Opinión
mayo 2017

El pueblo contra los cosmopolitas

Hay quienes pretenden explicar la actual crisis política de la democracia liberal con reduccionismos. La división entre globalistas y nacionalistas es un buen atajo, pero no explica todo.

<p>El pueblo contra los cosmopolitas</p>

En la serie política danesa Borgen, el personaje de Svend Åge Saltum, líder del populista y xenófobo Partido de la Libertad, aparece en televisión cortándole el rabo a un lechón. Es su curiosa manera de defender la industria porcina del país, a su juicio en peligro por culpa de las políticas contrarias al maltrato animal de la coalición de gobierno que preside la protagonista de la serie, Birgitte Nyborg. Saltum piensa que no hay que dar cualidades humanas a los cerdos, que no son más que «productos industriales», y considera que los progresistas, liberales y cosmopolitas de las ciudades no conocen la Dinamarca «real». En una encendida discusión con Birgitte, le dice: «Hay una Dinamarca que no conoces y que desearías que no existiera». Es la Dinamarca de la gente común, del «pueblo». Saltum dice hablar en su nombre, es el portavoz de la «mayoría silenciosa». Es el líder trumpista, el que habla claro, dice «las cosas como son», reniega del marketing político y de los líderes contemporáneos («¿A ti te llaman spin doctor? –le pregunta al personaje de Kasper–. ¿Y quién está enfermo?»). Como en todo aquel que se proclama políticamente incorrecto, tras sus formas llanas y directas hay un personaje reaccionario y populista, abiertamente racista y misógino.

El capítulo, emitido en 2013, refleja de manera elocuente la brecha entre el campo y la ciudad, o entre globalistas y nacionalistas, que ha desplazado el debate de la ideología en los últimos meses, tras los resultados favorables a los partidos populistas en Europa y Estados Unidos. Es un debate que divide incluso la Casa Blanca, donde se habla de una brecha entre globalistas como Jared Kushner o Reince Preibus y nacionalistas como Steve Bannon o Stephen Miller. En un intento de apaciguar ese debate, Trump declaró, quizá inconsciente de la paradoja, que es «nacionalista y globalista». La brecha entre esas dos concepciones de la sociedad también está muy presente en Francia, entre Marine Le Pen y Emmanuel Macron. A pesar del intento de la izquierda insumisa de Jean-Luc Mélenchon de dibujarlos como igualmente indeseables, hasta el punto de abstenerse o votar en blanco (65% de los miembros de Le France Insoumise, según una consulta organizada por el partido, no votará a Macron), Macron y Le Pen tienen programas radicalmente antagónicos. Son claramente dos Francias distintas: la rural y nacionalista, y la globalista y cosmopolita.

En líneas generales, la tesis sobre la brecha dice así: las elites liberales se han olvidado de la población rural (generalmente blanca), marginada culturalmente; la victoria de Trump (o de cualquier populista) es la consecuencia de ese olvido de las elites liberales y progresistas del Estados Unidos «real». En ocasiones, es una teoría que tiene un componente de autoflagelación narcisista. La asignación de la culpa es rápida: hemos sido nosotros. Esta teoría quita importancia a aspectos tan esenciales como el racismo, el machismo o las posturas reaccionarias de esas comunidades culturalmente marginadas, y cómo su voto de protesta puede responder más a esos sesgos que a otras cuestiones. Cae también en el discurso identitario y esencialista de que existe un Estados Unidos «real» que ha sido, de algún modo, traicionado; como si los ciudadanos de Brooklyn o San Francisco no fueran estadounidenses «reales».

Esto no significa que la brecha no exista (aunque no es nueva). Es posible que un ciudadano de Madrid o Nueva York tenga más cosas en común (en identidad, en formas de socialización, empleo o gustos) con alguien de Berlín, Londres o Viena que con un compatriota suyo de un pequeño pueblo de Extremadura o de Ohio. Tampoco significa que no haya parte de razón en el discurso de la marginación cultural: no todo se explica únicamente con el racismo. En un artículo en The American Interest, el psicólogo social Jonathan Haidt afirma que «los que consideran el sentimiento antiinmigrante como simple racismo han olvidado varios aspectos importantes de la psicología moral con respecto a la necesidad humana general de vivir en un orden moral estable y coherente». A pesar de que a los progresistas y liberales cosmopolitas nos cuesta aceptarlo, es cierto que los avances de las minorías y la apertura de las sociedades despiertan tendencias autoritarias e intolerantes en los sectores de la población que pierden su hegemonía clásica. Es el miedo a perder el estatus, aunque se corresponda poco con la realidad: mucho victimismo del votante populista está más basado en sensaciones o intuiciones que en evidencia, como muestran las encuestas en las que los ciudadanos europeos sobredimensionan el nivel de inmigración de su país (en una encuesta, los españoles declaran que hay 16% de población musulmana en el país, cuando en realidad es 2%).

Es posible que el intento de integración de los inmigrantes no haya ido acompañado de una pedagogía sobre lo positivo de la inmigración, o de unas políticas que den confianza a los nacionales ante la supuesta amenaza de la llegada de inmigrantes, especialmente en zonas rurales. Ese espacio vacío lo ha ocupado la derecha populista y xenófoba. Como escribe John Lanchester en un artículo sobre el Brexit, «aunque los beneficios de la inmigración generalmente se comparten, los impactos locales pueden parecer abrumadores a veces, especialmente cuando una zona que no tiene experiencia previa de inmigración se encuentra de repente con decenas de miles de recién llegados (...) Los gobiernos han tardado demasiado en responder a esta tensión entre el bien colectivo a largo plazo y los costos locales a corto plazo». En el continente europeo y la Unión Europea en general, la brecha entre globalistas y nacionalistas es también una brecha entre Europa del Este y Europa occidental. «La crisis de los refugiados dejó claro que los europeos orientales ven los valores cosmopolitas en los que se basa la Unión Europea como una amenaza», escribe el politólogo Ivan Krastev, «mientras que para muchos de los occidentales esos valores cosmopolitas son precisamente el núcleo de la nueva identidad europea». Es una división con una explicación histórica: Alemania, el país que más refugiados ha acogido, es cosmopolita para huir del nacionalismo xenófobo del nazismo, y los europeos del Este, entre los que hay un mayor sentimiento antirrefugiados, son anticosmopolitas para oponerse al internacionalismo comunista.

La división campo/ciudad es importante, pero no ofrece una imagen completa. Trump venció gracias a la lealtad de los votantes republicanos a su partido, y también gracias al grave error de Hillary Clinton de no hacer campaña en estados claves. Y uno de los mejores predictores de la victoria del apoyo a Trump es la educación: los votantes sin estudios votaron mayoritariamente al candidato republicano. Algo similar ocurre con el Brexit: Jeremy Cliff, del semanario The Economist, estimó que si en 20 años, con la incorporación de más ciudadanos a las universidades, se realizara un nuevo referéndum sobre el Brexit, el bando del Remain vencería. Y está la famosa frase del ex-ministro Michael Gove, quien afirmó que «Reino Unido está harto de los expertos». Esto tiene interesantes y profundas implicaciones para la democracia representativa, donde existe la confianza en un representante político mejor formado que sus representados. El fenómeno del populismo es complejo y tiene causas diversas. La división entre globalistas y nacionalistas es un buen atajo, pero no es el único ni explica todo.



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