Tema central
NUSO Nº 216 / Julio - Agosto 2008

Ambivalencias y perspectivas de la reestratificación social

La crisis de principios de los 90 y la reforma económica generaron un proceso de reestratificación social que invirtió parcialmente los avances en materia de equidad logrados en las décadas anteriores. Nuevos grupos sociales, estrategias de mejoramiento de ingresos innovadoras, relaciones creativas con el mercado; todas estas tendencias confirman que la creciente diferenciación social de Cuba no es un accidente coyuntural sino un rasgo estructural derivado del funcionamiento de la economía. El artículo argumenta que la solución no pasa por volver al modelo homogeneizador anterior a la crisis, sino por explorar nuevas políticas sociales que equilibren acciones universales con instrumentos focalizados.

Ambivalencias y perspectivas de la reestratificación social

Introducción

Desde hace años, las ciencias sociales cubanas han incluido como uno de los grandes temas de su agenda el ensanchamiento de las brechas de desigualdad producido por la crisis y la reforma de los 90, cuyos impactos están todavía en curso. Este interés se explica por lo que esta situación significa en tanto alteración de las bases tradicionales del modelo socialista, sustentado en fuertes tendencias a la homogeneización social. Pero también se explica por la persistencia y la fuerza del proceso de profundización de la brecha social y por las implicaciones que esto tiene para una política social orientada hacia la equidad y la igualdad social.

Uno de los aspectos que más se debate es el carácter negativo o no de la desigualdad existente y la discusión sobre las acciones de política social emprendidas por el gobierno a inicios del nuevo siglo, incluidas en lo que se conoció como la Batalla de Ideas, y las que recientemente han comenzado a implementarse o a esbozarse: ¿representan una contrarreforma y el intento de un retorno a los niveles de igualdad de los 80 o, por el contrario, profundizan un modelo de socialismo mixto o multiactoral?

El argumento que se desarrollará a lo largo del texto sostiene la hipótesis de que no es posible, ni necesaria, una reconstrucción de las condiciones de igualdad de los 80, y que la política social debería orientarse a un manejo de la diversidad más que a una recuperación de los instrumentos de homogeneización social.

La reestratificación social

El proceso de reestratificación de la sociedad cubana iniciado en los 90 fue resultado de tres factores combinados: el agotamiento del modelo de acumulación desde la segunda mitad de los 80; la crisis generada por la pérdida de los mecanismos de inserción económica internacional del país; y la reforma económica que intentó responder a los nuevos escenarios externos e internos. Este proceso de reestratificación se ve en algunas tendencias manifiestas que se señalan a continuación:Recomposición de la pequeña burguesía urbana. Esta tendencia se sustenta fundamentalmente en el sector informal: propietarios de pequeños negocios, restaurantes y cafeterías, talleres de reparación de automóviles, pequeños productores de calzado, entre otros, constituyen figuras emblemáticas de esta reconfiguración.

Como se ve en la tabla 1, el empleo en el sector estatal fue perdiendo peso. Sin embargo, las estadísticas incluyen en la categoría «por cuenta propia» solo a los trabajadores formalmente registrados, lo que deja fuera el fenómeno de la informalidad no registrada, cuya expansión es ostensible. Por ello, la tendencia al decrecimiento del sector cuentapropista observada en los últimos dos años no puede ser tomada como una disminución de los agentes económicos de la pequeña economía mercantil urbana. De igual modo, las estadísticas no registran la diversidad dentro del cuentapropismo, como si se tratara solo de autoempleo. Pero observaciones realizadas permiten corroborar que en la economía informal ciertas actividades funcionan como pequeñas empresas, donde es posible distinguir claramente al empleador, patrón o propietario, asalariados privados, ayudantes familiares (remunerados o no) e incluso aprendices; es decir, una verdadera jerarquía de propiedad, dirección, calificación y remuneración. Segmentación interior de los grandes componentes socioclasistas. En esta nueva etapa, los componentes típicos de la Cuba socialista (clase obrera, intelectualidad, directivos y empleados), que anteriormente se caracterizaban por articularse a partir de la propiedad estatal y cuya escala de ingresos salariales era relativamente estrecha, están experimentando una heterogeneización, resultado de su vínculo con formas de propiedad y niveles de ingresos nuevos y diferentes. La propiedad mixta no ha aumentado mucho su presencia en la economía y mantiene una capacidad empleadora baja, que no alcanza a 1% de la ocupación total. Sin embargo, constituye un espacio muy demandado por las ventajas de ingresos y condiciones de trabajo y de vida que ofrece en comparación con el sector estatal. Por eso, su influencia como factor de reestratificación social no puede medirse desde una óptica estrictamente cuantitativa; debe considerarse por su capacidad para generar oportunidades diferenciadas de acceso al bienestar en relación con otras formas de ocupación. También es necesario considerar su efecto de demostración, en la intersubjetividad social, de las ventajas y la legitimidad del sector no estatal.

Otra arista de la tendencia a la heterogeneización de los componentes típicos del modelo socialista se expresa en las modificaciones experimentadas por la estructura por categorías ocupacionales. Entre 1990 y 2005 disminuyó el peso de las ocupaciones vinculadas directamente a la producción, así como las relacionadas con el apoyo a las actividades administrativas, al tiempo que aumentó el de aquellas vinculadas a los servicios y, en menor medida, las que implican mayores exigencias profesionales, como los técnicos y los directivos. Esto se explica por el proceso de terciarización de la economía, que demanda servicios especializados de media y alta calificación.

Heterogeneización de los actores de la producción agropecuaria. El reordenamiento de la producción agropecuaria a través de la parcelación y cooperativización de tierras estatales, y el potenciamiento de la pequeña propiedad y la introducción de mecanismos de mercado, produjeron la emergencia de nuevos grupos sociales (fundamentalmente, cooperativistas en tierras del Estado y parceleros). Ello diversificó el sector agropecuario y fortaleció la pequeña producción mercantil familiar.

En medio de un proceso de ampliación del mercado de los productos agrícolas, el pequeño agricultor individual, tradicionalmente más productivo y flexible para adaptarse a las demandas del mercado, ha obtenido mayores beneficios. Esto les permitió a estos nuevos agentes fortalecerse económicamente, mientras que el cooperativismo, tradicional o en sus nuevas formas, ha tenido menos posibilidades de consolidarse como un verdadero actor económico no estatal.

Diferenciación de ingresos y segmentación del acceso al consumo. La amplitud del consumo garantizado por los llamados «fondos sociales», las amplias subvenciones y el carácter universal y gratuito de los servicios públicos, junto con las diferencias económicas tradicionalmente reducidas, habían hecho que los ingresos personales y familiares perdieran peso como factor de diferenciación socioeconómica, especialmente en las décadas del 70 y 80. Esto consolidó la estructura social relativamente homogénea de Cuba.

Sin embargo, a fines de los 90 el coeficiente de Gini se elevó a 0,38 y superó así el 0,24 de los 80, lo que revela una tendencia a la concentración de ingresos que invierte la lógica desconcentradora anterior (Ferriol).

Por otra parte, importantes áreas de necesidades básicas –al menos 50% de los requerimientos alimentarios, de vestuario, de aseo personal, materiales para reparación y equipamiento de la vivienda– se satisfacen en el mercado legal en pesos convertibles (CUC) o en el mercado negro. Esto, sumado a la caída de la capacidad adquisitiva del salario real generada por la crisis (y aún no recuperada) y el incremento de los precios, ha hecho que los ingresos y el mercado se conviertan en fuerzas altamente diferenciadoras.

En 2005 se dispuso un incremento de los ingresos de la población. El salario promedio mensual de los trabajadores ascendió a 398 pesos (de 203 en 1996), el salario mínimo se elevó a 225 pesos y las pensiones y la asistencia social mínima llegaron a 164 y 122 pesos respectivamente. Sin embargo, estos incrementos no alcanzaron para superar los efectos de los altos precios de muchos productos de primera necesidad excluidos de la subvención estatal.

Reemergencia de situaciones de pobreza, vulnerabilidad social y marginalidad. La población urbana en situación de pobreza de ingresos y con necesidades básicas insatisfechas aumentó de 6,3% en 1988 a 20% en 2000 (Ferriol). Sin pretender simplificar la diversidad de los diferentes grupos en situación de pobreza, es posible llegar a un patrón que explica los principales mecanismos de exclusión. Podemos mencionar, como principales tendencias, familias con un tamaño superior al promedio; amplia presencia de ancianos y niños en el núcleo familiar; familias monoparentales con mujeres jefas de hogar que no tienen trabajo estable; altos niveles de fecundidad y de maternidad adolescente sin apoyo paterno; ancianos que viven solos o sin apoyo familiar; trabajadores del sector estatal tradicional en ocupaciones de baja remuneración; acceso nulo o muy bajo a ingresos en divisas; sobrerrepresentación de negros y mestizos; personas que no trabajan por discapacidad o ausencia de otras condiciones para hacerlo; niveles de escolaridad relativamente inferiores a la media nacional; precariedad de la vivienda; repertorio reducido de estrategias de vida; mayor frecuencia de abandono o interrupción de estudios; utilización de los niños para apoyar las estrategias de los adultos (cuidado de hermanos más pequeños, venta en el barrio de artículos elaborados o conseguidos por los adultos, realización de tareas domésticas y otros encargos); ubicación espacial preponderante en barrios marginales; sobrerrepresentación de personas de origen social obrero y empleados de baja calificación.En el plano microsocial, la carencia de activos y su reproducción intergeneracional constituyen la explicación por excelencia de la pobreza. En el plano macro, se trata de la incapacidad de los nuevos mecanismos económicos para generar fuentes de trabajo adecuadamente retribuidas y del debilitamiento de los mecanismos estructurales de inclusión social en base al trabajo o la asistencia social. Todo esto, con la aclaración de que no se trata de un proceso de exclusión general ya que aún se conservan –o incluso se amplían– instrumentos para proteger a los sectores vulnerables. Profundización de las brechas de equidad relacionadas con el género y la raza. Las brechas de género se concentran en tres dimensiones: desventajas de empleo, vulnerabilidad y empoderamiento. Todas ellas se expresan en la subrepresentación de las mujeres en la fuerza de trabajo calificada, la disminución del peso de las mujeres a medida que se asciende en el nivel de jerarquía de la dirección, la distribución asimétrica del poder en la dirección de los procesos productivos –donde se advierte casi una exclusión total (Echevarría)– y la sobrerrepresentación en la población pobre.

Las desigualdades de raza se verifican en diferentes aspectos: la mayor presencia de trabajadores blancos en actividades ventajosas (turismo, empresas mixtas); el predominio de negros y mestizos en actividades de la industria y la construcción del sector tradicional; la mayor presencia de blancos en los grupos socioocupacionales calificados y de trabajo intelectual en el sector emergente; el aumento de la proporción de blancos en la medida que se asciende en el nivel de dirección; la concentración de las remesas familiares en la población blanca; la sobrerrepresentación de la población negra y mestiza en las viviendas más desfavorecidas. Y también se comprueba en el predominio, en las representaciones raciales, de una evaluación negativa hacia los negros y una positiva hacia los blancos, lo que opera como un factor de reproducción a escala simbólica de las desigualdades (Espina/Rodríguez).

En el sistema educativo, a fines de los años 80 se comprobó que una proporción importante de estudiantes negros concluía sus estudios al finalizar el noveno grado, mientras que los mestizos tenían una fuerte presencia en la enseñanza politécnica y los blancos eran mayoría entre los estudiantes universitarios (Domínguez/Díaz). La actual política de municipalización de la enseñanza superior ha comenzado a alterar la composición social y racial de los estudiantes universitarios y debería, en el futuro, modificar esta tendencia.En suma, a pesar de la efectividad de la política social integradora del socialismo cubano, algunas desventajas históricas no han podido ser removidas en todas sus expresiones, en buena medida debido al modelo universalista y homogeneizador de la política social.

Fortalecimiento de los vínculos entre espacialidad y desigualdad. Con la crisis de principios de los 90 y la reforma económica, se instauraron mecanismos de selectividad que reforzaron la estratificación, en este caso territorial, de la sociedad cubana. Ello atenuó (aunque no eliminó) las políticas de igualamiento territorial implementadas en las décadas anteriores. Las investigaciones revelan, entre los factores más poderosos del espacio como «regulador inequitativo» de oportunidades, la expansión de formas de propiedad no tradicionales, la extensión de los mecanismos de mercado y el fortalecimiento de la propiedad cooperativa e individual en la agricultura no cañera y en la gestión individual y familiar, todo lo cual contribuyó a fomentar un amplio mercado formal e informal (Iñíguez/Pérez). Esto ha producido un patrón de selección territorial que genera vulnerabilidades y exclusiones espaciales que se expresan, entre otros rasgos, en una mayor proporción de pobres en determinadas regiones.

Por otra parte, las mediciones del Índice de Desarrollo Humano (IDH) territorial permiten agrupar las provincias cubanas en tres niveles de desarrollo: las que cuentan con un IDH alto, superior a 0,6 (Ciudad de La Habana y Cienfuegos); las que tienen un IDH medio, de entre 0,462 y 0,599 (La Habana, Matanzas, Villa Clara, Sancti Spíritus, Ciego de Ávila, Isla de la Juventud); y aquellas con un IDH bajo, inferior a 0,462 (Pinar del Río, Camagüey, Las Tunas, Holguín, Granma, Santiago de Cuba y Guantánamo).

Este análisis permite extraer algunas conclusiones. En primer lugar, son pocas las provincias con niveles altos de desarrollo humano y, en contraste, existe una cantidad importante de provincias ubicadas en el nivel más bajo. En segundo lugar, el peso de los factores de naturaleza económica en esta determinación es importante pese a las políticas sociales destinadas a modificar estas disparidades. Esto implica que se mantiene un patrón de configuración de desventajas territoriales asociado a los niveles de desarrollo históricos, lo que a su vez revela la dificultad para transformar las situaciones heredadas y las desiguales condiciones de partida.

Multiplicación de estrategias familiares de supervivencia y elevación de ingresos. Desde el enfoque de la sociología de la vida cotidiana, las crisis sociales pueden definirse como aquellas situaciones de desestructuración y pérdida de efectividad en gran escala de las microprácticas cotidianas históricamente destinadas a satisfacer las necesidades básicas. Consecuentemente, la multiplicación de las estrategias familiares de supervivencia y elevación de ingresos aparece como un rasgo clave para entender la reestratificación social en Cuba.

Las microestrategias identificadas no comenzaron en este periodo, pero se extendieron y legitimaron socialmente en esta etapa. El repertorio es amplio e incluye la migración interna y externa (definitiva o temporal, para el envío de remesas y la generación de una cadena de migraciones familiares sucesivas); el matrimonio como mecanismo de ascenso social; las actividades en el sector no estatal, legales o ilegales, y la creación de pequeños negocios familiares; la venta en el mercado negro de productos de orígenes y calidades variadas; el trabajo doméstico; la subcontratación ilegal en actividades estatales ventajosas, especialmente del turismo y la gastronomía; la oferta ilegal de servicios a turistas y extranjeros; el alquiler de casas y habitaciones en el propio hogar; la prestación de servicios de transporte; y la explotación para fines privados de bienes e instalaciones estatales.

Lo llamativo de todas estas estrategias es su plasticidad para identificar y aprovechar rápidamente brechas de satisfacción de necesidades que los servicios y mercados formales no alcanzan a cubrir, para poner en juego los recursos de que dispone la unidad familiar y su conveniente desmarque de criterios convencionales de legalidad, de lo que es correcto o incorrecto, aprovechando la fuerza estructurante autónoma del actor familia y del espacio micro para lograr eficiencia. Todas estas actividades se ubican en una zona descentrada de cambio cuyo decurso se articula con la «reforma oficial», pero readaptándola al escenario de las microprácticas. Esto abre un amplio abanico de efectos inesperados de la acción, en este caso de la intervención planificada que generan las políticas, sobre la base de un patrón de transformación que vincula caos y orden –con el resultado de una suerte de caos organizador–, que constituyen en sí mismos una reforma desde abajo.

Diversificación de los perfiles subjetivos y de las percepciones sobre la desigualdad social. El proceso de profundización de las desigualdades se refleja en una subjetividad social con amplio despliegue de la creatividad y la inventiva necesarias para el aprovechamiento de las oportunidades de satisfacer necesidades, la manifestación de cualidades solidarias de vecinos y familiares en momentos críticos, la permanencia de la superación educacional como valor y aspiración, la vivencia negativa de las desigualdades experimentadas por los distintos grupos sociales, la hipertrofia de las aspiraciones relacionadas con el consumo alimentario y material en general, la presencia de fuertes aspiraciones relacionadas con la elevación de los ingresos, la devaluación del trabajo como medio de vida y como elemento de realización personal, la legitimación de acciones ilegales como estrategias alternativas para obtener ingresos y el sentimiento de inseguridad generado por la ausencia de previsiones intermedias y a largo plazo y por la primacía de la inmediatez en la solución de los problemas cotidianos.

En este marco, los estratos de poder adquisitivo más elevado exhiben una mayor satisfacción con los hábitos de consumo, muestran una valoración más positiva de la estabilidad familiar y tienen proyecciones optimistas sobre el futuro, el disfrute y la satisfacción de las necesidades. Los sectores en situaciones desventajosas, en cambio, se muestran más insatisfechos con la vida familiar y logran elaborar pocas estrategias para obtener ingresos; funcionan con la inmediatez de la vida cotidiana, no cuentan con posibilidades de ahorro para planificar metas a mediano y largo plazo y no manifiestan proyecciones de futuro.

Se trata, en suma, de una subjetividad social cruzada, contradictoria y potencialmente conflictiva: por un lado, los grupos más favorecidos, que exhiben una alta capacidad innovadora sustentada en una elevada calificación y una flexibilidad valorativa que permite transgredir los límites establecidos; por otro, los sectores de bajos ingresos, con una visión pesimista y clientelista del futuro. La política social de la reforma

La política social cubana durante el periodo revolucionario puede ser calificada como una política de igualdad, ya que su brújula y su meta consisten en lograr igual acceso en oportunidades de bienestar y resultados equiparables en la satisfacción de las necesidades para todos los sectores sociales a partir de la eliminación de la explotación y la exclusión. Para garantizar eso se necesita del control público, en grados diversos, no solo de la distribución, sino también de la producción y de las relaciones de propiedad que sustentan el proceso productivo.

El eje de esta política es la universalización de los derechos sociales de ciudadanía para garantizar una cobertura total en alimentación básica, educación, salud, seguridad y asistencia social, empleo y acceso a bienes culturales. Estos derechos son provistos, en un nivel básico, a toda la población, sin distinción de ingreso, a través de mecanismos no mercantiles (mediante asignaciones gratuitas y subvenciones). Esta política ha sido exitosa en términos de integración social y equidad.

La crisis que estalló a principios de los 90 debilitó las posibilidades de estos mecanismos de cubrir las necesidades básicas de toda la población. Sin embargo, la reforma no los desmanteló, sino que los utilizó como un instrumento para garantizar la protección a los más vulnerables.

La reforma de los 90 tuvo dos momentos en materia de política social. El primero comenzó con la creación de condiciones para la recuperación económica y el amortiguamiento de los costos sociales de la crisis. Incluyó la ampliación del trabajo por cuenta propia y otras opciones privadas de generación de empleo e ingresos; la implementación de sistemas de remuneración en divisas y aumentos salariales para actividades y ocupaciones seleccionadas por su rol económico o social prioritario; la garantía de protección a los trabajadores de las actividades económicas cerradas o reestructuradas; la legalización de las remesas familiares y la despenalización de la tenencia de divisas; y la creación de una red pública comunitaria de alimentación subvencionada para sectores de bajos ingresos.

En el segundo momento, iniciado hacia finales de los 90 y profundizado a inicios de 2000, el foco se centró en la acción proactiva del Estado en la inversión social para garantizar la equidad. Para ello, se implementaron nuevos programas sociales dirigidos a la modernización y el rescate de los servicios públicos, especialmente en salud y educación, se priorizó el espacio local y comunitario como escenario de la política social y se perfeccionó la atención a las situaciones de vulnerabilidad. Bajo estos conceptos, se desarrollaron acciones como el Programa de Trabajo Comunitario Integrado, los programas de masificación del acceso a la cultura y a la informática y la atención focalizada a necesidades especiales y sectores pobres. También se decidieron aumentos de pensiones y salarios en general y en grupos ocupacionales seleccionados, así como la ampliación de la capacidad de construcción de viviendas mediante mecanismos estatales y el esfuerzo familiar.

A mi juicio, este segundo momento partió de un diagnóstico realista del cuadro de desigualdad y optó por combinar instrumentos universales y focalizados con importantes acciones de desarrollo, especialmente la recuperación de la educación como canal de movilidad social e interrupción de la cadena generacional de reproducción de las desventajas sociales. En ese sentido, es de esperar que los avances educacionales, combinados con la terciarización de la economía, abran posibilidades para que amplios sectores sociales mejoren su situación.

Pese al acierto de estas políticas, la estrategia social continúa lastrada por una visión maniquea de la desigualdad, que no considera las posibilidades de utilizarla como un incentivo productivo. En otras palabras, conserva un estilo homogeneizador e hiperestatalista, un enfoque que presenta insuficiencias. Entre otras, podemos mencionar la débil articulación entre las dimensiones económicas y sociales del desarrollo y la falta de sustentabilidad económica de los programas sociales; el excesivo centralismo, que no permite actuar sobre las situaciones específicas, territoriales y grupales; el escaso protagonismo de los actores locales, gubernamentales y extragubernamentales; la baja complementación con los actores extraestatales para el financiamiento y la implementación de la política social; la insuficiencia de los mecanismos participativos y de control; la tendencia a reforzar áreas que ya tenían una cobertura adecuada (como salud y educación), lo cual impide destinar recursos extras a otras áreas necesitadas (como vivienda, empleo e ingresos). Las perspectivas de la desigualdad

Propongo a continuación una valoración del estado de las desigualdades, sus perspectivas de corto plazo y las posibilidades de la política social, a partir de tres comentarios sobre el contexto nacional.

En primer lugar, hay que señalar que las estadísticas de empleo y salarios, las encuestas de hogares y diversos estudios realizados, algunos de los cuales se han citado en este texto, confirman que las diversas tendencias que caracterizan la reestratificación social, lejos de ser coyunturales, resultan persistentes y pueden caracterizarse de estructurales. No pueden ser enfrentadas con instrumentos transitorios de manejo de crisis, pues estas tendencias son consecuencia de las nuevas condiciones de funcionamiento de la economía. Por supuesto, no se trata de afirmar que las exigencias de la economía se estructuran como «naturalidad», como leyes objetivas inapelables, sino de llamar la atención sobre la necesidad de considerar estas exigencias.

Por añadidura, los cambios desbordan la escala macroestructural económica y las acciones planificadas y son absorbidos y reinventados por las microprácticas y las subjetividades de la sociedad. Esto genera consecuencias inesperadas y cursos de acción paralelos, confluyentes y contradictorios, en relación con la macrorreforma, que añaden densidad y anclaje a las transformaciones y que generan un impacto considerable sobre la producción de la estructura social. El resultado es un entramado social cristalizado multiactoral, tan alejado del punto de partida precrisis que resultaría difícil revertirlo a él, al menos en un tiempo breve.

El segundo punto crucial es el carácter ambivalente de las desigualdades. Su ensanchamiento ha lacerado aspectos esenciales de la justicia social y la equidad al fortalecer diferencias socioeconómicas injustas (que no provienen del trabajo ni se vinculan a condiciones personales que requieran atención especial). Se trata, en suma, de la devaluación del trabajo como vía de satisfacción de las necesidades, de procesos de empobrecimiento y del fortalecimiento de las desventajas de raza, género y territorio que se reproducen generacionalmente.

Pero al mismo tiempo esta profundización de las desigualdades generó nuevos incentivos productivos, una ampliación de las fuentes de empleo e ingresos para cubrir necesidades básicas, la diversificación de la oferta de bienes y servicios y, en determinados grupos sociales, la restitución de la correspondencia entre aporte individual y acceso al bienestar material. Por eso, no parece pertinente el objetivo de volver al estado de igualdad de los 80, caracterizado por una pretensión homogeneizadora que contradice la equidad e ignora la diversidad.

En tercer lugar, es necesario considerar el momento de cambio que atraviesa la sociedad cubana y los posibles impactos que este genera en la desigualdad y en la política social. Este momento parece tener como ejes el reforzamiento del rol directivo del Partido Comunista en la economía y la sociedad; la desburocratización del aparato estatal mediante la reducción de sus estructuras, personal y poder de restricción y discrecionalidad en las gestiones personales (permisos de viajes al exterior, compra y venta de bienes, permutas de viviendas, entre otras); la restauración de los derechos de ciudadanía y propiedad, personal y familiar; la ampliación del mercado para bienes y servicios considerados suntuarios de acuerdo con los parámetros de Cuba (computadoras, celulares, DVD y videos, acceso a hoteles y centros turísticos, etc.); la reorganización agropecuaria con énfasis en un cooperativismo con verdadera capacidad de autogestión y en la pequeña producción mercantil familiar, así como la descentralización de la política de producción de alimentos a escala local y la ampliación del mercado; la generación de mayores incentivos materiales a la productividad a partir de una mayor autonomía empresarial en materia de decisiones salariales; la ampliación de los espacios para el debate, la crítica pública y la participación ciudadana.

Desde mi punto de vista, estos cambios podrían generar un nuevo impulso reformador que rescata, esencialmente por imperativos económicos, un modelo de socialismo multiactoral, en el sentido de diversificar los sujetos económicos ligados a diferentes formas de propiedad y de poner el énfasis en sus articulaciones y la complementariedad en los roles productivos y de toma de decisiones. Estas líneas estaban ya contenidas en la reforma de inicios de los 90, pero fueron insuficientemente desplegadas, torcidas y hasta contrarreformadas en su aplicación concreta.

Si esta plataforma de cambios se concreta, se abrirían mecanismos legales de satisfacción de demanda de bienes y servicios que exigen un alto poder adquisitivo y que hasta ahora solo podían encontrarse en el mercado informal. Por eso, el principal impacto de este tipo de acciones sobre la desigualdad social sería una mayor visibilidad y legitimación, desde la autoridad establecida, de las inequidades ya existentes. Esto derivaría en un reforzamiento de la reestratificación, una rearticulación, al menos parcial, del nexo trabajo-ingresos-acceso al bienestar, y una revitalización de los mecanismos participativos de construcción de la agenda social.

Comentarios finales: algunas líneas de acción

Lo señalado anteriormente podría significar una oportunidad para avanzar hacia una nueva comprensión del significado de la desigualdad y la diversidad en el marco del socialismo. En esta dirección, algunas investigaciones han elaborado propuestas para mejorar la capacidad de la gestión estatal en la reducción de las desventajas sociales y la mejora de los niveles de equidad. Para cerrar este artículo se mencionan las más relevantes:

1. Dotar de sustentabilidad económica a la política social: para lograrlo, es necesario impulsar cambios en el patrón de inserción de Cuba en la economía-mundo sobre la base de un modelo de sustitución de exportaciones que priorice la venta de manufacturas tecnológicamente intensivas. Es importante, también, perfeccionar la planificación y la relación Estado-mercado, dinamizando los mecanismos de complementación, y ampliar la propiedad no estatal: esto permitiría descargar al Estado de actividades y tareas que lo desbordan, enfocarlo en lo esencial y diversificar las posibilidades de generación de ingresos.

2. Cambiar la concepción de la política social: la clave aquí es pasar de una concepción que enfatiza la homogeneidad social a otra que asume una norma socialista de desigualdad, es decir, que establece un sistema de prioridades básicas para manejar la tensión entre equidad e inequidad. Los elementos generales de esta norma son: la ausencia de desigualdades asociadas a relaciones de explotación o dominación de cualquier tipo; la eliminación de la pobreza y la garantía de satisfacción de las necesidades básicas para toda la población; la generación de espacios de igualdad que no pueden ser objeto de distribución mercantil para todos los grupos sociales y la utilización del mercado como mecanismo indirecto de distribución que admite las diferencias; el reconocimiento de la legitimidad de las desigualdades asociadas al trabajo y de aquellas diferencias que no ponen en desventaja o afectan el derecho a la igualdad de otros individuos y grupos; el derecho y el deber de contribuir individualmente al bien común de acuerdo con los ingresos personales y la capacidad productiva de cada uno.

3. Complementar las políticas universales con acciones focalizadas: estas acciones focalizadas deberían orientarse según el territorio y centrarse en la articulación educación-trabajo-hábitat. Esto requiere orientar las acciones a los espacios deprimidos, considerando que las brechas de equidad (especialmente las vinculadas a raza, género y origen social) suelen tener una concentración territorial, pero sin clausurar los instrumentos de universalidad, sino como un complemento. Para ello es necesario concebir el territorio como un factor de desarrollo, lo cual implica potenciar el desarrollo local endógeno, incluyendo elementos de economía local y de sus actores socioeconómicos como agentes de cambio, y trazar estrategias de sustentabilidad, potenciación de la innovación y generación de autogestión y autoorganización en las sociedades locales.

4. Complementar la centralización con la descentralización: esto supone otorgar mayores responsabilidades al Poder Popular Territorial, las comunidades y las familias en el financiamiento, las decisiones y el control de la política social, conservando al mismo tiempo el papel protagónico del Estado en el marco de una estrategia unitaria, solidaria y universal.

5. Modificar las prioridades estratégicas del gasto social: el gasto social debe reorientarse hacia una ampliación de la capacidad electiva familiar o individual. Para ello es necesario priorizar una política de empleo que asegure ingresos suficientes para cubrir las necesidades básicas y modificar la política de vivienda a partir de fórmulas variadas y flexibles (cooperativas, esfuerzo propio, créditos familiares, entre otras).

6. Profundizar la participación en la construcción de la agenda social: esto implica priorizar los elementos de cogestión, formulación estratégica y control popular del proceso y los resultados de la política social.Estas propuestas pueden parecer excesivamente generales. Pero tal generalidad no es fortuita: aunque reconozco la necesidad de avanzar en respuestas concretas a los problemas mencionados, considero que cualquier avance práctico depende de un cambio de concepción previo, que atañe fundamentalmente a una comprensión diferente, que aquí no puedo desarrollar por falta de espacio, de la intencionalidad social de la economía, la relación Estado-mercado en un marco socialista y los procesos de autogestión y participación estratégica como formas de avanzar en la equidad y la justicia social.

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 216, Julio - Agosto 2008, ISSN: 0251-3552


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