Tema central
NUSO Nº 205 / Septiembre - Octubre 2006

El Caribe, Chávez y los límites de la diplomacia petrolera

Desde 1958, Venezuela ha desplegado una intensa diplomacia petrolera en el Caribe. A pesar de las diferencias históricas y culturales y la percepción de este país como un «subimperialismo» regional, su presencia no solo se ha mantenido, sino que adquirió un carácter mucho más activo desde la llegada al gobierno de Hugo Chávez. Aunque iniciativas como Petrocaribe y acuerdos especiales con algunos países, especialmente con Cuba, le permitieron a Chávez ganar protagonismo en el área, la estrategia no ha sido del todo efectiva, como parecen demostrarlo la renuencia de los países del Caribe a sumarse al ALCA, las negociaciones de tratados de libre comercio con Estados Unidos y su posición en las cumbres internacionales.

El Caribe, Chávez y los límites de la diplomacia petrolera

De la Cuenca del Caribe al Gran Caribe

En 1994, cuando comenzó a cobrar forma la Asociación de Estados del Caribe (AEC), la coyuntura global y la dinámica regional coincidían en augurar una atmósfera propicia para la convergencia y la cooperación. Más que un mar de aguas procelosas y turbulentas, el Caribe parecía transformarse en un mar de serena calma. La Guerra Fría había terminado; la polarización Este-Oeste y sus efectos colaterales en la región comenzaban a desvanecerse; Estados Unidos miraba con menos atención a su «tercera frontera»; la globalización exigía mejores y más eficientes formas de cooperación regional e integración; y las reformas estructurales del «Consenso de Washington» ponían en un primer plano los temas económicos, en detrimento de las cuestiones políticas y de seguridad. Todo parecía augurar, en suma, un «mar de felicidad».

Esta coyuntura parecía propicia para hacer realidad el viejo sueño: un Gran Caribe convergente, cooperativo y hasta integrado, que dejara en el pasado la percepción geoestratégica de EEUU de una zona vulnerable, amenazada por la expansión cubano-soviética, y que también descartara la visión de las «West Indies», reducidas a su matriz original de esclavitud y economía colonial azucarera. El sueño del Gran Caribe reactualizaba una aspiración desarrollada durante los 70 y nunca materializada: una zona de paz en el marco de la cooperación Sur-Sur, orientada por la búsqueda del desarrollo y la equidad y enriquecida con el aporte de todos, desde los Estados hispanoparlantes de la América continental, independizados en el siglo XIX, a los que lograron su independencia más recientemente, incluyendo los territorios y Estados aún asociados a las antiguas metrópolis europeas.

En la AEC convergieron algunos países, a los que luego se sumaron otros. Por un lado, los miembros de la Comunidad del Caribe (Caricom): liderados por la economía más pujante (Trinidad y Tobago), junto con Jamaica y Barbados, este grupo de países había entendido, desde el informe de la West Indian Commission, que la visión parroquial, reducida a un conjunto de pequeñas islas, no les permitiría prosperar en el marco de la globalización y que, consecuentemente, era necesario profundizar y ampliar la integración regional.

La otra presencia importante en la creación de la AEC fue la de Venezuela, que ya desde los 70 había identificado al Caribe como una «zona vital» desde el punto de vista de sus intereses estratégicos y económicos, y que había desarrollado un creciente protagonismo en la región. Su objetivo era impulsar un esquema regional que integrase también a sus socios de Centroamérica y el Grupo de los Tres (Colombia y México), en el marco de una creciente preocupación por la estabilidad regional a partir del progresivo desinterés estratégico de EEUU en el Caribe. Venezuela tendió a privilegiar como interlocutores a algunos de los miembros de la Caricom. Mientras que con Trinidad y Tobago (país productor de gas e hidrocarburos orientados al mercado estadounidense) establecía una esporádica competencia por el liderazgo en la región, con Jamaica (sobre todo debido a la relación entre Michael Manley y Carlos Andrés Pérez) hubo coincidencias en los planteos sobre la cooperación Sur-Sur, en tanto que con Guyana la relación continuó marcada por el reclamo venezolano del territorio del Esequibo.

Además de los integrantes de la Caricom y Venezuela, hubo otros países cuya actuación fue decisiva a la hora de constituir la AEC sin la inclusión de EEUU. Cuba encontró un espacio de oxigenación que le permitió absorber mejor el impacto de la desaparición de la Unión Soviética y evitar los riesgos de un aislamiento regional. México percibía a la AEC como un mecanismo para contrabalancear su estrecha relación con EEUU en el marco del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan), por lo que aportó, además de su presencia, su influencia sobre las naciones centroamericanas que, junto con Colombia y República Dominicana, seguían con menos entusiasmo el avance de la iniciativa. Además, se incorporaron territorios y Estados asociados a Gran Bretaña y Holanda y departamentos de ultramar de Francia, en una presencia a veces dificultosa. Puerto Rico, al igual que EEUU, quedó afuera de la AEC, muy a su pesar, y Haití siguió a la zaga de los demás.

En el momento de su constitución formal en Cartagena de Indias, en julio de 1994, la AEC perseguía tres ambiciosos objetivos:

1. maximizar el comercio regional y las economías de escala necesarias para lograr la inserción en el sistema económico internacional mediante la liberalización comercial; 2. optimizar el poder de negociación de la región con terceros (dada la declinación de su importancia estratégica) mediante la construcción de alianzas estratégicas regionales basadas en la identificación de intereses comunes; y 3. avanzar hacia diversas formas de cooperación (y eventual integración) mediante la construcción de consensos sobre cuestiones de interés común y la consolidación de la identidad regional, basada en el tejido social y cultural común, para superar las divisiones existentes y la heterogeneidad y beneficiar a la población de toda la región.

A diez años de su creación, el balance evidencia que los dos primeros objetivos no alcanzaron a cumplirse debido a las debilidades del organismo y a la falta de voluntad política de algunos de sus miembros. Sin embargo, más allá de estas dificultades, la AEC funcionó en la última década como la caja de resonancia de las convergencias, divergencias y tensiones de los principales actores de la región, especialmente de Venezuela y los integrantes de la Caricom.

Venezuela y el Caribe ¿vecinos indiferentes?

Hemos analizado en otros trabajos las percepciones que han caracterizado las relaciones entre los países caribeños angloparlantes y Venezuela, basadas en la conciencia de legados coloniales diferentes y procesos políticos disímiles, además de elementos étnicos y culturales que han generado desconfianza y suspicacia entre ambos actores. Como señala Demetrio Boersner, su cercanía geográfica contrasta con la separación que les impone la historia.

En efecto, la población y las elites políticas caribeñas, de origen predominantemente africano, perciben a las elites latinoamericanas –y en particular a la venezolana– como europeas, en detrimento de los componentes indígenas y afroamericanos. En los 70 y 80 no era raro escuchar, por parte del público caribeño, la pregunta acerca de por qué no había en América Latina, o al menos en Venezuela, presidentes negros o de tez oscura.

Por otro lado, desde un punto de vista histórico hay que señalar fuertes diferencias: en el Caribe angloparlante el proceso de descolonización se llevó adelante durante las décadas del 60, 70 y 80 de manera gradual, a través de sucesivas reformulaciones constitucionales y de la transición pacífica hacia una democracia parlamentaria inspirada en el modelo de Westminster. Esto contrasta con las luchas contra España que, un siglo antes, caracterizaron los procesos de independencia en América Latina. En ese sentido, es interesante el contraste entre la reivindicación del rol de los generales Simón Bolívar o José de San Martín en América Latina, y el ensalzamiento de líderes políticos o sindicales –como Eric Williams en Trinidad o Alexander Bustamante en Jamaica– en la descolonización constitucional del Caribe angloparlante. En el Caribe no hispánico no hubo «libertadores».

Un tercer elemento importante es la percepción caribeña de la inestabilidad política de los países latinoamericanos, sometidos frecuentemente a golpes y regímenes militares, en contraste con la «civilidad» de los procesos políticos en los países del Caribe, cuyas fuerzas armadas se encuentran subordinadas al poder civil y no buscan convertirse en actores políticos.

Durante el proceso de independencia de los Estados del Caribe angloparlante y su consolidación posterior, estas percepciones primaron muchas veces en sus actitudes frente a América Latina. A ellas hay que agregar las disputas territoriales y limítrofes herederas de las confrontaciones entre España y Gran Bretaña, como los tres puntos de fricción que persisten entre el Caribe de habla inglesa y Venezuela, la disputa entre Belice y Guatemala y el posicionamiento frente a la disputa entre Gran Bretaña y la Argentina en torno de las Islas Malvinas, que afectaron la incorporación de los países caribeños a la Organización de Estados Americanos (OEA). Finalmente, hay que mencionar las tensiones derivadas de las dificultades en la delimitación de fronteras marítimas en el mar Caribe, que generó, entre otros factores, la necesidad de los integrantes de la Caricom de coordinar su actuación en los ámbitos multilaterales.

Todos estos elementos se han articulado históricamente sobre la base de una manifiesta asimetría en el tamaño, la población y los recursos de los Estados caribeños, en su mayoría insulares (con la excepción de Guyana, Belice y Surinam) y muy dependientes de los vínculos con sus antiguas metrópolis coloniales. Esta situación, junto con la carencia de recursos energéticos (con la significativa excepción de Trinidad y Tobago y, en menor medida, de Belice y Surinam), ha generado en los países del Caribe una fuerte dependencia de la cooperación y los acuerdos internacionales.

Analicemos ahora la posición de Venezuela. Desde la llegada de la democracia, en 1958, y especialmente a partir de la década del 70, este país ha desarrollado la percepción del Caribe como una zona vital para sus intereses estratégicos y económicos, lo cual ha derivado en una activa diplomacia en la región. Desde la primera presidencia de Rafael Caldera, Venezuela fue adquiriendo influencia en el área. Mucho antes de la llegada al poder de Hugo Chávez, sucesivos gobiernos utilizaron los recursos petroleros como un instrumento para impulsar un cambio en las percepciones y ganarse la voluntad de los países del Caribe anglófono, a través de mecanismos como el Pacto de San José, firmado en conjunto con México, de asistencia petrolera a la región, y también del impulso a una activa estrategia de acercamiento que incluyó, a pesar de las diferencias lingüísticas, una intensa política cultural. Como señala Leslie Manigat, desde 1960 Venezuela se constituyó en la «anti-Cuba por excelencia».

Esta política se intensificó particularmente durante la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez, quien le añadió un importante elemento personalista, a punto tal que en 1993, cuando se produjo su impeachment, los líderes de la Caricom le expresaron su apoyo. Esto generó una reacción negativa y un retroceso significativo de la política caribeña de Venezuela durante el segundo mandato de Rafael Caldera, entre 1994 y 1998.

Durante este periodo, la diplomacia venezolana en el Gran Caribe (incluidos los países de la Caricom, Centroamérica y Cuba) estuvo apoyada tanto en el hecho de ser un país en vías de desarrollo, con un sistema democrático estabilizado, como en sus abundantes ingresos fiscales provenientes del petróleo. Ni siquiera Cuba escapó a este esquema: por un acuerdo con la URSS que apuntaba a bajar los costos de transporte, Venezuela proveía de petróleo a la isla en volúmenes similares a los que ese país enviaba a Europa. A pesar de ello, buena parte del activismo venezolano en ese periodo se explica por la necesidad de contener la influencia cubano-soviética, en sintonía con los intereses de EEUU. Desde un punto de vista general, entonces, la política exterior de Venezuela, especialmente hacia el Caribe, se ha caracterizado por su condición de país democrático, petrolero y claramente alineado con Occidente durante la Guerra Fría, y, a la vez, de país en desarrollo, tercermundista, de vocación caribeña, andina y amazónica.

La espada de Bolívar: continuidad y ruptura en la política exterior venezolana

La vocación caribeña de Venezuela se asocia, además, a tres rasgos adicionales que han estado presentes en su política exterior desde 1958: su «excepcionalidad» en el contexto regional, basada en la combinación de continuidad democrática y disponibilidad de abundantes recursos petroleros; el rol decisivo del Poder Ejecutivo (y, más específicamente, del presidente) en la implementación de la política exterior; y un marcado activismo internacional, muy criticado en el ámbito nacional debido a que sobrepasaba la capacidad de un país en vías de desarrollo, pero también aceptado y asumido por diferentes sectores.

En este marco, después de un proceso de progresivo desgaste y deterioro del sistema político y de la deslegitimación de sus tradicionales actores, en particular de los partidos políticos, la llegada de Chávez al gobierno, en 1998, generó una serie de expectativas y un conjunto de transformaciones en el sistema político y en muchos otros aspectos de la política venezolana.

En efecto, Chávez produjo cambios significativos en la política exterior, tanto en sus temas y objetivos prioritarios, crecientemente signados por una visión ideológica y geopolítica y por la reivindicación del nacionalismo bolivariano, como en el estilo que le imprimió el presidente, muy activo y de alta visibilidad en el ámbito internacional. Pero más allá del elemento personal, lo central es que la disponibilidad de recursos posibilitó el despliegue de una agresiva diplomacia petrolera que ha ido desarrollando progresivamente una crítica a los postulados del Consenso de Washington y a las iniciativas de EEUU en la región, como el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y los tratados de libre comercio. Al mismo tiempo, Chávez fue articulando un nuevo mapa regional de alianzas y vínculos, entre los que se destacan la estrecha relación con Cuba (profundizada después del frustrado golpe de abril de 2002) y los nexos con los gobiernos progresistas y movimientos de izquierda en América Latina y el Caribe.

Estos cambios han abierto una serie de interrogantes sobre la continuidad o ruptura de las líneas fundamentales de la política exterior de Venezuela. Si bien muchos de estos interrogantes son legítimos, a veces pierden de vista la importancia de los tres elementos ya señalados –la excepcionalidad, el presidencialismo y la sobreextensión de la política exterior– sobre las concepciones específicas de la visión del presidente Chávez acerca del rol de Venezuela. Aunque ha habido cambios significativos, el uso del petróleo como herramienta privilegiada de la política exterior no solo ha persistido, sino que se ha potenciado, sobre todo debido al alza internacional de los precios de este producto. La diplomacia petrolera ha alcanzado niveles sin precedentes y ha permitido canalizar muchas de las aspiraciones de Chávez.Pero para tener un panorama completo es necesario agregar, a estos tres rasgos, ciertos elementos introducidos por Chávez. En primer lugar, su formación militar y su visión geopolítica del sistema internacional, donde los componentes de diferenciación y confrontación juegan un papel importante. En segundo lugar, la influencia del modelo cubano, no solo en sus aspectos ideológicos sino también en lo referente a las posibilidades de desempeño internacional de un país pequeño, pero caracterizado por un alto protagonismo en el ámbito mundial. Y, en tercer lugar, la visión esencialmente bolivariana que, además de tener un fuerte componente militarista y personalista, les asigna un rol relevante y de liderazgo a Venezuela y a su actual presidente en el sistema hemisférico y en el proceso de integración regional. Aunque se vislumbraran desde la asunción de Chávez, todos estos elementos se acentuaron marcadamente a partir de 2004.

Por eso, para una comprensión más cabal de la actual política exterior venezolana hay que tener en cuenta las concepciones geopolíticas derivadas de la formación militar del presidente, que generan una interpretación de los procesos internacionales fuertemente signada por una visión estratégico-militar de las relaciones de poder entre las naciones, donde los componentes territoriales y la soberanía nacional constituyen un factor crucial. Desde un primer momento, esta visión ha desplazado a las concepciones de la política exterior venezolana imperantes en los 80 y principios de los 90, centradas en la cooperación internacional, el intercambio comercial y la promoción de acuerdos y esquemas de integración basados en el libre comercio.

Esta lógica se hace evidente en la revitalización de la percepción del Caribe como un área fundamental para Venezuela debido a las supuestas amenazas militares de EEUU. En esta perspectiva, Caracas asume un rol de contrapeso regional, en una nueva interpretación de la excepcionalidad nacional, esta vez orientada a reafirmar su protagonismo como freno a toda aspiración hegemónica en la región. Esta visión se expresa en un lenguaje de tono fuertemente ideológico: la cooperación internacional es suplantada por la solidaridad internacional, la negociación es precedida por la confrontación y la historia es interpretada a la luz de las luchas, generalmente lideradas por figuras heroicas, contra diversas formas de opresión.El protagonismo internacional de Venezuela durante la gestión de Chávez está inspirado en la experiencia de Cuba, país que ha sabido reafirmar y proyectar su presencia internacional a pesar de sus escasos recursos y sus reducidas dimensiones, gracias a su modelo político y, en algunas etapas, al desarrollo de una capacidad militar internacional, que le ha permitido intervenir en conflictos en otras regiones e incluso disuadir a EEUU de una eventual invasión. Aunque forjada en la coyuntura específica de la Guerra Fría, la experiencia cubana aporta dos elementos importantes a la política exterior de Chávez: la necesidad de desarrollar la capacidad militar en el marco de una visión estratégica (lo que sintoniza con la formación militar del presidente y la asignación de un papel crucial a las Fuerzas Armadas), y el despliegue de una ideología que incluye apelaciones a la equidad, la solidaridad y la justicia internacional desde una perspectiva nacionalista, que encuentra su expresión en el bolivarianismo de Chávez.

Este bolivarianismo se nutre de una mitificación de la figura del prócer, que rescata fundamentalmente sus rasgos militares y sintoniza con la visión estratégico-militar ya descripta: el papel relevante que, según esta concepción, debería asumir Venezuela en el proceso de integración y unificación latinoamericano se basa, más que en dimensiones económicas, productivas y comerciales, en una perspectiva ideológica, militar y política. Desde esta perspectiva, muchos de los elementos tradicionalmente presentes en la política exterior de Venezuela se encuentran potenciados por la visión personal de Chávez acerca del papel de su país –y el suyo propio– en el proceso de transformación de la región y del sistema internacional. Estos elementos, como veremos a continuación, constituyen el marco en el que se produjeron los cambios de la política exterior venezolana en el Caribe implementados desde 1998.«Un mar entre dos mundos» y los efectos de la diplomacia petrolera

Una de las primeras obras colectivas publicadas en Venezuela sobre el Caribe llevaba por título Un mar entre dos mundos, en referencia al desgarramiento de aquella zona entre su histórica relación con Europa, producto de su legado colonial, y el vínculo emergente con el continente americano. Más de dos décadas después, el título parece aplicable a la situación que, pese al fin de la Guerra Fría, vive hoy el Caribe: la tensión entre dos continentes ideológicos y políticos de signo opuesto, donde la política de Chávez juega un papel determinante.

Como ya se señalara, desde la primera fase del gobierno de Chávez se produjo una reorientación de la estrategia exterior de Venezuela, al privilegiar el análisis estratégico de la presencia hegemónica de EEUU. Pero fue a partir del golpe de abril de 2002 y del incremento sostenido de los precios del petróleo ocurrido desde 2004 cuando el nuevo enfoque comenzó a desplegarse con más fuerza. Esto coincidió con la puesta en marcha, en el ámbito nacional, de una serie de medidas sociales que permitieron al presidente encarnar, en la percepción caribeña, la llegada al poder de un representante de los estratos étnicamente más cercanos al Caribe, tradicionalmente excluidos de la política latinoamericana.

Esta percepción en los países del Caribe no hispánico fue reforzada durante la tercera cumbre de la AEC, realizada en la isla de Margarita en diciembre de 2001. La participación de Fidel Castro contribuyó al pronunciamiento en contra del embargo estadounidense y fue clave para impulsar la crítica al ALCA. El presidente de Guyana, Bharrat Jagdeo, también cuestionó el ALCA. Y Chávez predijo que el acuerdo impulsado por EEUU solo profundizaría la pobreza en la región y propuso, en cambio, impulsar un esquema de integración alternativo. Por primera vez, el presidente venezolano habló de la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA).

Aunque la decisión de Chávez de promover una alianza caribeña en contra del ALCA y del gobierno de EEUU tuvo una adhesión importante en la cumbre de 2001, lo cierto es que se apoya en una serie de iniciativas previas enmarcadas en la tradicional diplomacia petrolera. El 19 de octubre de 2000, Venezuela impulsó la firma del Acuerdo Energético de Caracas, que benefició a diez Estados del Gran Caribe: Costa Rica, El Salvador, Haití, Honduras, Panamá, República Dominicana, Jamaica, Guatemala, Nicaragua y Belice. Este acuerdo complementó el Acuerdo de San José, a través del cual Venezuela y México suministraban, desde 1980, 160.000 barriles diarios a la región. Mediante esta nueva iniciativa, Venezuela aportaba adicionalmente 80.000 barriles diarios de crudo con un financiamiento de hasta 15 años, un periodo de gracia de uno y una tasa de interés de 2% para la porción de la factura financiada.

Poco después, en octubre de 2000, Chávez y Fidel Castro firmaron el Convenio Integral de Cooperación entre Venezuela y Cuba que, aunque estaba basado en el acuerdo anterior, incluía dos importantes elementos adicionales: una duración de cinco años y la inclusión del trueque de bienes o servicios como mecanismo de pago del suministro petrolero, manteniendo las mismas condiciones del acuerdo del 19 de octubre. El suministro previsto inicialmente era de 53.000 barriles diarios. Este convenio fue ampliado más tarde: actualmente, Venezuela envía a Cuba entre 90.000 y 98.000 barriles diarios (4,6 a 5,8 millones de toneladas) que cubren entre 50% y 54% de las necesidades de la isla. El precio máximo fijado desde 2005 es de 27 dólares por barril, es decir, menos de la mitad del internacional, que era de 68 dólares en abril de 2006. Esto implicó un subsidio de precios de mil millones en 2005. Este convenio sustituyó al acuerdo de triangulación entre Venezuela, la URSS y Cuba, que había cesado en 1995.

Lo central, en todo caso, es que para el momento de la realización de la Cumbre de Margarita las bases estaban sentadas para el impulso de una activa diplomacia petrolera en el Caribe, reforzada por el incremento de los precios del petróleo a partir de 2004 y el lanzamiento de Petrocaribe. Este último se produjo en junio de 2005, cuando Chávez, acompañado por Fidel Castro, anunció públicamente el proyecto. Lo definió como «una organización coordinadora y gestora de la producción, refinación, transporte y suministro de petróleo y gas en el arco caribeño (...) con una plataforma institucional que incluya una secretaría general, que ejerce el ministro de Energía de Venezuela, y además disponga de un fondo para cooperación e inversiones».

El petróleo sería provisto por Venezuela con financiamiento parcial de la factura en términos muy blandos: 15 años de plazo, más dos de gracia y una tasa de interés de 2% anual. En rigor, Petrocaribe implicaba, para los integrantes de la Caricom, Cuba y República Dominicana, profundizar el Acuerdo Energético de Caracas de 2000.

El lanzamiento de Petrocaribe, realizado en Puerto La Cruz el 29 de junio de 2005, contó con la presencia de Fidel Castro y del presidente dominicano, Leonel Fernández, además de los primeros ministros Patrick Manning (Trinidad y Tobago), Keith Mitchel (Granada) y Percival Patterson (Jamaica), junto con autoridades de Surinam, Antigua y Barbuda, Saint Kitts y Nevis, Santa Lucía, Belice, Bahamas, San Vicente y las Granadinas, Barbados, Guyana y Dominica. Todos suscribieron el acuerdo, con dos excepciones: Trinidad y Tobago y Barbados, países productores de petróleo que, ante la evidente decepción de Chávez, expresaron sus reservas, ya que consideraron que podía afectar su propio acuerdo energético con los restantes países de la Caricom. Poco después, en la cumbre de la Caricom realizada el 13 de julio de ese año en Santa Lucía, el primer ministro de Trinidad y Tobago, Manning, cuestionó fuertemente a Petrocaribe, señalando que «erosionaba la economía de su país» y la unidad de la Comunidad del Caribe.

De todos modos, el comunicado final de la reunión no mencionó ninguna de las disputas, y Trinidad y Tobago continuó desarrollando posteriormente conversaciones bilaterales con Venezuela en torno de acuerdos de cooperación en el área energética y avanzó en «acomodar» posiciones entre ambos.

Las críticas posteriores de analistas de Trinidad y Tobago y las voces opositoras a los gobiernos de Jamaica y Venezuela definieron a Petrocaribe como un «soborno» para ganar los votos de sus beneficiarios en la OEA y otros organismos internacionales. Además, aseguraron que el acuerdo ahuyentaría las inversiones extranjeras en la explotación de hidrocarburos y gas y en el sector de transportes, que quedaba en buena medida bajo el control de Venezuela. Finalmente, otros observadores señalaron que erosionaría las chances de Guyana de preservar sus derechos territoriales en el Esequibo y los del Caribe Oriental en torno de la isla de Aves.

Pero, más allá de estas reacciones, lo cierto es que el principal punto de divergencia es otro, que rara vez se menciona públicamente: el hecho de que Petrocaribe se asocia al ALBA, iniciativa que defiende una posición radicalmente anti-Washington y anti-ALCA con la que pocos gobiernos caribeños están dispuestos a comprometerse. De hecho, con la excepción de Cuba, cuya dependencia económica de la asistencia petrolera venezolana es vital para su supervivencia, ningún otro país de la región se ha mostrado dispuesto a suscribir el ALBA.

En ese sentido, una sucesión de situaciones parecen poner en duda la efectividad de la diplomacia petrolera para volcar a los países de la Caricom a una posición anti-ALCA y anti-Washington. La elección del chileno José Miguel Insulza en la Secretaría General de la OEA en mayo de 2005 contó con el apoyo inicial de los 12 países miembros de la Caricom, junto con Chile, Brasil, Argentina, Uruguay y Venezuela. Este bloque logró superar, luego de cinco empates sucesivos, a los candidatos promovidos por EEUU. En aquella ocasión, un observador desprevenido pudo haber pensado que el apoyo de los países caribeños era consecuencia del aval de Venezuela a Insulza. Sin embargo, el respaldo fue resultado de un largo proceso durante el cual el gobierno de Chile –e Insulza en particular– cultivó las relaciones con el Caribe. Seis meses después, la Cumbre de las Américas, realizada en la ciudad argentina de Mar del Plata, despejó cualquier duda al respecto y puso en evidencia los límites de la diplomacia petrolera venezolana en el Caribe. En efecto, allí se produjo una clara polarización entre aquellos países que apoyaban la decisión de EEUU de avanzar con el ALCA y aquellos que objetaban sus tiempos (Argentina y Brasil) o, de una manera más radical, su materialización (como en el caso de Venezuela). En este escenario, los países del Caribe se inclinaron por la primera posición.

Finalmente, podemos mencionar una última evidencia de las dificultades que encuentra Chávez para alinear a los países del Caribe con sus posiciones: la reciente reiniciación de las negociaciones entre la Caricom y EEUU para establecer un tratado de libre comercio. Esto deja en claro que, si bien Petrocaribe y sus beneficios han sido bien recibidos en la región, el ALBA no parece correr la misma suerte.

Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía

La profundización de la diplomacia petrolera de Venezuela en el Caribe abre una serie de interrogantes sobre su eficacia. Más allá de que la política de Chávez potencia algunos rasgos tradicionales, a los que se añaden características propias asociadas a sus aspiraciones al liderazgo regional, parece evidente que la receptividad a esta política, salvo en Cuba, es limitada. El objetivo de generar las condiciones para impulsar el ALBA a nivel continental, sobre la base de la articulación de un arco o anillo energético en América Latina, no ha tenido la recepción esperada en el Caribe. La expectativa de que los países caribeños respalden esta iniciativa en contraposición con sus vínculos tradicionales con EEUU no solo no ha funcionado, sino que ha generado suspicacias que se suman a las percepciones sobre el rol «subimperialista» de Venezuela en la región, cargado, además, de connotaciones militaristas a las que las elites políticas caribeñas son tradicionalmente reacias. Al mismo tiempo, la utilización de los recursos petroleros para darle un sesgo más antiestadounidense a la AEC parece haber fracasado, si nos guiamos por la posición asumida por los países caribeños tanto en este organismo como en la Cumbre de las Américas y otros foros.

Está por verse, sin embargo, si estas posiciones inciden en la elección del país latinoamericano que ocupará un puesto no permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en la que Venezuela compite con Guatemala, que cuenta con el aval de EEUU. Habrá que ver, también, la posición de los Estados del Caribe ante la posibilidad de una reacción por parte de la OEA frente a los próximos comicios en Venezuela.

La articulación de una alianza más amplia en el ámbito continental tampoco parece haber funcionado. El arco o anillo energético que se buscaba promover se ha desgajado entre el Caribe, América del Sur y la región andina, sin mencionar el vuelco definitivo de Centroamérica al ofrecimiento mexicano del Plan Puebla-Panamá. Hay que mencionar, también, los tratados de libre comercio con EEUU firmados por Centroamérica (incluida República Dominicana), Colombia y Perú, que ponen en cuestión las iniciativas continentales de Chávez. El ALBA, a su vez, tampoco ha encontrado la recepción esperada entre los gobiernos progresistas de América del Sur: aunque la diplomacia petrolera es bien recibida, sobre todo en lo referente a los apoyos financieros canalizados a través de la compra de bonos estatales, la única adhesión formal ha sido la de Bolivia luego de la elección de Evo Morales. Este país, sin embargo, ha mantenido una posición autónoma frente a la ruptura de Chávez con la Comunidad Andina de Naciones y asumió la presidencia de este organismo a pesar del alejamiento de Venezuela.

En suma, podemos afirmar que, aunque el nuevo mapa de alianzas articulado por Chávez incluye socios tácticos y estratégicos en el marco de una nueva visión geopolítica proyectada desde Venezuela, pocos países parecen dispuestos a asumir un compromiso más profundo, que incluya el respaldo a iniciativas como el ALBA.

Pero desde una perspectiva general y de largo plazo, quizás el saldo de la diplomacia petrolera sea más positivo de lo esperado, aunque esté alejado de los objetivos estratégicos de Chávez y su sostenibilidad se encuentre en cuestión. En efecto, el análisis de los cambios en la agenda de la integración regional –que pasó del énfasis en los acuerdos de libre comercio a la creciente preocupación por los temas sociales y políticos, el desarrollo equitativo y la lucha contra la pobreza y la exclusión social– revela que, pese a sus costos, la diplomacia petrolera de Chávez puede generar otros réditos. Basta considerar lo que ocurrió en la última cumbre de la AEC, en Panamá, para comprobar que los temas políticos, sociales y de desarrollo han vuelto a ocupar un necesario (y perentorio) lugar en la agenda. Atribuir este logro solamente a la diplomacia petrolera de Chávez sería limitado e injusto. Descartar su papel en los cambios que sufre el mapa geopolítico y social de la región, también. Olvidar que este papel está teñido de nuevos componentes autoritarios y militaristas sería, sin embargo, extremadamente peligroso. Y confiar, finalmente, en que estos cambios abran el espacio para una verdadera participación «desde abajo» de la ciudadanía regional en impulsar el desarrollo, la equidad y la integración (para no mencionar la paz) probablemente sea ingenuo.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 205, Septiembre - Octubre 2006, ISSN: 0251-3552


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