Tema central
NUSO Nº 208 / Marzo - Abril 2007

El problema de la inseguridad y el castigo desde una visión alternativa

Durante años, la izquierda prestó poca atención al tema de la inseguridad, que consideró un subproducto de problemas más estructurales como la pobreza y la desigualdad. Sin embargo, el aumento de los niveles de criminalidad registrado en las últimas dos décadas en América Latina obliga a las fuerzas progresistas a buscar caminos diferentes del enfoque tradicional que propone más policías, más penas y más cárceles. Para ello es necesaria una estrategia integral que no expanda aún más la red penal y que conciba la cárcel como el último recurso de una cadena de soluciones que incluya la prevención, los mecanismos de mediación, la indemnización a las víctimas y las penas alternativas.

El problema de la inseguridad y el castigo desde una visión alternativa

Después de la Guerra Fría, Latinoamérica comenzó a ser considerada como una de las regiones del mundo con menor conflictividad bélica entre países (Tapia). Pero al mismo tiempo, en una suerte de paradoja, se convirtió en una de las zonas con mayores índices de criminalidad y violencia. En efecto, durante los 80 las tasas de criminalidad en América Latina se duplicaron en comparación a la década anterior. En los 90 se triplicaron, y desde entonces no se han reducido en forma significativa. Hoy, las tasas de criminalidad de la región superan entre tres y cinco veces la tasa promedio mundial (Chinchilla, citado por Cálix). Este aumento de la criminalidad y la violencia coincide con los procesos de transición democrática que ha atravesado la región durante los últimos 25 años. Y aquí es importante lo que analistas como José Nun han venido señalando con insistencia: mientras que las democracias más consolidadas se basan en un pacto social orientado a generar bases tanto para el crecimiento económico como para el aseguramiento de condiciones sociales de bienestar, esta bisagra ha estado ausente en la mayoría de los países latinoamericanos. Por el contrario, en nuestra región las transiciones a la democracia se produjeron junto con un incremento dramático de la pobreza y el desempleo (o el empleo precario) y una profundización de la inequidad social.

El correlato de esos procesos de exclusión social ha sido una tendencia de repliegue y evaporización del Estado, lo cual revela no solo la incapacidad de la autoridad pública para proveer una elemental estructura de oportunidades socioeconómicas, sino también las dificultades para regular la conflictividad social (Sain). En este contexto, la ausencia de regulación estatal ha sido reemplazada por redes informales, incluidas aquellas que desafían la legalidad mediante acciones delictivas o violentas.

Para complicar el panorama, a la incapacidad de los Estados latinoamericanos para generar crecimiento económico y desarrollo social se suma el débil desempeño de los sistemas de justicia (con algunas excepciones importantes en ciertos países). Poderes judiciales, fuerzas policiales, ministerios públicos e instituciones penitenciarias presentan, en general, inocultables falencias, desequilibrios y problemas de coordinación que impiden que los operadores de justicia cumplan el papel que les corresponde en relación con la seguridad ciudadana.

Ante la desesperación por el aumento de la sensación de inseguridad, la sociedad exige mayor «dureza» en la represión al crimen y la violencia. Este reclamo, condicionado por los medios masivos de comunicación, sintoniza con las posiciones políticas demagógicas y simplistas que proyectan los temores de la población en fachadas de «ley y orden» que no resisten un análisis serio, por cuanto ceden a la tentación de ofrecer sin cortapisas más policías, más penas y más cárceles. Estas posturas reaccionarias suelen olvidar la importancia de la integralidad de las acciones orientadas a revertir los niveles de inseguridad, tornan opacos los discursos de prevención, no abordan seriamente el problema de la impunidad del sistema de justicia, exaltan la severidad extrema como panacea y soslayan los problemas de la hipertrofia penal que caracteriza a los países latinoamericanos.Todo esto ha contribuido a que Latinoamérica, a inicios del nuevo siglo, presente una tasa de población penitenciaria de 145 por cada 100.000 habitantes, con aproximadamente 54% de detenidos sin condena y –más grave aún– un nivel de ocupación carcelario cercano a 140% (PNUD).

La alteración de la convivencia causada por la inseguridad refuerza un círculo vicioso que genera una mayor demanda de protagonismo policial y penitenciario. Esta demanda, en las actuales circunstancias, favorece, entre otros aspectos, el aumento de los poderes discrecionales de la policía, el temor de los jueces a aplicar medidas sustitutivas a la prisión y, por ende, la creciente importancia de la cárcel como el instrumento privilegiado para sacar de circulación a los infractores que atemorizan a la ciudadanía. Al respecto, conviene destacar que la evidencia indica que, cuanto más represivos se tornan los mecanismos de control social, más se elevan los indicadores de violencia institucional, arbitrariedad y delito, sin que por ello disminuyan los niveles de inseguridad en general.

Uno de los efectos más adversos de este círculo vicioso es que favorece el congestionamiento de las prisiones y consolida condiciones infrahumanas de detención. Más grave aún es que los centros penales, lejos de adecuarse para la rehabilitación y la reinserción –partiendo de la premisa de que la mayoría de los infractores penales pueden ser readaptados–, tienden a convertirse en áreas propicias para la reproducción del crimen, espacios donde los más inexpertos afinan sus destrezas y los más experimentados construyen y fortalecen redes delictivas, muchas veces con la permisividad negligente o dolosa de las autoridades penitenciarias.

Esta saturación del sistema penal se nutre fundamentalmente de los estratos más pobres de la población. Al decir de los defensores de los derechos humanos, se observa una «criminalización de la pobreza». En 2000, 80% de la población penal latinoamericana estaba compuesta por pobres, desempleados o víctimas directas de la exclusión social (Saavedra).

Esta criminalización de los pobres no es fortuita. Siguiendo a Alessandro Baratta, es indiscutible que se han creado y reforzado estereotipos criminales a los que la población les teme sobremanera. La sociedad se halla así dividida entre los «respetables» (potenciales víctimas) y los marginales «peligrosos» (potenciales agresores). En el segundo grupo, se suele incluir a los adolescentes y jóvenes urbanos con baja escolaridad, a los tóxicodependientes, a los desempleados y las personas sin calificación profesional y, en algunos países, a los extranjeros indocumentados. Bajo este lente binario, las situaciones de riesgo que sufren muchas mujeres y niños en sus casas y las limitaciones a los derechos económicos y sociales que afectan a vastos sectores de la población no constituyen temas centrales para el abordaje de la seguridad ciudadana. De esa manera, no resulta extraño que, como puntualiza Baratta, los «delitos económicos, ecológicos, de corrupción y concusión, desviaciones criminales en órganos civiles y militares del Estado, así como convivencias delictuosas con la mafia, por parte de quienes detentan el poder político y económico, forman parte de la cuestión moral, pero no tanto de la seguridad ciudadana» (1997, p. 84).

No se trata de atacar todas las acciones represivas que los gobiernos tienen que asumir para enfrentar el delito. La represión es una dimensión de la seguridad ciudadana, al igual que la prevención, la rehabilitación y la reinserción. Lo que se critica es la ausencia de un enfoque integral que, a partir de un diagnóstico riguroso, permita balancear las intervenciones preventivas y coercitivas.

Una postura progresista, comprometida con el respeto a los derechos y las garantías ciudadanas, debe necesariamente discrepar con aquellas políticas que alientan la arbitrariedad y el abuso de la fuerza para dar una «lección ejemplar» a la delincuencia. Esta desviación no hace sino provocar una nueva fuente de violencia y delito con origen en el Estado que –pese a los discursos mediáticos– genera una consecuencia que erosiona el régimen democrático: la falta de credibilidad de las instituciones del sistema de justicia.

La justificación de un abordaje progresista de la seguridad

El aumento de la violencia y el delito pone a los partidos progresistas ante el imperativo de asumir políticamente estos temas, pero desde una perspectiva que equilibre los derechos fundamentales de la ciudadanía con los derechos especiales de las víctimas y los victimarios. En ese sentido, se pueden identificar al menos tres argumentos que justifican la necesidad de un abordaje alternativo por parte de las fuerzas de izquierda democrática.El primero es la verificación del problema, el hecho de que la ciudadanía se siente insegura y la inseguridad objetiva no tiende a mejorar en forma sostenida. Esto obliga a las fuerzas progresistas a asumir la responsabilidad de procesar las inquietudes de la población mediante dispositivos basados en un conocimiento profundo del tema. Para ello es necesario construir un diagnóstico riguroso que dé cuenta de las distintas dimensiones del problema, del contexto y de las microdinámicas que afectan la convivencia en un espacio geográfico determinado.

El segundo argumento para justificar la necesidad de un enfoque alternativo se basa en lo que podríamos denominar la «reivindicación humanista» de la política progresista, es decir el compromiso con el respeto de los derechos y las garantías fundamentales en contraposición al uso indiscriminado y arbitrario de la fuerza. Los partidos de la izquierda democrática deben asumir el pacto constitutivo de derechos y garantías que apuntala la legitimidad del Estado democrático, que se fundamenta en el principio ético de reconocimiento del individuo y la dignidad humana. Esto constituye un escudo frente a los desvíos autoritarios.

El tercer argumento es el compromiso con la institucionalidad de la democracia en contraposición a la añoranza autoritaria que despiertan las políticas basadas exclusivamente en la represión. Las fuerzas progresistas consideran la democracia como el régimen idóneo para resolver el conflicto social por medios no violentos y, en ese contexto, asumen la firmeza en la aplicación del marco jurídico como el pilar de una democracia sana.

Lo central, más allá de los argumentos, es que no abordar el fenómeno complejo de la inseguridad constituye una actitud irresponsable por parte de los partidos de orientación progresista. Desde un enfoque alternativo e integral, el propósito fundamental no es la «eliminación» o el «aislamiento» de los «individuos peligrosos», sino la restauración y el fortalecimiento del tejido social, para lo cual el abanico de medidas es mucho más amplio que la fallida receta «más policías, más penas, más cárceles».

Aunque ya se advierten algunos indicios en sentido contrario, en América Latina ha habido una escasa tradición de reflexión y praxis por parte de los partidos progresistas sobre el tema de la seguridad. La evidencia muestra que la izquierda, históricamente, no ha construido políticas de seguridad, debido a la creencia de que estos problemas estaban subordinados a cuestiones estructurales como la pobreza y la desigualdad. Como señala Marcos Rolim:

si el problema mismo era percibido como un síntoma de contradicciones más profundas, entonces ¿por qué perder tiempo atacando lo secundario? Tal abordaje, de un reduccionismo evidente, cavó una fosa entre las izquierdas y el tema de la seguridad porque negó la atención de una propuesta propia. Se produjo así un discurso que, concretamente, era incapaz de ofrecer cualquier solución práctica (…). Un enfoque de este tipo no permitió que desde las posiciones más progresistas se dialogue con las víctimas del crimen y de la violencia, aumentó la distancia histórica entre la izquierda y las policías y dejó el terreno de la seguridad libre e indefenso para que la hipótesis represiva avance y se consolide como «pensamiento único», inclusive en el imaginario popular. (2006, p. 5.)

Por estos motivos, en general las reacciones al problema de la seguridad han provenido de la derecha política. Y en lo que corresponde a las organizaciones sociales vinculadas a los derechos humanos, las respuestas se caracterizaron por una posición crítica frente a los abusos de las políticas represivas en el marco de la doctrina de la seguridad nacional, crítica que en su momento fue asumida por los partidos progresistas y que de alguna manera constituyó una de sus primeras aproximaciones al tema. Luego, sin perjuicio de mantener el dedo en la llaga en cuanto a los abusos de los regímenes militares, se hizo evidente la necesidad de una elaboración conceptual y una praxis política sobre la convivencia y el uso del monopolio de la fuerza estatal desde una perspectiva progresista, diferente de los enfoques reactivos tradicionales.

Ante la innegable relevancia mediática de la violencia y el delito, los partidos de tendencia reaccionaria han incorporado a su discurso propuestas que les han permitido posicionarse como actores preocupados por el clima de seguridad, lo cual ha derivado en réditos electorales en algunos países. No obstante, la respuesta que ofrecen privilegia las medidas represivas y de castigo extremo, sin preocuparse por mejorar la indagación judicial y reducir la impunidad, y mucho menos por abordar adecuadamente los desafíos de la prevención social. Un ejemplo es el discurso de «mano dura» y «cero tolerancia» que ha prevalecido en los últimos años en los países del triángulo norte de Centroamérica (El Salvador, Guatemala y Honduras).

A primera vista, la izquierda democrática parece llegar tarde al tema de la seguridad ciudadana. Sin embargo, se puede afirmar, como contrapeso de oportunidad, que las medidas meramente represivas han dado resultados limitados, sin continuidad y que han dejado secuelas graves, como la superpoblación penitenciaria, la segregación social de las ciudades y la criminalización de la pobreza y de la protesta social.

Pero la izquierda no solo tiene que luchar contra la adversidad de un imaginario social que tiene como raíz una matriz cultural autoritaria. También debe lidiar consigo misma en algunos aspectos que requieren elaborar estrategias precisas dentro de los propios partidos progresistas. Sin la pretensión de generalizar, puesto que los rasgos varían de un caso a otro, se pueden mencionar cinco obstáculos a superar.

El primero es el desconocimiento, por parte de los partidos progresistas, de los enfoques alternativos de seguridad ciudadana. Si no se conocen perspectivas distintas de las tradicionales, las fuerzas de izquierda podrán criticar las acciones ultrarrepresivas de los partidos de la derecha pero, una vez en el poder (municipal, parlamentario o nacional), no contarán con estrategias adecuadas para cambiar el rumbo.

El segundo obstáculo está dado por el hecho de que, aun en el caso de contar con una base conceptual alternativa, a menudo hay que luchar contra la desconfianza acerca de su condición de posibilidad. La mera noción de un enfoque alternativo no asegura su apropiación. Puede suceder que los cuadros partidarios asuman erróneamente que los abordajes integrales solo funcionan en sociedades de mayor grado civilizatorio y, por lo tanto, que no son aplicables al contexto latinoamericano.

En algunos casos, hay que lidiar con el desinterés de los partidos de izquierda, que históricamente concibieron el tema como un problema subordinado al cambio estructural. Es evidente que, sin procesos efectivos de reducción de la pobreza y la desigualdad, una política de seguridad ciudadana democrática no sería sostenible en el tiempo. Sin embargo, sería un error político plantear que mientras no se resuelvan las contradicciones estructurales no vale la pena darle prioridad. Como se mencionó en el apartado anterior, hay datos objetivos acerca del aumento de la inseguridad. Desde un enfoque progresista, ambos problemas –los socioeconómicos y los de la violencia y el delito– requieren un abordaje simultáneo, no antagónico sino convergente y complementario.

Los partidos políticos progresistas también deben enfrentar el rechazo que suele generar el tratamiento del tema de la seguridad ciudadana, que muchas veces se considera un asunto inherente a las dictaduras del pasado. Esto, por supuesto, se vincula al recelo de la izquierda democrática hacia el uso de la fuerza legítima estatal. Un enfoque progresista debe asumir que la gestión de la seguridad requiere doctrinas, estrategias y controles que permitan el ejercicio del monopolio estatal de la fuerza sin que esto signifique permitir la arbitrariedad de los operadores de la seguridad pública y del sistema de justicia en su conjunto.

El último obstáculo es el déficit de capacidades políticas y técnicas. Es necesario crear y fortalecer cuadros capaces de desplegar una política pública de seguridad con un enfoque progresista. Si a la hora de ejercer el poder político se actúa de manera improvisada se afectará la credibilidad del partido y, peor aún, se mantendrá intacto –si es que no empeora– el clima de inseguridad.

Castigo, prisión y orientación de la política criminal

Luego de haber presentado una mirada general a la situación de la inseguridad en Latinoamérica y de detallar los aspectos más relevantes que justifican un abordaje progresista, en este apartado se incluyen algunas consideraciones específicas sobre la orientación de una política de ese tipo.

Como se ha señalado, una política de seguridad ciudadana desde un enfoque integral exige el equilibrio de varias dimensiones. Habría que destacar, en ese sentido, que buena parte de los desafíos para reducir la violencia y el delito competen a la dimensión preventiva. El hecho de que la mayoría de los Estados latinoamericanos le haya prestado escasa atención a ese aspecto ha provocado graves consecuencias, que no pueden quedar aisladas del abordaje político.

Los partidos progresistas, aunque no tienen por qué bajar la guardia en el diseño de políticas de prevención, no pueden evadir el reto de afrontar cuestiones actuales, como la criminalización desmedida y el congestionamiento de las prisiones. Para ser revertidos, estos problemas demandan una reorientación de la política punitiva hacia una óptica comprometida con el bien común y la observancia del Estado democrático de derecho.En general, el sistema carcelario latinoamericano presenta síntomas de ineficiencia e ingobernabilidad. Uno de los hechos más intolerables es que la mayoría de los presos no ha sido sentenciado, lo cual es una violación flagrante al principio de presunción de inocencia y, en general, a los derechos del imputado. Los propios gobiernos que hacen de la prisión el eje de su política penal suelen declararse incompetentes ante la magnitud del problema carcelario. Las muertes, los vejámenes, el contubernio y las redes de corrupción son el denominador común de las prisiones latinoamericanas. Los ejemplos que grafican esta situación terminal son abundantes: los reiterados motines en Brasil, Guatemala y El Salvador; los ayunos y reclamos de los presos uruguayos exigiendo mejores condiciones; las muertes masivas y sistemáticas en las principales prisiones hondureñas; el fracaso de las cárceles de máxima seguridad, como La Palma, en México, que se convirtió prácticamente en un centro de operación de los capos del narcotráfico; el poder de acción criminal del Primer Comando de la Capital (PCC) desde las prisiones de San Pablo; y el reciente episodio de muerte colectiva, a raíz de una sangrienta riña entre reclusos, en el centro penal Uribana, en Venezuela.

Una política alternativa tendría que estar orientada a revertir la expansión de la red de control penal y procurar la adecuada motivación de las decisiones judiciales, la penalización selectiva, la reducción de la impunidad y la readaptación de los infractores. Para ello, el sistema penal debería ser repensado de modo tal que actúe como la ultima ratio para la solución de los conflictos que afectan la convivencia (López). Esto significa que la izquierda democrática debe plantear y poner en marcha alternativas a la solución penal de los conflictos, pero también debe comprometerse con formas de prevención proactivas que, sin criminalizar a los pobres, atiendan a aquellos con más posibilidades de ser autores o víctimas de la violencia y el delito.

No hay que olvidar que, aun logrando la máxima efectividad posible del sistema penal, su aporte resultará siempre limitado para garantizar condiciones de seguridad, ya que el control penal interviene solo sobre los efectos. Es decir, es más reactivo que preventivo (Baratta). Es conveniente, entonces, orientar la política en materia penal hacia estrategias que reduzcan la utilización inmoderada de la privación de la libertad. Para ello, es menester que los encargados de diseñar la política de seguridad ciudadana –y dentro de ésta, la política criminal– abreven más en las discusiones y los planteos de la criminología crítica. Esta corriente, a diferencia de la criminología positivista, no se concentra en la «conducta desviada» del individuo, sino que pone el acento en las víctimas y en las condiciones sociales que favorecen el delito.

La criminología crítica está compuesta por dos grandes tendencias, la abolicionista y la del garantismo penal. Más allá de sus diferencias, ambas tienen una gran riqueza argumentativa para justificar un cambio sustancial en el curso de la política criminal. Quizás éste no es el momento histórico adecuado para aplicar las tesis centrales del abolicionismo, pero aun así es posible encontrar en esta corriente una crítica sin desperdicio a la dinámica actual del sistema de castigos. En la corriente del garantismo penal, que se basa en la tesis del derecho penal mínimo, es posible hallar, además de las cuestiones analíticas, medidas concretas que ya han sido adoptadas por buena parte de las legislaciones latinoamericanas.

De acuerdo con reconocidos criminólogos críticos, como Raúl Zaffaroni y Henner Hess, la política criminal se convierte prácticamente en la ideología que orienta el control social punitivo (Martínez). Desafortunadamente, los avances teóricos no guardan relación con la praxis política que tiende a prevalecer en los gobiernos latinoamericanos, y mucho menos con las exigencias sociales de mayor castigo y aislamiento del delincuente.

En esa dirección, el garantismo penal, que entre otras cosas defiende a capa y espada el respeto al debido proceso, refuta la postura de que la protección de los derechos de los acusados menoscaba los de la ciudadanía en general. La dicotomía falaz esgrimida desde las posiciones ultraconservadoras se apoya esencialmente en dos argumentos. El primero es que, al relajarse el sistema penal para incluir medidas sustitutivas y penas alternativas a la prisión, se facilita el accionar delictivo y, por ende, se genera una mayor impunidad. El segundo argumento falaz es que, cuando se proclama la necesidad de centros penitenciarios mejor dotados, que incluyan equipos transdisciplinarios calificados, solo se consigue que los recursos públicos fluyan hacia quienes menos lo merecen, en detrimento de amplias mayorías pauperizadas que no cuentan con las elementales condiciones de vida que se pretende garantizar a los detenidos.

Es necesario analizar ambos argumentos. El primero –el relajamiento del sistema penal generará impunidad– supone que la prisión es un verdadero correctivo para la delincuencia. Pero la evidencia muestra todo lo contrario: la sobreutilización de la cárcel produce externalidades negativas que agravan la fractura del tejido social, incluidos el desarraigo y la estigmatización social que sufren los presos. El segundo argumento –el mejoramiento de las cárceles destina recursos a quienes no lo merecen– no tiene en cuenta que muchas de estas mejoras no requieren erogaciones cuantiosas del Estado, sino que apuntan a una reorientación del propósito del sistema penitenciario que incluya la profesionalización del personal y la aplicación de controles para corregir las desviaciones del sistema. Pero, pese a la debilidad analítica, ambos argumentos cuentan con altos niveles de aceptación pública y se suman a los obstáculos que los gobiernos progresistas enfrentan para reorientar la política criminal.

Los sistemas penales de Latinoamérica, particularmente en el aspecto penitenciario, parecen atrapados en cuatro orientaciones no necesariamente complementarias: el castigo y la represalia al infractor, la protección a la ciudadanía mediante el encarcelamiento de los delincuentes, el resarcimiento de las víctimas y la readaptación del infractor. Una posición razonable equilibraría las cuatro orientaciones según cada caso. Sin embargo, las presiones de la opinión pública y el oportunismo político decantan la situación hacia las dos primeras estrategias. Esto provoca, entre otras consecuencias, que la prisión sea vista como un lugar fuera de la civilización, un reino en el que desaparece la condición de ciudadanía, de manera que los individuos que salen de allí quedan marcados por un estigma que llevarán a cuestas toda su vida, como un grillete imaginario que les impide el ingreso a la «sociedad de los respetables».

El reconocimiento formal al régimen penitenciario progresivo, orientado a la rehabilitación de los presos, es amplio. Sin embargo, la realidad demuestra que los prejuicios acerca de la prisión impiden, salvo excepciones, que se otorgue un tratamiento adecuado a los reclusos. En ese contexto, las posibilidades de avanzar hacia la individualización científica de la pena aparece como algo aún más lejano.

Los organismos defensores de los derechos humanos, y los propios reclusos, plantean una serie de quejas absolutamente legítimas en el marco de un Estado constitucional democrático. Incluyen desde el hacinamiento, las carencias higiénicas, la mala alimentación, la deficiente atención médica, las limitaciones drásticas al régimen de visitas, los castigos no prescritos, los privilegios de algunos reclusos y las demandas para que se mejoren las condiciones de detención de las mujeres, entre las que se destaca la consideración a las embarazadas o las que tienen hijos pequeños. Tampoco pueden pasarse por alto las demandas de una mayor apertura del régimen de conmutación de las penas, el acortamiento de las condenas y la mayor celeridad en las causas. Pero este conjunto de reclamos no podría ser satisfecho si no se buscan alternativas reales a la prisión, para que ésta sea desmitificada asumiendo sus limitaciones resocializadoras y deje de ser considerada como el núcleo central de la política de control social (Giavedoni).

Los reclamos señalados aluden a cuestiones comunes a todos los sistemas penitenciarios occidentales. Para enfrentarlos, la política criminal ha establecido algunos principios que deberían cumplirse. No necesariamente son nuevos: en algunos casos se remontan a mediados del siglo XIX. El problema es que, incluso cumpliendo con estas condiciones, la prisión se sigue concibiendo como el núcleo del control social punitivo. No obstante, si al menos se observaran estos principios cambiaría mucho el panorama actual de las cárceles latinoamericanas. Siguiendo a Foucault (2002, pp. 275-276), en su obra Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión, resumimos estos principios:

1. Principio de corrección: la detención penal debe tener como función esencial la transformación del comportamiento del individuo.

2. Principio de clasificación: los detenidos deben estar aislados, o al menos repartidos según la gravedad penal de su acto, pero sobre todo según su edad, sus disposiciones, las técnicas de corrección que se tiene intención de aplicar en ellos y las fases de su transformación.

3. Principio de la modulación de las penas: se aplica un régimen progresivo con el fin de adaptar el tratamiento del preso a su actitud y a su grado de enmienda. Este régimen incluye desde el enceldamiento hasta la semilibertad.

4. Principio del trabajo como obligación y como derecho: el trabajo debe ser uno de los elementos esenciales de la transformación y la resocialización progresiva de los detenidos. El trabajo penal no debe ser considerado como un agravamiento de la pena, sino como una dulcificación. Se debe permitir que el preso aprenda o practique un oficio y procure recursos para él y para su familia.

5. Principio de la educación penitenciaria: la educación del detenido es una precaución indispensable en interés de la sociedad, a la vez que una obligación frente al recluso.

6. Principio del control técnico de la detención: el régimen de prisión debe ser controlado y debe estar a cargo de personal especializado que posea la capacidad moral y técnica para velar por la buena formación de los individuos.

7. Principio de las instituciones anexas: la prisión debe acompañarse por medidas de control y de asistencia hasta la readaptación definitiva del ex-detenido.

Como complemento de estos principios, y frente a las limitaciones de la prisión como correctivo social, desde la década de 1960 en Europa Occidental se aplican medidas sustitutivas y penas alternativas que, si bien no han resuelto el fondo de la «cuestión criminal», al menos han servido como horizonte de posibilidad para repensar los alcances del derecho penal. Las alternativas incluyen multas, indemnizaciones para las víctimas, libertad vigilada, trabajos comunitarios no remunerados, arrestos durante los fines de semana, arresto domiciliario y vigilancia electrónica, entre otras. La legislación procesal y sustantiva latinoamericana también ha incluido estas medidas, aunque su aplicación se ha visto menguada por la férrea resistencia de los sectores más reaccionarios.

Pero las penas alternativas a la prisión no son una panacea y requieren ser combinadas con otras medidas orientadas a reducir la población penitenciaria. El mayor inconveniente que pueden generar es el efecto de expansión de la red penal, el riesgo de que se apliquen castigos alternativos en casos que, en otras circunstancias, hubieran sido directamente desestimados. De ahí que, para aprovechar los beneficios de las medidas y penas alternativas, se recomienda fortalecer los mecanismos de solución alternativa de conflictos, reforzar los instrumentos que garanticen la indemnización de las víctimas, reducir la duración máxima de las penas y estudiar a fondo qué tipo de comportamientos merecerían la despenalización.

Además de los principios ya citados y de las medidas sustitutivas, existen otros lineamientos de política penal que es necesario tener en cuenta. El Centro Internacional para Estudios Penitenciarios del King’s College de Londres (2004) señala, entre otras recomendaciones, la necesidad de fortalecer la participación judicial en las decisiones que involucran la privación de la libertad. Un ejemplo de esto es la figura del juez de ejecución de sentencia, que ha sido recuperada en algunos países centroamericanos. También sugiere la apertura de las prisiones a los grupos de la sociedad civil (para realizar acciones de cooperación, pero también de supervisión de las condiciones penitenciarias); la introducción de mecanismos confiables para que los reclusos, u otros interesados, puedan efectuar denuncias susceptibles de ser consideradas por las autoridades; la creación de instancias de vigilancia y evaluación de los regímenes penitenciarios sin relación de subordinación con las autoridades carcelarias; la transformación de los centros de detención masivos en unidades manejables, de menor tamaño; y el fortalecimiento de las modalidades de prisión semiabierta y abierta.

Finalmente, en vista de las secuelas que dejaron los gobiernos militares en la mayoría de los países latinoamericanos, en especial en relación con la doctrina y el desempeño policial, es necesario que, en aquellas naciones en donde la policía todavía se encarga de los centros penales, se impulse una reforma que conduzca hacia una auténtica gestión civil de las prisiones. Ello se debe realizar desde un enfoque transdisciplinario, orientado a la readaptación y responsable de los derechos humanos de los reclusos. Esta es una de las tareas insoslayables para el fortalecimiento democrático de Latinoamérica.

Es un hecho incontestable que la actual política criminal no da más. Si no se reorienta, las bombas de tiempo que son hoy las cárceles latinoamericanas comenzarán a detonar más a menudo y con mayor impacto. No hay soluciones simples; se requieren políticas públicas basadas en el reconocimiento de la complejidad del delito y la violencia. El desafío demanda conocimiento profundo, voluntad política y capacidad de comunicación. No hay excusa que valga: la izquierda democrática tiene el deber y la oportunidad de hacer la diferencia.

Bibliografía

Baratta, Alessandro: «Política criminal: entre la política de seguridad y la política social» en Delito y seguridad de los habitantes, Siglo XXI / Ilanud / Comisión Europea, México, DF, 1997, pp. 80-95. Cálix, Álvaro: Hacia un enfoque progresista de la seguridad ciudadana: situación y desafíos en el caso hondureño, Fundación Friedrich Ebert / Ciprodeh, Tegucigalpa, 2006.Centro Internacional para Estudios Penitenciarios del King’s College de Londres: «Notas orientativas sobre la reforma penitenciaria», 2004, en www.kcl.ac.uk/depsta/rel/icps/espanol/home.html.Dandurand, Yvon: «¿Debe una mayor seguridad de los ciudadanos significar un mayor castigo? Reacción a los desafíos actuales en materia de condenas y prisiones» en Delito y seguridad de los habitantes, Siglo XXI / Ilanud / Comisión Europea, México, DF, 1997. Foucault, Michel: Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión, Siglo XXI, Buenos Aires, 2002 [1975].Giavedoni, José: «La problemática de la seguridad y los reclamos de los reclusos» en Instituto Internacional de Sociología Jurídica, La relación seguridad-inseguridad en centros urbanos de Europa y América Latina. Estrategias políticas, actores, perspectivas y resultados, Dykinson, Madrid, 2004, pp. 391-416.López, Rafael: «Sobre la eficacia. Otra lectura de los delitos y de las penas» en Justicia año 2 No 5, Asociación de Jueces por la Democracia (AJD), Tegucigalpa, 12/2006, pp. 32-38.Martínez, Mauricio: «El estado actual de la criminología y de la política criminal» en Capítulo Criminológico vol. 27 No 2, Instituto de Criminología, Venezuela, 1999, pp. 31-62.Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD): Anexo Compendio Estadístico, Indicadores y Encuesta del Informe sobre el desarrollo democrático en América Latina, 2004, mimeo.Rolim, Marcos: La seguridad como desafío moderno a los derechos humanos: el caso brasileño, traducción de una ponencia presentada en el Seminario Regional «Institucionalidad pública en el ámbito de la seguridad ciudadana: experiencias de gobierno en los países del Cono Sur», Fundación Friedrich Ebert en Chile, Santiago de Chile, 20 y 21 de julio de 2006; disponible en www.nuso.org/upload/seguridad/rolim.pdf.Saavedra, Luis: «Are Jails Necessary?», 2000, en www.latinamericapress.org/article.asp?IssCode=&artCode=1198&lanCode=1.Sain, Marcelo: «Seguridad pública, delito y crimen organizado. Los desafíos de la modernización del sistema de seguridad policial en la región sudamericana» en El desarrollo local en América Latina. Logros y desafíos para la cooperación europea, Recal / CeSPI / Nueva Sociedad, Caracas, 2004, pp. 135-148, disponible en www.nuso.org/upload/anexos/foro_318.pdf.Tapia, Gabriel: «El cambio de paradigmas y las nuevas gestiones sobre seguridad en América Latina», documento presentado en el Foro sobre Seguridad Democrática y Gobernabilidad Democrática, Managua, 1 a 4 de febrero de 2005, mimeo.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 208, Marzo - Abril 2007, ISSN: 0251-3552


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