el de Oriente Medio, donde las nuevas tecnologías fueron cruciales como instrumento para romper la censura informativa y denunciar los atropellos de las dictaduras, en particular por la capacidad de los smartphones de grabar videos y subirlos inmediatamente a la web. Al mismo tiempo, las redes sociales, Facebook y Twitter, funcionaron como plataformas organizativas fuera del alcance de las fuerzas de seguridad, incapaces de monitorear el activismo de cientos de miles de internautas, y contribuyeron a vencer temores: es más probable que alguien se anime a ir a una plaza si antes se enteró vía web de que decenas o cientos de miles de personas están dispuestas a hacer lo mismo, aunque sea poniendo un «me gusta» debajo de la convocatoria. En contextos de alta represión, saber de antemano que mucha gente va a estar en un mismo lugar a una misma hora es la forma más efectiva de romper el cerco del miedo y garantizar la ocupación del espacio público.

Final que no es final

Las ideas señaladas más arriba son solo esbozos de lo que debería ser un estudio más amplio acerca de la relación de los jóvenes con la ciudad, y en particular del modo en que los nuevos movimientos políticos juveniles utilizan el espacio urbano. Como se trata de fenómenos recientes y en muchos casos todavía abiertos, es imposible arriesgar una conclusión definitiva. Todo comentario será necesariamente provisorio, tentativo. Lo central, en todo caso, parece ser, una vez más, la capacidad transformadora de la juventud, que si durante un par de décadas parecía aletargada, hoy está demostrando una energía de cambio y una capacidad de movilización impensadas; que en el camino, y por supuesto sin planteárselo, transforma la ciudad: de un riesgo o una amenaza en una oportunidad, y de este modo contribuye a hacerla más habitable.

  • 1. Eric Hobsbawm: Historia del siglo xx, Crítica, Buenos Aires, 1999.
  • 2. Instituto de Estadística de la Unesco: Compendio mundial de la educación 2010. Comparación de las estadísticas en el mundo, Unesco, Montreal, 2011, disponible en http://unesdoc.unesco.org/images/0019/001912/191218s.pdf.
  • 3. «Penetración de Internet en Latinoamérica se ubica en 37%» en Tendencias Digitales, 25/1/2012.
  • 4. I. Ramonet: La explosión del periodismo. Internet pone en jaque a los medios tradicionales, Capital Intelectual / Le Monde diplomatique, Buenos Aires, 2010.
  • 5. Álvaro E. Sandoval: «Este mes habrá tantos celulares como habitantes en América Latina» en El Tiempo, 17/3/2011, disponible en www.eltiempo.com/tecnologia/telecomunicaciones/articulo-web-new_nota_interior-9032680.html.
  • 6. Jeremy Rifkin: El fin del trabajo, Paidós, Buenos Aires, 1995.
  • 7. Tendencias mundiales del empleo juvenil 2010, oit, Ginebra, agosto de 2010, disponible en www.ilo.org/public/spanish/region/eurpro/madrid/download/tendenciasjuvenil2010.pdf.
  • 8. «Trabajo decente y juventud en América Latina 2010», oit / Proyecto Promoción del Empleo Juvenil en América Latina (Prejal), Lima, 2010, http://prejal.oit.org.pe/prejal/docs/tdj_al_2010final.pdf.
  • 9. Andreu Claret: «Cuatro notas en torno a la ‘revolución egipcia’ de 2011», Análisis del Real Instituto Elcano No 45, 2011, www.realinstitutoelcano.org/wps/portal/rielcano/contenido?wcm_global_context=/elcano/elcano_es/especiales/crisismundoarabe/analisis/rie/ari45-2011.
  • 10. Ver Juan Carlos Gómez Leyton: «La rebelión de las y los estudiantes secundarios en Chile. Protesta social y política en una sociedad neoliberal triunfante» en Revista del Osal año vii No 20, 5-8/2006; Claudio Fuentes: «Juventud y participación política en el Chile actual», Flacso, 2005.
  • 11. Según un informe del área de investigaciones de la ong «Un techo para mi país», en el Gran Buenos Aires hay 864 urbanizaciones informales, entre villas y asentamientos, en las que residen 508.144 familias; durante la última década, las viviendas precarias crecieron 16,7%. Fuente: www.untechoparamipais.org.
  • 12. Piso compartido, de Cédric Klapisch, estrenada en 2002.
  • 13. L. Bassets: «De la calle árabe a la plaza de la democracia» en El País, 30/1/2011.
  • 14. S. Balardini: «¿Qué hay de nuevo, viejo? Una mirada sobre los cambios en la participación política juvenil» en Nueva Sociedad No 200, 11-12/2005, disponible en www.nuso.org/upload/articulos/3299_1.pdf.
  • 15. M. Diani: «The Structural Bases of Protest Events. Multiple Memberships and Networks in the February 15th 2003 Anti-War Demonstrations» en Acta Sociologica vol. 52 No 1, 3/2009.
  • 16. Pedro Ibarra, Salvador Martí i Puig y Ricardo Gomà: Creadores de democracia radical, Icaria, Barcelona, 2004.
  • 17. Ibíd.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 243, Enero - Febrero 2013, ISSN: 0251-3552


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