Tema central
NUSO Nº 273 / Enero - Febrero 2018

Argentina y sus crisis

Un análisis de varias crisis argentinas permite distinguir entre los usos muy expandidos del término «crisis» en el lenguaje coloquial y la pregunta acerca de cómo abrir un debate conceptual sobre este término, sus usos, sus dimensiones económicas, políticas y culturales. Un término polisémico, normativo y objetivista conlleva varios riesgos, por lo que resulta necesario un uso «restringido». En este marco, el interés de este artículo es comprender, a través del análisis del caso argentino, las dimensiones culturales implicadas en las crisis, porque en ciertos contextos se producen crisis de confianza en la economía, crisis de confianza en la política, crisis de representación o legitimidad social.

Argentina y sus crisis

rgentina está en crisis? Durante varias décadas, el término «crisis» ocupó un lugar central en los ensayos sobre el país y pareció convertirse en un diagnóstico casi permanente. Una célebre revista publicada entre 1973 y 1976, dirigida en Buenos Aires por Eduardo Galeano, llevaba ese nombre y volvió a editarse desde los años 80. A diferencia de los países culturalmente centrados en su pasado dorado o en su futuro soñado, Argentina parecía concentrarse en un presente de «crisis»1. Posiblemente hacia fines del siglo xx el país comenzó a virar, con los efectos del neoliberalismo, hacia un relato más decandentista, que aludía a distintos pasados maravillosos.

La paradoja de percibir la crisis como normalidad se fue tornando menos frecuente y, sobre todo, menos consensual. A partir del incremento de la polarización política que se produjo en los últimos años de los gobiernos kirchneristas y que se acrecentó durante el gobierno de Mauricio Macri, los argentinos parecen ya no estar de acuerdo en nada, a no ser en el hecho de que no están de acuerdo. Pero en verdad ni siquiera en eso, ya que a menudo no se considera a quien piensa diferente como alguien que piensa. En cualquier caso, para una perspectiva comprensiva e interpretativa, el uso coloquial tan habitual del término «crisis» es a la vez interesante como dato, pero problemático en términos teóricos.

Tres crisis configurativas

Una de las formas de comprender la Argentina actual es analizar muy brevemente tres crisis y tres formas diferentes de respuestas populares. El país atraviesa el periodo más largo con elecciones libres y sin proscripciones. Ese periodo se inició en 1983, después del fin de la más dramática dictadura militar de su historia. En 1982, mientras avanzaba la crisis económica y social, se fortalecieron las movilizaciones sindicales. La increíble Guerra de Malvinas, dirigida por unas Fuerzas Armadas que ni siquiera querían ganarla, despertó formas de organización de la sociedad para multiplicar la solidaridad con los soldados. Y después de la veloz derrota militar, se agudizó la crisis económica y política, al tiempo que se intensificaban las redes organizativas de la sociedad civil.

Los movimientos de derechos humanos, que habían tenido un momento crucial en 1977 con la primera ronda de las Madres de Plaza de Mayo, fueron ocupando un lugar central en el fortalecimiento de las movilizaciones contra la dictadura. Lo que resulta más interesante, analizado con perspectiva histórica, es que muchas de aquellas organizaciones fueron protagonistas de estas tres décadas y media de democracia. Y dejaron un legado central en la cultura política argentina.

En efecto, uno de los elementos que distinguen a Argentina de otros países de la región es que el rechazo a la violencia política estatal devino parte del sentido común. Eso no significa que en estas décadas no haya habido represión e incluso muertos en protestas sociales, sino que el grado de esa represión y de la violencia política ha sido menor que en otros países, y que en varias ocasiones la muerte de protagonistas de protestas ha abierto crisis políticas e institucionales2. Ese legado se tradujo en el emblemático Juicio a la Juntas (militares) en 1985, en la derogación y anulación de todas las leyes de impunidad aprobadas en los años 90 en 2003 y en el hecho de que en la actualidad haya más de 700 presos por crímenes de lesa humanidad. En junio de 2017, la Corte Suprema de Justicia aplicó el «2x1», que reducía el cómputo de la pena de un condenado por esos crímenes, y en una semana una multitud de argentinos salió a protestar a la calle3.

En 1989, el presidente Raúl Alfonsín adelantó las elecciones y su partido fue derrotado por el justicialista Carlos Menem. Los recurrentes problemas económicos se veían agravados por una inflación que en 1988 superó el 300%. Sin embargo, después de las elecciones se disparó un espiral hiperinflacionario que superó el 3.000% anual e ingresó en las antologías mundiales. En la ciudad de Rosario comenzó a haber reclamos de comida ante los supermercados, que terminaron en saqueos que se extendieron a Córdoba, Buenos Aires y otras ciudades. En contraste con las movilizaciones sindicales o políticas tan habituales en la historia argentina, los saqueos mostraron un fenómeno inédito en el que se combinaba el hambre con el debilitamiento de las organizaciones tradicionales. Los saqueos se repitieron como eventos en momentos de crisis aguda como 2001, o como «gran miedo» en diferentes meses de diciembre posteriores, en algunos años en que las tradicionales fiestas de fin de año se combinaron con una situación social complicada y con cierta debilidad política del gobierno.

Pero además de indicar el ingreso de otro actor u otra faceta popular, la combinación de la crisis de la hiperinflación de 1989, que tuvo nuevos brotes al año siguiente, y del potencial «caos social» legó en la cultura política argentina un miedo muy distinto al de la violencia política: el miedo a la inflación. La hiperinflación es un fenómeno de disgregación social. Justamente Carlos Menem impuso su hegemonía sobre la base de la estabilidad monetaria, al fijar por ley que cada peso era convertible en un dólar (por la que se conoció como Ley de Convertibilidad). Entre 1991 y 2001 los argentinos soportaron no solo un neoliberalismo extremo, sino el aumento del desempleo, que pasó de 6% en 1989 a 22% en 20024. Esa sociedad con «estabilidad» que excluía a millones de argentinos vio agravada su situación con el inicio de la recesión en 1998. Mientras crecían lentamente las protestas de los desocupados y de un sector del sindicalismo, no hubo una solución política a esa crisis económica hasta que nuevamente el país se hundió en otra crisis en diciembre de 2001, en este caso la más grave de su historia.

Entre fines de los años 90 y 2003 se desarrollaron al menos cinco procesos de respuestas populares a esta crisis. Surgieron y se expandieron grupos de desempleados para exigirle al Estado trabajo y planes de empleo y para garantizar su subsistencia cotidiana. Estos potentes movimientos de trabajadores desocupados protestaban bloqueando rutas y puentes con piquetes, y por eso se los conoció como «piqueteros». Surgieron nodos de redes de trueque, que buscaban paliar la carencia de dinero necesario para el mercado a través del intercambio de bienes o saberes, en un circuito informal que en su auge involucró a dos millones de personas. Se expandieron los comedores populares que, obteniendo insumos del Estado y eventualmente de donaciones, garantizaban un plato de comida para niños y adultos al borde de la indigencia. Surgieron asambleas barriales, generalmente en barrios de clases medias, cuya movilización no respondía solo a una necesidad económica de los propios asambleístas (no eran necesariamente ahorristas estafados, ni indigentes, ni desempleados), sino básicamente a la crisis político-institucional de representación. También ha habido unos dos centenares de empresas recuperadas por sus trabajadores después de su quiebra, cierre o abandono por parte de sus anteriores propietarios.

Estas respuestas surgieron en distintos momentos y frente a diferentes conflictos. A partir de la crisis de diciembre de 2001 se organizaron asambleas de vecinos. Las organizaciones de desocupados se remontan a la segunda mitad de la década de 1990 –en el Gran Buenos Aires comienzan a aparecer en 1997–. Los comedores populares surgieron a fines de la década de 1980, durante la crisis hiperinflacionaria a partir de la cual se restringieron planes alimentarios del Estado. Los nodos de trueque se iniciaron a mediados de los años 90. Numerosas fábricas fueron tomadas y recuperadas por sus trabajadores desde fines de 2001, como respuesta colectiva ante el cierre de fuentes de trabajo en un contexto desolador.

Si bien todas estas reacciones populares tuvieron su auge en la crisis de 2001-2002, las asambleas y el trueque fueron las menos perdurables. Los comedores populares se consolidaron, aunque su uso disminuyó con el descenso posterior del desempleo. Muchas empresas recuperadas siguen existiendo, pero perdieron potencia como movimiento, en su momento tan idealizado por Naomi Klein y algunos intelectuales autonomistas. Y, por último, el movimiento piquetero fue perdiendo fuerza, ya sea por el crecimiento del empleo, por políticas sociales más robustas o por la fluida relación de algunos sectores con el gobierno desde 2003. Al mismo tiempo, en estos últimos años algunos movimientos se han incorporado a la nueva Central de Trabajadores de la Economía Popular (ctep). Esta central agrupa a todo tipo de trabajadores excluidos del trabajo formal y, por esa razón, habitualmente no reconocidos por el sindicalismo tradicional: desde cooperativistas hasta vendedores ambulantes, recicladores, cartoneros, artesanos o campesinos.

2016-2017

Al comparar brevemente estas tres grandes crisis argentinas, se plantea al menos una certeza y una pregunta. La certeza es que no se puede explicar el ciclo de protestas sociales de 2016 y 2017 sin comprender la diversidad de actores, identidades sociales y repertorios de acción surgidos en las crisis precedentes. Las respuestas han sido sumamente disímiles, aunque al mismo tiempo fueron conformando un repertorio de posibles acciones populares. Deseables para unos, temidas por otros. La pregunta remite al significado del término «crisis» y a cómo operan las dimensiones económicas, políticas y culturales.

Argentina atravesó un año de recesión con alta inflación en 2016. Las políticas económicas, laborales, sociales y de derechos humanos del gobierno de Macri tuvieron como respuesta un ciclo de protesta que se abrió en marzo de ese año y que aún no se ha cerrado. Los organismos de derechos humanos tuvieron un fuerte protagonismo en estos años. Al momento de escribir este artículo, en noviembre de 2017, cabe destacar la lucha por la liberación de la dirigente social Milagro Sala –considerada presa política por gran parte de la oposición y por quien han planteado demandas de liberación varios organismos internacionales– y las movilizaciones por la desaparición de Santiago Maldonado cuando apoyaba una protesta mapuche en la Patagonia5.

Las acciones de la Confederación General del Trabajo (cgt) expresan, con una composición social muy diferente, una extensa tradición gremial, presente en la crisis de 1982-1983 y en todos los años posteriores, pero muy fortalecida por el crecimiento del empleo y de los sindicatos entre 2003 y 2015. De todos modos, las clásicas divisiones en el sindicalismo argentino entre sectores más confrontativos y más «negociadores» han imposibilitado hasta ahora un plan de lucha. La cgt realizó acciones aisladas pero no conduce las respuestas populares al ajuste.

Otra movilización muy impactante en 2016, que se repitió en 2017, fue la que tuvo lugar el día de San Cayetano, el patrono del trabajo. Históricamente, cada 7 de agosto una multitud se dirige a la parroquia y al santuario de San Cayetano, ubicados en el barrio porteño de Liniers. Pero en 2016, tres organizaciones con diferentes orientaciones políticas promovieron una movilización que fue desde ese sitio hasta la Plaza de Mayo, recorriendo la ciudad de oeste a este. Si en las movilizaciones de derechos humanos hay una masiva presencia de amplios y heterogéneos sectores medios, con participación de sindicatos y organizaciones sociales, en las movilizaciones gremiales los sectores medios no sindicalizados son una excepción. En cambio, la movilización de San Cayetano expresa a los trabajadores no registrados, que ahora se autodenominan parte de la «economía popular» y que en gran medida engrosaron las movilizaciones de «trabajadores desocupados» o «piqueteros», especialmente entre 2000 y 2002.

Cabe mencionar asimismo grandes movilizaciones docentes, tanto en 2016 como en 2017, la movilización universitaria, la protesta de científicos que llegó a tomar por cinco días el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva y numerosas protestas contra el cierre de empresas y la pérdida de fuentes de trabajo. A esto se pueden agregar otras movilizaciones que ha habido en diferentes provincias, con menor repercusión en los grandes medios. Esto incluye protestas por crisis de economías regionales, demandas ambientales y movilizaciones indígenas. Y todavía hay que mencionar que desde 2015 se viene organizando el movimiento «Ni una menos» contra los femicidios y la violencia de género, que ha producido movilizaciones de decenas o centenares de miles cada año, además del primer paro de mujeres.

La sociedad argentina está intensamente movilizada. Más allá de que un núcleo comprometido asista a las diferentes movilizaciones, se trata de actores diferentes, con demandas e identidades diferenciadas, sin articulación social ni política hasta la actualidad. Si bien la razón evidente es la política de ajuste y recorte del poder adquisitivo de las grandes mayorías, no todo ajuste es necesariamente seguido de un ciclo de movilización intenso. Existen al menos tres motivos políticos que explican esta coyuntura particular. El primero es que, como no se produjo una crisis comparable a la hiperinflación de 1989 o a la de 2001, las organizaciones sociales se encontraron con su poder intacto ante el inicio de los despidos y de la recesión con inflación. El segundo es que tres décadas de vida democrática han producido una densidad y una diversidad organizativas muy intensas, así como una experiencia que decanta en la madurez política de muchas de las direcciones sectoriales. El tercero es que en todas las movilizaciones más multitudinarias convergen sectores sociales que hace un año tenían posiciones políticas opuestas y que actúan de modo unitario ante el avance neoliberal.

Este ciclo de protestas es parte decisiva de las relaciones de fuerza entre las políticas neoliberales y los distintos sectores sociales. A pesar de todas estas protestas, no existe hoy una crisis política en Argentina. Por un lado, en las últimas elecciones, el oficialismo nucleado en la alianza Cambiemos ganó en los principales distritos del país6. Además, sus niveles de popularidad son claramente aceptables, o incluso elevados si se considera el recorte del poder adquisitivo que ha habido. Esto se debe básicamente a dos logros del gobierno. El primero es que existe una disputa política acerca de las causas del ajuste: mientras algunos sectores de la oposición lo adjudican a las políticas neoliberales, el oficialismo afirma que ha salvado al país de la crisis económica a la que lo llevaba el «populismo» corporizado en el kirchnerismo. El segundo es que los sectores que participan en esas protestas y que no votarían al actual gobierno están altamente fragmentados en la arena electoral. Su gran heterogeneidad social y política no pudo hasta ahora ser articulada. No hay ninguna fuerza política ni figura alguna que pueda articular por ahora la diversidad de las protestas. Esa creciente fragmentación de la oposición es una enorme fortaleza para el gobierno.

¿Qué significa «crisis»?

Por supuesto, Argentina ha vivido numerosas crisis en el siglo xx. Pero además, como mencionamos al inicio, durante décadas se instaló la idea de que se trata de un país en crisis permanente. Por eso, el caso argentino y su comparación con otros nos invitan a preguntarnos cuándo hay realmente elementos para considerar que existe una situación de «crisis». Y si la hay, cuándo se trata de una crisis económica, cuándo de una crisis política, cuándo de una crisis cultural.

Hay ciertos problemas en los usos frecuentes de la noción de «crisis» en las ciencias sociales: primero, las concepciones puramente objetivistas de la crisis; segundo, el carácter negativo de la noción de crisis; tercero, la presunción teleológica que contiene la idea de que toda crisis tiene un cierto destino. Es sencillo encontrar definiciones objetivas de crisis económicas, políticas o sociales. Cada una establece indicadores, generalmente cuantitativos. Así, la crisis económica puede asociarse a la reducción del pib, la crisis política se refiere a la inestabilidad institucional y la crisis social deriva de indicadores de desocupación, pobreza o indigencia. Cabe hacer notar que todos esos indicadores objetivos resultan de complejos procesos de producción y de una serie de convenciones. Pero el punto que nos interesa es otro.

Nos interesa comprender aquí las dimensiones culturales implicadas en las crisis. Porque en ciertos contextos se producen crisis de confianza en la economía, crisis de confianza en la política, crisis de representación o legitimidad social. También si consideramos la angustia social ante injusticias o desigualdades intolerables, estamos haciendo referencia a una dimensión cultural. Un índice inflacionario puede ser percibido como traumático en un país y no tan grave en otro con una historia diferente. De la misma forma, en contextos nacionales diferentes, las cifras de pobreza o desempleo tienen valoraciones distintas.

Los criterios exclusivamente objetivistas para definir «crisis económica» no consideran las percepciones sociales sobre la economía. No comprenden la relevancia de las dimensiones subjetivas sobre las crisis. Para los análisis objetivistas, hay o no hay una crisis económica o política. Sin embargo, a veces resulta evidente y hay consenso. Otras veces, lo único evidente es que se trata de una cuestión de interpretación. A su vez, desde el punto de vista de las sociedades, también emerge claramente una cuestión de interpretación. Ningún sector social o político dudaba de que Argentina estaba en crisis en 2001-2002. Pero después de ese momento, han prevalecido interpretaciones contrapuestas. El término «crisis» ha sido y es parte de la disputa política. Usualmente, las connotaciones del término «crisis» son negativas. Si concebimos la crisis como ruptura de aquello socialmente considerado «normal», la valoración de la estabilidad o la ruptura depende de cómo valoramos la situación previa. La crisis de una dictadura, la crisis de los totalitarismos o las crisis de los consensos económicos neoliberales constituyen obviamente oportunidades cruciales. La percepción extendida de una situación de crisis es un territorio propicio para la imaginación política y cultural. En ese sentido, la crisis puede adquirir una temporalidad mayor, como contradicción de fuerzas históricas que impulsan a las sociedades en direcciones incongruentes.

Si descartamos la utilidad de la idea de «crisis permanente», también debemos tener capacidad para diagnosticar tanto su inicio como su final. Toda crisis ocurre en el espacio-tiempo. Tiene distintas temporalidades. Se inicia, se despliega, termina. Dura horas, días, meses, años. Tiene lapsos. Puede dividirse en etapas. Si las crisis no se cerraran, estarían fuera del tiempo. Sin embargo, es más habitual el análisis del inicio que de las resoluciones de las crisis. Cuando se abusa del término «crisis», los diagnósticos se vuelven demasiado «fáciles» y se vacían de sentido los análisis.

Para que el término tenga el peso que merece, debe ser utilizado de modo restringido, como lo es en la ciencia económica o la ciencia política. A la vez, además de indicadores objetivos, necesitamos también una noción intersubjetiva. Ante estos problemas conceptuales (polisemia, objetivismo, normativismo, teleología), hay algo que emerge muy claro de esas tres crisis que vivió Argentina. Fueron crisis económicas y políticas, pero no solo eso. En los tres casos fueron crisis culturales porque hubo una ruptura de los sentidos comunes, una crisis de sentido. Sabemos que las sociedades no podrían funcionar sin una «conciencia práctica»7, sin un sentido común8, que es aquello que articula el resto de los sentidos9. Son momentos históricos en los cuales se imponen nuevos juegos de lenguaje y otros parecen diluirse10. Momentos críticos en los que se trastocan las relaciones entre lo hegemónico, lo emergente y lo residual11.

Cuando el automatismo de la vida cotidiana se interrumpe en alguna dimensión crucial, se abre una crisis cultural. Entre esas dimensiones cruciales pueden estar la vida urbana, la vida económica, la vida política y los sentimientos comunitarios de pertenencia. En este último aspecto, una de las modalidades de la crisis cultural es la crisis identitaria de una sociedad, los sentimientos que tiene sobre sí misma. Señalar una crisis es poner el acento en un cambio de marco. Aquello que sucede en un nuevo marco adquiere un nuevo sentido. Evidentemente, se trata de un fenómeno objetivo en el sentido de que es independiente de la voluntad, al tiempo que es de carácter subjetivo porque afecta las percepciones y significaciones sociales. Por eso, una característica crucial de la crisis cultural es su carácter intersubjetivo.

Una crisis económica, social o política no es necesariamente una crisis cultural, pero puede imbricarse con esta última. Puede haber otros factores que abran una crisis de sentido. Por ejemplo, un atentado considerado terrorista, la veloz depreciación de la moneda, un paisaje social novedoso marcado por el desempleo o incluso eventos naturales extremos como un terremoto o un tsunami. Una crisis cultural generalmente es disruptiva, no actúa por acumulación en el tiempo, como en el caso de las recesiones leves. Se abre con un acontecimiento, una irrupción inesperada.

La noción de «crisis crónica» alude a una sedimentación de la crisis, a la previsibilidad, que es lo contrario de lo que pretendemos significar con crisis cultural. En todo caso, puede haber situaciones económicas o sociales críticas sin que haya crisis simbólica. Es decir, si el hambre, la exclusión, la desnutrición o la muerte devienen en un tiempo-espacio una rutina, puede suceder que se instituya una «cultura de la crisis», que no es lo mismo que una «crisis en la cultura». Porque la crisis cultural es la ruptura de la sedimentación, mientras que la cultura de la crisis es la normalización de la anomalía.Si la palabra «crisis» es cotidiana en el lenguaje social, eso implica que atraviesa los modos de significación social y, por lo tanto, deja de ser de orden disruptivo. Cuando está presente en algunas sociedades durante lapsos relativamente prolongados, termina constituyendo un marco de interpretación y de comunicación. Ahora, ese marco de crisis estable o recurrente puede, a su vez, ser interrumpido por un acontecimiento inesperado. Así, un acontecimiento abre una coyuntura crítica, inaugura un marco temporal de lógica excepcional, en el que algunas de las lógicas sedimentadas de la configuración quedan suspendidas y otras emergen. Emergen a veces algo alocadamente, de manera desordenada, pero esa coyuntura tiende a estructurarse, tiende a establecer alcances y límites, tiende a instituir una temporalidad económica, política, social y cultural específica.

Las tres crisis argentinas y las respuestas populares ante ellas enseñan algo relevante para la situación actual. Durante las crisis crece una multiplicidad de acciones de la sociedad que apuntan a diferentes salidas y soluciones. Al mismo tiempo, existe una heterogeneidad de actores sociales, se despliega una disputa política por su resolución. En el corto plazo, una crisis puede resolverse en dirección a un fortalecimiento de la democracia, de los derechos humanos, como en el caso de 1983. Pero también, ante respuestas populares sin potencialidad política como en 1989, puede ser resuelta desde arriba con la instauración de un programa neoliberal que establece una hegemonía que se prolonga por muchos años. O puede implicar, como en 2003, la apertura de un ciclo posneoliberal que solo puede ganar legitimidad mediante políticas económicas y sociales que disminuyan drásticamente los procesos de exclusión social anterior.

En otras palabras, las características inherentes de una crisis no determinan de modo mecánico su modo de resolución. Las formas que adquieran las respuestas populares y su capacidad o limitación para desplegar una alternativa política serán cruciales en los caminos que terminen prevaleciendo socialmente. En el largo plazo, las respuestas populares a las crisis producen experiencias y sedimentos relevantes en la cultura política. En ese sentido, la relación de fuerzas de este momento histórico en Argentina puede leerse también vinculada a esas y otras historias que, de modos diferentes, están presentes en las protestas actuales, en las potencialidades y las limitaciones de su resolución, en un contexto democrático.

  • 1.

    Federico Neiburg: Los intelectuales y la invención del peronismo, Alianza, Buenos Aires, 1998.

  • 2.

    El caso más emblemático (aunque no el único) fue el asesinato de los militantes Maximiliano Kosteki y Darío Santillán el 26 de junio de 2002, hecho que motivó el adelantamiento de las elecciones presidenciales que terminó ganando Néstor Kirchner.

  • 3.

    «Una multitud marchó a Plaza de Mayo en contra del beneficio del 2x1 para delitos de lesa humanidad» en La Nación, 10/5/2017.

  • 4.

    Fuente: Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec).

  • 5.

    Verónica Smink: «Quién es Santiago Maldonado, el joven cuya desaparición tuvo en vilo a Argentina» en bbc Mundo, 20/10/2017.

  • 6.

    Ver José Natanson: «La ‘ola amarilla’ en Argentina. Reconfiguraciones tras el triunfo de Macri» en Nueva Sociedad No 272, 11-12/2017, disponible en www.nuso.org.

  • 7.

    Anthony Giddens: La constitución de la sociedad: bases para la teoría de la estructuración, Amorrortu, Buenos Aires, 1995.

  • 8.

    Antonio Gramsci: Cuadernos de la cárcel, Juan Pablos, Ciudad de México, 1986.

  • 9.

    José Nun: El sentido común y la política, fce, Buenos Aires, 2015.

  • 10.

    Ludwig Wittgenstein: Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona, 2012.

  • 11.

    Raymond Williams: Marxismo y literatura, Península, Barcelona, 1980.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 273, Enero - Febrero 2018, ISSN: 0251-3552


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