Opinión
marzo 2016

El dilema iraní Entre la ambición regional y el reconocimiento de las limitaciones

Aunque Rouhani no es un reformista de pura cepa, ha desarrollado una política de acercamiento a Occidente con la intención de reconvertir a su país en una potencia regional.

El dilema iraní  Entre la ambición regional y el reconocimiento de las limitaciones

La prensa europea se indignó cuando el gobierno italiano tapó la desnudez de las estatuas durante la visita del presidente de la República Islámica de Irán, Hasan Rouhani, en la última semana de enero pasado. «Por respeto», fue la explicación difundida en la prensa iraní. No hubo ninguna explicación oficial de parte de Roma; probablemente porque ya había un antecedente: el mismo procedimiento - aunque en esa oportunidad no había tenido trascendencia pública - se había aplicado durante una visita oficial de Emiratos Árabes Unidos. Así lo indicó en su cuenta de Twitter el periodista iraní residente en Estados Unidos, Arash Karami, según informó el BBC. El protocolo iraní había intentado convencer a los franceses de excluir el vino del almuerzo que François Hollande proponía organizar en honor a su par durante su visita antes de aterrizar a Roma. Del lado francés no hubo predisposición a ceder y la controversia se resolvió con la celebración del encuentro después.

Burlas aparte, para varios observadores, tanto los pedidos iraníes como el esfuerzo de comprensión de la postura de parte de los oficiales franceses e italianos tuvo como telón de fondo la situación interna de la República Islámica en vísperas de las elecciones parlamentarias del último fin de semana de febrero: Rouhani, representante del sector de los moderados/reformistas, quería evitar que el campo opositor de los conservadores más duro tuviera cualquier pretexto para usar en su campaña. Su discurso durante esta visita, que enfatizó el regreso de Irán al mundo, generaba malestar para quienes se sentían ideológicamente más cómodos en su aislamiento que, además, era beneficioso para los monopolios que tenían una economía sofocada por doce años de sanciones internacionales. La actitud de los europeos, evidentemente, no se explica por su simpatía hacia Rouhani o los reformistas en general sino por el interés de contratos multimillonarios que firmaron incluyendo sectores industriales tan claves como la aviación y los automotores.

Los franceses y los italianos no fueron los primeros en volver a los negocios con Irán. Los rusos y los chinos probablemente ya estaban conversando aun cuando el régimen de las sanciones estaba vigente. Entre los europeos, fue el Ministro de Economía alemán quien, en julio del año pasado, apenas una semana después de la firma del acuerdo nuclear, llegó a Teherán. Pero la visita de cinco días de Rouhani fue la que adquirió más visibilidad simbólicamente y en términos del proceso de la reinserción iraní en la economía mundial. Paradójicamente, la controversia del vino en Francia y las estatuas en Italia podrían haber ayudado a la ampliación del evento. En primer lugar, fue la primera visita de un jefe de estado en Europa después de dieciséis años. En segundo lugar, se produjo inmediatamente después de la entrada en vigor el 16 de enero del acuerdo nuclear firmado en junio de 2015. Y, por último y más importante, los acuerdos firmados no se redujeron meramente al área del intercambio comercial sino a la inversión en el sector industrial que promete rescatar una economía doblemente golpeada por las sanciones y la caída del precio del petróleo. El beneficio y el interés, por supuesto, es mutuo. Pero, para Rouhani, la gran promesa del acuerdo nuclear es la reactivación económica que, de hecho, es lo que explica el triunfo electoral de su sector en las elecciones legislativas del 29 de febrero.

Esto es, precisamente, lo que temen Israel y Arabia Saudí - sus principales adversarios en la región-, y los sectores más extremistas de los Republicanos en Estados Unidos. A la alta improbabilidad de un cambio de régimen y el riesgo de un caos regional incontrolable en el caso de una guerra, como insistía desesperadamente el Primer Ministro de Israel Benjamín Netanyahu. El mismo contempló, incluso, la alternativa de una acción unilateral de Israel que comprometiera a los aliados y especialmente a Estados Unidos y desistió solo ante la mayor racionalidad de sus militares dado que las sanciones económicas eran vistas como la contención y aislamiento de Irán y no podían ser meramente una presión para desmantelar su programa nuclear. El argumento principal sostenía que no se podía confiar en un régimen que consideraban como la principal fuente de conflictos incluyendo intervención en los asuntos internos de otros países y, evidentemente, el terrorismo. Más aún, Irán era la mayor amenaza que en el caso de Israel se define en un sentido extremo: amenaza existencial.

La verdad es que tanto a Israel como Arabia Saudí no les faltan argumentos tanto discursivos como fácticos provenientes de Irán para sostener la credibilidad de su percepción. La Revolución Islámica pretendió ser más que el derrocamiento de un régimen; en su aspiración a expandirse para alcanzar a todos los desheredados, desafíó a ambas superpotencias y la lógica del equilibrio de poder de la Guerra Fría rompiendo, como no lo hizo ninguna otra revolución, todas las reglas de comportamiento. Si bien la larga y devastadora guerra de ocho años con Irak en los años ochenta demostró los límites del fervor revolucionario, en diez años, entre 1979 y 1989, Irán logró imponerse como un actor clave y autónomo en la región y auspició la emergencia del fenómeno del Hizbuláh en el Líbano que, si bien no es una mera prolongación o un instrumento de su política exterior como lo era el modelo de los partidos comunistas en la era estalinista, existencialmente se define en la misma identidad del Islam chiita y su visión milenarista de la preparación para el regreso del Mahdi, el Imam Oculto, para la batalla que restauraría la justicia a quienes consideran que la sucesión del Profeta después de su fallecimiento en 632 pertenecía a su primo y yerno Ali Bin Abi Taleb y sus descendientes. La Revolución Islámica de Irán es la emancipación de la identidad política del Islam chiita que por siglos había optado por la pasividad política esperando al cumplimiento de una voluntad divina; y si bien el ámbito de la acción político estratégico, incluyendo la acción bélica, tanto de Irán así como del Hizbuláh ha sido y es la realidad geopolítica contextual, la perspectiva ideológico-religiosa de la última batalla no pierde su vigencia y su fuerza de movilización de masas. Si para Israel la amenaza iraní no fue solo la promesa de Jomeini de llegar a Jerusalén sino también y sobre todo el enfrentamiento con el Hizbuláh, para la monarquía Saudí la amenaza tiene la amplitud y el carácter absoluto de la irresoluble disputa milenaria acerca de la sucesión del Profeta sobre todo cuando su propia fuente de legitimidad, el wahabismo, considera a los chiitas como herejes.

En la convulsión generada por la guerra contra el terrorismo y sobre todo la intervención militar estadounidense en Irak en 2003, y con la elección de Mahmud Ahmadinejad como Presidente en 2005, la amenaza iraní en su doble dimensión geopolítica e ideológico-religiosa para Israel y Arabia Saudí se hizo mucho más presente con el protagonismo de Teherán en la región y la aceleración de su programa nuclear, aunque si lo comparemos a la década 1979-1989 duró exactamente la mitad. Reelecto en 2009, Ahmadinejad vio simplemente cómo las sanciones internacionales empezaron a hacer sentir su impacto que se aceleró drásticamente con la caída del precio del petróleo, y no tenía ni siquiera el argumento de una heroica guerra contra una fabulosa maquinaria bélica como fue en su momento Irak de Saddam Husein para poder asegurar la continuidad de su línea política en 2013 cuando ganó las elecciones Rouhani y el sector decidido de negociar el fin del programa de enriquecimiento de uranio.

Entre estos dos períodos, sin embargo, básicamente en los 1990s, Irán se caracterizó por su estabilidad y actitud realista en la política exterior. Por cierto, no se normalizaron sus relaciones con Estados Unidos, tampoco dejó de apoyar a Hizbuláh en su resistencia contra la ocupación israelí del sur del Líbano. Pero en una década en que Estados Unidos definía el nuevo orden en el Medio Oriente con la creación de bases militares y el proceso de paz palestino-israelí, Teherán no interfirió como probablemente lo hubiera hecho en pleno fervor revolucionario. La emergencia al poder de los reformistas con Jatami en 1997 que llamó a un diálogo de civilizaciones demostró la evolución generacional en el país sin que los sucesores de la revolución nieguen la herencia con la cual seguían identificándose.

Aun cuando Rouhani no es necesariamente un político reformista de pura cepa y no surgió de la movilización caracterizada como la «revolución verde» en las elecciones de 2009, parece entender que la proyección de poder y la aspiración para ser una potencia regional tiene sus serios riesgos y limitaciones; sobre todo cuando no tiene el petróleo a 150 dólares el barril como para darse el gusto de un desafío aventurista que terminó costándole muy caro al país. Parece que los europeos entre alemanes, franceses e italianos también entendieron que un Irán consciente de sus limitaciones para ambicionar la proyección de poder como potencia regional puede ser un factor de estabilidad y, por lo tanto, confiable para la cooperación económica. De todas maneras, aunque el dilema iraní entre la ambición regional y el reconocimiento de sus limitaciones persista, ante la nueva cara del horror llamada Estado Islámico, se entiende la elección de Irán como factor de estabilidad como una apuesta racional.


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