Coyuntura
NUSO Nº 253 / Septiembre - Octubre 2014

De Bergoglio a Francisco. Legitimidad y carisma en la crisis de la Iglesia

La reconocida crisis de legitimidad que atraviesa la Iglesia católica pareció dar un vuelco con la elección de Francisco y su inesperada proyección popular, un fenómeno que merece más explicaciones desde la teoría política. La renuncia de su predecesor señaló un clímax en aquella crisis, que puede ser abordada desde perspectivas muy distintas, teológicas o sociológicas. Francisco inaugura un giro geopolítico de la Iglesia hacia América Latina y, asimismo, una transformación en las formas de la monarquía vaticana, pero los cambios que introdujo el nuevo papa, calificados de «populistas», enfrentan resistencias por parte de sectores conservadores.

De Bergoglio a Francisco. Legitimidad y carisma en la crisis de la Iglesia

Entre el apocalipsis y los tiempos del fin

Al promediar la última década del siglo pasado, Umberto Eco se preguntó si los pronósticos apocalípticos no se habían convertido en una parte de la tradición laica más que de la religiosa. El inminente fin de siglo era una ocasión propicia para volver sobre los peores presentimientos seculares: las consecuencias del cambio climático, el temido colapso informático, la violencia social en las periferias, el agotamiento de las fuentes de energía y todo lo que la imaginación sombría pudiera añadir a esta rápida lista, sin excluir el simple y llano fin del mundo que ya había aterrorizado la imaginación del primer milenio de la era cristiana.

Eco hizo estas reflexiones en una carta al cardenal Carlo María Martini (1927-2012), jesuita y experto en el Nuevo Testamento. Por entonces Martini estaba al frente de la arquidiócesis de Milán, la más poblada de católicos de toda Europa, que gobernó durante 22 años. Ambos habían aceptado intercambiar misivas sobre temas de interés ético y político. Según se especula, en el cónclave de 2005, la candidatura de Martini pudo haber contado con posibilidades ciertas de ganar el papado, aunque él mismo se encargó de cancelarla al entrar con un bastón a la asamblea, señal de que su salud no le permitía aceptar el posible nombramiento. Los partidarios de Martini se habrían orientado entonces hacia otro jesuita, el argentino Jorge Bergoglio, quien al parecer acabó secundando al vencedor en el escrutinio final. Joseph Ratzinger adoptó el nombre de Benedicto XVI, simbólico indicio de que sus esfuerzos, como los de su homónimo predecesor de la época de la Gran Guerra, se concentrarían en Europa y en la crisis de su catolicismo.

El ascenso al trono del prelado alemán no podía estar rodeado de peores condiciones. La Iglesia se encontraba asediada por todo tipo de escándalos –sexuales y financieros, en primer lugar– y dividida por tensiones internas. La prolongada y penosa agonía de su antecesor, Juan Pablo II, de quien representaba la continuidad conservadora, contribuyó a la desmoralización y al desgobierno. Admirado como intelectual de nivel internacional –se recuerda su polémica con Jürgen Habermas en Múnich, cuando era todavía cardenal, y sus tres bellas encíclicas–, a Benedicto se le reprochaba, sin embargo, su inclinación a permanecer aislado en su estudio y a desatender los crecientes problemas que afectaban la imagen y la vida de la Iglesia.

Fue la sorpresiva renuncia de este papa alemán de 85 años, en febrero de 2013, lo que sugirió a otro pensador italiano, Giorgio Agamben, una reactualización del tema del fin de los tiempos, que se diferencia conceptualmente del apocalipsis del que había hablado Eco en forma metafórica. Ahora el fin de los tiempos se vislumbraba dentro del propio contexto eclesiástico, retomando sus orígenes teológicos. Benedicto –explicó Agamben– había dado señales de su intención de abdicar. Ya en 2009, por caso, había ofrecido su palio ante la tumba de Celestino V, quien no resistió a las presiones y renunció en 1294 (por considerarlo un acto de cobardía, Dante lo destinó al infierno de su Comedia). La resolución final de Benedicto había sido, pues, largamente reflexionada, pero, además, libre, como se ocupó de aclarar cuando la anunció al mundo en un texto en latín. De este modo se ajustaba a lo que estipula el código canónico. Otros monarcas europeos más jóvenes abdicaron en favor de sus hijos para la misma época: Beatriz de Holanda (de 75 años) lo precedió en enero; Alberto de Bélgica (de 79) lo siguió en julio. A diferencia de sus colegas constitucionales, Benedicto no tenía la facultad de imponer a un sucesor. Compartía con ellos, sin embargo, la intención de revitalizar las monarquías que habían encabezado, todas ellas sometidas a críticas de variado tenor provenientes de una cultura democrática.

Los efectos de su resignación no podían ser del todo previstos en un nivel práctico, aunque Benedicto tenía clara conciencia de sus fundamentos doctrinarios. Según recuerda Agamben, medio siglo atrás, siendo un joven teólogo, Ratzinger había escrito un artículo académico sobre Ticonio, pensador que influyó en Agustín, quien aseguraba que la Iglesia incluía dentro de ella tanto el bien como el mal. En esta sencilla premisa latían importantes derivaciones: por ejemplo, que el Anticristo no era un enemigo externo, sino parte de la realidad de la Iglesia. Este artículo prefigura el contexto que Ratzinger tuvo que enfrentar –sin éxito– durante su papado: una vasta corrosión institucional que se sumaba a la deserción de fieles y a la escasez de vocaciones sacerdotales, conspiraciones curiales cada vez más abiertas y denuncias de viejos y nuevos delitos sexuales en ámbitos religiosos. La gota que colmó la medida de Benedicto fue la filtración a la prensa de sus papeles reservados. Con su abdicación, sostiene Agamben, el papa habría puesto de relieve que la gran crisis de legitimidad que recorre todas las instituciones de Occidente abarcaba también, y de lleno, la que él encabezaba, supuesta gran fuente de legitimidad general emanada de unos eternos ideales de autoridad y justicia. Estos valores hallaban respaldo en una invariable ley natural. Se contraponían así a los vaivenes temporales del mero poder, a las formalidades del derecho y a sus cambiantes normativas.

Las enseñanzas del apóstol Pablo en sus epístolas brindan a Agamben una base para analizar la crisis política de la Iglesia a través de un prisma teológico que se combina con el de Ticonio. Esta perspectiva permite advertir en toda su dimensión, asegura el autor, la revolucionaria actitud de Benedicto, porque su «valiente» resignación permitió descubrir un misterio demasiado soslayado por una Iglesia sumergida en preocupaciones mundanas: el misterio de la escatología del que habló Pablo.

La escatología alude a la lucha entre el bien y el mal en los tiempos del fin (no en el fin del tiempo o Juicio Final, momento en que aquella lucha ya ha sido decidida). Su «misterio» no implica algo oculto, un secreto, sino un drama histórico cuyo vasto teatro es el mundo. El periodo que se abría, según Agamben, se hallaba determinado por un «tiempo mesiánico», expresión difícil de aferrar que, entre sus evasivas cualidades, incluye la anomia o falta de ley característica de nuestra época, según un diagnóstico muy difundido.

La Iglesia, explica Agamben, se hundió en la esfera «económica», esto es, en las preocupaciones y el gobierno de las cosas inmediatas, de los poderes, deseos y riquezas de este mundo. Olvidó así su mensaje sustancial que transcurre en un tiempo mesiánico, el de las cosas penúltimas (diferente del tiempo apocalíptico de las cosas últimas al que hacía referencia Eco). El tiempo mesiánico es aquel que se vivencia tras la mutación del simple tiempo cronológico, vale decir, después de una transformación total de nosotros mismos, de nuestra manera de vivir.

El tiempo mesiánico es el tiempo que resta, el cambio radical introducido a partir del anuncio fundamental del cristianismo: la resurrección. La cesión del trono –sin ironía, para muchos el aporte más relevante del por otra parte fallido pontificado de Benedicto– reabre la conciencia de un nuevo tiempo, otra oportunidad para la «fuerzas buenas» de la Iglesia. Ese gesto despejó el terreno político a su sucesor pues debilitó a los conspiradores intramuros de la curia, expuso ante todo el mundo una multifacética crisis institucional y suscitó la audaz reacción de los cardenales quienes, en busca de la regeneración, eligieron al primer papa jesuita y latinoamericano.

El poder y la gloria

«¿Cuántas divisiones tiene el papa?». La pregunta, atribuida a Iósif Stalin, puede ser interpretada como una broma o como testimonio de una idea demasiado elemental del poder que solo atiende a la fuerza física (en este caso militar) de la que este dispone. Casi quinientos años antes, Nicolás Maquiavelo había dedicado un capítulo de El príncipe a describir la naturaleza excepcional de los Estados eclesiásticos. Sus jefes, señalaba allí, pueden prescindir tanto de las armas como de las leyes, instrumentos indispensables para cualquier otro tipo de gobierno, puesto que se apoyan en la poderosa tradición religiosa. «Estos príncipes son los únicos que tienen Estados y no los defienden, [tienen] súbditos y no los gobiernan (…). Solo, pues, estos principados están seguros y felices. Pero, como están regidos por una razón superior a la que la mente humana no alcanza, dejaré de hablar de ellos».

La Iglesia, por tanto, apenas podía ser abarcada por la reflexión política, si bien todos los príncipes debían recordar que la religión constituía un factor esencial para asentar su dominio. Cuando volvió laico el pensamiento de la política, Maquiavelo dio un paso decisivo hacia la modernidad, pero su operación también produjo pérdidas: dejó fuera del horizonte un factor crucial, la Iglesia.

Desde la época de Maquiavelo, la influencia directa del papado en asuntos internacionales no hizo sino declinar; su gravitación se tornó cada vez más declarativa, aunque sigue lejos de haberse vuelto insignificante o meramente simbólica. ¿En qué consiste entonces el poder papal en la actualidad? La cuestión de la naturaleza del poder estuvo presente en la sorpresiva elección de Bergoglio como el papa número 266 de la Iglesia. Su ascenso al trono de Pedro actualiza de un modo novedoso la pregunta de Stalin y replantea la visión de Maquiavelo mediante una serie de cuestiones de máximo interés para la teoría política. La Iglesia posee hoy un tipo de importancia nada menor, no solo en la política de Italia, su entorno geográfico principal, sino en la internacional. El Vaticano es ahora un Estado bajo el gobierno de un «profeta desarmado», una figura que Maquiavelo de-saconsejaba por completo (su ejemplo negativo era el cura Savonarola, que terminó ejecutado), pero que Stalin no subestimaba, ni en su encarnación papal ni en la de su rival León Trotsky (cuyo desplazamiento del poder relata Issac Deutscher en Trotsky: el profeta desarmado). El propio Barack Obama, presidente de la principal potencia militar, tuvo ocasión de comprender la magnitud de la gravitación del nuevo profeta desarmado cuando descartó los planes para un ataque a Siria debido a la ofensiva diplomática de Francisco, quien llegó a convocar una multitudinaria vigilia por la paz y logró un entendimiento con el presidente ruso Vladímir Putin contra la operación militar.

La designación de un nuevo papa tuvo inmediatas repercusiones tanto dentro de la estructura de poder de la Iglesia como en los más variados niveles de la política mundial, sin olvidar sus fuertes –muchas veces solo folclóricas– repercusiones en la escena de su país de origen (la peregrinación de figuras políticas argentinas de distinto signo –e incluso de la farándula y el deporte– para obtener una foto con el pontífice se volvió una escena repetida).

Bergoglio adoptó el nombre de Francisco y generó de inmediato entre los católicos grandes expectativas de transformación eclesiástica, así como curiosidad política entre los no católicos, pues su acceso al poder significó un súbito crédito a la deteriorada imagen del papado que había heredado. Los medios de comunicación de masas de todo el planeta se hicieron eco inmediato de la mutación de estilo en la cúspide de la Iglesia, que abandonaba la teatralidad barroca que la caracterizaba por unas maneras que sus críticos desprecian por parroquiales y carentes de relieve teológico. La demagogia de Francisco, su «subjetivismo moral» y su «exhibicionismo pauperista» proyectan de modo implícito una luz negativa sobre sus antecesores, alegan sus detractores institucionales, y estimulan las críticas a la Iglesia.

Los conservadores también rechazan la erosión de la monarquía vaticana y de los símbolos del trono, que rebajan al papa a la categoría de «cura callejero» (según se calificaba el propio Bergoglio), así como su excesiva exposición física ante las multitudes y sus habituales contactos con la prensa (un papa no debería dar reportajes, por no hablar de tantos como a los que ya accedió Francisco). Estos rasgos marcan una transformación de Bergoglio respecto de sus años de gobierno en Buenos Aires, cuando mantenía muy bajo perfil público. Como se lee en el catecismo de la Iglesia (párrafo 2004), recuerda Politi, el nuevo pontífice parece disfrutar de esa «gracia de estado» imbuida directamente por el Espíritu Santo, desde su primer contacto con la masa expectante en la plaza San Pedro. Logró una amplia convocatoria juvenil en su viaje a Brasil, el primero al exterior, y repercusión global durante su visita a la isla de Lampedusa para denunciar lo que llamó «globalización de la indiferencia» hacia los inmigrantes y las «periferias existenciales».

Geopolítica y carisma

La popularidad de Francisco, sugiere Politi, estaría asimismo vinculada a su historia personal, en un punto similar a la de Juan Pablo II: son los dos únicos pontífices que en su juventud trabajaron como empleados, si bien el argentino es el primer papa proveniente de una verdadera metrópoli moderna. Su imagen de autenticidad no hace más que elevar la simpatía que suscita entre creyentes y no creyentes (hay sondeos de opinión sorprendentes en Estados Unidos, pero también en países como Rusia e incluso China), y multiplicar el beneplácito que genera en los medios de comunicación globales que le siguen consagrando portadas y homenajes. Aunque algunos periodistas berlusconianos se hacen eco de la curia conservadora y critican el populismo arquetípico de Bergoglio, atento a los negocios, el grupo de Berlusconi lanzó Il Mio Papa, una revista semanal consagrada al pontífice. Ante el fenómeno de masas, los conservadores, observa Politi, solo esperan el fin de la «luna de miel» universal con Francisco.

Como institución internacional, la Iglesia había recibido acusaciones de «eurocentrismo». Al mismo tiempo, se volvía claro que el catolicismo retrocedía en el «Viejo Continente» mientras prosperaba en otros como Asia y África. Estas zonas se ofrecen a la potencial expansión de la Iglesia y, a la vez, son mojones de conservadurismo. Los católicos repudian allí a los gays y el aborto no menos que la comunión de los divorciados y vueltos a casar. De Asia y de África proviene en la actualidad la mayor cantidad de novicias, que casi no se reclutan en otras geografías.

Pero, de hecho, es en América Latina donde se concentra la mayor cantidad de católicos del planeta. La Iglesia posee en la región su más larga historia fuera de Europa. Por tradición, las lenguas eclesiásticas son el latín y el italiano; por peso demográfico, crece la presencia del español. La antigua y todavía enorme presencia de la Iglesia en América Latina no se encuentra, sin embargo, exenta de amenazas. Sufre, como en otras latitudes, el distanciamiento de muchos católicos incómodos con el conservadurismo moral y, desde hace décadas, un notorio éxodo de fieles que migran hacia un rampante evangelismo. Los distintos cuarteles generales evangélicos se localizan por lo general en EEUU, pero también en Brasil. Por su parte, el catolicismo estadounidense es el primer contribuyente, junto con el de Alemania, a las arcas del Vaticano. El dinero ejerce su influencia. Se dice que en el último cónclave, los obispos de EEUU, conscientes de que debido a su origen nacional no podrían aspirar al papado porque esto suscitaría resentimientos y antipatías en varias latitudes, prefirieron erigirse en kingmakers y resultaron decisivos en la coronación de Francisco. Estos obispos, según Politi, fueron el ariete contra las pretensiones de los italianos, predominantes en la desprestigiada curia de Benedicto, y contra las aspiraciones de su candidato de mayor peso, Angelo Scola, arzobispo de Milán.

Ya es posible considerar a Francisco, papa desde hace más de un año, como un ejemplo de regeneración política y recreación de confianza en un liderazgo y en sus perspectivas de éxito en el enfrentamiento contra un viejo régimen institucional. Es cierto que el Estado Vaticano, por sus características tan singulares, está eximido de ejecutar un programa económico o social de relieve. El Vaticano parece el ámbito de la política y la diplomacia puras, un espacio con administración, ingresos y gastos, pero sin economía política en sentido estricto. Eso hace que el «populismo» de Francisco pueda encantar al establishment internacional, a diferencia de lo que sucede con los populismos de izquierda latinoamericanos, acusados de corrupción, autoritarismo, ineficiencia y gasto social excesivo, o con los de derecha en Europa, considerados un peligro por su xenofobia y sus críticas contra el sistema político, la Unión Europea y la globalización.

El dato decisivo de la coyuntura vaticana es que Francisco conquistó una inmediata legitimidad de ejercicio gracias a sus carismáticas apariciones públicas y sus «gestos» (una palabra recurrente cuando se informa sobre él). Por cierto, ambos términos –«legitimidad» y «carisma»– fueron puestos en circulación por la sociología política de Max Weber y resultan claves no solo para analizar la actual figura papal, sino para desentrañar los problemas de la crisis política contemporánea. El carisma, además, es un concepto cuya genealogía teológica reconoció el propio Weber, y su aparición se remonta a los primeros discursos cristianos. El carisma de Francisco se respalda en gran medida en su lenguaje simple y directo, y menos en sus desafíos a la tradición eclesiástica. Los obispos más conservadores deploran el estilo populista de Francisco y su lenguaje demasiado llano porque desacraliza la figura papal («un papa que se hace entender», declaró por su parte un fiel). El cambio de tono y de imagen, más que cualquier anunciada transformación doctrinaria, explica el súbito éxito de masas de Francisco, inesperado para una Iglesia cuya decadencia pública e institucional parecía no tener freno. Como escribió Pierre Bourdieu, el profeta es menos el hombre «extraordinario» del que hablaba Weber, que el hombre de las situaciones extraordinarias, aquellas de las que los guardianes del orden ordinario no tienen nada que decir (…). El hecho de que el análisis científico revele que el discurso profético no aporta casi nada que no esté encerrado en la tradición anterior, sea sacerdotal, sea sectaria, no excluye de ningún modo que él haya podido producir la ilusión de novedad radical, por ejemplo, vulgarizando para un público nuevo un mensaje esotérico. La crisis del lenguaje ordinario apela o autoriza el lenguaje de la crisis y la crítica del lenguaje ordinario (…).

La elección del nuevo papa, los primeros pasos de su gestión y los efectos que generó revisten, por tanto, un amplio interés a la vez empírico y teórico para la teoría política. Las características tan singulares del gobierno vaticano acaso facilitaron la rápida recomposición de la figura papal, apoyada en una burocracia eficaz, aunque corrompida. Francisco llegó al poder de Roma presentándose como obispo de esa ciudad (cargo tradicional del papa), lo que sin embargo apuntaba a disminuir su majestad: primus inter pares antes que el poder real e incontestado. Las presiones democráticas obligan no obstante a Francisco a afrontar exigencias de una más amplia distribución del poder que ostenta. Como primera señal en dirección a una mayor «colegialidad» en el funcionamiento de su gobierno, designó a ocho cardenales que estarán encargados de estudiar cambios políticos y una reforma institucional que mejore la imagen del deteriorado Vaticano.

El poder central de la Iglesia se encuentra fuertemente basado en la personalidad y la visibilidad de quien ocupa el trono. Al acceder a él, un individuo adopta un nuevo nombre y trasmuta su humanidad en cuerpo y alma. Pasa a encarnar todo el universal cuerpo político católico. En un célebre trabajo, Ernst Kantorowitz estudió los debates jurídicos a que dio lugar la doble naturaleza del poder real durante el Medioevo (e incluso hasta la época isabelina). El cuerpo natural y mortal, explicó allí, se combinaba con el cuerpo político e inmortal.

Al cuerpo político también se aplicaba el sinónimo eclesiástico de corpus mysticum cuya cabeza es Cristo (también él dotado de doble naturaleza, como hombre que muere en la cruz y mesías que resucita: un Dios-hombre). El rey medieval se consideraba «el papa de su propio reino». Su acceso al trono suponía una transformación sobrenatural, porque el monarca pasaba a encarnar una persona mixta. Conseguía congregar en ella una serie de cualidades temporales y espirituales de las que carecía antes de ser coronado. El problema, por cierto, reconoce todo tipo de argumentaciones complejas a lo largo de los siglos que duró esta discusión a la vez legal y religiosa. Con todo, el enfoque de Kantorowitz se puede aplicar a Bergoglio, quien, en vísperas del cónclave, estaba próximo a una discreta jubilación de su cargo en Buenos Aires y ya tenía dispuesta su habitación en la residencia para sacerdotes retirados. Esa transformación consiguió aplacar la polémica acerca de su actuación como provincial de los jesuitas durante la última dictadura militar, que resurgió con su nombramiento, en particular sobre el caso de dos curas bajo su autoridad que sufrieron tormentos y un prolongado secuestro en el mayor campo de concentración y exterminio de la época. El Vaticano lanzó una ofensiva limitada –no siempre hábil– para despejar dudas sobre el tema.

La modernidad inauguró otro principio de legitimidad, el del pueblo. En este, y no en las tradiciones dinásticas o en las doctrinas religiosas, se funda la soberanía republicana. Ya en su alocución inaugural, Francisco mencionó la palabra «pueblo» y, más tarde, se refirió al «pueblo de Dios», una expresión clave para su propia concepción teológica, tan distinta de la de su predecesor Benedicto (pero también de la de los teólogos de la liberación, quienes no obstante celebran su nombramiento). Como cardenal, Bergoglio sostenía la necesidad de aceptar las formas de religiosidad popular para tender un puente hacia los necesitados. Estas concepciones se diferencian claramente del intento de Ratzinger por restaurar viejas formas litúrgicas y tomar distancia de los sincretismos religiosos que abundan en el mundo, desde el new age hasta los ritos populares que combinan elementos católicos con tradiciones, por ejemplo, africanas, pasando por las inclinaciones pop de las ceremonias evangélicas.

En Buenos Aires, Bergoglio había impulsado la creación de una pastoral en las villas miseria. Sus posiciones latinoamericanistas incluían referencias a la «Patria Grande» y críticas al neoliberalismo y al marxismo. Su personal trayectoria intelectual no resiste la comparación con la de Ratzinger, académico de renombre, teólogo de referencia y polemista sofisticado. Bergoglio se presenta como ex-profesor de literatura y psicología, pero sus libros consisten o bien en la reunión de artículos breves y de ocasión o bien en antologías de sus numerosas homilías. Pese a la reputación de la orden a la que pertenece, comprometida con la educación y la ciencia, la obra de Francisco no es la de un escritor o pensador, sino la de un pastor. Como declaró el principal de los jesuitas de Colombia, «Francisco no es un intelectual, sino un hombre muy cercano a la devoción popular (…). El catolicismo no es solo para teólogos». Si la Iglesia no consigue desprenderse de su hálito de interés por el poder y los bienes materiales, entonces no logrará retener a sus creyentes, concluyó.

Estas intenciones pueden ser recibidas con escepticismo o esperanza; se las puede considerar una nueva y puramente retórica estrategia comunicacional o una transformación profunda contra el «economicismo mundano» y a favor de una perspectiva inédita para afrontar los tiempos del fin (siguiendo el análisis de Agamben). Pero es indudable que significan un aggiornamento del tipo del que buscó Juan XXIII cuando llamó a concilio en los años 60. Porque la pobreza y la desigualdad pasaron a convertirse en puntos centrales de la agenda internacional como consecuencia de las catástrofes sociales que generaron la globalización financiera y las políticas neoliberales en todo el mundo. Quinientos años después de El príncipe de Maquiavelo, quizá habría que reconsiderar la desatención que la teoría política occidental le deparó a la Iglesia. Porque es curioso que la más antigua institución occidental haya comenzado a recuperarse de una fatal crisis de legitimidad con el cónclave de 115 viejos obispos, en su mayoría conservadores, nombrados por Juan Pablo II y Benedicto, mientras muchas democracias desarrolladas no consiguen vencer la desconfianza ciudadana y la abulia electoral.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 253, Septiembre - Octubre 2014, ISSN: 0251-3552


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