Tema central
NUSO Nº 222 / Julio - Agosto 2009

Cien años de crueldad y fracasos sanitarios

El fracaso humanitario de la guerra de las drogas es evidente. Partiendo de esta base, el artículo analiza la lógica profunda de esta guerra: desde el éxito de las drogas en sociedades altamente ansiógenas hasta la función de control social y político que tal guerra desempeña. Y las externalidades negativas (los tremendos costos en términos de violaciones a los derechos humanos) y positivas (sus efectos redistribuidores en los campesinos pobres y los microtraficantes urbanos). En suma, la guerra de las drogas, que ya lleva cien años, genera costos humanos mucho mayores que los beneficios sanitarios que supuestamente debería producir.

Cien años de crueldad y fracasos sanitarios

La crueldad de las guerras de las drogas es indudable; no se trata ni de una metáfora ni de una figura alegórica, como la guerra contra la pobreza, el hambre o el cáncer. Los costos humanos –en muertos, heridos, discapacitados, etc.– son mucho mayores que los supuestos beneficios sanitarios que tal guerra ha generado en los usuarios, los dependientes y los adictos, así como en sus entornos familiares, comunitarios y sociales.

Este artículo propone una evaluación rápida que no pretende ser exhaustiva pero sí comprehensiva. Consideraremos los siguientes aspectos: el éxito de las drogas en la sociedad contemporánea; el éxito político de la guerra de las drogas; el fracaso sanitario y humanitario de esta guerra y las externalidades negativas que genera; la capacidad redistributiva de las drogas en el orden económico y social (es decir, las externalidades positivas de la guerra de las drogas); y, finalmente, las expectativas: el conflicto entre el nuevo gobierno estadounidense y la burocracia nacional e internacional que gestiona la guerra de las drogas.

El éxito de las drogas

El éxito de las drogas radica en su capacidad ansiolítica en el marco de una sociedad altamente ansiógena como la contemporánea. Son las dudas inespecíficas y los temores inciertos de las clases medias de Occidente –incluido el «socialismo realmente inexistente» del otro lado de la Cortina de Hierro– los que provocan cada vez más ansiedad, junto con otros trastornos mentales o de la conducta. Esto, que se expresa en el arte moderno, el psicoanálisis y el pensamiento existencialista, ubica a las drogas como «farmacopea del alma» y las pone en el tapete de la salud mental.

Al terminar el siglo XX, el derrumbe del socialismo y el fin del Estado de Bienestar en Occidente hicieron que ya no sea solamente el fantasma de la mera «experiencia de la nada» el que recorre el mundo. En la actualidad, el contexto está marcado por la certidumbre efectiva de la precariedad laboral y el desempleo, la expectativa de la marginalidad y la pobreza urbana, así como del padecimiento de la exclusión y la intolerancia cultural, la subordinación y el sometimiento político, causados por la «nueva economía», la farandulización de la participación política y la globalización cultural inasible localmente; estas son las condiciones reales y cotidianas en que el consumo de drogas cumple su función de utilidad mediante el uso funcional, festivo y eufórico de estas sustancias, tal como sucede con el consumo de alcohol entre los pobres, las mujeres y los niños cuando han sido puestos al límite de su resistencia física y mental. El éxito de las drogas reside en su capacidad de mantener alerta para el trabajo, asegurar el reposo en el descanso y ayudar a asumir el dolor en el duelo: esa es su función de utilidad, su valor de uso y su capacidad competitiva en el mercado (su valor de cambio). Si los cereales son la panacea de las culturas agrícolas (alimentos de fácil producción y asimilación) y si el azúcar y el alcohol lo son para el capitalismo industrial (calorías para trabajar), las drogas son el elixir de la sociedad posindustrial (¿reconstituyentes del alma?). Pero así como la sexualidad, imprescindible para la reproducción humana, debe ser controlada para controlar integralmente a sus portadores, también el elixir frente a la ansiedad posindustrial y posmoderna debe ser regulado: como dicen los farmacólogos expertos, el problema no es su disponibilidad en la farmacopea contemporánea, sino su «uso indebido y su consumo abusivo». Las drogas, además de ser una necesidad –del alma– para las víctimas de la posmodernidad y la globalización, son un deseo para quienes el disfrute del placer, que vale en sí mismo, es una expresión de su éxito; ese es el prestigio que la droga otorga.

El éxito político de la guerra de las drogas: las drogas como instrumento del control social y político

No hay mejor metáfora de la posmodernidad y la globalización ni mejor revelación de las carencias y las violencias de nuestra contemporaneidad que el consumo y el control de las drogas, que son la peste y la guerra por excelencia. La declaración de la peste establece la emergencia y convoca a toda la comunidad a la lucha contra lo extraño, lo externo, lo traído de afuera. No hay mercado más global que el mercado de las drogas, que desde siempre ha traspasado fronteras y controles; es el contrabando por excelencia.

La guerra de las drogas es la forma encubierta de controlar a toda la sociedad, pero sobre todo a sus segmentos más vulnerables, mediante el uso organizado de la violencia pública y social, el poder penal y el poder mediático. Está claro que la criminalización de las drogas tiene como finalidad la criminalización de los pobres, los jóvenes, las mujeres, los migrantes y otras minorías: las más vulnerables y, por lo tanto, las más peligrosas. Los pobres del campo –los campesinos del Tercer Mundo– se han criminalizado sobreviviendo gracias al cultivo de sustancias ilícitas, mientras que los pobres de la ciudad se han criminalizado trabajando en la provisión minorista de drogas (el microtráfico). Esto es particularmente cierto para los jóvenes, que suelen presentar índices de desempleo y pobreza que duplican o triplican los de los adultos, y en especial para las mujeres, más pobres que los hombres y obligadas a conducir casi la mitad de los hogares monoparentales, muchas veces sobreviviendo con sus familias mediante la pequeña provisión de drogas.

La violencia social desatada para controlar las drogas –que recae sobre quienes las consumen y proveen– no es simplemente el resultado del afán de audiencia y ventas de los medios de comunicación: es una política diseñada y recomendada por expertos en salud y comunicaciones, implementada y ejecutada por instituciones públicas, cuya finalidad supuesta es la salud y la información veraz.

El ejemplo más paradigmático del uso político-militar de la guerra de las drogas es la historia reciente de Colombia, donde la ayuda militar de Estados Unidos para luchar contra el narcotráfico fue utilizada para enfrentar a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y otras organizaciones menores. Lo más importante ha sido la derrota político-diplomática de estas organizaciones, no debido al hecho de que hayan sido declaradas terroristas, sino a que son consideradas un cartel más del narcotráfico. Es esto lo que les ha quitado cualquier legitimidad y respaldo solidario internacional. Por supuesto, esto descansa en que las fuerzas subversivas controlan la producción de drogas en los territorios que dominan militarmente, del mismo modo que los paramilitares controlan esas actividades en alianza con las fuerzas regulares en los territorios que controlan o disputan con las fuerzas de la guerrilla.

La guerra de Afganistán es otro caso paradigmático de la utilización de las drogas para controlar una nación y dominar un territorio. Las fuerzas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), encabezadas por EEUU, derrotaron a los talibanes, que habían asumido el poder luego de la derrota de las fuerzas soviéticas de ocupación en alianza con los «señores de la guerra», quienes también habían luchado contra los soviéticos (aunque en este caso porque eran los señores de las drogas). Mal que bien, por razones de moral religiosa, los talibanes habían logrado detener, a sangre y fuego, la producción de amapola y opio, que durante el periodo en que ejercieron el gobierno cayó 80%. No hay que olvidar que la legitimidad internacional para invadir Afganistán se logró al responsabilizar a los talibanes de brindar protección a Al Qaeda y a su líder, Osama Bin Laden, algo que ni ellos reconocieron ni nadie ha probado. En cualquier caso, una vez derrotados los talibanes, con un gobierno títere en el poder en Afganistán, la producción de amapola y opio se recuperó y volvió a sus promedios históricos. Hoy se produce allí 80% de la oferta mundial de amapola. En el medio, los talibanes aprendieron su lección histórica y ya no persiguen los cultivos de amapola y la producción de opio en los territorios de Afganistán y Pakistán que controlan.

La guerra de las drogas en México ha adquirido dimensiones «mexicanas»: se ha tornado grandilocuente y feroz. Esto pareciera ser el resultado de la sustitución de los colombianos por los mexicanos en la conducción del tráfico internacional de drogas, derrotados aquellos luego de la guerra contra los carteles. Además, la proximidad con el mayor mercado consumidor, EEUU, es una ventaja comparativa importante para los mexicanos. Sin embargo, la colindancia con el mayor mercado de drogas del mundo muestra cada vez más cuáles son los actores reales en el rol de los traders & dealers. No hay por qué seguir suponiendo que las mafias estadounidenses no están interesadas o no se atreven a disputar un negocio que concentra cerca de la tercera parte de lo que pagan los consumidores de drogas a las mafias latinas, antes colombianas y hoy mexicanas, como lo suponen los guionistas de Hollywood.

La mejor manera de controlar el consumo en el mercado es estigmatizar a los usuarios de drogas mediante el procedimiento de reducir todos los usos a los pocos casos más peligrosos. En la historia del poder político, la guerra contra las drogas es el mejor ejemplo de cómo instalar el miedo como instrumento de control social y político, mucho más universal que la guerra contra el terrorismo o la guerra contra el crimen organizado. No es casualidad que la actual estructura de ejecución de las políticas de drogas de la ONU se ocupe también de estos asuntos. Este miedo se muestra más eficaz y eficiente que el miedo a Dios o al Partido como conciencia ética y ordenador moral de la sociedad y el Estado. La droga es el deus ex máchina, el gran constructo que permite explicar todos los problemas y males de la sociedad contemporánea, sus orígenes y causas últimas: la delincuencia, la rebeldía juvenil, la insubordinación de las poblaciones pobres, la desobediencia de las mujeres, las malas conductas de los inmigrantes, la disolución de la familia, etc. Los tres grandes instrumentos de control social y político de la sociedad occidental han sido los siguientes: en la Edad Media, el control de la fe; en la Modernidad, el control de la sexualidad. La Edad de la Razón fue y es un velo malicioso que encubre la sexualidad como disfrute –psicoanálisis versus moral victoriana– y el control del consumo y la provisión de drogas de la actualidad: la guerra de las drogas es la espada violenta contra el disfrute del placer sensible y la paz psicológica que estas otorgan a sus usuarios –su función de utilidad–, en una sociedad que solo genera en sus ciudadanos ansiedad y miedo.

El fracaso sanitario y humanitario de la guerra contra las drogas: las externalidades negativas

El mayor fracaso de la guerra de las drogas no radica simplemente en su descalabro para controlar el consumo y la provisión, sino en haber criminalizado ambos, lo cual ha generado y genera costos humanos y materiales muy superiores a cualquier daño o costo asociado al consumo de drogas. A fines del siglo pasado, morían en EEUU entre 50.000 y 60.000 personas por conflictos relacionados con la provisión de drogas, mientras que los usuarios que morían debido al consumo abusivo oscilaban entre 8.000 y 14.000.

Tanto es así que ya existe una consistente corriente de opinión que considera que lo más grave no son los efectos de las drogas sino las actuales políticas de prevención y control, como lo ha manifestado la comisión integrada por los ex-presidentes de México, Ernesto Zedillo, de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, y de Colombia, César Gaviria. El ex-presidente de Chile, Ricardo Lagos, no se incorporó al grupo, pero luego respaldó sutilmente esta apertura, pese a haber promulgado durante su mandato una de las leyes de drogas más represivas que se conocen, que se ha mantenido vigente durante la presidencia de su sucesora, Michelle Bachelet. Esta ley establece que la marihuana es una droga dura que debe ser perseguida con igual fuerza que la heroína, lo cual alimenta la silenciosa guerra que la sociedad les ha declarado a los jóvenes, que justamente constituyen la mayor parte de los consumidores de marihuana. Para entender la importancia de esta legislación hay que tener presente que 75% de los usuarios de drogas ha dejado de serlo, mientras que solo ha logrado dejar los psicofármacos 57%, el tabaco, 35%, y el alcohol, 15%. Es decir, de las sustancias empleadas con fines ansiolíticos, las drogas son las que menos dependencia generan.

La guerra de las drogas se apoya en el supuesto de que el mercado de los estupefacientes se caracteriza por la inelasticidad de la demanda al precio. Es decir, que los usuarios van a seguir comprando drogas aun cuando el precio aumente. Pero esta teoría resultó ser falsa, derivada de la confusión y el desconocimiento: la mayor parte de los usuarios de drogas no son ni dependientes ni adictos; por lo tanto, la conducta mayoritaria es elástica a los precios. El argumento racional fundante de la guerra de las drogas es controlar violentamente la oferta como modo de elevar los precios y así disuadir el consumo: pero esto genera terribles resultados porque los proveedores saben perfectamente que, si los precios suben, las ventas caerán, pues la demanda es elástica. La guerra de las drogas es esencialmente una guerra de precios.Pese a estas evidencias, la guerra contra las drogas continúa. Y es que es consustancial a la Modernidad. Tanto es así que el primer tratado de cooperación y la primera normativa multilateral con voluntad y proyección planetaria es la Convención Internacional sobre el Opio, de 1912, el antecedente tanto de la antigua Sociedad de las Naciones como de la actual ONU.

La capacidad redistributiva de las drogas: las externalidades positivas

Se pueden hacer muchos discursos denunciando que el narcotráfico ha sostenido económicamente tanto a la subversión de origen campesino y la proveniente de los sectores medios urbanos empobrecidos como al paramilitarismo, que la enfrenta en su mismo terreno y con sus mismos métodos. Esto es cierto, por supuesto, pero también es verdad que la producción y el tráfico de drogas han jugado un rol determinante en el mantenimiento del ingreso de los campesinos y del sector rural en general. Lo mismo puede decirse respecto del ingreso de las poblaciones urbanas más empobrecidas y el del sector informal de la economía, que las proveen de bienes y servicios a precios accesibles. Expertos británicos han atribuido la disminución de los delitos contra la propiedad registrada en ese país a la reconversión de los delincuentes comunes en agentes y operadores en el mercado de las drogas1.

La segmentación entre los actores de la provisión ilícita de drogas y su participación en el valor agregado pagado por los consumidores revelan algunos datos centrales. Para el caso de la hoja de coca y la elaboración, la distribución y el consumo de cocaína, los campesinos cocaleros, que son cientos de miles, y los acopiadores y compradores locales de sus derivados, que son unos pocos, se apropiaban, según los datos de fines del siglo pasado, de apenas 1% de lo pagado por los consumidores. Mientras tanto, los carteles de contrabandistas internacionales, que son unos cuantos, se quedaban con 13%; los importadores y distribuidores mayoristas en los mercados locales de consumo –traders & dealers– , que son también unos pocos pero muchos más que los contrabandistas, se quedaban con 27%. Finalmente, los expendedores minoristas, los microtraficantes –pushers–, que nuevamente son cientos de miles, participan con 57% del valor final de la cocaína. Las incautaciones solo llegaban a 3% del valor agregado total. Está claro que los campesinos, como siempre, pierden, y el «imperio», como siempre, gana. En el segmento del microtráfico se verifica el gran poder redistribuidor del ingreso del mercado de drogas, ya que en este tramo, por razones de seguridad, no es posible organizar el negocio del retail, como sucede con las grandes cadenas de supermercados que se llevan la parte del león de la producción y comercialización de los productos y mercancías lícitas, sea de calzones, hamburguesas o medicamentos.

La desventajosa situación de los campesinos se agrava por algunas políticas implementadas en las últimas décadas. En Colombia, el gobierno de César Gaviria (1990-1994) acabó con cualquier protección a la agricultura nacional permitiendo la importación y la competencia desleal de la producción agrícola subsidiada de los países desarrollados, sobre todo en el caso de los cereales, que son el componente básico de la alimentación humana y la crianza animal (y, por lo tanto, del abaratamiento de la carne). Los alimentos baratos son determinantes en el mantenimiento del orden público urbano, sobre todo cuando la mayor parte de la población «en situación de riesgo» vive en la ciudad y no en el campo. La coca salvó a los campesinos y a la agricultura colombiana de las importaciones agrícolas subsidiadas en sus países de origen. Esto le dio a Colombia el predominio en la producción de hoja de coca sobre Perú y Bolivia.

En Perú, el gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000) sinceró la economía y acabó con la agricultura lícita. Como en Bolivia, la coca permitió a los campesinos de la selva alta de la región andino-amazónica sobrevivir. Fujimori y muchos de sus funcionarios terminaron en la cárcel, no solo por permitir o formar parte del tráfico de drogas, sino también por sus vinculaciones con el tráfico de armas para las FARC.

Teniendo en cuenta estos datos, la externalidad positiva de la guerra de las drogas es haber logrado generar ingresos para los sectores marginales rurales, que sobreviven gracias a la producción de los cultivos ilícitos, y para los excluidos urbanos, que lo hacen gracias a su distribución y microtráfico, en particular las mujeres y los jóvenes. Pero hay otras externalidades positivas. En los 90, los cultivos ilícitos equivalían a 14% del producto agrícola total en Perú y a 8% en Bolivia. La eficacia en el uso de los recursos de esta actividad es alta, ya que solo empleaban 3% y 1,5% de sus respectivas áreas agrícolas totales. Por eso, la segunda externalidad positiva de la guerra de las drogas es su impacto positivo en el medio ambiente: en la región andino-amazónica, conformada por Bolivia, Colombia y Perú, los cultivos de drogas solo ocupaban 1,7% del área agrícola total y apenas habían participado con 4% de la pérdida de bosques.

El éxito de la provisión de drogas es tal que se ha producido una «cultura narco» o «narcocultura», un conjunto de valores éticos, políticos y simbólicos, una gramática y un léxico, por medio de los cuales los narcotraficantes y sus asociados se dirigen al Estado y la sociedad; hay una manera narco de hacer negocios, muy rentable en la confianza y sanguinariamente implacable en el incumplimiento y el engaño. Es más, hay una «estética narco» que cierra este conjunto valórico: hay «narcocorridos» en México; los niños de la ciudad de Tingo María, en el Alto Huallag de Perú, representan una obra de teatro escolar llamada La Mancada de Felipe, que narra la vida y muerte de un narcotraficante local; en las barriadas de Buenos Aires se cantan canciones «narcovilleras», en los cementerios de Santiago de Chile los narcotraficantes locales son despedidos por sus parientes, socios, amigos y dependientes con salvas de armas de fuego, al mejor estilo de Pablo Escobar. Los jóvenes de los sectores populares de todo el mundo, que sufren un desempleo entre el doble y el triple que el promedio, con una educación que no les garantiza un trabajo decente, son reclutados por los narcotraficantes locales, o al menos asumen sus costumbres y sus modas. En suma, toda una ética y una estética narco, para horror de las autoridades, las personas honestas y algunos intelectuales biempensantes, aunque sea absurdo pretender tener drogas baratas en un marco de guerra declarada y no darles un espacio y unas normas de actuación y expresión a sus gestores.

Las expectativas en la guerra de las drogas: el conflicto entre el nuevo gobierno estadounidense y la burocracia nacional e internacional

El nuevo zar de las drogas en EEUU designado por Barack Obama, el director de la Oficina para la Política Nacional de Control de Drogas de la Casa Blanca, Gil Kerlikowske, dio por terminada la guerra de las drogas. Sin embargo, el presidente norteamericano duda sobre si financiar o no los programas de intercambio de agujas para los usuarios de heroína con el fin de prevenir el SIDA. Poco tiempo atrás, en la revisión de los diez años del programa de control de drogas de la ONU, EEUU mantuvo su postura de no permitir la introducción de medidas de reducción de daños en los programas de prevención de drogas, seguramente para sostener la alianza con sus socios en las posiciones duras sobre drogas, como Rusia, otros ex-países socialistas, los Estados musulmanes y algunos gobiernos autoritarios de Asia y África. En las últimas elecciones en las que se renovó la mitad de los miembros de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes de las Naciones Unidas (JIFE), órgano semijudicial encargado de vigilar la aplicación de las convenciones internacionales sobre drogas, EEUU respaldó a los candidatos más conservadores y reticentes a las prácticas de reducción del daño. Esto implica la primacía de los compromisos políticos de intercambio de favores en los diversos organismos de la ONU con sus aliados tradicionales y los intereses particulares de los funcionarios nacionales e internacionales.

Para decirlo en breve, la última resistencia a innovar las políticas internacionales de drogas y pasar del discurso y la práctica de la guerra a un trato sanitario y humanitario, de respeto a los derechos humanos, como se viene haciendo en buena parte de Europa, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, así como en algunos países de América Latina como Argentina y Brasil, ya no reside en la posición de EEUU, sino en la resistencia de sus aliados, su burocracia y la burocracia de las Naciones Unidas.

  • 1. Al respecto, v. William Dixon: «Les aspects économiques de l’abus de drogue en Grande-Bretagne» en Maria Luisa Cesoni: Usage de stupéfiants: politiques européennes, George Editeur, Ginebra, 1996, p. 105.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 222, Julio - Agosto 2009, ISSN: 0251-3552


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