Opinión
noviembre 2018

G-20: ¿la utopía de una cumbre con sentido?

Pese a que numerosos analistas aseguran que la cumbre del G-20 no tiene utilidad alguna, podría dar algunos resultados. La cumbre que se realizará en Argentina tendrá como corolario las manifestaciones contra los países que detentan el poder global. Los líderes no llegan a Buenos Aires con una agenda propositiva, con propuestas de reformas o intenciones de lograr avances en la discusión colectiva. Pero sí esperan lograr avances por fuera de esta, sobre todo a nivel bilateral. Es la cumbre global de un mundo cada vez más cerrado.

G-20: ¿la utopía de una cumbre con sentido?

G-20, G-8, G-7, G-2, G-0. Demasiadas G para una pregunta que hoy no tiene una única respuesta: ¿quién gobierna el mundo? Son más las etiquetas que las certezas. Son más las siglas que las definiciones. Pero, sin dudas, el poder existe. De algo podemos estar seguros: ya desintegrado el orden de posguerra, ninguna potencia tiene la capacidad –o el interés– de imponer un sistema de reglas propio, una visión del mundo a su medida. Mundo extraño: ¿quién podrá explicarte? Los bestsellers lo intentan con sus títulos: Cada nación por sí misma, Un mundo en desorden, El fin del poder, La paradoja de la globalización. Pero casi nadie puede dar en la tecla de un mundo que ya tiene demasiadas.

Con la crisis de 2008 como punto de inflexión, el G-20 aparece como un foro de otra época. El diagnóstico dice: si hoy las instituciones multilaterales se encuentran fracturadas y alicaídas, el G-20 poco puede hacer para resolver las problemáticas globales. Pero esa realidad convive con otra: esas problemáticas globales son cada vez más preocupantes y necesitan de instancias de diálogo y cooperación para, al menos, reducir los daños. Es en esa paradoja donde puede localizarse el significado –y la importancia– de la cumbre de líderes que desembarcará en Buenos Aires el 30 de noviembre y 1 de diciembre.

La cumbre en sus sombras

El G-20 nació como una respuesta a las crisis financieras de finales de la década de 1990 en Asia, Rusia y Turquía. Fue pensado como una ampliación del G-7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido), el bloque de las potencias capitalistas y occidentales. El G-20 suponía la inclusión del hemisferio sur en la discusión global, con países que aún estaban en vías de desarrollo. Este grupo, si bien más diverso en su composición, seguía enfocándose en la estabilidad financiera. Es decir, no desbordaba la esfera económica. Eran los ministros de Finanzas y los presidentes de los bancos centrales quienes acudían a las citas.

La crisis de 2008 cambió el significado del foro. El contexto de urgencia obligó a la coordinación de medidas para contener la crisis y se incorporaron las demandas sociales y políticas a la agenda. Los países comenzaron a ser representados por sus mandatarios. Sin embargo, los analistas más pesimistas ya renegaban del G-20: lo consideraban demasiado grande como para lograr algo sustancial e irrelevante para el manejo de crisis importantes. Los optimistas lo destacaban como herramienta para matizar sus impactos y coordinar algunas políticas.

A pesar de que los altos niveles de deuda y la quita de algunas regulaciones financieras figuran como alerta en los documentos de recomendaciones elaborados por el T-20 –el grupo de think tanks del foro–, ese contexto de urgencia ha terminado. Ya ni los más optimistas de aquel entonces lo niegan: el G-20 ya no busca grandes acuerdos colectivos. Esta cumbre no será la excepción.

Los líderes no llegan a Buenos Aires con una agenda propositiva, con propuestas de reformas o intenciones de lograr avances en la discusión colectiva. Pero sí esperan lograr avances por fuera de esta, sobre todo a nivel bilateral. Allí es donde la cumbre encuentra su valor, ya que hay varios temas pendientes para resolver entre los protagonistas. La agenda comercial y geopolítica –de una intensidad que no se veía hace varios años– debería al menos contrarrestar la mirada pesimista que se le imprime al encuentro en general.

En primer lugar aparece la cuestión del comercio. El mundo mira de cerca la reunión bilateral que tendrán Donald Trump y Xi Jinping, los presidentes de Estados Unidos y China. Después de los aranceles a las importaciones impuestos por uno y otro lado –una escalada resumida como «guerra comercial»–, hay mucha expectativa por un acuerdo (o al menos un principio de acuerdo) entre ambas partes. Todavía persisten diferencias claves en cuestiones como propiedad intelectual. Trump acusa a China de robo y transferencia de tecnología, pero las posibilidades de lograr un acuerdo existen. De lo contrario, el presidente estadounidense ya avisó que tiene preparada una nueva ronda de tarifas. Ambos llegan con una retórica inflamada: en la cumbre Asia-Pacífico de hace unas semanas, que terminó sin un documento de consenso precisamente por la disputa comercial, Xi recogió el guante y endureció el discurso. La certeza del encuentro de esta semana jugó un rol importante en ese último enfrentamiento, y es probable que el éxito o fracaso de la cumbre sea evaluado en gran medida por el devenir de esa reunión bilateral.

La agenda comercial no se detiene ahí. Japón y la Unión Europea, incitados por el daño que suponen los aranceles de acero y aluminio de Estados Unidos para sus industrias automotrices, también buscarán algún compromiso con Trump. Cabe destacar que la cuestión comercial no está incluida en la agenda de discusión colectiva que propuso Argentina, que incluye el futuro del trabajo, la infraestructura para el desarrollo y la seguridad alimentaria. Una omisión que confirma que el documento de consenso que pueda emanar de la discusión multilateral –si es que se produce uno– poco va a decir sobre el significado de la cumbre.

Está será una cumbre con peso geopolítico. La muerte del periodista Jamal Khashoggi en el consulado saudita en Turquía todavía tiene varias preguntas por responder, y los actores involucrados en la disputa se verán las caras en estos días. Las fichas están puestas en la reunión bilateral de Trump con el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan, que sigue pidiendo explicaciones; el Kremlin anunció en las últimas horas que Vladímir Putin y Mohammed Bin Salman, el heredero saudita, también se reunirán para discutir el caso. Por ahora no se reunirían Trump y Bin Salman ni este con Erdoğan, pero no se debería descartar un encuentro espontáneo. Pese a que la CIA concluye que Bin Salman tiene responsabilidad en el asesinato, Trump ya lo respaldó públicamente –una decisión marcada por los millonarios contratos armamentísticos y el equilibrio geopolítico en Oriente Medio–, por lo que un cambio en la posición estadounidense resulta improbable. De todas formas, las discusiones pueden producir novedades en la disputa de poder en Oriente Medio, atravesada por las guerras en Siria y Yemen, a las que Estados Unidos prometió poner fin. Todo lo que emane de este conjunto de reuniones cuenta con el potencial de ser titular en la prensa global y protagonista de la cumbre, aunque también por fuera de la discusión multilateral.

El G-20 también será una oportunidad para abordar la escalada militar reciente entre Rusia y Ucrania, en la península de Crimea. Será la Unión Europea, que en el último tiempo se ha acercado a Ucrania y alejado de Rusia, la que lleve el reclamo a Putin, probablemente a través del tándem Merkel-Macron. La escalada también será tema de conversación entre Putin y Trump; casualmente el mismo día que se inició el conflicto, este último arremetió contra Europa por no invertir lo suficiente en defensa. Aquí vuelve a aparecer la cumbre como forma de mitigar daños.

¿Y América Latina?

La regla no se rompe: América Latina tampoco será protagonista en esta edición del G-20, pese a la organización argentina. En primer lugar, la región tiene poco para ofrecer en la agenda de la cumbre, una carencia que se manifestó durante las reuniones particulares que se llevaron a cabo durante el año.

En segundo lugar, México y Brasil no tienen expectativas puestas en la reunión. México tiene los ojos puestos en el 1º de diciembre, fecha en la que Andrés Manuel López Obrador asumirá como presidente. Exactamente un mes después, Jair Bolsonaro hará lo propio en Brasil. Ambos presidentes inauguran un nuevo ciclo político en sus países, con consecuencias aún desconocidas para la región.

La cumbre será el marco en que se firme el nuevo acuerdo comercial entre México, Estados Unidos y Canadá, que fue sellado hace un par de meses y que reemplazará al Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Eso será lo único que veremos de México en la cumbre, cuyo presidente estará apenas unas horas ya que deberá regresar a entregar el mandato.

En el caso de Brasil, la llegada de Bolsonaro a la Presidencia, con Ernesto Araújo como canciller –un diplomático crítico de la globalización y las instituciones multilaterales–, promete un fuerte viraje en la política exterior. Este es un dato a registrar para el G-20, un foro que viene perdiendo gobiernos aliados con la visión del mundo que dan sustento al cónclave. Este año ya perdió a Italia, que ahora cuenta con una visión similar a la de Estados Unidos. A partir del año que viene tampoco contará con Brasil.

Chile, país invitado por el anfitrión junto con Holanda, tiene un modelo de integración más enfocado en el Pacifico que en la región, por lo que su invitación no responde a una intención de incluir una mirada latinoamericana en la discusión. De hecho, Sebastián Piñera no se reunirá con Macri.

Argentina recibe al G-20 en plena crisis económica, con un gobierno que priorizará un encuentro sin sobresaltos antes que un resultado en la deliberación colectiva. La reputación a recibir de la comunidad internacional fue el principal objetivo que acompañó la postulación como sede. Hoy, con una política exterior que perdió autonomía y que se encuentra materialmente condicionada por los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional, los beneficios que el gobierno pueda recibir desde afuera por organizar la cumbre son limitados. En este caso el gobierno parece estar más interesado en el impacto interno y que este año –el más caótico de su gestión– termine sin otro conflicto.

Uno de los desafíos más importantes que enfrenta la organización es precisamente ese: contener la movilización callejera, en especial la confluencia «No al G-20, fuera FMI», con fuerte presencia de movimientos sociales argentinos y brasileños. La cumbre del año pasado, en Hamburgo, Alemania, fue eclipsada por los enfrentamientos entre la policía y los manifestantes.

Si la cumbre transcurre con normalidad y se produce algún avance en materia bilateral, el resultado será positivo tanto para el país anfitrión como para el G-20 como institución, hoy más enfocada en brindar un marco para el diálogo y control de daños que en tejer grandes acuerdos colectivos.



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