Opinión
abril 2016

El agotamiento del progresismo

El progresismo latinoamericano se ha deslizado al centro y ha perdido la radicalidad que lo caracterizaba. ¿Tiene alguna manera de recomponerse?

El agotamiento del progresismo

En alguna entrevista, el ex presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva dijo que se alegraba de no haber ganado la elección de 1989. Para entonces, añadió, el Partido de los Trabajadores era demasiado radical. Cuando finalmente ganó en 2002, ya estaba claro lo que cabía esperar de la gestión de la izquierda brasileña. Con los gobiernos de Rafael Correa y Evo Morales, no había tal claridad. Llegaron a Carondelet y al Palacio Quemado demasiado pronto; antes que las ansias radicales se extinguieran. El apagón llegó más abruptamente, durante la experiencia de gobierno. Sea que la moderación creciera poco a poco, en la oposición parlamentaria, como le pasó al FMLN salvadoreño o a los Tupamaros uruguayos; sea que surgiera en una combinación de derrotas sangrientas y debates en los gabinetes, como ocurrió con el FSLN nicaragüense o el socialismo chileno; el deslizamiento hacia el centro del espectro político ha ocurrido en todos los movimientos radicales latinoamericanos del cambio de siglo. Es un giro análogo al ocurrido en la socialdemocracia europea cien años antes.

Frente a un deslizamiento político tan generalizado, las izquierdas latinoamericanas han perfilado diferentes reacciones. Me concentro en cuatro posibilidades que, obviamente, se combinan. La primera es aceptar lo inevitable y hacer de necesidad virtud, a la manera de Lula. Abrazar el giro hacia la moderación y declarar que no había nada más que esperar que lo que en verdad ocurrió. Al fin y al cabo, la vida siempre tiene la razón. La única alternativa viable es el «buen capitalismo», lo demás son sueños perniciosos o ingenuos. La segunda es afirmar, a la manera de Álvaro García Linera, Atilio Borón o Emir Sader, que todo lo ocurrido es perfectamente revolucionario. Estos gobiernos progresistas preparan condiciones para el desarrollo de un capitalismo moderno y avanzado que está abriendo el camino para el poder popular y la superación del capitalismo. Una tercera alternativa es condenar el giro en nombre de los principios, sea de un socialismo radical, de un ecologismo de base, de un feminismo movimientista o de una interculturalidad decolonial. Es fácil mostrar que ninguno de los gobiernos progresistas ha cumplido sus promesas más atrevidas. Muchas de las críticas de Raúl Prada o Luis Tapia en Bolivia, de Alberto Acosta o Natalia Sierra en Ecuador, de Roland Denis o Edgardo Lander en Venezuela, de Eduardo Gudynas, Maristella Svampa o Francisco De Oliveira, pueden interpretarse como la crítica por el incumplimiento a la promesa de cambios profundos. La réplica usual es que esos cambios no ocurren «en cinco minutos».

Sugiero que una parte de las críticas agrupadas en la tercera alternativa pueden considerarse una cuarta reacción. Esta reconoce que las alternativas más radicales no están plenamente desarrolladas y que no pueden sencillamente «aplicarse» a la realidad social. Son, más bien, un esfuerzo de experimentación social y política. Su crítica, por tanto, no es que los progresismos hayan fracasado en superar el colonialismo, el patriarcalismo y el capitalismo, sino que, llegado un punto, abandonaron toda experimentación de verdaderas alternativas, así sean parciales o locales. Los progresismos perdieron toda capacidad de empujar las condiciones sociales y políticas para las transformaciones.

Seamos más específicos. Es menos fácil demostrar que luego del vendaval neoliberal y existiendo un sinfín de escenarios peores, como Macri, Doria Medina o Santos, el progresismo deba ser desechado. Para ser un paso, así sea pequeño, a favor de alternativas radicales no es suficiente que haya más Estado o mayor sensibilidad social. La gestión pública debe servir a la autonomía política y a la experimentación social y económica de las organizaciones populares. Pero los liderazgos caudillistas y centralizadores de los progresismos están lejos de promoverlas. La urgencia de unanimidad de estrategia entre sus seguidores, los ha llevado a criminalizar, debilitar, someter o corromper las organizaciones de los grupos subalternos. Las organizaciones se ven obligadas a aceptar la decisión central de qué es viable y qué no. En ausencia de amplia democracia y participación de base, ¿qué posibilidades hay para la experimentación necesaria?

Además, la urgencia de fondos para financiar las obras públicas los lleva a repetir modelos extractivos o agroindustriales y, peor, a enarbolar el discurso de lo inevitable. Pierden en el camino la búsqueda de alternativas económicas más difusas, menos rápidas y más descentralizadas. La urgencia de evitar derrotas electorales los hace descartar la división de poderes o incluso a tolerar la corrupción rampante o justificarla por las necesidades partidarias. Sin controles cruzados y externos, los funcionarios de gobierno se ven envueltos en las mismas espantosas prácticas de quienes los precedieron, y cuyos negocios infames nos piden proteger para evitar la «restauración conservadora».

No es, pues, el radicalismo reclamando lo imposible. Son demandas democráticas para fortalecer a los grupos, las experiencias y las propuestas de cambios profundos en el largo plazo. Incluso en aquellos pocos casos en que gobiernos progresistas privilegiaron el fortalecimiento del Estado y la conservación coyuntural del gobierno a toda costa, dilapidaron la oportunidad de fortalecer modestamente las alternativas radicales. De hecho, las sepultan en el desprestigio que los persigue a pasos agigantados. Más tarde o más temprano han terminado aplicando medidas inquietantemente parecidas a las reclamadas a su derecha. La clave de cualquier transformación profunda está en la sociedad, no en el Estado. Y el Estado sirve a ella solo cuando la sociedad aumenta su capacidad de controlarlo y dictarle sus prioridades. El progresismo, por el contrario, se ha decantado por la burocracia en unos casos, la tecnocracia en otros, y los nuevos o viejos grupos económicos que medran, en todos lados, del Estado capitalista que los cuida y los nutre. Estatismo no es socialismo.


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