Hace
más de dos años, en vísperas de la celebración de la Copa Mundial
de Fútbol escribí un artículo para un
argentino, «Brasil vs Belindia, el otro partido a días del mundial».
Por
aquel entonces, una serie de acontecimientos (entre los que se
destacaron las movilizaciones callejeras de los sectores medios
reclamando mejoras sociales) ponían en duda la percepción del
ascenso de Brasil después de los gobiernos de «Lula» Da Silva.
Hasta el 2013, Brasil se mostraba como un país «emergente» que
formaba parte del club de las potencias del futuro (los BRICS)
que convergía paulatinamente en muchas políticas e indicadores
económicos con el denominado mundo en desarrollo (pleno empleo,
grandes empresas con presencia global, un robusto sistema financiero,
para dar algunos ejemplos) y que había exhibido un proceso inédito
de inclusión y movilidad ascendente para gran parte de su sociedad.
Esa imagen de Brasil, que dejaba gradualmente atrás la condición de
subdesarrollo había sido fundamental para lograr la adjudicación de
dos de los principales eventos deportivos del mundo, como son el
mundial y las olimpíadas.
Para
el proyecto político del PT, la apuesta por lograr organizar ambos
acontecimientos deportivos (en 2007 y 2009 se confirmaron las
candidaturas del Mundial y de los Juegos
Olímpicos
respectivamente) se sustentó en tres puntos fundamentales. En primer
lugar, representó un triunfo simbólico por mostrar el
«ascenso» de Brasil, imagen que quedó plasmada en la tapa de
revista The
Economist
con el «despegue del Cristo» y con el lema «Brazil Take off».
En segundo lugar, reforzó la alianza del PT con los grandes conglomerados
empresariales nacionales del rubro de la construcción e ingeniería
(Odebrecht, Gerdau, Andrade Guitierrez, OAS, Queiroz Galvao, entre
otras) dado el involucramiento directo en la ejecución de las obras
necesarias. Por último, se
desarrolló
una lectura más próxima al liberalismo que al estructuralismo,
según
la cual los
mega-espectáculos servirían para modernizar al país,
principalmente en infraestructura básica, las cuales tendrían un
efecto «derrame» sobre todo la población, beneficiando a los
sectores más vulnerables.
Sin
embargo, «Brasil 2014» evidenció que
aquella linealidad en la convergencia con el mundo desarrollado como
las percepciones imperantes, eran una quimera. Como señalé en
alguna otra oportunidad, el gigante sudamericano sufrió desde
mediados de 2013 un «baño de realidad periférica». Las masivas
y violentas movilizaciones previas al mundial, la construcción de
los grandes estadios donde la corrupción fue la moneda corriente, la
prohibición a los jóvenes entrar a los centros comerciales,
ciudades colapsadas en términos habitacionales y de infraestructura
básica, la militarización de las favelas, mostraron fehacientemente
el regreso del fantasma de Belindia,
concepto
acuñado por el economista brasileño Edmar Lismoa Bacha en los años
setenta, el cual hacía alusión a la existencia en un mismo país de
contrastes políticos, sociales y culturales muy marcados. En
Belindia, desarrollo y subdesarrollo eran parte del mismo paisaje.
En
sentido, si para 2014 la percepción era una
de empate
en
el duelo entre Brasil y Belindia, hoy, a días del comienzo de los J
en Rio de Janeiro, éste último parece haber ganado la contienda. En
estos últimos dos años la idea de Brasil como «potencia en
ascenso» se ha derrumbado como un castillo de naipes. En lo que va
de 2016, Brasil ha mostrado su peor cara al mundo a raíz de la
fragilidad de su sistema político y de sus instituciones. Los
escándalos de corrupción que salpican a toda la dirigencia política
y empresarial y la forma en que el sistema político dirimió el
antagonismo y la polarización política (dudosa legitimidad y
legalidad del impeachment a Rousseff) evidenciaron un claro retroceso
en materia de consolidación democrática. Los discursos de los
diputados mientras votaban en un juicio político a favor de la «tortura» o
por «Dios» como la conformación de un gobierno de transición
sin representación racial o de género fueron hechos simbólicos del
momento que vive Brasil, más próximo al concepto peyorativo de
«república bananera» que la autoproclamada noción de «madurez
institucional».
En
ese contexto, y a días del comienzo de los Juegos
Olímpicos,
Rio de Janeiro parece ser una ciudad de Belindia. La ciudad
organizadora está lejos de cumplir con los compromisos asumidos para
albergar la esperada contienda deportiva. Hay trabas en toda la
infraestructura olímpica (problemas en la villa donde se alojarán
las delegaciones, demoras en la obra del subte a Barra de Tijuca,
nuevas denuncias a empresas por malversación de fondos públicos, contaminación en la Bahía de Guanabara y desorden en el tráfico, para dar algunos ejemplos) y una
hiper securitización con la salida masiva del Ejercito a las calles
para contener los problemas de inseguridad –y de una posible amenaza
terrorista–. Estos asuntos ha encendido las alarmas en todo el mundo en relación a
si Brasil está preparado para desarrollar eficazmente los Juegos
Olímpicos
Además,
el resultado final de miles de millones de dólares invertidos no ha
generado un derrame armonioso en la sociedad sino que ha servido
para profundizar las asimetrías y los contrastes en la ciudad. La
construcción de un muro que invisibiliza la comunidad de Maré para
aquellos que llegan al Aeropuerto Internacional del Galeão, el
cambio de recorrido de líneas de ómnibus para que desde el Norte de
la ciudad no lleguen fácilmente a las playas de Copacabana o Ipanema, son claros ejemplos del intento por ocultar la «otra Rio de Janeiro». En esa
dirección, una vez finalizados los Juegos Olímpicos, la millonaria suma
invertida en Barra de Tijuca habrá servido para crear lo que el
empresario Carlos Carvalho (quien donó miles de hectáreas para la
construcción del Parque olímpico) indicó como «la nueva Río»,
en alusión a un barrio moderno y exclusivo, un nuevo paraíso para
los ricos. Desde hace dos años cientos de familias humildes
asentadas en tierras cercanas fueron desplazadas forzosamente por el
ayuntamiento de Río.
A
apenas
días del inicio de los Juegos
Olímpicos,
Brasil ya perdió sus dos primeras medallas: la de la reputación y
la de la credibilidad. Desde que Alemania le ganó la final del
Mundial a la Argentina a los días que corren, Belindia parece haber
derrotado a la pretensión de un Brasil emergente hacia la
convergencia con el mundo desarrollado. Para Brasil, más allá de
como quede posicionado en el medallero olímpico, el saldo final será
de mayores contrastes económicos y sociales en el marco de una
tormenta política que parece no disiparse. Hoy más que nunca la
famosa frase atribuida a Charles de Gaulle recobra vigencia: Brasil
es el país del futuro, y siempre lo será.