Opinión
mayo 2019

Colombia: la hora de la protesta social

Las protestas sociales parecen haberse adueñado del suroccidente colombiano. Diversos colectivos indígenas y movimientos sociales, han reclamado sus derechos en zonas sumidas en la pobreza y la miseria. El presidente Iván Duque criminaliza a quienes protestan y los compara con los antiguos guerrilleros.

<p>Colombia: la hora de la protesta social</p>

Junto al incumplimiento de las promesas electorales y a una agenda política sin rumbo programático, el primer año de presidencia de Iván Duque en Colombia tiene otro rasgo distintivo: el notable nivel de conflictividad social existente. Unido a las múltiples reivindicaciones de los estudiantes universitarios y de diversos colectivos del sector rural -especialmente protagonistas en los primeros meses de su mandato-, en las últimas semanas se han hecho visibles las protestas indígenas. Las protestas han afectado particularmente al suroccidente del país y al departamento de Cauca en particular. Se trata de un departamento que se encuentra entre los más pobres del país y en una de las regiones más olvidadas de Colombia, tanto por la violencia adolecida durante décadas como por la desinversión gubernamental concurrente.

De este modo, como ya ha sucedido en otras ocasiones, la protesta social ha derivado en una conflictividad que, lejos de cualquier atisbo negociador, ha sido reprimida por la Fuerza Pública colombiana, dejando consigo varias muertes por el camino, además del cierre de la carretera panamericana y la falta de abastecimiento de miles de personas. Sin embargo, lejos de entablar negociaciones, como ya es costumbre en Colombia, la protesta civil se ha criminalizado y no tardaron las voces que desde el Ejecutivo, y también desde algunas instancias del Poder Judicial -como la Fiscalía-, aseguraban que disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) –donde tradicionalmente operaron el Frente 6 o el Frente 8- o algunas estructuras del Ejército de Liberación Nacional (ELN), estaban detrás del conflicto social.

A pesar del énfasis con el que la Organización de las Naciones Unidas ha manifestado la necesidad de formalizar avances y buscar intercambios cooperativos que apacigüen el malestar del Consejo Regional Indígena del Cauca, lo cierto es que cualquier avance en el diálogo requiere de compromisos que, en cualquier caso, afectan sustancialmente a la agenda política que ha llevado a cabo Iván Duque hasta el momento.

En primer lugar, el departamento de Cauca es uno de los lugares del país en donde la falta de compromiso con la implementación del Acuerdo de Paz suscrito con las FARC, ha generado mayores estragos. Este departamento del Pacífico fue durante años uno de los bastiones territoriales de la guerrilla. Sin embargo, las carencias acontecidas en el proceso de desmovilización y reincorporación a la vida civil se traducen en el hecho de convertir al departamento, junto con el de Antioquia, en el lugar de Colombia en el que han sido asesinados el mayor número de ex combatientes de la guerrilla y en donde se concentra uno de cada cuatro de los más de 500 líderes sociales asesinados en los últimos tres años.

De otro lado, el departamento de Cauca se caracteriza por ser un escenario en el que la conformación de disidencias de las FARC y el retorno a estructuras de criminalidad presenta mayores niveles, en buena medida por la ausencia de acciones destinadas a la reincorporación, a lo que se suma la consolidación del ELN, que aprovechó el proceso de desmovilización de las FARC para reacomodar su posición en el departamento. Ello, sin olvidar la precariedad en la que llega el Estado a la región, reducido en exclusiva a una Fuerza Pública ineficaz para gestionar la magnitud del problema de la violencia. Una violencia a la que habría que sumar la concurrencia de grupos armados como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia o las disidencias de las FARC como el Frente Oliver Sinisterra, los de Pija, los de Juvenal o el Frente Andrey Peñaranda del Ejército Popular de Liberación (EPL), que se disputan en la actualidad un escenario en el que además, según fuentes de Naciones Unidas, se contabilizan hasta 16.000 hectáreas de cultivos cocaleros y varios enclaves de minería ilegal.

Pero además de estas situaciones, el trasfondo de la conflictividad en Cauca radica en la privación de derechos y la afectación a la naturaleza. Esto, en tanto y en cuanto el departamento presenta algunos de los peores niveles de desarrollo socioeconómico del país, tal y como sucede con el Índice de Desarrollo Humano (0,700), el PIB per cápita (3.700 dólares) y una tasa de pobreza cercana al 50% que vendría a duplicar el registro del promedio nacional. A todo lo anterior, cabría sumar uno de los mayores rezagos de competitividad de acuerdo a los índices que maneja la Comisión Económica para América Latina y uno de los cinco escenarios con mayor tasa de deforestación, según el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales para el año 2018.

En cualquier caso, la estrategia de Duque durante los últimos dos meses dista mucho de ser la adecuada para superar el impasse actual de conflictividad social. Mantiene un discurso beligerante, de categorías binarias (ellos/nosotros; buenos/malos) y resuelto bajo el uso de la fuerza y la asunción de atributos para quienes protestan tales como guerrilleros, terroristas o criminales. Duque confía en que la mala prensa y la popularizarización de este tipo de lecturas pueden, per se, desescalar paulatinamente el conflicto en Cauca.

Pero sucede todo lo contrario. Desde hace tiempo, Colombia es un polvorín que en cualquier momento puede explotar. Y no lo es solo por la ingente pobreza, la exclusión social y el abandono que sufren millones de personas y buena parte de la geografía del país. También es un polvorín porque, una vez reconducido formalmente el conflicto armado, la movilización social tiene ante sí una serie de carencias y necesidades en términos de precariedad laboral, vulnerabilidad y desposesión de derechos que, sin el soporte del conflicto armado, tienen todo a su disposición para visibilizar, problematizar y politizar numerosas necesidades maltrechas durante décadas. Es decir, ahora más que nunca la conflictividad social juega con todo a su favor para hacer gravitar la agenda política por fuera del tradicional esquema paz/seguridad que durante décadas dominó las agendas de gobierno acontecidas en Colombia y que invisibilizó una marcada violencia estructural.

La imagen de un «presidente con autoridad» que busca construir Duque, contraviene la de sus predecesores Uribe y Santos, que ya en el pasado tuvieron que negociar con los colectivos indígenas del Cauca, conocedores que la solución unilateral y por la fuerza, lejos de ser ineficaz, igualmente es inconveniente.

En definitiva, y a pesar de que en el último mes se avanzaron algunas cuestiones y se ha emplazado a seguir dialogando en el próximo mes de mayo, es imprescindible repensar la relación territorial no solo con Cauca, sino con el resto del territorio nacional. Lo anterior, en tanto que el centralismo endémico del que adolece el país desdibuja cualquier sentido de autonomía regional y descentralización territorial, contribuyendo así a una mayor fractura regional, a largo plazo, insostenible para la economía del país. Por ello, transferir competencias y recursos, fortalecer la institucionalidad local e incrementar las inversiones en vivienda, salud, educación y empleo son algunas urgencias que lejos de ser percibidas como política de gobierno, deben ser integradas en Colombia con un sentido unívoco de política de Estado.



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