El
informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre la
violencia en México (Marzo, 2016) destacaba a
la corrupción y a la impunidad como dos de los factores habilitantes
de la misma. Lo cierto es que ambas características, se remontan
al México posrevolucionario y porfirista, al México decimonónico y
hasta al del
periodo
colonial. Sin
embargo, no se trata de una
cuestión cultural, como lo han afirmado el presidente Enrique Peña
Nieto y Virgilio Andrade, titular de la Secretaria de la Función
Pública, encargada de auditar el desempeño de los funcionarios y
los gastos de las dependencias gubernamentales. Muy
por el contrario,
el
problema de corrupción en México es
y ha sido
medular por la debilidad de sus instituciones y por la impunidad de
la que gozan los funcionarios corruptos.
El
sistema político mexicano ha practicado por décadas la doctrina del
mea culpa sin realizar
una consiguiente implementación de
medidas que transformen las estructuras. Ya en 1952, Adolfo Ruiz
Cortines basó su campaña electoral en la idea de una moralización
de la política ante el evidente derroche y corrupción que había
realizado el gobierno de su antecesor Miguel Alemán (1946-1952) ,
algo que se reeditó treinta años después con la idea de renovación
moral de Miguel de la Madrid. Otra vez, promesas de campaña que nuca
trastocaron las relaciones de poder y a las estructuras políticas.
Según
un estudio de Transparencia Internacional llevado a cabo en 2014,
México ocupa el último lugar de los países miembros de la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE)
en materia de corrupción y, en relación a los miembros del G-20,
México sólo está mejor calificado que Nigeria y Rusia. Si
la
corrupción es tan elevada
es
porque el
andamiaje institucional no ha sido diseñado para garantizar derechos
ciudadanos sino para
garantizar, por
el contrario,
un sistema de privilegios. En
tal sentido, la
corrupción pública converge con la corrupción privada o
empresarial. Fraudes bancarios institucionalizados (FOBAPROA),
contratos con empresas nacionales y trasnacionales que pagan sobornos
para obtener ciertas prebendas (como el caso de Wal-Mart que
documentó el New York Times), lavado de dinero (en los que ha
participado el banco HSBC de forma reiterada), son moneda corriente
en la realidad mexicana. En la actualidad, tanto el presidente como
sus dos secretarios más importantes (el de Gobernación y el de
Hacienda) cuentan
con
casas de millones de dólares que están vinculadas a una empresa que
tiene múltiples contratos con el gobierno. Según la Encuesta de
Fraude y Corrupción (2008) de la empresa auditora KPMG, el
44% de las empresas en México realizaron pagos extraoficiales a
funcionarios públicos; es decir, han sido partícipes y
corresponsables de la corrupción, ya sea de forma extorsiva o
colusiva. La corrupción del político va de la mano de la corrupción
empresarial en aras de establecer privilegios de distinta índole que
se transforman en beneficios económicos individuales.
La
corrupción le cuesta a México alrededor del 9-10 % del PIB según
distintas estimaciones del Banco Mundial, Forbes y el Centro de
Estudios Económicos del Sector Privado (CEESP). La Auditoría
Superior de la Federación (ASF) revela que la falta de sanciones a
los actos corruptos costó a México 86 mil millones de pesos, que se
atribuyen a desvíos, subejercicios y despilfarros de recursos
públicos, así como pagos indebidos en el gobierno. Un estudio
realizado por el Instituto Mexicano de la Competitividad (IMCO) y el
Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) señala que el
costo de la corrupción equivale a 87 veces el presupuesto de la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), 7.7 veces el
presupuesto de la Secretaría de Desarrollo Social o tres veces el de
la Secretaria de Educación Pública. Un número conservador
arrojaría 890 mil millones de pesos perdidos en actos de corrupción.
En tal
sentido, la corrupción representa una suerte
de impuesto regresivo que se ejerce sobre la ciudadanía.
Al vivir en un Estado que garantiza privilegios y no derechos, los
ciudadanos
gastan,
en promedio, el
14% de
sus ingresos en sobornos para realizar trámites y servicios que son
de naturaleza gratuita (incluidos los que son relativos a la
justicia) aunque en los casos de la gente más pobre puede llegar a
representar hasta el 33%. En el caso de las empresas significa el 5%
de las ganancias, lo que repercute principalmente en sus inversiones
e inhibe su desarrollo en una proporción equivalente. En términos
beisboleros: el Estado ni picha, ni cacha, ni deja batear,
perjudicando a todos los sectores de la población aunque en términos
porcentuales la gente más pobre es la más afectada.
Pero el costo de la
corrupción no es
solo
económico.
El Institute for Economics and Peace afirmaba, en un reporte de 2015,
que en la mayoría de los países donde se incrementan los costos de
la corrupción, hay una disminución en los índices de paz. No es
casualidad que la ciudadanía
mexicana
perciba
a la policía como la institución más corrupta en el gobierno.
También es un secreto a voces que en la llamada «guerra contra el
narcotráfico» que se libra en el país, el ejército mexicano no es
un elemento confiable por cuestiones de corrupción, toda vez que las
principales detenciones de narcotraficantes, especialmente las que
cuentan con información o se coordinan con autoridades
estadounidenses, se han delegado de forma exclusiva a la Marina. Los
mandos policíacos
estatales y locales se encuentran infiltrados completamente por el
narco como lo demuestra el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa
asesinados en Guerrero o el caso de jóvenes secuestrados y
asesinados en Tierra Blanca (Veracruz), en ambos casos con
participación directa de las policías municipales.
Ahora
bien, si el problema es tan grave como lo muestran los números, ¿qué
hace el gobierno mexicano para erradicar el problema? La respuesta
es, lamentablemente,
una
estrategia de simulación que implica escasas acciones para resolver
la situación existente.
Mientras que en Hong Kong y Singapur se destinan 100 y 22 millones de
dólares respectivamente, a unidades especializadas para investigar
actos de corrupción de funcionarios, en México, el monto invertido
es de 1.4 millones. El que es percibido como el tercer problema en
importancia por los mexicanos (después de la inseguridad y el
desempleo) sólo cuenta con doce personas con responsabilidades
concretas para su combate, mientras que Hong Kong destina casi mil
quinientos elementos a esta tarea. El
gobierno mexicano parece no estar
interesado en
resolver el problema de corrupción pero
sí en fomentar la impunidad que garantiza el statu quo.
¿Por qué será?