Opinión
octubre 2016

Democracia y matrimonios presidenciales Poca competencia y rotación en la élite política

El ascenso al poder de las primeras damas continúa la vieja línea de los familiares que se turnaban en el gobierno. El fenómeno es peligroso para la democracia.

Democracia y matrimonios presidenciales  Poca competencia y rotación en la élite política

Las presidencias del continente corren la amenaza de convertirse en un patrimonio familiar. Las dinastías políticas fueron comunes durante el siglo XX, cuando distintos miembros de familias poderosas –especialmente padres e hijos– se rotaron en la presidencia. En los últimos años la práctica se ha extendido para incluir a las primeras damas. El fenómeno tiene efectos nocivos sobre la representatividad del sistema presidencial.

No son pocas las primeras damas que han buscado la presidencia tras una temporada en el palacio de gobierno. Entre ellas, la trayectoria de Cristina Kirchner es excepcional ya que tuvo una extensa carrera como legisladora antes de llegar como acompañante a la Casa Rosada (2003-2007), donde intercambió sillones con su marido Néstor para gobernar entre 2007 y 2015. Las otras primeras damas con ambiciones presidenciales estuvieron involucradas en actividades políticas antes de llegar al palacio de gobierno, pero no ocuparon puestos de elección popular. La probable próxima presidente de Estados Unidos, Hillary Clinton, fue electa senadora y luego designada como secretaria de Estado solo tras acompañar a su marido Bill en la Casa Blanca. La hija del expresidente peruano Alberto Fujimori, Keiko, se hizo conocida tras sus seis años como primera dama (1994-2000), cargo al que llegó a los 19 años de edad. Después de eso, logró ser legisladora y candidata presidencial dos veces, en 2011 y 2016, alcanzando en ambas ocasiones la segunda vuelta. Sandra Torres, primera dama de Guatemala entre 2008 y 2012, fundó con su marido Álvaro Colom el partido Unidad Nacional de la Esperanza, que lo llevó a él al poder. Pero Torres nunca estuvo en un cargo político formal. Como las leyes del país centroamericano prohíben que familiares directos de mandatarios se postulen a la presidencia, en 2011 se separó de Colom con el único propósito de sucederlo. La Corte Suprema y luego la Corte Constitucional vetaron su candidatura, pero Torres prosiguió en su afán y fue autorizada para competir en las elecciones de 2015, en la que perdió en segunda vuelta. Xiomara Castro, ex primera dama de Honduras entre 2006 y 2009, también estuvo involucrada en el Partido Liberal en la elección de su marido Manuel Zelaya a la presidencia, pero no ocupó puestos de elección popular. La popularidad que le otorgó vivir en la Casa Presidencial de Honduras la llevó a postularse a la presidencia en 2013, y quedó en segundo lugar. Finalmente, el próximo 6 de noviembre la actual primera dama de Nicaragua, Rosario Murillo, será candidata a vicepresidente de su marido, Daniel Ortega, en la presidencia desde 2007. La candidatura de Murillo se ha interpretado como un afán de dejarla como sucesora de su marido, quien tiene 70 años y padece de una salud frágil. La vicepresidencia sería el primer puesto político de Murillo.

La irrupción de las primeras damas como contendientes por la presidencia se suma a una tradición de familias políticas que han ocupado altos puestos de poder. Prácticamente cada país del continente tiene un grupo de familias poderosas que se repiten en la presidencia. La lista es extensa incluso si solo recordamos algunos casos de padres e hijos que se repitieron en la presidencia –y que constituyen una submuestra de quienes lo intentaron–. En Estados Unidos, John Quincy Adams (1825-1829) sucedió a su padre John Adams (1797-1801), así como George W. Bush (2001-2009) repitió la experiencia de su progenitor George H.W. Bush (1989-1993). En Colombia, Andrés Pastrana (1998-2002) replicó la experiencia de Misael Pastrana (1970-1974), y Alfonso López Michelsen (1974-1978) la de Alfonso López Pumarejo (1934-1938). En Costa Rica, Ricardo Jiménez Oreamuno (1910-1914, 1924-1928 y 1932-1936) se repitió tres veces en el poder, una más que su padre Jesús Jiménez Zamora (1863-1866 y 1868-1870). En Chile, Eduardo Frei Ruiz-Tagle (1994-2000) siguió los pasos de Eduardo Frei Montalva (1964-1970), tal como antes Jorge Alessandri (1958-1964) emuló a Arturo Alessandri (1920-1925 y 1932-1938). En Panamá, Martin Torrijos (2004-2009) gobernó democráticamente, a diferencia de su padre, el general Omar (1968-1981). Finalmente, en Uruguay hubo cuatro Batlles, dos padres y dos hijos. El último fue Jorge Batlle Ordóñez (2000-2005), hijo de Luis Batlle Berres (1947-1951), cuyo sobrino José Batlle y Ordoñez (1903-1907 y 1911-1915) siguió a su padre Lorenzo Batlle y Grau (1868 y 1872).

A esta lista se suma la dinastía de algunos de los peores tándems de dictadores del continente. El nicaragüense Anastasio Somoza (1937-1947; 1950-1956) heredó la presidencia a sus retoños Luis (1956–1963) y Anastasio (1967-1972, 1974-1979), mientras que el haitiano François Duvalier («Papá Doc», 1957-1971) fue sucedido tras su muerte por «Baby-doc», el fatídico Jean-Claude (1971-1986).

Posibles causas

Una causa necesaria para explicar la irrupción de los matrimonios con ambiciones presidenciales es el que la presidencia haya dejado de ser considerada por el electorado –y particularmente por la élite política– como una cosa exclusivamente de hombres. Éste es un fenómeno relativamente reciente en todo el mundo. La elección de Violeta Chamorro (1990-1997) en Nicaragua marcó un giro en las oportunidades para las mujeres en el continente.1

Una vez que se volvió viable que una mujer fuera electa, las primeras damas comenzaron a contar con ciertas ventajas para alcanzar la primera magistratura. Primero, tienen la posibilidad de hacerse conocidas y lucirse a nivel nacional con un altísimo grado de exposición mediática. De hecho, ese fue el camino de todas las políticas mencionadas –y basta con mirar el rol de Michelle Obama en la campaña de Hillary Clinton–. Con el tiempo las primeras damas han desarrollado un rol mucho más destacado que en el pasado. Prácticamente todas aquellas que aspiraron a la presidencia estuvieron involucradas en causas sociales, políticas públicas, y campañas electorales. Este cambio en el uso del puesto responde a una estrategia que busca sacar mayores réditos mediáticos. Lo interesante de este aspecto es que las primeras damas suelen involucrarse en actividades que aumentan su reputación, desde convertirse en íconos de moda –camino que hoy sigue Juliana Awada en Argentina–, hasta involucrarse en causas honrosas, como luchar por la pobreza, la equidad de género y los derechos infantiles. En otras palabras, es un puesto que ofrece posibilidades de lucirse.

Las características descritas las convierten en potenciales candidatas competitivas, ya que los partidos no necesitan invertir tanto dinero, tiempo y energía en hacerlas conocidas y ya cuentan con una base de popularidad inicial. Pero su competitividad es, a la vez, síntoma de los mismos problemas en el funcionamiento democrático que implica la predominancia de familias políticas. Y, para colmo, tienden a reforzarlos. En países con sistemas de partidos débiles, la política tiende a alejarse de la discusión de proyectos ideológicos y se centra en personalismos. Nombres y apellidos reemplazan a ideas y principios. Además, las dinastías revelan una falta de competencia y rotación en la élite política. Esto afecta la representatividad del sistema, ya que refuerza la separación entre las élites y el electorado que pretenden representar. No es de extrañar que el paso siguiente sea el descrédito de los votantes en las instituciones que garantizan el funcionamiento democrático.

Por supuesto, una primera dama competente o que tiene una destacada trayectoria tiene todo el derecho a competir por alcanzar la primera magistratura. De hecho, como se mencionó, los matrimonios presidenciales suelen tener a la actividad política como un aspecto central en su sociedad conyugal. Pero las virtudes de los cónyuges no son transferibles entre sí, y lo que cabe esperar en un sistema competitivo es que la sangre (o el contrato matrimonial) no condicionen quién se arrellanará en el sillón presidencial. En los casos descritos, resulta probable que ninguna hubiese llegado a la presidencia de no haber estado casadas antes con un presidente.

Los matrimonios presidenciales recuerdan a los tres principales teóricos de las élites que surgieron a partir de fines del siglo XIX. Los italianos Gaetano Mosca, Vilfredo Pareto y el alemán Robert Michels coincidían en que la élite política se perpetúa endogámicamente, seleccionando a sus miembros desde la clase privilegiada. Aunque la perspectiva actual es que existen distintas élites y diferentes miembros y funciones al interior de éstas, los matrimonios presidenciales nos recuerdan que la composición de quienes se sitúan en la cúspide de la élite política no necesariamente progresa en el tiempo en términos de competitividad y representatividad.


  • 1.

    Las dos presidentes que la precedieron, Isabel Martínez de Perón (1974-1976) en Argentina y Lidia Gueiler (1979-1980) en Bolivia, no fueron elegidas (la primera era vicepresidente y la segunda líder de la cámara baja) y fueron defenestradas en golpes militares.



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