Opinión
enero 2018

El callejón sin salida iraní

Las protestas en Irán se distinguen de las de 2009 y expresan el descontento social del interior del país en un complejo caleidoscopio de demandas. Más extendidas territorialmente que masivas, las movilizaciones callejeras incluyen consignas radicalizadas y no se pueden subsumir fácilmente en el eje reformistas vs. conservadores que viene marcando las pujas políticas en la República Islámica.

<p>El callejón sin salida iraní</p>

Lo que la nación quiere es una república islámica. No solo una república, no una república democrática, ni tampoco una república democrática islámica. No usen la palabra «democrática» para describirla. Es el estilo de Occidente (Ayatola Ruhollah Jomeini, 1979).


Durante poco más de una semana, Irán fue sacudido por recurrentes, aunque no multitudinarias, protestas en gran parte de su territorio. En un principio, las movilizaciones fueron fomentadas por opositores conservadores al gobierno moderado del presidente Hasan Rohaní en la ciudad de Mashhad (la segunda más grande del estado y destino recurrente para peregrinos chiítas).

Las causas fueron, en su amplia mayoría, económicas: quejas por los altos precios de un bien esencial como los huevos, un fuerte aumento en el valor proyectado de la gasolina (en un país que exporta millones de barriles de petróleo diarios), un elevado desempleo entre los jóvenes que no deja crecer (con especial incidencia en universitarios graduados, sector en el que araña el 40%), una constante reducción de subsidios hacia los sectores más vulnerables, la denuncia de Rohaní en el Parlamento acerca de que «hay seis fraudulentas instituciones que controlan el 25% el mercado cambiario en el país» (en clara referencia a ese estado dentro del estado llamado Guardia Revolucionaria) y, por último, el anuncio de que se relajarían las penas por el no uso mandatorio del velo islámico. Un enmarañado combo que parece imposible de abordar de modo unicausal y que afecta mayoritariamente a un sector de la población específico: la clase trabajadora, principalmente joven, habitante de las provincias, que a menudo ha constituido la base de apoyo de grupos conservadores económico-militares como la Guardia Revolucionaria y que hoy no aprecia que algunas políticas de apertura o el acuerdo nuclear firmado con las potencias occidentales representen una mejora de su situación económica.

Las manifestaciones pronto se extendieron por diversas ciudades por fuera del control de los propios conservadores y las demandas se ampliaron para incluir desde ataques directos contra el verdadero mandamás del país, el líder Supremo Alí Jamenei, hasta pedidos de equidad en el reparto económico que afecta a provincias teóricamente ricas pero fácticamente pobres. Un claro ejemplo es Juzestán, que además de contar con una importante minoría árabe, es la zona donde se extrae el 85% del petróleo (terrestre) de Irán y el 60% de sus recursos gasíferos. Pese a ello, esta región sigue siendo un territorio desfavorecido por el gobierno central. La mala gestión y el abandono repercuten mucho más en estas zonas del interior iraní que en Teherán: por ejemplo, la ciudad de Izeh posee un rampante índice de desempleo y una de las tasas de suicidios más altas de país.

Así fue que la amplia extensión geográfica de las manifestaciones y no su gran concurrencia –a diferencia de las protestas de 2009– se sumó a la naturaleza radical de algunos pedidos que sorprendieron a todas las facciones políticas del país. Por tanto, es pertinente recordar un aviso de alerta enunciado, en los primeros días del conflicto, por el mismísimo vicepresidente Eshaq Jahangiri según el cual la cuestión económica esgrimida era solo una excusa para debilitar al actual gobierno y llamaba a ser cuidadosos al repartir las culpas pues «resulta imposible saber quiénes comandarán (las protestas) al final». Lo que quiso enfatizar el avezado político es que, si bien la frustración es económica, acusar a los dirigentes de mala administración y favoritismo es un hecho eminentemente político que afecta al gobierno de la teocracia islámica.

De esta manera, la amenaza pasó a ser no solo contra el gobierno de Rohaní –cuyas promesas de transformar el acuerdo nuclear con Europa y Estados Unidos en beneficios para la economía no se cumplieron– sino potencialmente contra toda la República Islámica. Y en línea con esta vicisitud no sorprendió la actuación de la Guardia Revolucionaria, a cargo de las telecomunicaciones , que no cortó Internet mientras las críticas se circunscribían solo al presidente pero que luego, al abrirse los cuestionamientos hacia todo el arco político, comenzó a bloquear la red de manera intermitente (detener internet por completo implica inmovilizar la economía de gran parte del país con sus respectivas consecuencias). Y el régimen acusó especialmente a Telegram, muy popular en Irán.

A Rohaní se lo tiende a considerar reformista; sin embargo, el adjetivo no es exactamente correcto ya que se trata de un producto puro del establishment de la República Islámica (basta revisar antiguas fotos de la corta estadía del ayatola Jomeini en Francia en 1978, previa a la toma del poder, para apreciarse a un joven Rohaní sentado su lado). Al Igual que el fundador de la República Islámica, el actual presidente es un maestro de la improvisación, altamente político, aunque difiere de su maestro en el cuidado con el que emplea las palabras: significativamente, Rohaní afirmó entender «los motivos de los manifestantes».

Cabe preguntarse cómo se hubiera desbarrancado este mismo conflicto con las habituales declaraciones altisonantes del expresidente Mahmud Ahmadineyad al mando del gobierno. Claramente, la denominación de moderado se ajusta más a la persona y carrera de Rohaní pues lo que busca el actual presidente no es reformar (o acabar) con un estado gobernado por los principios islámicos sino, por el contrario, salvarlo. Y para tal titánico objetivo consideró, ya desde de su primera presidencia iniciada en 2013, que era necesario abrir a Irán al mundo mediante el acuerdo nuclear y así aliviar el boicot que sufrían tanto su economía como empresas.

El inconveniente de esta apertura es que todavía no se ha materializado en beneficios tangibles: a pesar de las innumerables visitas de empresas europeas a Teherán, pocos acuerdos han llegado a buen puerto ya que aún existe la amenaza de que los EEUU de Donald Trump cancelenel acuerdo firmado por Barack Obama y, además de esto, los frutos de un acuerdo semejante no son inmediatos. En ese sentido, las políticas económicas de Rohaní que algunos analistas –con un poco de malicia– han denominado como «neoliberales», se basan en un tándem de inversiones extranjeras sumado a una reforma impositiva, privatización de empresas y un limitado gasto público. En esa tónica, y a pesar de haber reducido la inflación como nunca antes, persiste el recuerdo de la gestión de los conservadores que gobernaron con Ahmadineyad quienes, mediante una transferencia directa de subsidios monetarios, redujeron la pobreza a partir de 2010 (desde ese mismo periodo se aprecia cómo el gasto público en las zonas rurales y urbanas fue decayendo).

Lo que quedó en evidencia es que mientras la economía petrolera de Irán hoy no favorece a los sectores más vulnerables, las políticas de gobiernos denominados populistas como el de Ahmadineyad sí parecían hacerlo. El error de Rohaní reside, al querer diferenciarse en todo sentido de su antecesor, en intentar todos los cambios simultáneamente. Y al hacerlos, no pudo mantener siquiera un sistema de distribución, si se quiere imperfecto, pero que había dado resultados más que aceptables .

Asimismo, cabe destacar diferencias significativas entre las protestas de 2009 y las de estos días. La demostraciones de hace más de ocho años tuvieron sus puntos fuertes (liderazgo unido, una agenda política clara y encuadrada en los derechos civiles y democráticos ante lo que se consideró una manipulación del resultado electoral; presencia de cientos de miles de manifestantes en las calles) y deficiencias (la protesta provenía de un único sector de la población –las clases medias–, estaban centradas en Teherán, y los pedidos eran políticos más que económicos).

Las actuales manifestaciones, por el contrario, tienen poderosos alicientes: no son solo políticas sino también económicas y evidencian una importante descentralización geográfica que dificultó su contención. Claro que también se presentan problemas significativos: menor cantidad de manifestantes, falta de liderazgo y agendas de demandas a menudo opuestas.

Los moderados brillaron por su ausencia en las calles, tampoco salieron a respaldar al presidente en forma masiva puesto que tienen un dilema: si apoyan las manifestaciones pueden debilitar aún más al moderado Rohaní mientras que un rechazo a la protesta aumentaría su aislamiento político. Además, lo ocurrido en Siria lleva a muchos a querer evitar una demasiado riesgosa desestabilización política e institucional: Irán fue, este tiempo, una apreciable isla de estabilidad en la región. Por otro lado, los conservadores que deseaban debilitar a un gobierno no afín, una vez que los manifestantes comenzaron a enunciar proclamas contra el régimen in toto, ya no pudieron sacar ventaja y volvieron a culpar a Arabia Saudita y al «sionismo mundial» de estar detrás de las protestas.

Es también notorio como el Líder Supremo y las milicias que rodean a la Guardia Revolucionaria han aprendido la lección de los disturbios de 2009: hasta ahora se ha evitado una represión más cruenta (a pesar de las decenas de muertos y los centenares de detenidos) que pudiese crear una escalada imprevisible que socave aún más la legitimidad del propio régimen. Sin duda, el significativo desafío del gobierno, en el mediano y largo plazo, es tratar de paliar las demandas económicas y civiles de las protestas. Para ello se requiere una serie de decisiones –muchas veces contradictorias– que van desde una mayor inversión extranjera hasta reinstalar algunas medidas de asistencialismo directo mientras se profundizan las reformas estructurales que propugna el gobierno. Parece altamente dudoso que se pueda emprender ese rumbo con la distribución actual del poder en Irán. Rohaní, quien se encarga de la economía, quiere pero no puede; Jamenei, con la última palabra para todo, puede pero no quiere.

Sin embargo, vale tener en cuenta que en la República Islámica es muy difícil seguir las reglas en línea recta puesto que las mismas están en constante cambio. Lo prohibido un día, está permitido al siguiente. Los líderes iraníes, más que jugadores de ajedrez que despliegan su estrategia con una larga anticipación, son más bien improvisadores de jazz que cambian el tiempo de la pieza mientras la interpretan (por ejemplo, en el inicio de la Revolución se dictaminó que el los huevos del esturión (caviar) no podían ser comidos o comercializados porque el esturión es un pez sin escamas pero al sufrir escasez de reservas monetarias internacionales, el propio Jomeini cambió de opinión y el animal acuático fue «islamizado»). Hoy, con la latente amenaza de que el no tan imprevisible Trump cancele el acuerdo nuclear es bueno recordar que saber improvisar, a veces, es la única forma posible de hacer las cosas en Irán, y muchas otras, también de sobrevivir.


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