Opinión
agosto 2016

A días de las Olimpíadas: ganó Belindia

Antes de que comiencen los Juegos Olímpicos, Brasil ya perdió sus dos primeras medallas: la de la reputación y la de la credibilidad. El saldo final será de mayores contrastes económicos y sociales en el marco de una tormenta política que parece no disiparse.

A días de las Olimpíadas: ganó Belindia

Hace más de dos años, en vísperas de la celebración de la Copa Mundial de Fútbol escribí un artículo para un argentino, «Brasil vs Belindia, el otro partido a días del mundial». Por aquel entonces, una serie de acontecimientos (entre los que se destacaron las movilizaciones callejeras de los sectores medios reclamando mejoras sociales) ponían en duda la percepción del ascenso de Brasil después de los gobiernos de «Lula» Da Silva. Hasta el 2013, Brasil se mostraba como un país «emergente» que formaba parte del club de las potencias del futuro (los BRICS) que convergía paulatinamente en muchas políticas e indicadores económicos con el denominado mundo en desarrollo (pleno empleo, grandes empresas con presencia global, un robusto sistema financiero, para dar algunos ejemplos) y que había exhibido un proceso inédito de inclusión y movilidad ascendente para gran parte de su sociedad. Esa imagen de Brasil, que dejaba gradualmente atrás la condición de subdesarrollo había sido fundamental para lograr la adjudicación de dos de los principales eventos deportivos del mundo, como son el mundial y las olimpíadas.

Para el proyecto político del PT, la apuesta por lograr organizar ambos acontecimientos deportivos (en 2007 y 2009 se confirmaron las candidaturas del Mundial y de los Juegos Olímpicos respectivamente) se sustentó en tres puntos fundamentales. En primer lugar, representó un triunfo simbólico por mostrar el «ascenso» de Brasil, imagen que quedó plasmada en la tapa de revista The Economist con el «despegue del Cristo» y con el lema «Brazil Take off». En segundo lugar, reforzó la alianza del PT con los grandes conglomerados empresariales nacionales del rubro de la construcción e ingeniería (Odebrecht, Gerdau, Andrade Guitierrez, OAS, Queiroz Galvao, entre otras) dado el involucramiento directo en la ejecución de las obras necesarias. Por último, se desarrolló una lectura más próxima al liberalismo que al estructuralismo, según la cual los mega-espectáculos servirían para modernizar al país, principalmente en infraestructura básica, las cuales tendrían un efecto «derrame» sobre todo la población, beneficiando a los sectores más vulnerables.

Sin embargo, «Brasil 2014» evidenció que aquella linealidad en la convergencia con el mundo desarrollado como las percepciones imperantes, eran una quimera. Como señalé en alguna otra oportunidad, el gigante sudamericano sufrió desde mediados de 2013 un «baño de realidad periférica». Las masivas y violentas movilizaciones previas al mundial, la construcción de los grandes estadios donde la corrupción fue la moneda corriente, la prohibición a los jóvenes entrar a los centros comerciales, ciudades colapsadas en términos habitacionales y de infraestructura básica, la militarización de las favelas, mostraron fehacientemente el regreso del fantasma de Belindia, concepto acuñado por el economista brasileño Edmar Lismoa Bacha en los años setenta, el cual hacía alusión a la existencia en un mismo país de contrastes políticos, sociales y culturales muy marcados. En Belindia, desarrollo y subdesarrollo eran parte del mismo paisaje.

En sentido, si para 2014 la percepción era una de empate en el duelo entre Brasil y Belindia, hoy, a días del comienzo de los J en Rio de Janeiro, éste último parece haber ganado la contienda. En estos últimos dos años la idea de Brasil como «potencia en ascenso» se ha derrumbado como un castillo de naipes. En lo que va de 2016, Brasil ha mostrado su peor cara al mundo a raíz de la fragilidad de su sistema político y de sus instituciones. Los escándalos de corrupción que salpican a toda la dirigencia política y empresarial y la forma en que el sistema político dirimió el antagonismo y la polarización política (dudosa legitimidad y legalidad del impeachment a Rousseff) evidenciaron un claro retroceso en materia de consolidación democrática. Los discursos de los diputados mientras votaban en un juicio político a favor de la «tortura» o por «Dios» como la conformación de un gobierno de transición sin representación racial o de género fueron hechos simbólicos del momento que vive Brasil, más próximo al concepto peyorativo de «república bananera» que la autoproclamada noción de «madurez institucional».

En ese contexto, y a días del comienzo de los Juegos Olímpicos, Rio de Janeiro parece ser una ciudad de Belindia. La ciudad organizadora está lejos de cumplir con los compromisos asumidos para albergar la esperada contienda deportiva. Hay trabas en toda la infraestructura olímpica (problemas en la villa donde se alojarán las delegaciones, demoras en la obra del subte a Barra de Tijuca, nuevas denuncias a empresas por malversación de fondos públicos, contaminación en la Bahía de Guanabara y desorden en el tráfico, para dar algunos ejemplos) y una hiper securitización con la salida masiva del Ejercito a las calles para contener los problemas de inseguridad –y de una posible amenaza terrorista–. Estos asuntos ha encendido las alarmas en todo el mundo en relación a si Brasil está preparado para desarrollar eficazmente los Juegos Olímpicos

Además, el resultado final de miles de millones de dólares invertidos no ha generado un derrame armonioso en la sociedad sino que ha servido para profundizar las asimetrías y los contrastes en la ciudad. La construcción de un muro que invisibiliza la comunidad de Maré para aquellos que llegan al Aeropuerto Internacional del Galeão, el cambio de recorrido de líneas de ómnibus para que desde el Norte de la ciudad no lleguen fácilmente a las playas de Copacabana o Ipanema, son claros ejemplos del intento por ocultar la «otra Rio de Janeiro». En esa dirección, una vez finalizados los Juegos Olímpicos, la millonaria suma invertida en Barra de Tijuca habrá servido para crear lo que el empresario Carlos Carvalho (quien donó miles de hectáreas para la construcción del Parque olímpico) indicó como «la nueva Río», en alusión a un barrio moderno y exclusivo, un nuevo paraíso para los ricos. Desde hace dos años cientos de familias humildes asentadas en tierras cercanas fueron desplazadas forzosamente por el ayuntamiento de Río.

A apenas días del inicio de los Juegos Olímpicos, Brasil ya perdió sus dos primeras medallas: la de la reputación y la de la credibilidad. Desde que Alemania le ganó la final del Mundial a la Argentina a los días que corren, Belindia parece haber derrotado a la pretensión de un Brasil emergente hacia la convergencia con el mundo desarrollado. Para Brasil, más allá de como quede posicionado en el medallero olímpico, el saldo final será de mayores contrastes económicos y sociales en el marco de una tormenta política que parece no disiparse. Hoy más que nunca la famosa frase atribuida a Charles de Gaulle recobra vigencia: Brasil es el país del futuro, y siempre lo será.


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