Opinión
abril 2019

El apogeo del capitalismo y nuestro malestar político

La ética del beneficio privado ha llegado a dominar la cultura política. Desde hace al menos dos décadas, la aparición de liderazgos basados en el dinero y la irrupción de unas élites desatentas con los problemas ciudadanos, han favorecido un panorama de desconfianza en la política. El capitalismo está en su apogeo, la política en crisis.

El apogeo del capitalismo y nuestro malestar político

Hay pocas dudas de que el mundo occidental está atravesando una seria crisis política, que se puede describir como una crisis de confianza en las instituciones políticas y los gobiernos.

Sin embargo, a menudo parece que se pasan por alto dos cuestiones. En primer lugar, la crisis de confianza en las instituciones no se limita a Occidente, es generalizada. La crisis occidental recibe más atención solo porque los medios de comunicación occidentales son dominantes y porque se asumía que las sociedades liberales económicamente más avanzadas no sufrirían una desconexión tal entre gobernantes y gobernados.

En segundo lugar, la crisis es de larga data: se remonta mucho más allá de la debacle financiera de 2008 y del malestar creado por la globalización. Es probable que su origen sea el éxito impresionante y algo inesperado de la introducción de relaciones capitalistas en todos los ámbitos de la vida, incluidas nuestras vidas privadas y, significativamente, la política.

Las revoluciones neoliberales de comienzos de la década de 1980, asociadas al entonces presidente de Estados Unidos Ronald Reagan y a la primera ministra británica Margaret Thatcher –sin olvidar al «líder supremo» chino, Deng Xiaoping–, se apoyaron en revoluciones en el pensamiento económico, tales como la teoría de la elección pública y el libertarismo, que en forma explícita comenzaron a tratar el espacio político como una extensión de la economía diaria. Se veía a los políticos como un conjunto más de empresarios que, en lugar de llevar sus habilidades y su gusto por los riesgos a la banca privada o al desarrollo de software, ingresaban en la política. Se consideraba normal que un comportamiento egoísta y orientado a objetivos no estuviera necesariamente limitado a la esfera económica: era más general y también incluía a la política.

Una visión reivindicada

Esta visión del mundo se reivindicó de una manera increíble. No era solo que los políticos se comportaban a menudo de manera interesada (algo que quizás también habían hecho con frecuencia en el pasado), sino que comenzó a esperarse de ellos ese comportamiento. No necesariamente se lo aprobaba, pero sí se lo esperaba, en el sentido de que no se consideraba extraño o inusual que los políticos pensaran primero y primordialmente en sus propios intereses económicos.

Podían beneficiarse de las conexiones y el poder que habían adquirido mientras estaban en la función pública para encontrar empleos lucrativos en el sector privado (José Manuel Durão Barroso, Tony Blair, Jim Kim del Banco Mundial). Podían dar charlas multimillonarias a magnates corporativos (Barack Obama, Bill y Hillary Clinton). Podían integrar un sinfín de directorios.

O bien algunos, provenientes del sector privado (Silvio Berlusconi), iban a promocionar abiertamente sus partidos políticos como organizaciones clientelares: si usted tiene un problema y quiere solucionarlo, únase al partido. Recuerdo haber visto en las calles de Milán ese tipo de publicidad de la Forza Italia de Berlusconi, un movimiento cuya falta de ideología más allá del provecho económico individual se reflejaba en su nombre banal, tomado en préstamo de los simpatizantes de la selección italiana de fútbol.

Es larga la lista de políticos que consideraron la generación de dinero para su beneficio (y el de sus seguidores) como una función normal del homo economicus una vez logrado el acceso a la función pública. Sabemos de algunos de sus miembros más destacados, con frecuencia como resultado de una equivocación, cuando sus actividades fueron demasiado lejos y ya no fueron capaces de ocultarlas. Los conocemos por sus escándalos financieros y, en ocasiones, por las condenas a prisión. Por ejemplo, dos de los tres últimos presidentes brasileños están en la cárcel por sobornos. Los cinco últimos presidentes peruanos han sido encarcelados por corrupción, están siendo investigados o son prófugos de la justicia. La hija del difunto presidente de Uzbekistán ha sido encarcelada por su participación en operaciones multimillonarias de malversación de fondos. La sombra del procesamiento sobrevuela a la hija del ex-presidente angoleño, presidenta de la compañía estatal de petróleo y la mujer más rica de África, en caso de que regrese al país.

En Europa, se está investigando al ex-presidente francés Nicolas Sarkozy por una serie de escándalos financieros, de los cuales el más serio surge de informes de financiación ilícita para su campaña presidencial de 2007 por parte del fallecido dictador libio Muamar el Gadafi. El ex-canciller alemán Helmut Kohl tuvo que renunciar en 2000 al cargo de presidente honorario de la Unión Demócrata Cristiana (CDU, por sus siglas en alemán) luego de revelaciones sobre la existencia de cuentas bancarias secretas del partido que presidía.

El presidente estadounidense Donald Trump se ha negado a revelar el contenido de sus declaraciones de impuestos de varios años y a poner sus negocios en un fideicomiso ciego para aislarlo de incentivos externos. Su colega ruso, Vladímir Putin, ha logrado convertir su poder político en una riqueza que supera en gran medida sus ingresos.

Solo negocios

Así, los políticos de este a oeste y de norte a sur han ratificado el «imperialismo económico» neoliberal: la idea de que todas las actividades humanas están impulsadas por el deseo de éxito material, de que el éxito en la generación de dinero es un indicador de nuestro valor social y de que la política es una línea más de negocios.

El problema con este enfoque cuando se lo aplica al espacio político es que engendra cinismo entre la población, porque la jerga oficial de los políticos tiene que girar alrededor del interés y el servicio públicos, y sin embargo hay una gran diferencia entre la realidad y la justificación ideológica de esa realidad. Por otra parte, la discrepancia es fácil de descubrir. Todos los funcionarios del gobierno aparecen entonces como hipócritas que nos dicen que están allí porque están interesados en el bien común, cuando en realidad es claro que se meten en la política para forrar sus bolsillos ahora o en el futuro; o, si ya son ricos, para asegurarse de que no se tome ninguna decisión política contra su «imperio».

¿Es extraño entonces que no se pueda demostrar confianza alguna respecto de cualquier cosa que digan los políticos? ¿Es extraño que cada una de sus acciones se pueda ver como motivada por el beneficio personal o dictada por lobistas? De hecho, tanto la revolución del mercado de la década de 1980 como el paradigma económico dominante nos dicen que debería ser precisamente así, y que eso resulta lo mejor.

No hay una solución fácil

La desconfianza hacia las elites gobernantes se debe así a una proyección extremadamente exitosa del modo capitalista de comportamiento y de operaciones que llega a todas las esferas de la actividad humana, inclusive la política. Ocurre que, si alguien lo hace, ya no se puede esperar que la gente crea que las políticas están motivadas por el ideal del servicio público.

El problema no tiene una solución fácil. Para recuperar la confianza, es necesario sacar la política de los campos en que tienen vigencia reglas capitalistas normales. Pero hacerlo requiere que los políticos rechacen el conjunto de valores estándar que está implícito en el sistema capitalista: la maximización del interés financiero. ¿Cómo y dónde vamos a encontrar esa clase de personas? ¿Deberíamos, como los tibetanos, buscar a los nuevos líderes en lugares distantes, incontaminados de hipermercantilización? Dado que esto no parece siquiera remotamente probable, creo que es necesario que nos acostumbremos a la idea de una desconfianza constante y de una amplia brecha entre la elite política y la mayoría de la población.

Esto podría volver la política turbulenta por un largo tiempo. Es el apogeo del capitalismo el responsable de esta turbulencia y de nuestro –inevitable– malestar político.


Traducción: María Alejandra Cucchi

Fuente: https://www.ips-journal.eu/regions/global/article/show/the-apogee-of-capitalism-and-our-political-malaise-3349/



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