Tema central
NUSO Nº 204 / Julio - Agosto 2006

América Latina y la búsqueda de un nuevo orden energético mundial.

El petróleo ya no será capaz de sostener el consumo derivado de la opulencia de las naciones más desarrolladas y del posible crecimiento de los países del Sur. La posición de América Latina en el contexto energético mundial, a pesar de las reservas de Venezuela y su rol en la OPEP, no es muy relevante. Pero esto no significa que no pueda hacer nada: la región podría avanzar en una transición más efectiva hacia un nuevo orden energético a través de la exploración de nuevas fuentes y, sobre todo, de una utilización más eficiente de las que ya existen. El establecimiento de una «cotización sustentable» para el petróleo es una herramienta posible.

América Latina y la búsqueda de un nuevo orden energético mundial.

El presente artículo plantea algunos aspectos que deberían ser tenidos en cuenta en la discusión sobre cómo avanzar hacia un nuevo orden energético mundial. La ocasión para este debate no podría ser más oportuna: el Comité de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas ha incluido la cuestión energética como uno de los tópicos centrales de trabajo y deliberación para el bienio 2006/2007. A pesar de ello, los gobiernos de América Latina parecen no haberse percatado de la importancia de esta discusión. Llama la atención la relativa indiferencia, así como la ausencia de una concertación regional, considerando que la cuestión energética se encuentra, cada vez más, en el centro de la política y de las relaciones internacionales. Pero como los trabajos del referido Comité de Desarrollo Sostenible están aún en su fase inicial, todavía hay tiempo para que los países latinoamericanos exploren posiciones de consenso que les permitan asumir un papel más activo en esta discusión.

Civilización y orden energético

El estudio de la evolución de las civilizaciones del planeta revela que la organización social y el desarrollo de las fuerzas productivas condicionan el bienestar a la capacidad de absorción y utilización, de un modo cada vez más eficiente, de las fuentes energéticas. Toda civilización tiene un «orden energético», que implica una articulación entre productores y consumidores y que tiene como eje central de acción, conciliación y conflicto una fuente energética dominante. El orden predominante en la primera década del siglo XXI se ha ido transformando. Y aunque los combustibles fósiles siguen siendo la principal fuente de energía, con el tiempo ha variado la coalición de intereses. En el mercado petrolero manda la economía política, y eso implica consideraciones que tienen que ver con el dominio de espacios geográficos, tanto de reservas como de explotación, así como de rutas para el tráfico comercial. Por ser un bien estratégico ligado a la seguridad nacional, el petróleo no está sujeto solamente a las fuerzas del mercado. Su comercio involucra una compleja articulación de intereses, tanto de países como de empresas, para controlar las disponibilidades de abastecimiento y apropiarse de las rentas de la explotación. La distribución de esta renta es motivo de permanente negociación, pero también de una presión que no está libre del poder militar. Al mismo tiempo, los juegos de poder son muy asimétricos, ya que la distribución de las reservas hace que los países más grandes del mundo dependan de otros de pequeña dimensión. La vieja coalición, apoyada en el predominio de las grandes empresas de Estados Unidos y Reino Unido, se desarrolló en un tiempo histórico enmarcado por dos guerras mundiales y un amplio proceso de descolonización. Desde inicios de los 70, esta coalición se fue transformando: un hito muy significativo fue el embargo petrolero de 1973, que motivó la formación del Grupo de Coordinación Energética, integrado por los países desarrollados e inspirado, entre otros, por Henry Kissinger; en 1974, se transformó en la Agencia Internacional de Energía (AIE).

Desde aquellos años, quedó claro que el precio del petróleo tiene una decisiva influencia en la correlación de poder internacional. Así, los países de Oriente Medio comenzaron a disfrutar de una mayor capacidad de negociación. Otro hito importante en la transformación de las relaciones de poder fue la revolución iraní de 1979. Una vez más, se pusieron en evidencia los efectos generados por una eventual rigidez de la oferta de petróleo y la nacionalización de las empresas. Sin embargo, a fines de los 70 también se hizo evidente que los mayores excedentes financieros de los que disfrutaban las naciones productoras tenían que reciclarse en los mercados de EEUU y Europa occidental. Esto significa que cualquier bonanza derivada de la elevación de los precios del petróleo favorece, en definitiva, a unas pocas grandes empresas transnacionales petroleras y financieras y a los países productores, a través de la renta fiscal o las operaciones de sus empresas estatales.

A inicios de los 90, el ataque de Irak a Kuwait mostró la sensibilidad de EEUU frente a las reservas ubicadas en la zona. Desde aquella época hasta hoy, es posible advertir las fuertes contradicciones entre los intereses de los diferentes países del Norte: no cabe la menor duda de que Oriente Medio se halla en el centro de la política internacional. Hoy estamos nuevamente ante un ciclo de alza de las cotizaciones del petróleo: éste pareciera responder a factores estructurales y podría aumentar su ritmo alcista si algunos países deciden acciones de fuerza contra ciertos productores de petróleo, como Irán, cuya soberanía para definir el rumbo de su política energética es cuestionada.

Sostenibilidad y consumo energético

En los últimos años, en un contexto marcado por las secuelas de los atentados del 11 de septiembre y la invasión a Irak, se han acentuado los debates sobre la cuestión energética: se discute si el mundo está atravesando la etapa final de la civilización energética sustentada en los combustibles fósiles. Este aparente periodo final podría extenderse, según los más optimistas, hasta inicios de la década de los 50 de este siglo y, según los pesimistas, hasta 2020 o 2030. Lo interesante de la situación es que se enfrentan dos mundos con intereses contrapuestos. El escenario energético actual, en efecto, da cuenta de una clásica controversia Norte-Sur, caracterizada por una marcada disparidad en cuanto a la disponibilidad de fuentes energéticas, concentradas en los países del Sur, y un creciente y muy acelerado consumo de energía por parte de los países del Norte. Esto ha puesto en el centro de la agenda internacional, desde hace dos decenios, el tema de las emisiones contaminantes y, por lo tanto, de la sostenibilidad ambiental del planeta.

Pero la discusión no debería estar centrada solamente en determinar hasta cuándo se prolongará el predominio de los combustibles fósiles y cómo hacer para que aumente su disponibilidad en la transición hacia una nueva civilización energética. Debería discutirse también en qué medida su extinción –y los efectos perniciosos sobre el ambiente global que su consumo seguirá generando durante la transición– podría dar paso a un debate más profundo, orientado a la conformación de un nuevo orden energético mundial que permita pasar de una etapa a otra de un modo no traumático.

Este nuevo orden debería permitir, en primer lugar, un equilibrio de intereses entre los países productores y consumidores, poniendo especial atención en aquellos de menor desarrollo relativo. Además, habría que discutir una forma de administración y control de la transición que permitiera incrementar la oferta de energía de fuentes nuevas y renovables y, al mismo tiempo –y esto quizás sería lo más relevante durante esta etapa–, buscar un uso más eficiente de las energías convencionales. Este problema de fondo queda corroborado por la historia: los cambios de civilización energética por los que ha atravesado la humanidad han implicado no solo la disponibilidad de una nueva fuente de energía, sino también un uso más eficiente de las ya existentes, lo que implica mayor productividad para un mayor bienestar.

En el panorama actual se perfila una posible crisis. La fuente de energía predominante, el petróleo, no sería capaz de cubrir sustentablemente la intensidad del consumo derivado de la opulencia de las naciones más desarrolladas. La situación se agravará si se produce un incremento del nivel de vida de los países del Sur como consecuencia del cumplimiento de las Metas del Milenio de las Naciones Unidas que, entre otras cosas, buscan reducir la pobreza global a la mitad para 2015. Es inevitable, por lo tanto, que durante la transición los mayores esfuerzos se concentren en el uso eficiente de los combustibles fósiles, ya que su sustitución mediante una mayor incorporación de fuentes nuevas y renovables no alcanzaría para garantizar un mayor crecimiento y bienestar. Para lograrlo, además, será necesario esperar varias décadas. Para obtener más eficiencia es necesario emitir señales adecuadas de precios que contribuyan al buen funcionamiento del mercado, lo cual pone en el centro de la agenda el tremendo costo de las externalidades negativas de las fuentes convencionales, y particularmente de los combustibles fósiles. En este marco conceptual, cabría preguntarse si el mercado es capaz de incluir estos factores en los precios, teniendo en cuenta que diversas cuestiones –la inestabilidad política en importantes países productores, la especulación financiera y los desajustes monetarios internacionales, junto con los movimientos geopolíticos de los países del Norte– seguramente continuarán elevándolos. En verdad, las elevadas cotizaciones que se han observado durante 2005 y 2006 todavía se encuentran muy por debajo de las reales si se comparan con las de principios de los 80. Asimismo, los precios no serían tan altos si se incluyeran las externalidades negativas o si se consideran las conversiones monetarias (euro versus dólar).

El tema es complejo. Para abordar eficazmente la cuestión del uso eficiente de la energía, sería necesario recurrir a mecanismos de intervención del mercado. Pero si ésta es la tónica, ya no bastaría con hablar de un nuevo orden energético. Un enfoque conceptual que anteponga la sostenibilidad integral (económica, social y ambiental) del planeta implicaría cuestionar algo más amplio: el actual orden económico mundial.

Esto es así por una razón muy simple. El nuevo orden energético no solo tendría que mantener un nivel de bienestar que permita la cohesión política y social del Norte; también debería significar un incremento en el bienestar del Sur, lo que necesariamente tendría que traducirse, en esta amplia zona del planeta, en un mayor crecimiento económico y una mejor distribución de la riqueza, lo que a su vez seguramente derivaría en un incremento del consumo de energía per cápita. Una mejora significativa del bienestar social de los países menos desarrollados no sería sostenible si los habitantes de las naciones más avanzadas continúan manteniendo su actual patrón de consumo energético. Se requiere, por lo tanto, transformar este patrón propiciando una mayor eficiencia. Esto es lo que hace sumamente compleja la discusión en los foros internacionales. Sería necesario realizar un esfuerzo muy grande en el uso eficiente de la energía en el Norte, y esto posiblemente determinaría un cambio en el modo de entender el bienestar. Como contraparte, en el Sur habría que combinar, simultáneamente, redistribución social de la riqueza con un uso cada vez más eficiente de la energía. No es sencillo, ya que la diferencia en cuanto al nivel de vida entre el Norte y el Sur es cada vez mayor. Jeremy Rifkin puso el dedo en la llaga cuando señaló: «La dieta energética diaria del norteamericano medio equivale a 58 esclavos energéticos trabajando sin cesar las 24 horas del día. Si comparásemos la energía de un barril de petróleo al mismo precio que pagamos el trabajo humano (cinco dólares la hora), nos costaría más de 45.000 dólares».

Este cálculo, al precio del barril de petróleo de los últimos meses (entre 60 y 70 dólares), pone de manifiesto una espectacular diferencia que, simplemente, no es viable en el tiempo. Y menos aún si los países del Sur, buscando imitar el «american way of life», se suman a este dispendioso consumo de energía. Como señala Rifkin,

resulta ilusorio pensar que la población de los países en vías de desarrollo podrá tener acceso algún día a la cantidad de petróleo per cápita de la que ha disfrutado EEUU durante la «edad de oro» del petróleo. Si China pretendiera consumir el mismo petróleo per cápita que EEUU para mantener nuestro nivel de vida, necesitaría 81 millones de barriles de petróleo al día.

La última cifra equivale al consumo mundial de 2004. El tema es preocupante, ya que China avanza justamente en esa dirección, incorporando aceleradamente el estilo de vida occidental: en los últimos diez años ha duplicado su consumo de petróleo, con seis millones de barriles por día en 2004. Esto significa que ha reducido significativamente su diferencia con EEUU: en 1994, el consumo diario de este país era casi seis veces mayor que el de China; en 2004 fue solo tres veces mayor. El esfuerzo de crecimiento del país asiático es, además, intensivo en energía y es imparable. Si a esto se suman las expectativas de crecimiento de otros grandes países en vías de desarrollo, en tanto las economías más importantes siguen creciendo, al menos por inercia, no es difícil concluir que la sostenibilidad ambiental del planeta está en cuestión.

Esta rápida diagnosis del problema no podría concluir sin señalar que el actual ciclo alcista de los precios del petróleo beneficia solo a la coalición de intereses que han formado las empresas transnacionales (de los países del Norte) y las empresas estatales (de los del Sur). La perspectiva es perjudicial, sin duda, para el interés de un gran número de naciones en desarrollo.

Disponibilidad y consumo de energía

Sobre la base de estas consideraciones, la primera premisa para la discusión de un nuevo orden energético global es clara: los países que gozan de mayor bienestar consumen más energía que la que producen. No será posible, entonces, sostener este ritmo en el tiempo, ya que –aunque sus movimientos geopolíticos les permitan acceder al control de las principales reservas de combustibles fósiles– la intensidad de su consumo pondría en riesgo la estabilidad ambiental del planeta.

Las proyecciones de la AIE indican que, para 2025, los países desarrollados, con solo 14% de la población mundial, consumirán 43% de la energía disponible. Los países en desarrollo, que concentran 82% de los habitantes del planeta, alcanzarían a consumir apenas 45%. El saldo corresponde a los países de Europa del Este y los que pertenecieron a la ex-Unión Soviética.

Lo interesante de estas proyecciones es que revelan un mayor dinamismo en el consumo de energía que en el crecimiento de la población. De hecho, la aceleración del proceso de urbanización –junto con las revoluciones industriales del fordismo primero y, en las últimas décadas, de la acumulación flexible y de las tecnologías de la información– han producido un fuerte incremento del consumo de energía: las cifras de la AIE, en efecto, muestran un gran crecimiento del consumo mundial a partir de los años 70. En líneas generales, el consumo mundial per cápita se ubicaba en un poco menos de 1 tonelada equivalente petróleo (TEP) en 1950. Las proyecciones estiman que, a fines de 2005, sería de 2 TEP, y para 2025, podría acercarse a las 3 TEP. Desde luego, como todo promedio, estas cifras esconden la desigualdad. En la mayoría de los países en vías de desarrollo, el consumo per cápita se encuentra entre 0 y 1 TEP, mientras que en los más desarrollados se ubica entre 3 y 6 TEP por habitante.

En la actualidad, la mayor parte de la energía que se consume se obtiene del petróleo y el gas. Si tomamos como referencia las cifras de 2004, en EEUU el petróleo da cuenta de 40% de la energía primaria consumida y el gas, de 25%. En la Unión Europea, las cifras son similares: 43% y 24%, respectivamente. Si se observan las proyecciones de la AIE, resulta claro que la demanda de petróleo y gas irá en ascenso, tanto en el Norte como en el Sur.

El avance del proceso de industrialización ha ensanchado la brecha entre la producción y el consumo de combustibles en el mundo desarrollado. En 2004, el consumo de EEUU alcanzó 938 millones de toneladas, casi tres veces más que la producción de ese año. En la UE, el consumo fue dos veces mayor que la producción.

La dependencia es muy clara. En 2004, el comercio mundial de petróleo alcanzó unos 50 millones de barriles diarios. Los países del Norte dieron cuenta de 63% de las importaciones, de las cuales 26% corresponde a EEUU. En otras palabras: el consumo estadounidense es de 20 millones de barriles diarios, de los cuales 65% deben ser importados. La situación es más extrema en Europa: con un consumo superior a los 16 millones de barriles al día, debe importar 81%.

Un 58% de las exportaciones se concentra en las regiones del Sur: América Latina, África y, sobre todo, Oriente Medio, al que le corresponde 41% de las exportaciones mundiales.

La situación del gas es diferente. El consumo mundial es de 2.421 millones de TEP anuales, de los cuales EEUU y Europa dan cuenta de 24% y 17%, respectivamente. La dependencia estadounidense es menor: su producción alcanza para abastecer casi 84% del consumo nacional (582 millones de TEP), mientras que la de Europa sólo cubre 46%. En países como Alemania e Italia, más de 80% del consumo de gas tiene que ser cubierto con importaciones.En suma, puede observarse que los países del Norte solo generan 15% de la producción mundial de petróleo, pero consumen casi 40%. En cambio, las naciones de Oriente Medio producen 48% del total mundial y apenas consumen 7%. En cuanto a Venezuela y México, los más grandes productores de petróleo de América Latina, consumen poco: 15% y 45% de su producción, respectivamente. Esto corresponde, en el caso de Venezuela, a menos de 1% del consumo mundial, y en el caso de México, a 2%.

El escenario de disponibilidad de los recursos energéticos también es dispar. EEUU cuenta con apenas 3% de las reservas mundiales de petróleo, registrando una relación reservas/producción de solo 11 años, lo que explica su interés por hacer menos vulnerable su abastecimiento del exterior. En Europa la situación es aún más crítica: los productores más importantes, Reino Unido y Noruega, solo registran, sumados, 1% de las reservas mundiales. En cambio, los países de Oriente Medio controlan 62% de las reservas: la ratio reservas/producción es de unos 80 años. Su posición estratégica en el actual orden energético internacional no podría ser más evidente: como si fuera poco, cuentan con 83% de las reservas de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). En cuanto al gas, la posición de Oriente Medio es menos influyente, no solo por las características de este hidrocarburo, sino porque la región controla únicamente 40% de las reservas mundiales.

América Latina y la correlación de fuerzas

En este contexto, resulta evidente que los principales países petroleros de América Latina tendrían que liderar una concertación regional. Se trata de México y, sobre todo, de Venezuela, que, de acuerdo con información muy reciente, podría experimentar un importante crecimiento de sus reservas, lo que le permitiría aumentar significativamente su capacidad de interlocución dentro de la OPEP. Esta organización, dominada por los países de Oriente Medio, ha exhibido una posición de consenso respecto a establecer un piso mínimo a los precios del petróleo y, por lo tanto, habría logrado una conciliación con los intereses de las grandes corporaciones internacionales.

En ese sentido, no hay que olvidar que las sobreutilidades de las grandes empresas petroleras no tienen precedentes: Exxon Mobil Corporation, por ejemplo, declaró que, en el cuarto trimestre de 2005, obtuvo una ganancia nada menos que de 80.000 dólares por minuto, y que sus utilidades provenientes de la venta de crudo aumentaron 44% con respecto al año anterior, hasta alcanzar los 36.000 millones de dólares. La posición de América Latina en el orden energético mundial, a pesar de la importancia de Venezuela dentro de la OPEP, es por ahora débil. Debido a la concentración de las reservas, parece difícil que pueda jugar un papel relevante como región. Además, los países productores latinoamericanos no son significativos en el comercio mundial: Venezuela concentra en el mercado estadounidense cerca de 90% de sus exportaciones, pero cubre solo un tercio de los requerimientos de ese país. En la actual coyuntura política, Caracas estaría interesada en diversificar sus exportaciones. Al mismo tiempo, EEUU busca reducir su dependencia del petróleo venezolano, aunque la distancia respecto de los otros eventuales proveedores es siempre un factor geopolítico a considerar, debido a la vulnerabilidad de las rutas del tráfico petrolero. En cuanto al gas, la región no tiene mayor juego en el comercio mundial, y lo poco que exporta se orienta mayoritariamente al mercado estadounidense. Este país, justamente, está interesado en incrementar su capacidad de regasificación con el objetivo de reducir su dependencia del petróleo.

En suma, este crudo diagnóstico acerca del papel irrelevante de América Latina como región en el orden energético actual no implica que no existan posibilidades para concertar una posición en el Comité de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas. Por el contrario, la región como bloque puede incrementar la capacidad de negociación de Venezuela. El asunto es para qué.

Ejes centrales de la concertación energética regional

En primer lugar, es necesario preguntarse si a los países de América Latina les convendría que el precio de los combustibles fósiles se ubicara por debajo de los niveles actuales, de entre 60 y 70 dólares por barril. Esto aliviaría la balanza comercial de algunas naciones, pero reduciría los excedentes de los países productores. En realidad, el asunto puede entenderse mejor si consideramos el concepto de «cotización sustentable»: esto implicaría incorporar al precio las externalidades negativas de los combustibles fósiles, fijando un límite superior y otro inferior. Sin embargo, esta alternativa es muy compleja debido a las diferentes variables que habría que introducir en la regulación de las cotizaciones internacionales de referencia. Hay, de todos modos, otras opciones que podrían estudiarse. Podría pensarse en un precio fijo de base según la categoría de los crudos exportables de cada uno de los grandes productores, con un margen de ganancia razonable. Otra alternativa sería establecer un impuesto a las transacciones de combustibles con el objetivo de capturar las sobreutilidades, que no tienen relación con la gestión empresarial. Otra idea consistiría en «blindar» los precios del petróleo contra los movimientos especulativos y el supuesto «nerviosismo» de los mercados ante eventuales cambios geopolíticos.

Desde luego, el debate acerca de los mecanismos de administración y regulación para fijar una «cotización sustentable» no solo será largo en el tiempo, sino también muy complejo. De todos modos, para América Latina es muy importante llevar este asunto a la agenda de discusión internacional.

La «cotización sustentable» debería fijarse en un nivel tal que permitiera que la explotación petrolera continuara siendo atractiva, de modo de no afectar a los países productores y garantizarles un margen de ganancia que se considere «normal». Pero este nivel de precios debería, también, estimular la incorporación de fuentes nuevas y renovables de energía y promover un uso más eficiente de las que ya existen. Esto supondría necesariamente un periodo de transición, durante el cual debería aliviarse la carga financiera de las naciones importadoras del Sur. Para ello sería necesario crear un fondo de financiamiento, que podría conformarse con un impuesto a las transacciones internacionales de petróleo.

Éstas serían las reglas de juego. Asimismo, a la vez que se estimularían las fuentes nuevas y renovables y, sobre todo, el uso eficiente de la energía, podrían ampliarse los mecanismos de cooperación que ya viene impulsando Venezuela. Entre otros, podemos mencionar el alivio financiero a las importaciones de los países de menor desarrollo relativo y el impulso de acuerdos de complementariedad energética que, por aproximaciones sucesivas, permitirían avanzar hacia la formación de un mercado regional de la energía. Por supuesto, no hay duda de que estos aspectos son muy discutibles y que el planteamiento es aún preliminar. Pero, en cualquier caso, no estaría de más que los países latinoamericanos emprendieran esta tarea que, a nuestro modesto entender, haría menos traumática nuestra posición como región en la transición hacia una nueva civilización energética.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 204, Julio - Agosto 2006, ISSN: 0251-3552


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